lunes, 24 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 23



Pedro se secó la cara con una toalla mientras miraba a Paula por la ventana. Allí estaba, el objeto de su frustración frente al portal, como si estuviera a punto de salir corriendo.


 Tenía la barbilla levantada, como retándose a sí misma.


–Qué mujer tan independiente –murmuró, irritado.


Cuando estaba poniéndose los vaqueros sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir. Paula se quedó en el descansillo, mirando su torso desnudo y sus pies descalzos.


–He venido a pedirte disculpas. Me he portado de una forma muy grosera –le dijo, sacando una cajita del bolso–. Y yo no soy una desagradecida.


–Estoy de acuerdo –Pedro aceptó la caja y alargó la otra mano para apartarle el pelo de la cara–. ¿Qué es esto?


–Un regalo para tu apartamento.


–Solo lo aceptaré si tú aceptas el mío.


–Hay una gran diferencia entre un regalito y un coche.


–Yo no lo veo así.


Paula suspiró.


–¿Puedo entrar?


–Sí, claro –Pedro dio un paso atrás–. Los sofás no llegarán hasta mañana, pero hay sillas en la cocina.


–Abre el regalo –dijo ella.


Pedro abrió la caja. Dentro había dos copas de champán y un sacacorchos de madera.


–Gracias.


Un regalo sencillo, nada caro, pero que significaba mucho para él.


–Seguramente tendrás toneladas de copas –dijo Paula, mirando por la ventana.


–Nunca se tienen demasiadas copas. ¿Quieres un café? Estaba a punto de hacerlo. ¿O prefieres estrenar las copas?


–No, café está bien. ¿Te importa si exploro un poco el apartamento?


–No, claro que no.


Así tendría tiempo para calmarse.


–Ah, por cierto, espero que estés libre esta noche. Te debo una.


–Muy bien.


Seguro que no se refería a lo que él pensaba. Apretando los dientes, Pedro se concentró en hacer el café, pero por el rabillo del ojo vio que entraba en su dormitorio.


Había dejado la cama sin hacer y podía imaginar la pálida piel de Paula en contraste con las sábanas azules, sus manos moviéndose por el edredón, sobre él…


Esperaba que los planes de Pau incluyesen a más gente; una multitud si era posible.


–Muy bien –dijo Paula unos minutos después, tomando su taza de café–. Tengo dos días libres. Tú no quieres nada serio, así que sugiero algo nada serio.


–¿Qué se te ha ocurrido?


–El parque de atracciones Luna Park –respondió ella, con una sonrisa en los labios.


–¿Y quién elige las atracciones?


–Yo –respondió ella–. Tal vez te deje elegir alguna, si te portas bien.


Eligiera él las atracciones o no, esa tarde iba a ser una montaña rusa en muchos sentidos. Aunque agradecía que no hubiera sugerido un simple almuerzo.


–¿Alguna cosa más?


–Sí, volveremos aquí a cenar. Incluso te dejaré cocinar.


–Ah, qué generosa.


Pedro había evitado los parques de atracciones desde que rompió con Pau y no solo porque ver a la gente en la montaña rusa le encogiese el estómago sino porque el olor a grasa de las atracciones y el algodón dulce siempre le recordaban a ella.


Cuando llegaron a la entrada de Luna Park el pasado volvió como un caleidoscopio de sonidos e imágenes. Ganó un oso de peluche en una caseta, una serpiente de terciopelo verde en otra. Luego subieron a la noria y a un par de atracciones poco peligrosas. La montaña rusa que eligió Paula no era tan aterradora como aquella en la que vomitó cinco años antes, pero tampoco mucho mejor.


–No irás a acobardarte, ¿verdad? –lo retó ella.


–No, claro que no.


Y no lo hizo, pero tardó media hora en recuperar el color de la cara y, además, tuvo que probar el algodón dulce porque Paula insistió en que era parte de la experiencia.


Se quedaron en el parque hasta el anochecer, cuando el cielo se volvió de color púrpura y la ciudad de Sídney brillaba como una joya, sus luces reflejadas en el agua oscura del puerto.


Paula tomó su mano, pero no era suficiente. Quería esas manos por todas partes, quería esos ojos brillando de placer, oscureciéndose de pasión.


–Ya hemos visto suficiente –dijo, tirando de ella–. Hora de volver a casa para cenar.


Pero cuando llegaron al coche, Pedro tenía un objetivo en mente, y no era cenar.


–Ah, qué lujo –bromeó ella, arrellanándose en el asiento de piel.


Pedro tuvo que apretar el volante ante una repentina visión de Pau desnuda sobre ese asiento, su trasero deslizándose por la suave piel, las piernas abiertas, húmeda para él, solo para él.


Pedro sacudió la cabeza. Una imagen más y tendría que parar en el arcén para hacerlo realidad.


–¿Qué ocurre? –le preguntó Pau–. ¿Te duele algo?


–No, nada –respondió él, con voz ronca.


–¿En qué estabas pensando? –le preguntó Pau, tocando su rodilla.


–Nada de preguntas y nada de charla si quieres llegar a casa de una pieza.


Por el rabillo del ojo vio que esbozaba una sonrisa mientras se deshacía la coleta.


Le gustaría ser él quien hiciera eso, pensó, respirando el olor de su gel, el mismo de la noche anterior.


Tuvo que moverse, incómodo. Estaba reaccionando como un adolecente y no como un hombre adulto.


Cuando llegaron a casa detuvo el coche y apagó el motor. 


En el silencio podía oír los latidos de su corazón y la suave respiración de Paula, que se había quedado dormida.


–Paula… despierta.


Ella abrió los ojos poco a poco.


–¿Ya hemos llegado?


–Sí, vamos.


Pero Pedro vaciló un momento antes de salir del coche. 


¿Sería capaz de marcharse cuando decidieran que ya habían tenido suficiente? Aunque más bien sería ella quien le diese la espalda para salir con algún otro hombre.


Tenía que pensar eso, así sería más fácil mantener la perspectiva.








SEDUCIDA: CAPITULO 22




Cuando Paula despertó de un sueño profundo y reparador, la luz del día inundaba la habitación. Se estiró perezosamente, pero cuando alargó el brazo descubrió que estaba sola en la cama.


Se dijo a sí misma que no estaba decepcionada, pero después de la noche anterior… tuvo que hacer un esfuerzo para bloquear las imágenes y controlar sus pensamientos.


Se puso un chándal para ir a la cocina y se hizo un café mientras pensaba en Pedro y por qué estaba allí cuando llegó a casa. ¿Había ido con la intención de verla o para pasar el rato con German? Probablemente lo último, ya que ella había cambiado el turno con una compañera.


Entonces notó unos números anotados a bolígrafo en su muñeca… El número de su móvil. Uno de sus antiguos pasatiempos había sido escribir mensajes en el cuerpo del otro, siempre en sitios muy interesantes.


Paula volvió al dormitorio y se quitó la ropa, temblando.


Allí, sobre su pecho izquierdo, Pedro había escrito la dirección de su apartamento. Sintió que le ardía la cara al pensar que la había mirado mientras dormía… sin que ella pudiese hacer nada.


Después de vestirse decidió llamarlo, pero se detuvo. ¿Iba a llamar para darle las gracias por un orgasmo increíble?


Paula tuvo que apoyarse en la mesa mientras se servía el café y estuvo a punto de quemarse la mano cuando sonó el teléfono. Era Pedro.


–¿Qué tal has dormido?


–Probablemente mejor que tú –respondió ella.


–¿Tienes la dirección?


–Sí –murmuró Paula, tocándose el pecho–. La tengo.


–Ve a la puerta.


–¿Qué?


–Hazlo.


–Muy bien, estoy en la puerta.


–Ábrela.


Paula tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol, pero enseguida vio un Holden Astra blanco aparcado frente a la casa.


Un involuntario gemido escapó de su garganta. No podía ser.


Pedro, ¿qué has hecho?


Él dio un paso adelante, con las llaves colgando de un dedo.


–Te he comprado un coche. Te hacía falta, ¿no?


–No puedo aceptarlo –murmuró ella, con el corazón encogido.


–¿Por qué no? Tú necesitas un coche y yo estoy ayudando a una amiga, nada más.


Ese regalo era un compromiso. ¿Y no habían dicho que no habría compromisos?


–No necesito tu ayuda, puedo comprar un coche con mi dinero.


Paula volvió a entrar en la casa con las piernas temblorosas y se dejó caer sobre una silla de la cocina. Eso de «ayudar a una amiga» era absurdo. Claro que teniendo tanto dinero… seguramente para Pedro no era importante. Y no tenía por qué ser un compromiso, ella no dejaría que lo fuera.


–Mira, yo… –empezó a decir. Pero cuando levantó la cabeza comprobó que estaba sola en la cocina.


Cuando llegó a la puerta vio que el Ferrari daba la vuelta a la esquina. Sin saber qué hacer, corrió hacia el coche. Había dejado las llaves en el contacto y un mapa abierto en el asiento del pasajero en la página de Double Bay.


–Piensas en todo, ¿eh? –murmuró para sí misma.


Pero aunque fuese a toda velocidad no llegaría a tiempo. 


Además, no estaba acostumbrada al coche nuevo y no conocía bien Double Bay, de modo que cerró la puerta y se llevó su impaciencia a casa. Muy bien, tenía que calmarse y recuperar el control.


Cinco minutos después se había puesto un jersey de color cereza y unos vaqueros, la cazadora de ante en la mano. 


Tomando el mapa, subió al coche y pasó una mano por el salpicadero. Olía a coche nuevo y a la loción de Pedro.


¿Debería enviarle un mensaje diciendo que iba de camino? 


No, mejor disculparse cara a cara.


Cuarenta y cinco minutos después aparcaba tras un clásico Mercedes y miraba el lujoso edificio de apartamentos, con grandes balcones, ventanales enormes y una vista para morirse.


Estaba en una calle flanqueada por árboles que le recordaban la calle donde vivían sus padres. Paula apretó el volante. No era su sitio, pensó.


Tomando la cazadora, bajaba del coche cuando una mujer inmaculadamente vestida salió del edificio y la miró con curiosidad.


Paula sonrió. Que aquel no fuera su sitio no significaba que tuviera que ser grosera. Doña perfecta le devolvió la sonrisa mientras subía al Mercedes, por supuesto.


Sonriendo para sí misma, Paula se dirigió al portal. Una vocecita le decía que volviera a casa, que el hombre que vivía en aquel sitio tan lujoso no era el hombre que ella había conocido.


Pero habían estado juntos la noche anterior y sus caricias eran las de siempre.


Respirando profundamente, subió los escalones del portal. 


Le daría las llaves y se disculparía, sencillamente







SEDUCIDA: CAPITULO 21



–¡Pau! ¡Pau! –la voz de Pedro parecía llegar de muy lejos.


Cuando abrió los ojos notó que el agua estaba templada y su piel fría.


–¿Qué pasa? –Paula intentó levantarse, pero no tenía fuerzas.


–Llevo un rato llamándote desde el pasillo. Estabas dormida, cariño.


Pedro la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una toalla.


–¿Qué hora es?


–La una. Tienes que secarte, estás helada.


Pedro empezó a frotarla vigorosamente y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no maullar como un gatito.


–Puedo hacerlo… –empezó a decir, incapaz de terminar la frase.


Pedro se detuvo, mirándola con un deseo que ya no podía esconder. Lentamente, como si de una suave tortura se tratase, le pasó la toalla por los pechos y vio cómo los pezones se le levantaban, temblorosos.


Pau echó la cabeza hacia atrás sin poder hacer nada. Se quedó inmóvil mientras el pulso le latía en sus oídos y temblaba entre sus piernas.


El aliento de Pedro era como una caricia en sus pechos, su abdomen. Estaba a unos centímetros de su piel desnuda, pero se limitaba a secarla con la toalla.


Había esperado ese momento durante cinco años. 


Era Pedro, el hombre con el que comparaba a todos los demás. Su suavidad, su paciencia…


Pedro siguió secándole los muslos… y más arriba, despacio, el roce de la tela llevándola al borde del precipicio.


Pedro –susurró, pero no pudo decir nada más.


–¿Estás bien? –le preguntó con voz ronca.


–Sí.


Un roce más de la toalla y el clímax la hizo caer al vacío. 


Todo se volvió negro, el suelo se movió bajo sus pies y cayó en los brazos de Pedro.


Unos segundos después tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.


–Creo que ya estoy seca. Casi por todas partes.


Él rio, pero la risa sonaba tensa.


–Vamos a la cama, cariño. Necesitas dormir.


Sin encender la luz, la arropó con el edredón mientras Paula temblaba. Las sábanas parecían de hielo.


–Hace frío –murmuró.


Oyó que Pedro cerraba la puerta y luego sintió que se tumbaba a su lado, vestido. La abrazó, su espalda contra la camiseta blanca, su pierna desnuda rozando la tela 
vaquera del pantalón, la erección masculina en su trasero.


El cansancio era un ladrón que le robaba la oportunidad de darse la vuelta y bajar la cremallera que se le clavaba en la espalda. Por primera vez en cinco años no se sentía sola en el mundo. Mientras se quedaba dormida se le ocurrió que aquello era peligroso. Y que podría acostumbrarse.