sábado, 25 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 5





—¿Por qué lo vas a ver fuera del trabajo? Recuérdamelo, por favor.


Paula apretó el teléfono móvil entre la oreja y el hombro para poder cambiar de posición su portafolio.


—Porque quiere hablar conmigo y no puedo hacerlo en otro momento —respondió—. No hay nada más, ya te lo he dicho…


—Pero no me suena muy convincente.


Paula se preguntó si sus tres mejores amigas se habían puesto de acuerdo, porque no dejaban de llamarla o de enviarle mensajes para hablar del mismo tema. Hasta cierto punto, era lógico que se preocuparan por su bienestar; las amigas estaban para eso y ella también se preocupaba por ellas. Pero empezaba a estar harta.


Respiró a fondo y giró en redondo, intentando averiguar en qué lado de la plaza Merrion estaba el despacho de Pedro


Cuando vio la estatua de Oscar Wilde, que se apoyaba en una roca detrás de una verja verde, arqueó una ceja y lo miró como preguntándole si podía indicarle la dirección.


Wilde permaneció en silencio.


—Sólo es trabajo.


—¿A las siete y media de la tarde? Terminaste de trabajar hace dos horas.


Paula se acercó a la verja y siguió andando.


—No es la primera vez que me reúno con alguien fuera del horario de trabajo. La gente tiene vidas complicadas… y por cierto, si no cortas pronto la comunicación, llegaré tarde a nuestra cita en el bar Temple y tendrás que esperar.


—A las nueve y media entonces, ¿no?


—Sí, a las nueve y media.


—Si te retrasas, sabré por qué…


—Seré puntual.


—Bueno, si ese hombre es tan atractivo como me pareció en el Festival de las Ostras, lo comprenderemos. Pero tendrás que darnos todo tipo de detalles…


En ese momento, Paula vio una placa dorada al otro lado de la calle que parecía prometedora.


—Seré puntual —repitió—. ¡Sólo es trabajo!


Paula lo decía completamente en serio. Se iban a ver en su despacho, no en su domicilio. Además, aquello era la vida real, no una aventura rápida en Galway; y era consciente de la diferencia.


—Que te diviertas…


Cruzó la calle, volvió a colocarse el portafolio y suspiró aliviada cuando leyó la placa.


—Ah, es aquí… Luego nos vemos. Adiós.


Guardó el teléfono en el bolso y llamó al timbre de la casa de estilo georgiano. Después, se alisó las trenzas, se cruzó de brazos e intentó adoptar una actitud tranquila.


Pedro abrió y llenó todo el espacio. Y ese verbo, «llenar», bastó para que Paula se estremeciera.


Por lo visto, aquel hombre estaba guapo con cualquier cosa que se pusiera. No era justo. Pedro se apoyó en el marco y la tela oscura de su camisa se tensó sobre su ancho pecho cuando abrió la puerta un poco más.


—Hola.


Fue un saludo inocente, pero a Paula le pareció tan inmensamente sexy que dedicó un momento a contemplar su cuello ancho, el hoyuelo de su barbilla, la curva sensual de una boca que hacía maravillas en ciertas situaciones, la línea recta de su nariz y, por último, sus ojos con motas doradas.


Tragó saliva, sonrió y dijo:
—Te he traído los bocetos.


Paula le extendió el portafolio, lo cual causó que el bolso se le cayera del hombro y tuviera que ponerlo otra vez en su sitio. Y como Pedro no aceptó el ofrecimiento, Paula tuvo que volver a colocárselo todo


—Entra, por favor —dijo él, apartándose—. Mi apartamento está en el último piso. Podemos subir y mirarlos allí.


Ella se llevó una buena sorpresa. No se le había ocurrido que su apartamento estuviera en el mismo edificio donde trabajaba.


—Tu despacho bastará —afirmó.


La expresión de Pedro no cambió en absoluto; pero sus ojos admiraron la minifalda y las piernas de Paula, que justo entonces se recordó con las piernas separadas y sintiendo el vello de Pedro contra su suave piel.


—Me temo que no es posible. El despacho se cierra de noche y, además, he preparado algo de comer. Venga, sube. Veremos esos bocetos.


Paula no podía protestar porque habría sonado inmaduro y él habría notado su preocupación, de modo que alzó la barbilla, entró en el edificio y esperó a que Pedro cerrara la puerta y abriera camino. Cuando empezaron a subir por las escaleras, disfrutó de la visión de su trasero y pensó que los vaqueros le quedaban muy bien.


—¿También vives aquí? Eso es dedicación…


La voz profunda de Pedro resonó en la escalera con barandilla de hierro forjado.


—Fue cosa de mi padre. Quería vivir cerca del trabajo.


Paula supuso que crecer a la sombra de un hombre tan famoso e influyente como Arturo Alfonso debía de haber sido difícil para él. De haber estado en su caso, ella habría elegido cualquier otra carrera con tal de librarse de semejante destino.


—Seguro que arriba tienes buenas vistas —comentó, sin apartar los ojos de su trasero.


—Podrás comprobarlo enseguida.


—¿Tu padre sigue viniendo a Dublín? ¿O se mantiene lejos de la ciudad ahora que se ha jubilado?


Pedro rió con suavidad.


—Bueno, su concepto de estar jubilado es bastante dudoso —le confesó—. Pero no, no suele venir a Dublín.


—Si te deja a cargo de la empresa, es que confía en tu buen juicio…


—Más o menos.


Paula se preguntó si el proyecto del Pavenham era tan importante para él porque quería demostrarle algo a su padre. Pero antes de que pudiera interesarse al respecto, él abrió otra puerta y ella se encontró en un espacio abierto y enorme que parecía interminable. Obviamente, el piso de Pedro no se limitaba al edificio de estilo georgiano donde estaba su despacho.


—¿Cuántos edificios tienes?


—Tres —respondió.


Pedro se acercó a la cocina y alcanzó una botella de vino que había dejado en la encimera.


—¿Te apetece una copa? —le preguntó.


—Sí, gracias. Este sitio es impresionante…


Paula dejó el portafolios en la encimera y echó un vistazo a su alrededor.


—Lo remodelé hace un año —explicó—. El edificio contiguo salió a la venta y decidí comprarlo. En los pisos inferiores hay una escuela de diseño.


Ella pensó que se había equivocado al suponer que Pedro estaba demasiado influido por su padre. Tenía ideas y gustos propios, lo cual lo hacía aún más sexy.


—Tu padre estará muy orgulloso de lo que has hecho…


Pedro se encogió de hombros y se dispuso a descorchar la botella. Paula no podía ver su expresión ni adivinar, en consecuencia, lo que estaba pensando; pero se dijo que interpretaba muy bien el papel de hombre fuerte y silencioso.


—Todavía no ha visto la casa. Como ya he dicho, no suele venir a Dublín.


Él sirvió dos copas y le ofreció una. Cuando Paula la tomó, sus manos se rozaron un momento y sintió una descarga eléctrica tan intensa que estuvo a punto de soltar un grito ahogado. Pedro entrecerró los ojos, como si hubiera sentido lo mismo.


—Gracias.


—De nada.


Paula caminó hacia la zona del salón y contempló las fotografías y los cuadros de las paredes, casi todos de paisajes y edificios. Entre ellos, aquí y allá, había algunas instantáneas del propio Pedro; en una, estaba esquiando; en otra, navegando; e incluso había una tercera en la que aparecía a punto de saltar desde un puente, con una cuerda elástica atada a los tobillos.


Pero su sonrisa fue lo que más le llamó la atención. Sonreía en todas las imágenes, y parecía tan feliz que se giró hacia la cocina para comparar su expresión con la frialdad que demostraba en ese momento.


Cualquiera habría pensado que ella no le caía bien, lo cual le extrañó. La gente la consideraba una persona agradable; y en cuanto lo sucedido en Galway, teóricamente debía contribuir a facilitar las cosas. Además, no estaban mezclando los negocios con el placer. Paula sabía que su corta aventura con Pedro era un asunto bien diferente a su relación con Pedro Alfonso. Aquello era un trabajo, sólo eso; y Pedro Alfonso, un hombre tan influyente que una palabra suya bastaría para destruir su carrera profesional.


—¿Te dan medallas por hacer todas esas actividades, como en los boy scouts?


Él sonrió y sus ojos brillaron.


—No, pero tampoco soy un boy scout.


Pedro se acercó, miró las fotografías y añadió:
—Aunque eso ya lo sabes.


Él alzó la copa de vino y echó un trago. Ella lo admiró durante unos segundos y fue incapaz de apartar la vista de sus labios cuando se los lamió. No había olvidado lo que Pedro le podía hacer con la lengua.


—¿Te gusta el vino? —preguntó él. Paula miró la copa, la agitó y contempló el líquido


—Tiene un color profundo. Y un aroma excelente… con un fondo a zarzamora y tal vez a roble, si no me equivoco.


Pedro arqueó una ceja y echó un trago.


—Está riquísimo…


—Ya veo que no eres una especialista en vinos.


—No, desde luego que no —afirmó, sonriendo—. Sé distinguir uno bueno de uno malo, y viniendo de ti, sabía que estaría bueno. Pero para sentir su efecto, necesitaría unas cuantas ostras…


Pedro la miró con humor al oír la indirecta sobre el festival de Galway.


—Te gusta jugar con fuego, ¿eh?


—Digamos que tengo una veta perversa.


—¿Y eres tan segura como pareces?


—Intento serlo; pero para ser una persona segura, hay que ser consciente de tus propias limitaciones… y yo lo soy —declaró, encogiendo un hombro—. Me limito a esconder mis puntos débiles cuando estoy en público.


—¿Sueles utilizar tu sexualidad para manipular a clientes difíciles?


La sonrisa de Paula desapareció.


—Me estaba preguntando cuándo saldrías con ésa. Has aguantado diez minutos. No está nada mal.


—Es lo que has hecho con Mickey D., Paula.


—Porque no tenía otra elección. Me dijiste que era un cliente muy difícil y me limité a aprovechar lo que tengo. Además, sólo estaba coqueteando… no es como si le hubiera ofrecido mi cuerpo en una bandeja de plata.


—Es tan viejo que podría ser tu padre.


Paula se apartó de Pedro y caminó por la sala.


—Podría, pero no lo es… Mi madre admiraba tanto a ese músico que seguramente consideró la posibilidad de acostarse con él en su día. Pero por suerte, se enamoró de mi padre y se quedó con él. Mickey D. no habría sido un buen padre para mí.


—¿Siempre coqueteas con los clientes cuando quieres venderles un proyecto?


Paula frunció el ceño, se giró y lo miró.


—¿Qué te disgusta tanto de mí, Pedro? ¿Que sea capaz de plantarte cara? ¿O que te encuentras en desventaja profesional frente a las mujeres porque no tienes pechos y no puedes utilizarlos para ganarte el interés de tipos como Mickey?


Él apretó los dientes.


—¿Por qué piensas que me disgustas?


—Ah, no sé… —ironizó—. Tal vez, el hecho de que siempre te pones de mal humor cuando estoy contigo.


Pedro frunció el ceño.


—Reconozco que posees la habilidad innata de irritarme y de despertar mi curiosidad al mismo tiempo; pero si tienes buena memoria, recordarás que eso no fue un impedimento en Galway. No me acuesto con mujeres que me disgustan.


Paula se quedó sin palabras.


—En su momento, te dije que no quería que lo sucedido entre nosotros fuera un obstáculo para nuestro trabajo —continuó él—. Pero lo es. Y lo seguirá siendo si te empeñas en convertir el Hotel Pavenham en un mundo de seducción. Será mejor que cambies de actitud… o tendrás que afrontar las consecuencias.


Paula sintió una oleada de excitación sexual, pero también de decepción artística.


—No te gustaron mis ideas, ¿verdad? 


Pedro sonrió.


—Te equivocas, Paula, no tengo nada contra tus ideas. De hecho, si los bocetos que tienes en ese, portafolios se acercan lejanamente al discurso que nos diste ayer a Mickey a mí, estoy seguro de que nos llevaremos bien.


Ella lo miró con confusión.


—Entonces, ¿cuál es el problema?


Pedro dejó de sonreír.


—Que no puedo trabajar con alguien que se comporta como tú con los clientes. Mi empresa tiene una reputación que proteger.


—¿Te parecí poco profesional?


—No. Pero tus métodos fueron…


—¿Demasiado parecidos a los de una prostituta? —espetó.


Él frunció el ceño.


—Yo no he dicho eso.


—¿Crees que me rebajé ante Mickey y que mi asociación contigo podría dañar la imagen de tu bendita empresa?


—Tampoco he dicho que te rebajaras, así que deja de achacarme palabras que no he pronunciado —respondió—. Lo que intentaba decir, antes de que sacaras conclusiones apresuradas, es que mi empresa tiene su forma de hacer las cosas y que todo sería más fácil si me advirtieras antes de usar tus métodos… poco convencionales.


—No sé si te entiendo.


—Habría preferido no estar presente mientras te insinuabas a ese tipo. Sólo te faltó bailarle la danza de los siete velos.


Paula apretó los dientes e intentó contener su ira, pero se mantuvo en silencio.


—¿Y bien? ¿No vas a decir nada?


Ella sacudió la cabeza. Pedro había acertado al afirmar que el proyecto del Pavenham era el sueño de cualquier diseñador. 


Quería aquel trabajo. Le gustaba tanto que no había dejado de esbozar y apuntar ideas desde la mañana anterior.


—Di lo que estás pensando, Paula. Quiero saber si podemos refrescar el ambiente antes de que empecemos a trabajar.


—Puede que no quiera trabajar contigo.


—Lo dudo mucho. Recuerda que ayer estaba presente cuando…


—¡Sí! —lo interrumpió—. ¡Ya te he oído!


Él tomó aliento.


—Iba a decir que estaba allí cuando te emocionaste con el proyecto. Tu cara se iluminó. Y ésa es precisamente la pasión que necesito para el hotel.


—Siempre que no derive mi pasión hacia el cliente, claro.


—Siempre que la pasión que le derives sea puramente profesional —puntualizó él.


En ese instante preciso, Paula tuvo una revelación.


—Te puse celoso…


Él apretó los dientes y se alejó hacia la cocina. Ella lo miró con perplejidad.


El hombre perfecto, el arquitecto rico y atractivo que seguramente se podía acostar con todas las mujeres que quisiera, estaba celoso porque ella había estado coqueteando con un impresentable como Mickey D.


Si veinticuatro horas antes le hubieran insinuado esa posibilidad, le habría parecido una idea completamente estúpida. Y ahora que lo sabía, sintió deseos de empezar a bailar por toda la habitación.


Pero naturalmente, se contuvo. Ya había decidido que no quería mezclar los negocios con el placer.


—No lo entiendo, Pedro. ¿Por qué sentiste celos? Tú y yo no mantenemos una relación.


—No, no la mantenemos —declaró él, tajante—. Pero si no te importa, me gustaría seguir creyendo que aquella noche en Galway fue especial para los dos y que no sueles tener aventuras parecidas todos los días.


Ella asintió.


—No, claro que no. Tú fuiste el primer hombre con el que tuve una aventura —se burló—. Felicidades, Pedro.


Él la miró con tanta intensidad y tanta energía que ella se pasó la lengua por los labios.


—Pero es cierto que fue una noche especial —añadió.


—Lo fue.


Paula respiró a fondo y soltó el aire. Sus senos subieron y bajaron al hacerlo y sus pezones se pusieron súbitamente sensibles con el roce del sostén.


—Sin embargo, ni mantenemos una relación ni yo quiero mantenerla. Sólo tengo veintisiete años y quiero concentrar mis energías en el trabajo. No tengo tiempo para relaciones serias.


—Lo sé. A mí me ocurre lo mismo —dijo él, sonriendo—. Y no soy mucho mayor que tú.


Ella inclinó la cabeza y lo miró durante unos segundos antes de hablar.


—Entonces, si no vamos a mantener una relación sexual increíblemente apasionada, tus celos carecen de sentido. ¿No te parece?


Él entrecerró los ojos, sin dejar de sonreír. Pedro no había admitido que su actitud con Mickey D. lo hubiera puesto celoso, pero tampoco lo había negado. Y por la tensión que se palpaba en el ambiente, ella no era la única que estaba excitada.


Por desgracia, esta vez no podía justificarse con el efecto supuestamente afrodisíaco de las ostras.


—Muy bien, perfecto.


Pedro alcanzó una zanahoria, se la llevó a la boca y la mordió. Al ver que Paula se acercaba a la encimera, se cruzó de brazos, la miró con desconfianza y dijo:
—¿Se puede saber qué vas a hacer?


—Nada, sólo es un experimento.


Paula le pasó los brazos alrededor del cuello, se puso de puntillas y lo besó.






SUS TERMINOS: CAPITULO 4




Al entrar en el edificio, Pedro le soltó el brazo y la miró de soslayo para comprobar su reacción. Paula era importante para él; pero no sólo desde un punto de vista profesional, sino también personal: cuando la vio acercarse con aquel vestido verde, estilo años veinte, y el pañuelo de seda ondeando en el viento, su cara se iluminó con una sonrisa. 


Era una mujer impresionante, sumamente atractiva, y no podía negar que la deseaba. Incluso había soñado con ella durante la noche.


Pero el comentario sobre Mickey D. iba en serio. Si lograba alterarlo y desequilibrarlo tanto como a él, le estaría muy agradecido.


Paula contempló el interior del hotel y soltó una expresión de asombro.


—Guau…


Él sonrió.


—Me alegra que te guste. Acabo de hablar por teléfono con el contratista y me ha dicho que las obras van más deprisa de lo que habíamos calculado, de modo que el diseñador podría empezar a trabajar cuando quisiera.


—Es enorme…


Al oír la palabra «enorme», Pedro pensó en algo bien distinto y tuvo que carraspear.


—Sí. Cincuenta habitaciones, cuatro suites y un ático. Además de un restaurante, un bar, un gimnasio, salas de conferencias y de reuniones… suficiente para que estés ocupada durante una buena temporada.


Ella se volvió y clavó sus ojos verdes en él. Pedro notó que, por primera vez en el día, su seguridad empezaba a agrietarse.


—¿Cuándo tiene que estar? —preguntó.


—Ayer —contestó una voz desconocida para ella.


Pedro suspiró, cerró los ojos, la miró y dijo:
—Paula Chaves, te presento a Mickey D., el nuevo propietario del Hotel Pavenham.


Merrow estrechó la mano del famoso músico de rock, que llevaba cazadora de cuero y gafas de sol.


—Encantado de conocerte…


Mickey se bajó un poco las gafas y la miró de arriba abajo, con admiración.


—Vaya, eres lo más bello que he visto en este sitio desde que empezamos. Dime una cosa, Paula Chaves… ¿sales con alguien?


—No, no salgo con nadie. Así tengo más tiempo para trabajar.


Mickey sonrió, mostrando su diente de oro.


—Deberías trabajar menos y disfrutar más.


—Ah, no te preocupes por eso, Mickey —dijo ella, con ojos brillantes—. Yo no he dicho que no dedique tiempo al disfrute…


Paula se giró hacia Pedro, que miraba a su cliente con cara de pocos amigos y añadió:
—¿Verdad, Pedro?


Él no dijo nada. Se limitó a maldecirla para sus adentros.


—Ah, por cierto, ¿te ha dicho Pedro que mis padres me concibieron mientras oían uno de tus discos? Mi madre es una de tus fans…


Mickey le soltó la mano y su sonrisa cambió ligeramente. 


Paula acababa de llamarlo viejo de forma sutil.


—En tal caso, deberías traer a tu madre cuando terminemos la renovación del hotel.


—Sí, estoy segura de que le encantaría —afirmó, echándose el cabello hacia atrás—. ¿Vas a enseñarme el hotel tú mismo?


Para sorpresa de Pedro, Mickey D., el tipo insoportable que le hacía la vida imposible desde hacía varios meses, ofreció el brazo a Paula y sonrió.


—Será un placer, Paula. Me encantaría… ¿Te he dicho ya que estoy enamorado de tu trabajo? Lo descubrí una noche, en un club de Cork. Ya sabes, el de sofás redondos y decoración de harén… Te quedó muy bonito, muy sexy.


—Ahora que lo mencionas, tengo unas cuantas ideas que podrían ser útiles para tu establecimiento. He estado leyendo sobre hoteles para adultos…


Paula le dio el vaso de café a Pedro, como si en lugar de un arquitecto fuera su secretario personal.


Pedro hizo una mueca de disgusto. Le parecía admirable que hubiera domado a Mickey D. en unos pocos minutos, pero temió que pretendiera decorar un hotel clásico como un burdel y le molestó que se apretara tanto contra el músico.


Echó un trago del café que le había dado y dejó el vaso en el suelo.


Pedro, ¿por qué no vienes con nosotros? —dijo ella con la voz sexy que utilizaba por teléfono—. Así podrás explicarme los cambios que has hecho mientras me hago una idea general de lo que buscamos…


Pedro le pareció una idea oportuna, pero el tono de Paula aumentó su irritación. Aquél era su proyecto, desde el principio hasta el final. Su reputación personal y la de su empresa estaban en juego.


—He pensado que podríamos introducir motivos irlandeses en la decoración…


—¡Qué gran idea, Mickey! Madera tallada, pizarra y ese tipo de cosas…


Pedro sonrió. Lo de los motivos irlandeses no era idea de Mickey, sino suya. De hecho, había necesitado tres reuniones para convencerlo.


Paula alzó la mirada y contempló los techos del hotel.


Pedro se adelantó a ellos, se metió las manos en los bolsillos y dijo:
—Hemos salvado la mayoría de las molduras. Y la escalera sigue siendo la original… buscamos una mezcla entre moderno y clásico.


—Eres todo un visionario, Mickey —dijo ella.


—Me gustaría aceptar el cumplido, pero me temo que todo es idea de Pedro. A decir verdad, me ha quitado de la cabeza un montón de ideas extravagantes… y convencerme a mí no es nada fácil —admitió.


Mickey D. acababa de dedicar a Pedro el primer cumplido que le había hecho sin gruñir o encogerse de hombros. Sin embargo, Pedro pensó que se había quedado muy corto con la autocrítica; Paula no tenía la menor idea de todo lo que había tenido que aguantarle durante los últimos meses.


—¿Qué decías antes sobre los hoteles para adultos, Paula? —preguntó Mickey—. Me gusta esa expresión. Suena como si incluyera sexo…


—Y el sexo vende, Mickey.


—Desde luego que sí.


Pedro sintió la tentación de estrangularla y dijo:
—Me temo que hay leyes al respecto…


Paula sonrió con malicia.


—Tienes una mente muy perversa, Pedro…


Él entrecerró los ojos. Paula se apartó de Mickey y dio un paseo por la sala.


—Seducción. Esté lugar debería vender seducción —declaró con su voz baja y sexy—. Una seducción sutil, con rincones poco iluminados y texturas que combinen lo masculino y lo femenino. Ante, terciopelo, cuero, sedas…


Pedro se detuvo junto a su cliente, que se quitó definitivamente las gafas de sol. Los dos observaron a Paula mientras ella sonreía, cerraba los ojos, se mordía el labio inferior, tomaba aliento y finalmente retomaba su discurso.


—Y aromas… plantas y flores por todas partes. Rosas, espliego y madreselva para que los clientes noten su olor al pasar ante ellas y lo recuerden más tarde, cuando se hayan ido. Así, asociarán el hotel con una sensación agradable y seductora.


Pedro sintió que se estaba excitando e intentó borrar el olor a espliego de su memoria. Mickey se había quedado boquiabierto, casi hechizado por sus palabras.


—Sí, el Pavenham debe mezclar lo moderno y lo clásico —continuó ella, pasándose la lengua por los labios—. Los interiores deben resultar tan sensuales que los clientes sientan la tentación de tocar las superficies, de acariciar la gamuza, de hundirse en el terciopelo de los sofás y de notar el erotismo del cuero contra la piel…


Los dos hombres se mantuvieron en silencio, atónitos.


—Cuando entren en el restaurante, deben tener la mejor experiencia gastronómica de su vida, aunque pidan el plato más sencillo. Las vajillas y la cubertería tienen que estar a la altura de lo demás, y la luz y la decoración general serán tan cálidas que se sentirán como en casa. El Pavenham será el hotel más seductor de la ciudad.


Paula se detuvo ante ellos. Y al ver que no decían nada, preguntó:
—¿No estáis de acuerdo?


Mickey miró a Pedro y dijo:
—Contrátala. Ahora mismo. Dale lo que pida.


Paula sonrió.


—¡Excelente! Me pondré inmediatamente con los bocetos —declaró—. Llámame mañana si tienes alguna idea interesante, Pedro… Y encantada de conocerte, Mickey; estoy segura de que nos veremos con frecuencia. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está mi café?


Pedro apretó los dientes y contestó:
—Junto a la puerta.


—Ah, gracias… ¡Hasta luego entonces!


Pedro la observó mientras ella se alejaba. Al llegar a la entrada del hotel, Paula se inclinó para recoger el vaso de café y le ofreció una vista aún más generosa de sus largas piernas. Desapareció enseguida, y él se quedó con la sensación de que un tren acababa de atropellarlo.


—Menuda mujer —dijo Mickey, dándole una palmada en la espalda—. Es más de lo que nadie podría desear.


—Sí, desde luego —ironizó.


El músico se puso las gafas de sol.


—Sospecho que después de trabajar con ella me voy a sentir como un gatito. Pero si es capaz de hacer la mitad de lo que ha dicho, me daré por contento.


—Lo hará, descuida. Me aseguraré.


—No lo he dudado en ningún momento, Pedro —afirmó, sonriendo de oreja a oreja—. Se supone que los Alfonso sois los mejores en vuestro trabajo. Y ya sabes que yo sólo contrato a los mejores.


Pedro no se sintió presionado por el comentario de Mickey. 


Pero mientras caminaban hacia la puerta, tomó una decisión: no esperaría al día siguiente para llamarla por teléfono; la llamaría de inmediato y, esta vez, él sería quien hablara y ella, quien escuchara atentamente.


Paula iba a prestarle atención. Costara lo que costara.