domingo, 12 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 34

 

Recorrió su salón como si fuera un intruso. Los zapatos de Paula estaban al lado del sofá, su chal sobre el respaldo de una silla, una revista descansaba boca abajo sobre la mesa. Pedro arqueó las cejas al ver el titular de portada: «Diez maneras de volverlo loco».


Paula no necesitaba consejos para lograrlo.


Se había engañado al creer que con hacerle el amor una vez su curiosidad se vería saciada. Pero por más que se recordaba que no debía repetir, no conseguía dejar de pensar en ella y desearla. Como sabía que ella lo deseaba a él, tal y como se hacía evidente cada vez que coincidían.


Quizá lo más inteligente sería cambiar de estrategia. Después de todo, si sólo iba pasar en su casa un par de semanas, no había ningún mal en volver a despertar a la mujer apasionada y salvaje que había descubierto sobre la mesa de billar.


No sería más que un puro capricho. No se trataba de una necesidad




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 33

 


Transcurrieron los días y Paula trabajó mucho y durmió poco, estaba decidida a demostrarle a Pedro lo buena trabajadora que era. El personal insistía en que el local nunca había estado tan animado, pero ella prefirió pensar que se debía al buen tiempo del que estaban disfrutando en lugar de asumir que era consecuencia de sus esfuerzos.


Trabajaba hasta tarde y no salía del dormitorio sin asegurarse de que Pedro hubiera salido. Sabía que debía mudarse, pero no podría hacerlo hasta cobrar.


No volvió a coincidir con Pedro hasta varios días más tarde. En aquella ocasión era él quien buscaba algo en el frigorífico, ataviado sólo con unos boxers.


–¿Quieres leche caliente? –preguntó él.


Paula se quedó muda. Bastó verlo para que se le acelerara el corazón y su deseo se disparara. Y lo peor de todo era que él lo sabía, que vio el calor que coloreó sus mejillas al verlo. Se quedaron mirándose fijamente en uno de aquellos duelos llenos de tensión sexual que llevaban sosteniendo desde que se habían conocido, y fue ella quien lo perdió.


La noche siguiente dejó a Isabel y Camilo recogiendo y volvió a casa a las once con la esperanza de dormir unas cuantas horas, pero fue en vano.


Cuando a las doce comprobó que Pedro no había vuelto, decidió acudir al único método infalible para sentirse bien: bailar sola, alocadamente, dejándose llevar y vaciando su mente.


Intentó concentrarse en la música y en seguir el ritmo. Si conseguía agotarse tal vez lograría dormir.


Estaba pasándolo en grande marcando el ritmo con los pies y las manos sobre los muslos cuando la música cesó bruscamente. Se volvió y vio a Pedro, mirándola con una expresión peculiar.


–¿Siempre haces lo que quieres cuando quieres? La música está alta y puede molestar a los vecinos de abajo.


–Y supongo que temes que crean que lo estás pasando bien –dijo ella, desafiante.


–No se puede pasarlo bien con música country.


–Deberías probarlo alguna vez.


–¿Por qué crees que los hombres que llevan traje no saben disfrutar?


–Porque representan el poder, la autoridad y el estatus.


–¿Y qué tiene eso de malo?


–Odio la autoridad.


–¿De verdad? –Pedro rió–. Cuéntame.


–No me gusta que nadie me diga lo que tengo que hacer.


Pedro fue hacia ella.


–Claro, te consideras especial, no como esas personas aburridas que trabajan en una oficina de nueve a cinco y asumen responsabilidades –Pedro bajó la voz hasta que fue casi un murmullo–. Pues deja que te diga una cosa: la música country no tiene nada de especial.


–Para alguien como tú, no –dijo ella–, porque eres tan frío como un témpano.


–¿Eso crees?


–Sí. Creo que estás obsesionado por no perder el control.


Pedro la vio irse y tuvo que reprimir el impulso de detenerla y besarla hasta arrancar de ella los mismos gemidos que la semana anterior.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 32

 

Paula se estremeció. La determinación que se apreciaba en su mandíbula y en su mirada dejaba claro que hablaba en serio, y no pudo evitar sentir lástima de él. A pesar de lo que había dicho en la agencia, a lo que ella se refería era a sentirse comprometida con un trabajo, no a que no quisiera tener una relación e hijos, si es que encontraba a la persona adecuada y ésta se enamoraba de ella con sus defectos y sus virtudes.


Encogiéndose de hombros con melancolía, dijo:

–Tengo que marcharme. Gracias por haberme acogido. Intentaré encontrar un piso lo antes posible.


Y sin esperar respuesta, se fue caminando a paso ligero al bar. Pero por más que lo intentó, no consiguió dejar de pensar en Pedro y en su familia. Había percibido una gran rabia, era evidente que no había superado el trauma.


También ella tenía asuntos que resolver de su pasado, fantasmas que asomaban cuando menos lo esperaba, un sentimiento permanente de no ser lo suficientemente lista, un insuperable complejo de inferioridad y el profundo temor de no ir a encontrar nunca su lugar en el mundo.


Pero nada de todo eso impedía que siguiera deseando a Pedro y que anhelara volver a experimentar la plenitud que él le había hecho sentir. Afortunadamente, llegó la hora de abrir el local y pasó a estar tan ocupada que dejó de pensar. Pedro no apareció en toda la noche y ella se alegró infinitamente.


Volvió a casa pasadas las cuatro. Como estaba demasiado espabilada como para meterse en la cama directamente, se puso el pantalón corto y la camiseta que usaba de pijama y fue a la cocina. Estaba viendo qué había en el frigorífico cuando le sobresaltó oír la puerta de entrada.


Era Pedro, en esmoquin, tan espectacular como James Bond. Paula se quedó mirándolo, preguntándose si el insomnio le estaba causando alucinaciones.


–¿No puedes dormir?


–No, estoy calentando un poco de leche.


–Pon un poco para mí, por favor –dijo él con amabilidad.


Paula lo miró de soslayo. Apartó la mirada para no dejarse seducir por su aspecto.


Avergonzándose de estar tan inapropiadamente vestida, le dio la espalda y metió una jarra con leche en el microondas.


¿Qué tal ha ido la noche? –preguntó él.


–Muy bien. Ha habido mucha gente.


–Me alegro.


Aunque apenas intercambiaron una rápida mirada, Paula sintió que le subía la temperatura, y recordó cómo había conseguido relajarse en sus brazos. Llenó dos tazas con leche, tomó una y fue hacia la puerta para dejar de pensar en la única cura definitiva para el insomnio: el sexo.


–Que duermas bien –dijo él con voz ronca.


Ella masculló algo y salió precipitadamente. Dos horas más tarde, seguía despierta.