martes, 27 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 26





A los veinte minutos exactos, Pedro golpeó la puerta del dormitorio de Paula y durante las siguientes dos horas se dedicaron a recorrer la inmensa mansión de cabo a rabo. 


Pau se mostraba incansable y no paraba de hacer preguntas, y a través de sus comentarios llenos de entusiasmo él empezó a ver la casa con otros ojos.


La relación que unía a Pedro a Hallcourt Abbey era de amor-odio. Entre esas paredes había transcurrido su infancia solitaria. Su padre murió cuando él contaba apenas cinco años y un preceptor se había encargado de su educación hasta que su madre lo envió a Eton cuando cumplió los doce. A pesar de que en el plano material había tenido más de lo que hubiera podido desear, su madre siempre se había mostrado más exigente que afectuosa y al ser hijo único y el heredero, todas las expectativas familiares recayeron sobre él.


La dolorosa falta de ternura por parte de su madre durante sus primeros años y la carencia de amigos de su edad con los que jugar, habían hecho que ese niño solitario erigiera a su alrededor una serie de barreras protectoras. Mientras recorría con su vecina esos rincones que tantos recuerdos le traían, Pedro comprendió que las barreras que alzó siendo todavía un niño continuaban ahí aunque, desde que conoció a Paula, algunas piedras de la muralla con la que se había rodeado habían empezado a resquebrajarse y amenazaban con caer.


Observó a la chica que miraba extasiada la galería de retratos de sus antepasados. De repente entendía por qué había pensado que Paula no le gustaba: desde el principio, su inconsciente había intuido que la joven sería ese temblor que haría tambalear sus defensas y, aterrado, se había aferrado a ellas con uñas y dientes. No estaba seguro de querer que se derrumbaran, al fin y al cabo, le habían protegido durante la mayor parte de su vida y sin ellas se sentiría desnudo.


—¿Quién es este? Se parece mucho a ti —La voz de Pau, lo sacó de golpe de sus pensamientos.


Paula señalaba un cuadro en el que un hombre de aspecto imponente, vestido a la moda del siglo XIX, la contemplaba con severidad.


—Es Juan Pedro Saint Clair Alfonso, mi tatarabuelo. Él fue el que rehízo la fortuna familiar comerciando con productos que traía de la India. Las raíces de Alfonso & Asociados comenzaron con su empresa de ultramar.


—Es impresionante. Si te pusieras una levita como la suya y te dejaras crecer las patillas serías igual que él —afirmó Paula, fascinada.


—¿Tú crees que te miro con esa expresión tan desaprobadora?


La joven se volvió hacia él sonriente.


—Por supuesto que sí. Siempre me has mirado como si fuera un insecto en tu camino al que no pisabas por mera cortesía.


—Siento que pienses así —le respondió con rigidez.


—¿Lo ves? —Pau soltó una carcajada.


Extendió el brazo y acarició su ceño fruncido con la punta de los dedos. Pedro permaneció muy quieto bajo el suave contacto, deseando que acabara y, al mismo tiempo, rogando para que continuara eternamente.


—Así está mucho mejor —declaró Paula cuando su frente se distendió y se alejó de nuevo.


—Será mejor que volvamos a la habitación y nos cambiemos para la cena —comentó Pedro cuando se recuperó de la sensación que le habían producido los frescos dedos femeninos sobre su piel.




MAS QUE VECINOS: CAPITULO 25





Un par de días después, una soleada mañana de mediados de primavera, viajaban por la A38 en el Range Rover de Pedro —que iba cargado hasta los topes, con el equipaje, los lienzos, las pinturas y el caballete de Pau y, por supuesto, Milo—, en dirección a Cornualles.


Ahora que se había hecho a la idea, Paula contemplaba entusiasmada el hermoso paisaje de verdes campos y pequeños y pintorescos pueblos que volaba raudo por su ventana. Solo había estado en Cornualles una vez cuando era pequeña y recordaba que le había encantado. Pedro miró su rostro iluminado con una sonrisa y se sintió satisfecho de haberla convencido para que lo acompañara. El día que la joven aceptó ir con él decidió olvidar sus planes de seducción; Paula tenía razón, era mejor seguir siendo amigos.


Cuando Pedro se detuvo por fin frente a la monumental verja de hierro que rodeaba la propiedad, pensó que el viaje se le había hecho muy corto. Después de traspasar la cancela ornamentada con sendos escudos de armas en cada una de las puertas, un ancho camino de grava, flanqueado por dos hileras de inmensos robles de cientos de años de antigüedad, les condujo a través de un extenso parque hasta llegar a una imponente mansión de piedra de la zona, construida en un original estilo renacentista veneciano, en la que resaltaba una gran cúpula y numerosas chimeneas en el tejado. En los bellos jardines clásicos que la rodeaban predominaban los macizos de rosas en flor que despedían un agradable perfume.


Pau abrió mucho los ojos y exclamó:
—¡Dios mío, Pedro, qué casa tan hermosa! —Su vecino disfrutó del evidente deleite que brillaba en su expresivo semblante.


Casi al instante, la enorme puerta de madera se abrió y un hombre mayor, inmaculadamente uniformado, salió a recibirlos.


—Bienvenido, señorito Pedro. Es un placer tenerlo aquí de nuevo después de tanto tiempo —saludó el anciano, solemne.


—Gracias Bates, yo también me alegro de estar aquí. Esta es la señorita Paula Chaves, mi prometida. —La cabeza del viejo mayordomo se inclinó en una reverencia que parecía dirigida a una reina y Paula se sintió un tanto aturdida—. ¿Qué habitación le ha preparado?


—La habitación verde, señorito.


—Perfecto —sonrió Pedro, satisfecho—. Llame a James y dígale que nos suba el equipaje. ¡Ah!, y que se ocupe también de darle agua a Milo.


Pedro agarró a Pau de la mano y subió con ella la grandiosa escalinata de piedra.


Pedro —susurró la joven, nerviosa—, no sé si voy a estar a la altura del papel. La verdad es que no me esperaba esto.


—¿Y qué era lo que esperabas? —preguntó, mirándola divertido.


—No sé, pero no pensé que fueras tan horrorosamente rico...


Pedro apretó con calidez la mano femenina intentando tranquilizarla.


—No te preocupes, enseguida te acostumbrarás.


—Ejem... —Un ligero carraspeo sonó a sus espaldas. 


Paula se volvió con rapidez y se topó de frente con el inexpresivo rostro del mayordomo; incómoda, se preguntó si la habría oído—. Señorito Pedro, su madre me indicó que, en cuanto llegaran, les hiciera pasar al saloncito amarillo.


Al oírlo, el semblante de Pedro pareció ensombrecerse un poco.


—Está bien —respondió encogiéndose de hombros.


Bates, seguido por Pedro y una sobrecogida Paula que escuchaba el eco sordo de sus pasos sobre el hermoso suelo de mármol del inmenso vestíbulo, les condujo hasta una de las numerosas puertas de la primera planta, la abrió y anunció:
—Señora, la señorita Paula Chaves y el señorito Pedro acaban de llegar.


Pedro miró de reojo a Pau, tratando de adivinar qué le parecía la formalidad de la que a su madre le gustaba rodearse, pero el semblante de la joven lo único que expresaba era el interés y la maravilla por todo lo que veía.


La habitación estaba bellamente decorada con antiguas piezas de mobiliario pero, a pesar de que el sol entraba a raudales por los amplios ventanales, un fuego chisporroteaba en la chimenea, haciendo que la temperatura resultara insoportable. Se acercaron hasta un sofá, con pinta de incómodo, tapizado en seda dorada sobre el que una mujer mayor, pero todavía bella, les esperaba sentada con la espalda muy erguida.


—Hola, Pedro —saludó con frialdad y con un ademán regio alzó el rostro casi sin arrugas para que su hijo lo besara.


—Hola, madre —respondió él, apenas rozando con sus labios la tersa mejilla.


A Pau le sorprendió el helado recibimiento, pero procuró no demostrarlo.


—Bienvenida a Hallcourt Abbey, señorita Chaves —dijo la mujer volviéndose hacia ella.


—Encantada, señora Alfonso. Muchas gracias por recibirme en su hermosa casa, pero por favor, llámeme Pau —respondió la joven, al tiempo que le tendía la mano con una de sus más encantadoras sonrisas.


La mujer se la estrechó con languidez mientras la recorría de arriba a abajo con sus gélidos ojos grises, muy parecidos a los de su hijo. Por unos instantes, Paula sintió un casi irrefrenable impulso de salir corriendo de allí, pero se mantuvo firme, pensando que Pedro la necesitaba. De pronto, su rico vecino le parecía digno de lástima con una madre como aquella.


—Sentaos —ordenó la señora Alfonso señalando un par de sillas a juego con el sofá y con un aspecto aún más incómodo, si eso era posible.


—Me gustaría saber a qué te dedicas... Pau —titubeó antes de pronunciar su nombre, como si fuera una palabra malsonante.


Al verlo, el temor que había invadido a Paula desde que llegó a la imponente mansión se evaporó y comenzó a ver el lado divertido de la situación; cuando se lo contase a Fiona se iba a caer al suelo de la risa, se dijo.


—Soy profesora de pintura, trabajo con chicos discapacitados —respondió Paula muy formal, sin apenas apoyar la espalda en el rígido respaldo de la silla.


—Qué interesante —declaró su anfitriona con un tono que indicaba todo lo contrario.


—Sí, reconozco que lo es. ¡Me encanta mi trabajo! —afirmó con entusiasmo.


—Y dime, querida ¿quiénes son tus padres?


—Mi padre es Martin Chaves, profesor de literatura jubilado y mi madre es Marisa Herrera, enfermera también jubilada. Ambos viven en una pequeña granja en Herefordshire.


—Por un momento pensé que estabas emparentada con los Chaves, ya sabes, parientes del duque de Norwich...


—Oh, no, qué va —Pau negó con vehemencia, agitando su melena de lado a lado—. Por mis venas no corre ni una sola gota de sangre azul. Más bien negra, si tenemos en cuenta que mi bisabuelo paterno fue un minero galés...


La mirada de horror que le lanzó su madre hizo que a Pedro le entraran ganas de soltar una carcajada, pero se mantuvo impasible limitándose a asistir al intercambio de preguntas y respuestas como si se tratara de un interesante y reñido torneo de tenis.


—No sé si sabrás, que el primer Alfonso del que tenemos noticia llegó en el séquito de Guillermo el Conquistador —declaró, arrogante, la señora Alfonso, como si quisiera hacerle ver a Paula lo insignificante que resultaba una mujer como ella.


—¡Caramba, Pepe, no me cuentas nada! —se quejó la joven, mirándolo con fingido enojo.


—Perdona, querida, por un momento se me había ido de la cabeza —respondió su vecino con imperturbable flema británica.


—¿Pepe? —preguntó su madre arrugando la nariz como si algo oliera mal.


—Es una historia maravillosa —prosiguió Paula, como si no la hubiera oído—. Como ya le dije antes, señora Alfonso, yo solo puedo remontarme a mi bisabuelo galés; nunca se supo quién fue el padre de mi abuelo materno. Al pobre lo abandonaron nada más nacer en el torno de un convento de Sevilla —suspiró compungida. A continuación se volvió hacia Pedro con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Querido, qué te parecería si a nuestro primer hijo lo llamáramos Guillermo?


Pedro cogió su mano entre las suyas y se la llevó a los labios en un gesto galante.


—Nada me gustaría más, mi amor.


—Ya ve, señora Alfonso, Pepe y yo estamos tan enamorados que coincidimos en todo— afirmó dirigiéndole tal mirada de adoración, que a Pedro se le aceleró el pulso.


—Ya veo —repuso la mujer secamente y, con un ademán majestuoso, se apresuró a dar por concluida la audiencia—. Será mejor que subáis a vuestras habitaciones a refrescaros, la cena se sirve a las siete en punto.


Aliviados, Pedro y Pau se levantaron a la vez y abandonaron la sofocante habitación a toda velocidad, como dos chiquillos que escapasen por los pelos de un castigo.


—Muy bien, Paula. —La felicitó su vecino muy serio—. Has aguantado el primer round sin despeinarte, veremos qué tal se te da el resto del combate.


—Podías haberme avisado, Pedro —protestó la joven frunciendo el ceño—. ¿Es siempre así?


—Desde que la conozco.


—Pobre niño rico —susurró Pau mirándolo compasiva, al tiempo que le acariciaba la mejilla con suavidad.


—No me compadezcas, he tenido muchas compensaciones —afirmó y, muy envarado, se apartó de ella con rapidez.


Paula de dio cuenta de que, de nuevo, se refugiaba tras sus defensas y decidió cambiar de tema.


—Es una casa preciosa, Pedro, me gustaría que me lo enseñaras todo —dijo girando sobre sí misma, con la vista alzada hacia el hermoso artesonado del techo.


—Te lo prometo, pero será mejor que te acompañe primero a tu habitación. Vamos. —Su vecino la agarró de nuevo de la mano y subió con rapidez por la impresionante escalera de mármol que se ramificaba en dos antes de llegar al piso superior.


Pedro abrió una puerta y se hizo a un lado para que pasara. La habitación era fresca y luminosa, y estaba empapelada de arriba a abajo con un papel pintado con un motivo de hiedras. A un lado de la gran cama con dosel había una inmensa chimenea de piedra y, frente a ella, un mirador curvo recorrido por un banco de madera y coronado por un cómodo almohadón con la misma forma, se convertía en un romántico rincón de lectura.


Paula no pudo contener su entusiasmo al ver su cuarto, mientras Pedro la observaba con disimulo, tratando de captar todas las emociones que pasaban por su expresivo rostro.


—¡Es la habitación más bella que he visto en mi vida!


—Mira, este es el cuarto de baño —comentó él abriendo otra puerta —Tendrás que compartirlo conmigo; es lo que tienen estas casas antiguas, resulta difícil hacer las conducciones necesarias.


El cuarto de baño era inmenso y la luz natural entraba a raudales por una amplia ventana frente a la que estaba colocada una antigua bañera de hierro con cuatro patas que imitaban las garras de un león.


—Me encanta, me encanta. ¡Dios mío, qué baño me voy a dar en esta maravillosa bañera! —Pau iba de acá para allá admirándolo todo.


Al fondo del cuarto había otra puerta, disimulada como un trozo de pared más, que conducía a otra habitación.


—Y este es mi dormitorio —Pedro la abrió y la invitó a pasar—. Para tener intimidad lo único que debes hacer es cerrar la puerta del otro lado con pestillo.


—Perfecto —contestó Paula asomándose con curiosidad.


El cuarto de Pedro era también sensacional, pero la decoración resultaba mucho más masculina. En vez de un banco de lectura, frente al mirador gemelo del de Pau, habían colocado un antiguo escritorio de caoba y una silla.


—¡Estoy deseando ver el resto de la casa! —El entusiasmo de Paula era contagioso.


—¿No quieres descansar un rato? —preguntó, divertido por su vitalidad apabullante.


—¿Tu quieres? —preguntó Paula a su vez, mirándolo decepcionada. Pedro reprimió una carcajada y contestó:
—Está bien, en veinte minutos llamaré a tu puerta.


Pau le dirigió una deslumbrante sonrisa y desapareció por la puerta del baño cerrándola a sus espaldas.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 24





Dos semanas después, sonó el timbre del piso de Paula y cuando ella acudió a abrir descubrió a su vecino, que lucía su aspecto más digno, al otro lado.


—Hola, Paula.


Pedro Alfonso—Le sorprendió que Pau lo llamara por su nombre completo y no le gustó; tampoco había ni rastro de la deliciosa sonrisa con la que antes solía recibirlo.


Pedro carraspeó.


—¿Me dejas entrar?


La joven titubeó unos segundos, pero finalmente le indicó con un gesto de la cabeza que pasara.


—Veo que estabas pintando... —Hasta un ciego lo habría notado; Pau lucía una mancha de pintura verde en el pómulo y otra roja en la barbilla y, además, la vieja y pintarrajeada bata con la que protegía su ropa no dejaba lugar a dudas.


—Muy agudo —respondió, sarcástica.


Los dos permanecieron de pie en el salón, mirándose como dos boxeadores que se aprestan para el combate.


—Quería disculparme y pedirte un favor —manifestó Pedro sin permitir que ninguna emoción asomara a su rostro.


—¿Un favor además? Ja, hay que tener caradura...


Pedro apretó más sus, ya de por sí, apretadas mandíbulas.


—Empezaré con las disculpas. Siento haberte rellenado la copa de vino varias veces. —Lo soltó de un tirón, como si hubiera estado conteniendo la respiración hasta ese momento.


—Así que lo admites, ¿eh? —insistió Pau con los brazos en jarras y una ceja enarcada.


—Lo admito.


—¿Puede saberse qué pretendías con ello? No ignorabas el efecto que el alcohol tiene sobre mí. Yo misma te lo conté.


—Era plenamente consciente de mis actos —afirmó Pedro con tranquilidad.


A Paula le pareció increíble su desfachatez y cuando logró recuperar el habla preguntó:
—¿Y cuáles eran tus propósitos? Creía que éramos amigos; confiaba en ti.


Al escuchar sus palabras y percibir su expresión herida, la alta figura de Pedro se estremeció visiblemente, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.


—Quería seducirte —confesó.


—¿Seducirme? —repitió Paula como un loro, al tiempo que abría la boca, estupefacta.


—Seducirte.


Pau consiguió cerrar la boca de golpe, pero le llevó unos minutos encontrar algo que decir. En cambio, observó que su vecino parecía muy tranquilo.


—No entiendo nada, éramos amigos. A los amigos no se les seduce y mucho menos se les emborracha para conseguir un fin tan perverso. —A Pau le parecía estar oyendo a la mismísima Mrs. Dawnson, una profesora de religión que le había dado clases en primaria.


—Tienes razón.


—¿Eso es todo lo que tienes que decir?


—Veras, Paula, confieso que llevo tiempo sin acostarme con una mujer. —Pedro no podía creer que estuviera diciendo lo que estaba diciendo, pero prefirió no pararse a pensarlo, así que se aclaró la garganta y siguió adelante—: Tú eras en ese momento la que tenía más a mano. Te había besado unas cuantas veces y no pareció disgustarte, pero no querías ir más allá. Supongo que estaba un poco desesperado. —A Paula le pareció una aclaración demencial, pero esperó a que terminara su explicación—. No volveré a intentar nada parecido, tienes mi palabra.


—En resumen, lo que vienes a decir es que me has emborrachado para intentar acostarte conmigo porque era la única mujer disponible.


—Más o menos, aunque dicho así suena peor —respondió Pedro sin perder su rigidez.


—No le puedes decir semejante cosa a una chica y pretender que suene bien, Pedro, es de muy mala educación y precisamente tú deberías saberlo. Desde luego no contribuye a aumentarle la autoestima a esa muchacha en cuestión, en este caso yo misma —lo regañó Paula.


—Lo siento, Paula, solo pretendía explicarte...


—No sigas. —Pau lo interrumpió alzando una mano—. Creo que lo he entendido bastante bien. A pesar de todo me alegro de que solo sea eso; por unos instantes llegué a pensar que la maldición se había hecho realidad y te habías enamorado de mí.


—No, eso no —se apresuró a negar él.


—Respecto a que no pareciera importarme que me besaras, confieso que es cierto —continuó Paula—. Yo tampoco he estado con nadie desde hace tiempo; imagino que los bajos instintos de las personas afloran de vez en cuando a la superficie. Resumiendo otra vez, Pedro, tenemos dos opciones: una, liarnos la manta a la cabeza y tener una aventura que acabaría más pronto que tarde, porque los dos pertenecemos al tipo de personas que no se enamoran y, además, somos polos opuestos—. El trató de interrumpirla, pero la joven no lo permitió—. O dos, dejar las cosas como están, vernos de vez en cuando, como hasta ahora y limitarnos a mantener una relación de amistad.


Pedro abrió la boca de nuevo, pero ella apoyó las puntas de sus dedos sobre sus labios impidiéndole hablar.


—Yo, en particular, prefiero la opción número dos. Las aventuras brotan por todas partes como los ciclistas en primavera, sin embargo, un amigo con el que estés a gusto y puedas hablar de cualquier cosa, es mucho más difícil de encontrar.


Pedro, no sabía muy bien por qué, todas estas elucubraciones le parecieron más bien humillantes. Así que, con el orgullo bastante maltrecho, contestó procurando parecer indiferente:
—Yo también prefiero la opción número dos.


Paula lo miró encantada, si Pedro hubiera insistido en su plan de seducción le habría costado Dios y ayuda resistirse.


—Bueno, ahora dime cuál es ese favor que querías pedirme —preguntó la joven con curiosidad.


—Verás, mi madre me ha pedido, quizá ordenado sea la palabra correcta, que pase la Semana Santa en Hallcourt Abbey.


—Qué nombre tan bonito, ¿es tu casa?


—Ha sido la casa de los Alfonso desde hace unos cuantos siglos y ahí está el problema...


—¡No querrás venderla, ¿verdad?! —exclamó Paula con los ojos muy abiertos.


—Por supuesto que no, Paula, ¿te importaría no interrumpirme a cada rato? —preguntó Pedro, exasperado.


—Usted disculpe —respondió la chica haciendo una mueca.


—Mi madre está obsesionada con que debo casarme y tener hijos para perpetuar el apellido y la herencia familiar, y sospecho que pretende presentarme a una de sus candidatas durante mi estancia allí. —Pau lo miraba con mucho interés y esta vez no lo interrumpió, así que su vecino le dirigió una mirada especulativa y soltó—: Le he dicho que iría con mi prometida.


—¿Has vuelto con Alicia? —preguntó, pasmada.


—Claro que no. Le dije que iría contigo—. Una vez más, Paula se quedó sin palabras así que Pedro aprovechó su inusual silencio para contarle el resto—. No es la primera vez que hace algo parecido y, créeme, resulta bastante incómodo, por no decir desagradable.


—¿Y si te niegas, sin más? —preguntó Pau cuando recuperó el habla.


—No conoces a mi madre, me haría la vida imposible con reproches y lamentos. Ir con una mujer hará que me deje tranquilo durante un tiempo.


Paula estuvo a punto de decirle que su madre debía ser un poco especial, pero se mordió la lengua.


—Lo siento, Pedro, no puedo hacerlo, había decidido marcharme a Francia a pintar un poco. Además, todo el plan me parece disparatado; no estaría a gusto tratando de engañar a otra persona y menos si esa persona es encima tu madre.


—Por favor, Paula, solo serán unos días. Te gustará Hallcourt Abbey, allí podrás pintar, te prometo que es uno de los sitios más hermosos de Inglaterra. Incluso haré un donativo a tu escuela, por favor... —A Pau se le hizo muy difícil resistir su mirada suplicante.


—Voy a parecer una acompañante de pago.


—He dicho que haría el donativo a la escuela, no a ti —precisó Pedro con escrupulosidad.


—¿Y qué pasará cuando rompamos el compromiso al acabar las vacaciones? ¿Qué va a pensar tu madre?


—Le dejaré creer que seguimos prometidos durante algunos meses, así me dejará en paz una temporada. —Pedro lo hacía parecer todo tan normal que Paula no pudo evitar dudar de sus propios reparos.


—Espero que no tendremos que estar todo el rato haciéndonos carantoñas y arrumacos... Y no dormiremos en la misma habitación ¿verdad? —preguntó como si, de repente, se le acabara de ocurrir.


—Por supuesto que no. Mi madre está chapada a la antigua. Además, mi familia nunca ha sido propensa a las muestras de afecto en público. Te trataré de manera educadamente cariñosa, no tendrás ninguna queja.


—No sé, Pedro —dijo al fin Paula con un gesto dubitativo—, me parece que nos estamos complicando la vida de forma peligrosa. Acabamos de acordar que, a partir de ahora, mantendríamos una relación de amistad pura y sin mácula, y dos minutos después me dices que tengo que actuar como si fuera tu prometida. Puede que estemos jugando con fuego.


—Tonterías, no ocurrirá nada. ¿Aceptas entonces? —preguntó él dirigiéndole una mirada anhelante.


Pau se quedó mirando ese semblante, tan varonil y severo, y se preguntó si podía ser cierto que esos labios apretados con firmeza pudieran haberla besado alguna vez con pasión. Sacudió la cabeza, sería mejor no pensar en esas cosas, se dijo, ahora debía centrarse en otro asunto: un amigo tenía un problema y le estaba pidiendo su ayuda.


—Está bien, iré contigo a Hallcourt Abbey —aceptó, al fin, de mala gana.


—Perfecto —respondió Pedro soltando despacio el aire que había estado conteniendo hasta entonces sin darse cuenta. 


De repente, tenía ganas de saltar y aplaudir, pero, por supuesto, se contuvo.


—¿Necesitaré ropa especial?


—Seguramente recibiremos algunas invitaciones de los vecinos, pero en general será todo bastante tranquilo. Lleva algo para montar a caballo y, por supuesto, tus materiales de pintura. Es un lugar muy bello, te prometo que no te arrepentirás, Paula —aseguró, mirándola con afecto.