miércoles, 4 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 32

 


Debía de haberse quedado dormida, porque cuando volvió a abrir los ojos el sol había cambiado de posición y el porche estaba en sombras. Paula alargó la mano para mirar el reloj…


—Son casi las cuatro —oyó la voz de Pedro.


No podía creer que hubiese dormido tantas horas. Un pensamiento que se le olvidó en cuanto vio su cara. Tenía un cuaderno de crucigramas en la mano y estaba tan guapo que se le hizo la boca agua. No tenía sentido, pero no podía evitarlo.


Cuanto antes se marchase de allí, mejor. Por los dos.


—¿Has llamado…?


—¿Un condimento de siete palabras que acaba en «o»?


—¿Un condimento? ¿No hay más letras?


—En el medio creo que hay una «g».


—No me suena… seguro que te has equivocado.


—No, no lo creo…


—¡Orégano! —exclamó Paula entonces.


Pedro sonrió.


—Por cierto, no me has dicho si te gustan los cambios que he hecho en la cabaña —añadió ella.


—¿Cómo no van a gustarme? Has transformado este sitio.


—No, qué va.


—¿Cómo que no? El ambiente es completamente diferente —Pedro miró alrededor—. Aunque todavía no sé qué has hecho exactamente.


—Sólo he puesto una alfombra y un mantel en la mesa y he colgado una cortina más alegre en la ventana.


—¿Y eso? —preguntó él, señalando con el dedo.


Paula se encogió de hombros.


—Una acuarela. La compré en el pueblo.


—¿Y eso otro?


—Velas de colores. Se supone que huelen a chocolate.


—Puede que tengas razón —dijo Pedro, pensativo—. Quizá debería hacer algo… con estas cabañas.


Paula se quedó boquiabierta. Le habría gustado echarle los brazos al cuello.


«No, no, no. Lo que deberías hacer es preguntar si ha hablado con Martin».


Pero no parecía capaz de pronunciar esas palabras y, al final, fue Pedro quien sacó el tema: —¿Te llevas bien con tus hermanos, Paula?


—¿Por qué preguntas eso?


—No, por nada. Pero te enviaron aquí, al fin del mundo…


Lo decía como una broma, pero eso la puso a la defensiva.


—¿Por qué? ¿Qué te han dicho? Has hablado con ellos, ¿no?


—Con Martin.


—¿Y?


—¡Hola! —Camilo apareció en la puerta con un enorme ramo de flores en una mano y una bolsa en la otra—. ¿Cómo te encuentras, cariño?


—Camilo, son preciosas…


—Sabía que te gustarían. Son un soborno.


—¿Un soborno?


—Si no puedes ir a comer conmigo, tendré que venir yo a comer contigo —sonrió el anciano—. Si tienes un ratito para mí, claro.


—Oh, Camilo… me parece estupendo.


El anciano sonrió, satisfecho, y Paula se sintió culpable. Lo echaría de menos cuando se fuera de allí y se prometió a sí misma que comería con él al día siguiente… aunque a Martin y Francisco no les gustaría tener que esperar. De hecho, se enfadarían. Siempre tenían tanto que hacer…


Camilo le dio las flores a Pedro.


—Toma, ponlas en agua —sonrió, entrando en la cocina para hacerse un té, como si estuviera en su propia casa.


—No tienes que sobornarme para que coma contigo.


—No son por la comida, sino por esto —dijo el anciano, sacando un juego de dominó de la bolsa—. He estado un poco triste estos días y necesito una partida de dominó para animarme.


Tonterías. Quería animarla a ella, evitar que se aburriese. Su amabilidad la emocionó.


Cuando iba a servir el té, Pedro intentó ayudarlo, pero Camilo lo apartó.


—Soy perfectamente capaz de servir a la paciente. ¿No tienes trabajo que hacer?


Paula contuvo una risita.


—Muy bien, muy bien. Me voy —se rio Pedro.


Camilo se quedó durante una hora y media y se marchó con la promesa de volver al día siguiente. Incluso dejó allí el juego de dominó. Paula lo miró, suspirando.


Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza en la cabaña.


—¿Va todo bien por aquí?


—Sí, gracias. Pedro, ¿qué…?


—Ha sido un detalle, ¿verdad?


—¿Te refieres a Camilo? Desde luego. Es un hombre encantador.


—Sólo tiene un pariente lejano que vive en Escocia. Se siente solo y venir a visitarte lo hace sentirse… necesitado, supongo.


—Yo disfruto mucho de su compañía —sonrió Paula—. Oye, Pedro, ¿qué…?


—¿Hola?


Oyeron pasos en el porche y enseguida entró Luciana, cesta en mano.


—Entra, entra —sonrió Paula.


—¿Interrumpo?


—No, claro que no. Las visitas siempre son bienvenidas.


—La verdad, tenía que alejarme de Bridget durante un rato. Qué pesada es mi hermana, de verdad.


Paula no dijo nada, por supuesto, mientras Lu sacaba una cacerola de la cesta.


—Le he dicho a Bridget que iba a cenar fuera. Espero que no te importe.


—Por supuesto que no.


—No te ofendas, Pedro, pero mi estofado es mucho más sabroso que una sopa de bote.


—No me ofendo en absoluto.


Cuando el rico aroma del estofado llegó a su nariz, a Paula se le hizo la boca agua. Y, por la expresión de Pedro, a él le pasaba lo mismo.


—Estará listo en treinta minutos —anunció Luciana—. Mientras tanto, podemos charlar.


Pedro carraspeó.


—Bueno, yo voy a… hacer cosas.


Paula vio la mirada que lanzaba sobre las dos, como si quisiera quedarse. Y recordó lo que Camilo le había dicho el domingo en el mercadillo, que Pedro Alfonso no estaba hecho para esa soledad. Y le habría gustado preguntarle qué cosas tenía que hacer.


Le habría gustado decirle que se quedase.


Luego recordó que era una carga para él. Pedro no buscaba compañía. Al menos, no la suya. Sería el estofado, pensó. Y olía tan bien que era comprensible.


—Lo serviré en media hora —dijo Lu—. Si no quieres perdértelo…


Pedro sonrió y Paula sintió calor por dentro. Una sonrisa como ésa debería aparecer con campanas de alarma, luces y sirenas para que una persona pudiera apartar la mirada a tiempo.


—Volveré en media hora —Pedro se tocó el ala del sombrero y desapareció.


Paula, después de admirar la vista, se volvió hacia Luciana.


—Esto va a sonar horrible, pero que te hayas puesto enferma es una bendición para mí.


—¿Por qué?


—No te lo tomes a mal, Paula. Siento mucho que estés malita, pero así tengo una excusa para salir de mi casa.


—¿Tan horrible es?


—Que tú desayunes con nosotras me ayuda un poco, pero Bridget me hace sentir como una inválida. Yo quería a Gustavo y lo echo mucho de menos, pero que él ya no esté no significa que no pueda cuidar de mí misma.


—Claro que no.


—Pues intenta decirle eso a mi hermana.


—Supongo que lo hace con buena intención…


—Sí, ya lo sé. Si no, la habría echado a patadas. Pero venir a verte me hace sentirme útil otra vez. No estoy lista para convertirme en una viejecita todavía. Por fin tengo una razón para volver a cocinar, no sé si me entiendes.


Paula la entendía perfectamente. Cuando murió su padre estuvo una semana sin cocinar. No le apetecía hacerlo para una sola persona. Y no tenía apetito.


—Así que, si no te importa, me gustaría alargar tu enfermedad al menos una semana. Entonces tendré que pensar en otra cosa, porque no sé qué voy a hacer cuando te vayas.


Paula tragó saliva.


—Lu, puede que me marche a casa mañana. Le he pedido a Pedro que llamase a mis hermanos.


—Pues dile que vuelva a llamarlos para decirles que has cambiado de opinión. No querrás acortar tus vacaciones, ¿verdad?


—Pero no puedo ser una carga para Pedro. Él tiene cosas que hacer…


—Tonterías. Tú le vienes muy bien.


¿Ah, sí? ¿Por qué?


Antes de que pudiera preguntar, Lu siguió:—¿Por qué crees que eres una carga? Lo peor ha pasado y ya no tiene que quedarse contigo toda la noche. ¿Qué tiene que hacer, calentar un bote de sopa? Pues nada, yo te haré la cena. Además, si te vas, Camilo te echará de menos.


Paula se mordió los labios. ¿Cómo podía decirle que no?


—Lo único que Pedro tiene que hacer es una tostada para el desayuno y no creo que eso le cueste mucho trabajo.


Dicho así…


—De hecho, él saldrá ganando porque tendrá una cena estupenda todos los días en lugar de las porquerías que hace.


Eso era cierto.


—Y necesito que me ayudes a decidir qué voy a hacer con Bridget. Por favor.


—Bueno… si a Pedro no le importa…


—A Pedro no le importará, te lo aseguro.


—¿Qué no me importará? —preguntó él, asomando la cabeza.


—Que Paula haya cambiado de opinión. Ya no quiere irse.


—¿Has cambiado de opinión?


Paula asintió con la cabeza. En realidad, habían cambiado de opinión por ella. Pero Pedro no tenía el ceño fruncido. De hecho, parecía contento.


—Ah, genial. Por cierto, eso huele muy bien. ¿Cuánto tiempo…?


—El suficiente para que llames a los hermanos de Paula. Diles que no tienen que venir a buscarla porque se queda —sonrió Luciana.


—Ahora mismo.


Pedro salió alegremente de la cabaña y Paula decidió que no entendía a Pedro Alfonso en absoluto.


—El club de tenis —dijo entonces, volviéndose hacia Lu—. Bridget necesita organizar algo que no sea tu vida. ¿Le gusta el tenis?





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 31

 


Pedro se pasó una mano por la cara. Había sido difícil bregar con Paula cuando estaba medio inconsciente. Tener que tocarla mientras le administraba el antibiótico, tener que hacerse el fuerte contra el deseo que sentía por ella mientras la bañaba con una esponja, mientras cambiaba las sábanas…


Tener que controlar el deseo de besarla cuando, en sus sueños, Paula decía que soñaba con hacer el amor con él.


Se odiaba a sí mismo por su debilidad, por no ser capaz de verla como a una paciente.


Paula dormida había puesto a prueba su disciplina y su autocontrol, pero despierta… no sabía cómo iba a aguantar durante tres días.


—¿Y qué pasa con tus vacas? —preguntó Paula al día siguiente.


—Son terneros.


—¿Quién cuida de ellos?


—Samuel McDonald, un vecino. Tenemos un acuerdo.


—¿De verdad?


—Pues claro —sonrió Pedro, colocando una bandeja sobre sus piernas—. Tienes que comer algo.


—¿Y en qué consiste el acuerdo?


—Samuel asoma la cabeza por la verja y comprueba cómo está el ganado. Si hay algún problema, lo soluciona o llama al veterinario… o me llama a mí. Yo le devolveré el favor la semana que viene porque tiene que ir a la boda de su hermana en Adelaida.


—Ah.


Paula empezó a comer y Pedro se sentó en una silla, con los brazos cruzados. Cuando terminó, se llevó la bandeja a la cocina y volvió con un vaso de agua y una pastilla.


—El antibiótico.


—Gracias. Gracias por la comida y gracias por cuidar de mí.


—De nada.


Pedro volvió al fregadero, alejándose de la tentación.


—Pero has dicho que tengo que estar en cama tres días y tú tienes cosas que hacer…


—No te preocupes por mí. Y cuando te levantes de la cama, tendrás que tomártelo con calma…


—Pero…


—Nada de peros. Tienes que hacerme caso o volverás a ponerte enferma.


Paula se cruzó de brazos y Pedro tuvo que disimular una sonrisa. Le gustaría abrazarla y decirle que iba a ponerse bien. Sólo tenía que descansar un poco. Aunque seguramente no estaría acostumbrada. Tenía la impresión de que durante los últimos meses había cuidado de su padre a expensas de su propia salud. ¿Por qué no la habían ayudado sus hermanos?


—No puedo seguir dándote la lata.


—Sí puedes.


—No es justo. Tú tienes que trabajar y tienes otras responsabilidades.


En realidad, no. Su única responsabilidad era curar enfermos. Casi se le había olvidado lo que era y… lo echaba de menos. Pero él había elegido aquel camino.


—La vida no es justa.


No era justo que Paula estuviera en aquella montaña cuando lo que quería era alegría y diversión, por ejemplo.


—Tengo que volver a casa.


—No tienes fuerzas para irte a casa todavía.


—Lo sé, pero si llamas a Martin y Francisco, ellos vendrán a buscarme.


Martin y Francisco no cuidarían de ella tan bien como él, pensó Pedro. Y si eran tan buenos hermanos, ¿por qué la habían enviado a Eagle's Reach? Además, no quería perderla de vista hasta que estuviera seguro al cien por cien de que iba a recuperarse sin problemas.


—¿Tus hermanos podrían cuidar de ti?


—Pues claro —murmuró Paula.


—¿Estás segura?


—Sí. Y creo que sería lo mejor, ¿no te parece?


Pedro quería decir que no, pero… ¿qué podía ofrecerle además de una rústica cabaña?


Y una cama dura.


Y una sopa de bote.


Paula no había querido quedarse cuando se encontraba bien, ¿por qué iba a querer quedarse ahora que estaba enferma? Además, se merecía las comodidades de su casa y allí no podría tenerlas. Su familia debería cuidar de ella, la gente que la quería. Un círculo que no lo incluía a él.


Pedro apretó los puños. Si eso era lo que quería…


—¿Seguro que no quieres quedarte?


—No eres mi niñera, ¿recuerdas?


—Pero…


—Los dos sabemos que soy una carga para ti, Pedro.


—Eso no es verdad —dijo él, deseando haber sido más simpático durante la primera semana—. Se te echará de menos.


Paula levantó una ceja.


—A Luciana le gusta tomar café contigo. Y no había visto a Camilo tan alegre en mucho tiempo —añadió Pedro.


—Ah.


—Y yo estaba deseando darte una paliza al ajedrez.


Ella intentó sonreír.


—No te creo.


Si la besara, lo creería.


«Pero está enferma, idiota».


En realidad, lo mejor sería que volviera a su casa, pensó, tomando un cuaderno y un bolígrafo.


—Apunta el teléfono de tus hermanos.


Pedro se acercó a la ventana. Tenía que salir de allí. De inmediato. Necesitaba estar bajo el cielo azul, respirando aire fresco.


—Toma —murmuró Paula, arrancando la hoja del cuaderno.


—Descansa. Ya hablaremos de eso después.


—Descansaré mientras tú te encargas de llamar a mis hermanos.


Paula le dio la espalda y Pedro salió de la cabaña deseando hacer una bola con el papel. Cuando despertase, le diría que había soñado todo el incidente y que iba a quedarse allí hasta que estuviera bien del todo.


Pero sabía que no podía ser. Paula no estaba delirando. Y sabía bien lo que quería.


Quería volver con su familia.


Cuando entró en su casa le pareció extrañamente gris en comparación con la cabaña de Paula. Sin darse tiempo a pensar, marcó uno de los números que había anotado, el de Martin.


Diez minutos después colgaba de golpe; el sonido hizo eco en la cocina.


Menudo canalla. Cuando le explicó que no estaba tan enferma como para llevarla al hospital, Martin Chaves dijo que no podía ir a buscarla porque tenía mucho trabajo hasta el martes de la próxima semana.


El martes. Cinco días.


Lo lamentaba mucho, pero se aseguraría de que fuera compensado por todos los inconvenientes.


¡Inconvenientes! Pedro emitió un bufido. Paula no necesitaba un imbécil que tirase el dinero, sino una familia que la atendiese. Lo que no necesitaba era una miserable excusa de hermano que no iba a buscarla cuando estaba enferma porque tenía «mucho trabajo».


Pedro le daría «trabajo» si algún día lo tenía delante.


Luego llamó al segundo hermano, Francisco. No podían ser iguales. Al menos uno de los dos estaría dispuesto a ir a buscarla.


Pero estaba comunicando y tuvo la intuición de que el hermano número uno estaba llamando al hermano número dos.


Pedro paseó por la casa, agitado. ¿Ésos eran los hermanos cuyos sentimientos Paula había querido proteger quedándose allí sin protestar?


Tardó cuarenta y cinco minutos en hablar con su oficina, pero una secretaria le dijo que el señor Chaves estaba en viaje de negocios y le preguntó si quería dejar un mensaje.


La clase de mensaje que Pedroquerría dejar desconcharía la pintura de la cocina, pero se recordó a sí mismo que no estaba bien matar al mensajero.


—No —dijo simplemente, antes de colgar.


¿Qué iba a decirle a Paula?


Pedro se imaginó pegándoles una paliza a los dos hermanos. Una idea inmadura, sí, pero satisfactoria. Claro que podría llevar a Paula a su casa él mismo. Al menos así sabría que había llegado bien. Pero… ¿qué iba a hacer sola en casa? No podía contar con que sus hermanos, que tenían tanto trabajo, cuidasen de ella. Y tenía una vecina enferma…


No, no iba a llevarla a su casa. Él sólo podía ofrecerle una cabaña rústica, pero podía cuidar de ella, decidió. De modo que levantó el teléfono e hizo dos llamadas más satisfactorias que las anteriores. Y se encontró a sí mismo sonriendo.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 30

 


Paula abrió un ojo, vio la luz que entraba por la ventana y se dio cuenta de que había dormido hasta muy tarde. Seguía doliéndole el pecho, pero los cristales de la garganta habían desaparecido.


Consiguió incorporarse, pero cuando estaba apartándose el pelo de la cara se quedó inmóvil. Pedro estaba tirado en una de las sillas de la cocina, profundamente dormido. ¿Qué hacía allí? Recordaba vagamente haberse levantado para abrir la puerta…


Molly, tumbada a sus pies en la alfombra, lanzó un alegre ladrido al verla. Y Pedro se levantó de inmediato. Paula nunca había visto a nadie moverse con tal rapidez.


—¿Cómo te encuentras?


—Fatal —contestó ella. Pedro sonrió—. Me alegro de que esto te divierta —murmuró Paula, buscando su albornoz.


—¿Dónde vas?


—Tengo que hacer magdalenas.


—No, de eso nada.


Pedro tomó sus pies y volvió a ponerlos sobre la cama. Y Paula estaba demasiado débil como para pelearse con él. De hecho, le costaba trabajo hasta respirar.


—Hoy no vas a levantarte.


—Pero…


—Ordenes del médico.


—¿Ha venido a verme el médico?


—Sí —sonrió Pedro.


No lo recordaba.


—¿Podrías…? ¿Podrías llamar a Luciana y explicarle…?


—Ya lo he hecho.


Paula miró hacia la ventana.


—Pero si no pueden ser ni las ocho de la mañana.


—Las ocho y veinte —dijo él, mirando el reloj.


—¿Y a qué hora la has llamado?


—¿Qué día de la semana crees que es hoy?


—Lunes —contestó Paula.


Pedro negó con la cabeza.


—Has estado muy enferma, cariño.


—¿Cómo?


—Tienes una infección en el pecho.


—¿Qué día es hoy?


—Jueves.


—¡Jueves! —Paula se incorporó, pero le dolía tanto el pecho que volvió a tumbarse de nuevo. ¿Cómo podían haber pasado tres días sin que se diera cuenta?


—Jueves, sí.


—¿Y tú has estado cuidando de mí?


—Eso es.


—Lo siento mucho…


—No pasa nada.


¿Que no pasaba nada? Lo diría en broma.


¿La habría visto desnuda?, se preguntó entonces. Paula se puso colorada.


—Te lo mereces por la bromita de que no eras mi niñera. No deberías tentar al destino.


Pedro sonrió.


—Vas a ser uno de esos pacientes gruñones que protestan por todo, ¿verdad?


—Sé que no te gusta… en fin, siento haberte molestado —murmuró ella.


—Estoy seguro de que habrías preferido estar sana. Pero, como castigo, tengo que pasar los próximos días jugando al ajedrez con la peor jugadora de la historia.


Paula empezó a reír y terminó con un ataque de tos. Él se sentó a su lado, apretando su mano hasta que pasó.


—Bueno, ahora tienes que descansar.


—¿Cuánto tiempo?


—Tres días por lo menos.


—¿Eso es lo que ha dicho el médico?


—Sí.


—Pero no puedo quedarme…


—Claro que puedes.


No, no podía. Pero se le cerraban los ojos y no tenía fuerzas para discutir.


Fabuloso, genial.