miércoles, 13 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 9





El sábado por la mañana, Paula estaba segura de que Pedro había hecho justo lo que ella esperaba. Había cambiado de idea.


Esa mañana no se había presentado a terminar el trabajo en el suelo del baño ni había llamado para justificar su ausencia. Su silencio no parecía encajar con el hombre al que creía estar conociendo, pero sirvió para recodarle que el hecho de que fuera nieto de Fiona no implicaba que ella lo conociera bien.


Habían compartido unos besos y algunas confidencias. ¿Y qué? Ella había compartido mucho más que eso con su exprometido, pensando que pasarían toda la vida juntos.


Y ahora Leonardo tenía una esposa rubia, esbelta y elegante con un pedigrí excelente. Su esposa estaba a su lado en el podio cuando resultaba elegido, tenía una sonrisa perfecta, saludaba con unas manos perfectas y encantaba a la prensa con sus comentarios perfectos. Y Leonardo la había querido a ella desde el principio, incluso cuando enamoraba a Paula.


—Ah, querida —la voz de Fiona la sacó de sus pensamientos—. La respiración ujjayi se supone que debe ser relajante y vigorizante. Tienes que pensar en el sonido tranquilizador del océano, no en el ruido amenazador de un tren de mercancías a punto de descarrilar.


Paula abrió los ojos y miró la expresión sonriente de Fiona.


Estaban sentadas con las piernas cruzadas en colchonetas de yoga en el suelo de la espaciosa terraza interior de Fiona. La luz del sol iluminaba las plantas que rodeaban la estancia y el agua caía por la pequeña fuente de piedra situada entre ellas. Era un lugar perfecto para practicar yoga y lo habían hecho al menos una vez a la semana durante meses… mucho antes de que Paula se mudara a la casita de atrás.


—Perdón —respiró hondo. Normalmente, cuando practicaba yoga era una de las pocas veces en las que podía olvidarse de sí misma y de los pensamientos que le rondaban por la cabeza de manera insistente.


Fiona desunió sus piernas y se puso en pie.


—Bueno, hay días que son buenos para el yoga y días que son buenos para cócteles —sonrió—. Estoy pensando… en cóctel.


Paula rió y enderezó las piernas.


—Un verdadero adicto al yoga no pensaría en consumir alcohol.


—Por suerte, yo no tengo aspiraciones en ese sentido —le aseguró Fiona—. Ven conmigo.


Paula se levantó y la siguió fuera de la terraza cubierta.


Cuando llegaron al despacho de Fiona, cuya ventana daba al jardín donde estaba el césped que llevaba a la casita de Paula, la anciana señaló los enormes sillones de orejeras colocados en ángulo delante de la chimenea.


—Siéntate —avanzó hacia el armario elaborado situado contra la pared.


Paula se sentó y observó a su amiga abrir el armario bien provisto de bebidas. Fiona le había dicho una vez que no había cambiado nada de aquel despacho después de la muerte de su esposo. Era la única habitación que había dejado intacta en toda la casa porque así tenía la sensación de que él seguía a su lado cuando trabajaba allí.


—Quiero darte las gracias de nuevo por haber ayudado ayer en el despacho. Me costó meses conseguir una cita con la representante para temas comunitarios de Cragmin y no me habría gustado tener que cambiarla.


Paula se encogió de hombros, aunque todavía le sorprendía que Fiona hubiera olvidado aquella cita. La anciana se encontraba en otro sitio cuando llegó la representante de Cragmin y tuvo que llamar apresuradamente a Paula para que ocupara su puesto.


—Siempre estoy dispuesta —repuso—. Ya lo sabes. Aunque no lo hago tan bien como tú.


Fiona sacó la coctelera del armario.


—Lo hiciste muy bien. Anoche me enviaron un correo electrónico para decirme que nos están considerando para una subvención —añadió hielo a la coctelera—. Pero basta de eso. ¿Cómo están tu madre y hermanas?


—Todas bien. Estoy ayudando a Jimena en el bistró esta semana. Una de sus camareras está de vacaciones.


Fiona asintió con la cabeza. Echaba diversas bebidas en la coctelera.


—Me gustaría que mi nuera hubiera encargado a tu hermana el catering de la fiesta de mañana —cerró la coctelera y la sacudió con tanto vigor que Paula se preguntó si se imaginaba retorciéndole el cuello a Amanda Alfonso—.
Así al menos la comida habría sido maravillosa.


—Seguro que la comida será buena —la tranquilizó Paula—. Y creo que Jimena está bastante ocupada en este momento.


Su hermana parecía particularmente estresada esa semana, pero eludía hablar del tema.


—Has dicho otras veces que tu nuera organiza fiestas magníficas.


—Muy propio de ti recordármelo ahora —murmuró Fiona con aire sombrío. Echó el contenido de la coctelera en dos copas de martini y le pasó una—. Salud.


Paula alzó la copa en un saludo y sorbió con cuidado, acostumbrada a la mano poco delicada de Fiona a la hora de mezclar cócteles. Como era de prever, la bebida tenía poco limón y mucho vodka.


—A mí me parece bien que tu familia quiera celebrar tu cumpleaños contigo.


Fiona movió una mano en el aire.


—Estaría bien si fuéramos sólo la familia y algunos amigos —se sentó en el sillón de enfrente—. Pero creo que Amanda ha invitado a medio mundo. Y no me ha preguntado a quién me gustaría invitar. Supongo que tenía miedo de que quisiera invitar a mis empleados y voluntarios.


—Bueno, pasará pronto.


—No estoy segura de apreciar una frase así a mi edad —repuso Fiona con sequedad.


Paula no pudo evitar reír, aunque recordó inmediatamente las palabras de Pedro sobre su abuela.


—Eres una de las personas más jóvenes que conozco —dijo—. Y no tiene nada que ver con el calendario.


Fiona se inclinó hacia delante y dio una palmadita en la rodilla a Paula.


—Eres un encanto. Ahora dime lo que opinas de Pedro.


La joven casi se atragantó con el cóctel. Tragó saliva e intentó no soltar un respingo por lo fuerte del alcohol.


—Es muy… mañoso —se encogió de hombros y confió en que Fiona achacara el color rojo de su cara al alcohol—. Trabaja muy bien.


A Fiona le brillaron los ojos.


—Sí, ¿pero qué opinas de él?


Paula pensó por un momento si Pedro habría contado a su abuela su primer encuentro, pero le pareció improbable.


—Creo que es… —«sexy, atractivo—, simpático —dijo débilmente—. Y quiere mucho a sus hijos.


Fiona asintió.


—Haría cualquier cosa por ellos.


—Humm —Paula tomó otro sorbo, que le quemó la garganta. La cabeza le empezaba a dar vueltas, así que dejó la copa en la mesita al lado del sillón—. Imagino que vendrán todos mañana a la fiesta, ¿no?


—Desde luego, yo preferiría la presencia de Ivan y Valentina a la de su madre, pero Amanda no ha incluido a los niños.


Paula parpadeó.


—¿La exmujer de Pedro sí vendrá?


—Sí. Ya sé que suena raro. Pero Amanda y la madre de Stephanie son muy amigas y, por alguna razón, Amanda sigue pensando que Pedro y Stephanie acabarán reconciliándose. No parece que le importe que Stephanie traicionara a mi nieto del peor modo imaginable ni que haga todo lo posible por apartar a los niños de él. Amanda la eligió para su hijo hace años y no puede aceptar que se equivocara.


Fiona soltó un suspiro exasperado.


—Esa mujer no conoce a su hijo. Y mi hijo es igual que ella. Y aunque hace años que no veo a Stephanie, no tengo esperanzas de que decline la invitación —Fiona terminó su copa y la dejó en la mesita—. Creo que deberías venir tú a la fiesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.


Paula enderezó la columna.


—¿Qué?


Fiona enarcó las cejas.


—Es mi cumpleaños. Tengo que poder invitar al menos a una persona que quiero que esté presente, ¿no?


—Claro que sí, pero…


—Pues entonces, hecho —Fiona se levantó del sillón—. Por desgracia, es fiesta de gala. Idea de Amanda, claro. ¿Tienes algo apropiado? ¿Algún vestido de la época en que estabas prometida?


—Tengo un par de vestidos —en la parte de atrás del armario, porque no tenía el sentido común de desprenderse de ropa que no se ponía ni pensaba ponerse nunca. Hasta su relación con Leonardo, sólo había tenido que ponerse elegante en la fiesta anual de Navidad que daba su tío Abel—. Pero sinceramente, Fiona, me siento como una intrusa.


Sabía que Amanda había enviado las invitaciones semanas atrás.


—Francamente, soy yo la que se siente como una intrusa —replicó Fiona—. Te aseguro que será una fiesta estirada y aburrida, pero te suplico que vengas unos minutos. Sólo para que haya alguien aparte de Pedro a quien pueda decir con sinceridad que me alegro de ver.


—Uno de estos días tendré que aprender a decirte que no —Paula se levantó a su vez. Sentía la cabeza ligera por el alcohol. Tenía que comer.


Fiona sonrió con aire de victoria y salió con Paula en dirección a la cocina.


—Serás la belleza de la fiesta.


—Ahora sí que sé que el cóctel se te ha subido a la cabeza —repuso Paula—. Si lo que quieres es una belleza, invita a Alma o a Lucia.


Sus dos hermanas podían entrar en cualquier fiesta y conquistar a todos los presentes sin mover un dedo. Era un talento que habían heredado de su madre. Jimena también lo poseía… cuando conseguían sacarla de la cocina, que
era donde siempre acababa aunque no fuera la chef.


—Tienes que confiar más en ti misma —Fiona abrió la puerta de atrás—. Puede que te sorprendas.


—Lo dudo —Paula le dio un abrazo—. Pero allí estaré, por ti.


—¿Dónde estarás?


Paula se enderezó de inmediato y se volvió con tal rapidez que casi cayó al suelo.


Pedro estiró el brazo y la sujetó por el hombro.


—Tranquila.


La joven no sabía qué era peor. Si el mareo del cóctel letal de Fiona, la sensación del contacto de Pedro o el hecho de que probablemente ambas cosas resultaban evidentes para él y para sus hijos, que se hallaban a su lado en el porche.


—En la fiesta de mañana —respondió Fiona—. Paula también vendrá. ¿No es maravilloso?


—Claro —Pedro la miró, pero Paula no consiguió saber lo que pensaba.


—Ah, tengo que irme a casa —dijo. Miró a Fiona—. Hasta mañana —pasó delante de Pedro sin mirarlo y consiguió sonreír a sus hijos mientras bajaba las escaleras del porche.


Te acompaño —dijo la voz profunda de él—. Todavía tengo que terminar ese trabajo.


Ella se volvió, procurando no mirarlo a los ojos.


—De acuerdo.


—Niños, entrad con la abuela y terminad los deberes.


Paula notó entonces que los dos niños portaban abultadas mochilas.


—Iremos a cenar cuando termine en casa de la señorita
Chaves—añadió el hombre.


Los niños asintieron y entraron en la casa con Fiona.





UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 8





—Tú querías un lugar privado para hablar —Paula se quitó el delantal rojo y lo dobló antes de sentarse enfrente de Pedro—. Pues ya lo tienes.


Todas las demás mesas del local estaban vacías. Los demás comensales habían terminado la cena y se habían marchado. Hasta Jimena, que no dejaba de lanzar miradas a Paula y al hombre solo que ocupaba una mesa cerca de la
barra, había terminado sus tareas en la cocina y había subido a su apartamento, dejando a Paula la responsabilidad de cerrar la puerta de atrás cuando se marchara.


—¿Quieres una copa? —él levantó la botella de vino que estaba en el centro de la mesa.


Una cosa era beber uno de los vinos excelentes de su hermana y otra muy distinta beberlo a solas con el hombre en el que no podía dejar de pensar. Negó con la cabeza.


—No, gracias.


Él rellenó su copa.


—Lo único mejor que un buen vino es una cerveza fría. Y tenías razón en la comida. Tu hermana es una chef increíble.


—Le diré que has dicho eso —Paula se sentía muy orgullosa de su hermana en aquel terreno, pero no quería hablar de Jimena en ese momento—. ¿Qué es lo que querías decirme?


Él tomó un sorbo de vino. Había cambiado el pantalón y la camisa negros de esa tarde por vaqueros negros y suéter de punto con las mangas arremangadas hasta los antebrazos. El reloj de muñeca brillaba a la luz suave procedente de la barra. Dejó la copa en la mesa y ella tuvo que tragar saliva un poco. ¡Era tan increíblemente viril!


—El marido de mi exmujer es abogado —dijo—. Le han ofrecido un contrato prestigioso en Europa que se prolongará al menos cinco años.


Paula había pensado mucho desde esa tarde en qué sería de lo que quería hablarle él, pero no se le había ocurrido que el marido de su exmujer fuera uno de los temas.


—Humm… ¿bien por él?


Pedro frunció los labios.


—Sé que para ti no tiene sentido. ¿Qué te ha contado Fiona de mí?


—¿Aparte de que eres un triunfador y un gran partido? —sonrió ella—. Casi siempre hablamos de lo que pasa en Golden Ability. No queda mucho tiempo para hablar de su familia ni de la mía —pensó que aquella mentirijilla era mejor que contarle hasta qué punto lo alababa su abuela.


—Mi esposa y yo nos divorciamos hace casi ocho años —continuó él—. No fue un divorcio amistoso.


—Lo siento.


—Gran parte de la responsabilidad de eso es mía —admitió él—. Pero eso no importa ahora. Lo que importa son mis hijos. A Stephanie le dieron la custodia cuando nos separamos. Antes de que se secara la tinta del certificado de
divorcio, se había convertido en la señora de Ernesto Walker, y menos de un año después de eso estaban en Suiza. Si ya había sido difícil convencerla de que respetara mis derechos de visita antes de que se mudaran, imagínate después —Pedro movió la cabeza—. Pero hace unos años volvieron a Seattle. Supuestamente para quedarse, así que yo decidí mudarme también aquí. Era el único modo que tenía de recordarles a mis hijos que era su padre, no sólo un hombre que iba de visita una vez al año.


El dolor reflejado en su rostro hizo que a Paula se le oprimiera el corazón.


—Mi socio se quedó en Colorado y yo abrí otra sucursal aquí. Estamos consiguiendo sobrevivir cuando muchas otras empresas se han hundido, pero no ha sido fácil.


Paula creyó adivinar lo que buscaba él.


—Abel Hunt es un amigo de la familia, pero yo no tengo ninguna influencia en HuntCom.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Por qué dices eso?


Ella se enderezó en la silla.


—No es que no lo comprenda. A pesar de la crisis, HuntCom sigue teniendo proyectos de construcción por todo el mundo.
Cuando no andaban construyendo una fábrica nueva para ellos, construían otra cosa. Lo sabía porque tenía que hacer acto de presencia al menos una vez al año en la reunión del Consejo de Administración y dar su voto a Lorenzo, que dirigía la empresa desde que Abel se había visto obligado a jubilarse.


—Pero lo máximo que puedo hacer es darte un nombre —tendría que llamar a Abel y averiguar quién era el arquitecto jefe en aquel momento. No sabía quién había sustituido a J.T., uno de los hermanos de Lorenzo, desde que dejara vacante el puesto para trabajar en un negocio propio en Portland.


—Yo no busco hacer negocios con HuntCom —repuso Pedro—. ¿Eso es lo que crees?


—Es lo que espera la mayoría de la gente cuando sabe que tengo contactos allí —ella alzó la barbilla—. Tú no eres el primero.


Pedro guardó silencio un momento.


—Pues da la casualidad —dijo al fin—, de que me importa un bledo HuntCom. Lo único que intento es evitar que mi exmujer se vuelva a mudar con mis hijos a otro país.


Paula parpadeó.


Él se puso en pie y paseó por el pasillo estrecho que había entre las mesas vacías.


—Si el juez no aprueba mi petición de custodia compartida, no podré hacer nada por detenerla —hizo una mueca—. Aparte de secuestrarlos.


Paula tomó la copa de vino que había dejado él y dio un trago largo.


—Es broma —la voz de él era sombría—. Lo último que necesito ahora son más problemas con la ley.


«¿Más problemas?».


Paula tomó otro sorbo de vino y dejó con cuidado la copa en la mesa.


—Siento lo de tus hijos, ¿pero qué tiene que ver eso conmigo?


—Necesito una esposa.


A ella le tembló la mano con fuerza y volcó el vaso de vino, que se derramó por el mantel blanco inmaculado. Paula se apresuró a doblar el lateral de la tela para impedir que cayera al suelo.


—¿Cómo dices?


—No una esposa de verdad —él se pasó la mano por el pelo—. Lo último que deseo es volver a casarme. Con una vez fue suficiente —se estremeció visiblemente—. Pero tengo que dar la impresión de que me voy a casar pronto.
Ray, mi abogado, quiere que tenga una de verdad, claro, aunque jura que lo negará si alguna vez se sabe la verdad.


—Yo no sé cuál es la verdad —ella lo miró con cautela—. ¿Quieres que finja que estoy casada contigo?


—Quiero que todo el mundo piense que estamos casados —él sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó a horcajadas enfrente de ella—. No será por mucho tiempo. El juicio por la custodia se verá justo después de Acción de Gracias. Si el juez cree que puedo ofrecer a Ivan y Valentina lo mismo que les ofrecen Stephanie y Ernesto, una vida familiar estable, no habrá motivos para que niegue mi petición de custodia.


—¿Y eso impedirá que tu exmujer se vaya otra vez a Europa?


Él hizo una mueca.


—Nada puede impedir que esa mujer haga lo que quiere. Pero no podrá tener a los niños con ella todo el tiempo. En vez de las dieciséis horas a la semana que tengo ahora, siempre que a la señora no le viene mal, tendrá que aceptar otras condiciones. Ray dice que hay posibilidades de que pueda tenerlos el curso escolar completo, que sólo tendrían que ir a Europa en las vacaciones —le tomó las manos—. Lo único bueno que salió de mi matrimonio fueron Valentina  e Ivan. Y durante mucho tiempo, apenas sabían que yo era su padre. No quiero volver a perderlos.


—Pero tendríamos que mentir. Tú no tienes intención de casarte conmigo.


—Estar casados no debería importar. Técnicamente, ni siquiera tendría que hacerlo. Deberían haberme dado la custodia compartida desde el principio.


—¿Y por qué no te la dieron?


—Porque cometí el error de querer a mi esposa —repuso él—. Y cuando la pillé en nuestra cama con Ernesto, perdí los estribos —apretó los puños—. Le di un puñetazo a él y me acusaron de agresión. Luego hice la estupidez de ahogar mis penas en whisky una temporada. La denuncia por agresión acabaron por retirarla, pero el daño ya estaba hecho. Ese bastardo se quedó con mi esposa y mis hijos —Pedro frunció los labios—. Lo que prueba que los abogados de su familia son mejores que los de la mía.


Paula respiró hondo.


—No me extraña que quisieras hablar en privado.


Para ganar tiempo, recogió el mantel y lo llevó a la parte de atrás, donde lo puso a remojo. Volvió al restaurante y encontró a Pedro paseando entre las mesas. Se detuvo al verla.


Ella tuvo que recordarse que la intensidad de la mirada de él tenía todo que ver con sus hijos y nada con ella. Pero aun así hubo de esforzarse para que no le temblaran las rodillas y apoyó la espalda en la barra para ayudarse.


—Comprendo tu posición —musitó—, pero creo que no soy la persona indicada para esa tarea.


—¿Por qué? ¿Tienes algún escándalo secreto en tu pasado que es peor que mi denuncia por agresión?


—No. Ningún escándalo —ella tiró con nerviosismo del pañuelo rojo que recogía su pelo en una coleta—. Es que me caes bien.


—¿Y…?


—Quiero decir… —Paula se sentía tonta—, que me gustas.


—¡Ah! —sonrió él—. ¿Y por qué es eso un problema?


Ella hizo una mueca.


—¿Necesito describirlo?


—Parece que sí.


—Es sólo por mi parte —repuso ella con osadía—. Y de todos modos, nadie se creería que estás prometido conmigo.


Él la miró.


—¿Porque soy lo bastante viejo para ser tu padre?


Paula soltó una risita.


—Tienes cuarenta y un años. No eres lo bastante viejo para ser mi padre —y los sentimientos que suscitaba en ella no tenían nada de filiales.


—¿Cómo sabes cuántos años tengo?


—Por Fiona.


—Pensaba que no hablabais mucho de vuestras familias.


Pedro se ruborizó.


—Vale. Se lo pregunté. ¿Eso es un crimen?


—En absoluto. Y tú tienes veintisiete —sonrió él de nuevo—. Se lo pregunté.


Ella no supo qué contestar a eso, así que, por una vez en su vida, cerró la boca.


Pedro se acercó y no se detuvo hasta que sus dedos de los pies casi tocaban los de ella. Apoyó las manos en la barra a ambos lados de ella.


Paula tragó saliva, más consciente que nunca de que estaban allí solos. Y de lo alto que era él. Y de la amplitud de sus hombros. Y, de lo fabulosamente que olía.


—Que conste… —él bajó la cabeza y su aliento le hizo cosquillas a ella en la oreja—, que tú también me gustas. A lo mejor no te diste cuenta cuando me dijiste que fuera convincente. Es una de las razones por las que creo que un
compromiso repentino entre nosotros sería… convincente —alzó la vista y la miró a los ojos—. Vamos a dejar eso en claro.


La besó en la boca y a Paula se le subió enseguida su sabor a la cabeza.


Le temblaron las piernas, pero en vez de apartarlo, subió las manos lentamente por su pecho hasta sus hombros. En su mente estallaban colores y echó atrás la cabeza. El beso se hizo más profundo.


Y luego él se apartó y ella estaba temblando. Se dio cuenta de que él tenía la mano en su pelo, acariciándole el cuello.


—Piénsalo —la voz de él era baja como una caricia—. Te daré lo que quieras a cambio.


Paula tenía la impresión de que sus huesos se habían vuelto líquidos y los músculos no la sostenían, pero consiguió negar con la cabeza.


—No quiero nada. No es una buena idea. Deberías buscarte a otra.


—No hay nadie más.


—Alguien con quien hayas salido.


—Yo no salgo con nadie —él hizo una mueca—. Ya no. Oye. Piénsalo un par de días. Piensa en Fiona. Aunque tiene un corazón joven, ya no es una mujer joven. ¿Cuántas oportunidades tendrá de disfrutar de sus únicos bisnietos si están fuera del país todo el tiempo que les queda de infancia?


No podía haber pulsado un botón más vulnerable. Paula sentía un gran aprecio por Fiona.


—De acuerdo —asintió de mala gana—. Lo pensaré. Pero tú… —le puso un dedo en el centro del pecho—, harías bien en ir pensando en una mujer más apropiada para ser tu prometida.


—Créeme, Paula. Tú eres muy apropiada.


Ella consiguió sonreír, pero no era una sonrisa alegre.


—Cambiarás de idea —le aseguró.


La gente siempre lo hacía.