viernes, 7 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 26





Era media noche y la luna brillaba con tanta fuerza que parecía estar metida en la cama con ellos. Estaban en la cama de Pedro. Paula se había tumbado de lado, para poder verlo bajo la luz de la luna. Le maravillaba sentirse tan en paz consigo misma y con el mundo.


Pedro era el amante perfecto y el hombre más encantador del mundo, y ella prefería no analizar aquel momento, ni intentar justificar en su cabeza por qué estaba allí con él. 


Sólo quería grabar aquel recuerdo en su mente, para el futuro… aquella sensación de felicidad y de seguridad, de estar en el lugar adecuado, con el hombre adecuado y en el momento adecuado.


Salvo que… le dio la sensación de que a Pedro le brillaban demasiado los ojos.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Sí, por supuesto.


—Pareces triste.


—No estoy triste, sólo estaba pensando.


—¿En qué?


—Nada. Era un mal recuerdo. Ya se ha ido.


Paula se inclinó sobre él y lo besó en la barbilla.


—Espero que te sientas bien, porque yo me siento muy bien. Tal vez me sienta incluso orgullosa de mí misma.


Pedro sonrió de nuevo.


—Estoy bien. Y tú también. ¿Qué tal Madeline?


Ella rió.


—Madeline también está bien —se colocó la mano en el vientre, que cada vez crecía más deprisa.


En ese momento, sintió un ligero cosquilleo, un movimiento debajo de la mano.


—¡Pedro!


—¿Qué ocurre? —preguntó él, incorporándose, preocupado.


—Estoy bien. Ha sido el bebé. Se ha movido. Me ha dado una patada.


—¿Sí?


Paula no supo si había miedo o emoción en su voz.


—Mira, siéntelo —le dijo, tomando su mano y colocándosela en el vientre—. ¿Lo notas?


—No —respondió él—. Sólo puedo sentirte a ti —la acarició—. Y estás muy suave.


De repente, dejó de hablar.


—Ohhh.


—¿Lo has notado?


—Sí, lo he notado. Guau.


—¿No te parece una sensación increíble?


—Menudas patadas. ¿Las habías notado antes?


—Es la primera vez —dijo ella, metiendo la mano debajo de la de Pedro—. Creo que no sabe si quiere ser futbolista o boxeadora.


—Me pregunto si jugará con Italia o con Australia.


Paula sonrió, contenta.


—Supongo que dependerá de dónde decidas vivir —le dijo Pedro muy serio.


—Sí.


Poco tiempo después, el bebé dejó de moverse y Paula bostezó y se acurrucó contra él. No deseaba preocuparse acerca del futuro en esos momentos.


Era estupendo estar allí con Pedro, los dos solos, en el silencio de la noche. Pero entonces, Paula estropeó aquella tranquilidad imaginándose a Pedro en el futuro, mucho después de que ella se hubiese marchado de allí, durmiendo en aquella misma casa, tal vez en esa misma cama, con su mujer.


—Oh, Dios, ojalá…


Dejó de hablar, horrorizada al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.


—¿Qué? —le preguntó él.


«Ojalá tuviese diez años menos», pensó ella.


Sacudió la cabeza y apretó los labios para que no se le escapasen las palabras.


—Venga, Paula. Dímelo, dime cuál es tu deseo, y yo te contaré el mío.


Así que él también deseaba algo.


Aquella conversación se estaba complicando demasiado.


Una cosa era la atracción sexual, y otra, compartir deseos y sueños. Cuando el sexo incluía emociones, una aventura se convertía en…


¿En qué?


¿Cuál era el paso siguiente? ¿Amor?


Paula se sentó de repente, tapándose los pechos con la sábana.


—Será mejor que me vaya a mi habitación, por si los hombres vuelven pronto.


—No, no levantarán el campamento hasta por la mañana —dijo Pedro, haciendo que volviese a tumbarse—. Duerme aquí, Paula. No hablaremos más. Sólo abrázame y duérmete.


Paula estaba demasiado cansada para discutir. Además, no pasaba nada por dormir con él y a Paula no se le ocurría un lugar mejor para hacerlo.



****


Pedro se quedó despierto en la oscuridad, con Paula acurrucada junto a él. Cuando Paula estaba en su cama, era una mujer dulce y femenina, y vulnerable. También era salvaje. Y era suya y sólo suya.


Por la mañana, daría marcha atrás. Antes de que llegasen los hombres, se recogería el pelo en un moño y volvería a blindarse.


Si Paula hubiese sido otra mujer, esa noche habría hablado con ella. Le habría dicho lo que sentía, cuánto la deseaba, que estaba casi seguro de estar enamorándose de ella. Le habría dicho que no era necesario ocultar sus sentimientos a los demás.


¿Por qué debía importarle lo que los demás dijesen o pensasen?


Pero él no era senador federal. Paula había ido allí para escapar de la prensa y tener unos días de tranquilidad, así que no merecía la pena intentar hacer que cambiara de idea. 


Sólo conseguiría estropear una noche perfecta.








DESCUBRIENDO: CAPITULO 25




Si se concentraba, podría seguir trabajando. Salvo que, de vez en cuando, tenía que parar para recordar lo feliz que era… y lo perfecto que había sido hacer el amor con Pedro.


Se sentía segura, confiándole su cuerpo, y él la había tomado con un equilibrio perfecto de ternura y pasión, había hecho que se sintiese completamente libre, relajada y desinhibida, todo había sido, en una palabra: felicidad.


Esa noche, las llanuras de Savannah estaban cubiertas por una suave luz violácea.


En la cocina, a Pau se le estaba haciendo tarde. Había trabajado demasiado, después de haber empezado tarde por la mañana, y casi se le había olvidado que le tocaba cocinar a ella, así que en esos momentos estaba ocupada intentando preparar algo deprisa y corriendo. Garbanzos al curry, un plato básico durante sus años de universidad y algo que seguía preparando en caso de emergencia. Solía servirlo con pan indio, pero como no lo había, coció arroz en su lugar y esperó que a Pedro no le importase tomar una cena vegetariana.


Estaba escuchando música jazz por la radio, otra cosa que hacía años que no hacía. La música la tranquilizaba, lo mismo que el romántico aroma de las especias, y pensó maravillada que no recordaba la última vez que se había sentido tan tranquila y feliz.


—Qué olor tan delicioso.


Paula se giró al oír la voz de Pedro.


No había vuelto a verlo desde que se había levantado de la cama y sintió una dulce punzada, como si una flecha le hubiese cruzado el corazón. También se sintió un poco tímida, pero Pedro se comportó con la misma naturalidad de siempre. Le sonrió.


—Dices eso siempre que cocino.


—Porque siempre cocinas cosas deliciosas.


—O porque tú siempre estás hambriento.


—Eso también es cierto —después de un instante, añadió—: Bonita música. Es Fox Bones, ¿verdad?


—¿Quién?


—Fox Bones, al saxo.


—¿Sí? No estoy segura. ¿Te gusta el jazz?


—Claro. Es mi música favorita.


—Yo habría apostado a que te gustaba el country.


—Y yo pensaba que a ti te encantaría la ópera. Todos esos italianos, como Pavarotti.


Pau se encogió de hombros.


—Es bueno, pero prefiero a Fox Bones.


Ambos se sonrieron.


Pedro se acercó y miró con curiosidad el contenido de la sartén.


—No es italiano, ¿verdad?


—Creo que ya se me ha agotado el repertorio italiano —le advirtió—. Esta noche tocan garbanzos.


Él asintió.


—¿Garbanzos y…?


—Arroz.


—¿Y qué tipo de carne?


—No hay carne, Pedro.


Él la miró fijamente.


—No pasa nada por no comer siempre carne —le dijo ella, poniéndose a la defensiva.


—¿Quién dice eso?


—Los expertos.


Iba a explicarle más del tema cuando se dio cuenta de que Pedro la miraba con los ojos brillantes.


¿Estaba volviendo a tomarle el pelo? Al parecer, sí. Cuando sirvió la cena, Pedro la comió con entusiasmo.


«Estoy acostumbrándome demasiado a su compañía», pensó Paula. «A compartir agradables comidas sin ser interrumpida por el teléfono, o sin tener prisa por acudir a una reunión. A tener a alguien con quien hablar sobre temas de todos los días que no tienen nada que ver con el trabajo. 


A desear verlo al final del día.».


Como si Pedro le hubiese leído el pensamiento, le dijo de repente:
—Me preguntaba qué planes tenías, Paula.


—¿Planes?


Él sonrió con cautela.


—Me refiero a cuánto tiempo vas a quedarte aquí, y qué vas a hacer cuando te marches.


De repente, se puso nerviosa y empezó a balbucear:
—Yo… esto… tengo que estar en Canberra el mes que viene.


—¿Y entonces?


—El senado empezará las sesiones. Es para lo que me estoy preparando. Tengo muchas cosas que leer.


—¿Y después?


—¿Después?


—Sí.


—Tendré que tomar una decisión.


Pedro abrió mucho los ojos.


Paula se dio cuenta de que tenía que explicárselo.


—No podré mantener mi embarazo en secreto, así que tendré que decidir si continúo con mis actuales responsabilidades y me enfrento a las preguntas de la prensa, o si dimito y salgo de escena para tener a mi bebé en privado. Tal vez en Italia.


—Si fuese tú, me decantaría por la segunda opción.


Paula jugó con su vaso de agua.


—Sería lo mejor, pero, como política, me siento casi obligada a permanecer en mi puesto, para hacer, digamos, de abogada de todas las madres solteras.


—No te necesitan. Es demasiada responsabilidad. Demasiada presión, y eso no puede ser bueno para tu embarazo.


—Es verdad.


A Paula no le dio tiempo a decir nada más, porque el teléfono sonó en el despacho de Pedro, al otro lado del pasillo.


Él se levantó, molesto.


—Supongo que debo ir a contestar. Perdóname.


Cuando se hubo marchado, Paula se quedó pensando en lo serio que se había puesto mientras ella hablaba de su futuro. No podía esperar que comprendiese que su carrera tenía que ser lo primero.


Estaba orgullosa de su trabajo y no podía permitir que aquella aventura le enturbiase el pensamiento. Nada había cambiado. Pedro y ella tenían muy pocas cosas en común. 


Eran tan distintos como un café y una cerveza. Si ella hubiese estado en su lugar, no se habría quedado en la granja haciendo de anfitrión cuando debía estar ocupándose de reunir el ganado.


Con respecto a las cosas importantes de la vida, siempre tomarían distintas decisiones, aunque le costase recordarlo cuando la besaba.


De hecho, la noche anterior había habido momentos peligrosos en los que había llegado a desear no haberse quedado embarazada, pero no podía pensar así. No era bueno, y tenía que mantenerse fuerte. Sabía que había reflexionado mucho su decisión y que era la correcta.


Pedro no tardó mucho en volver y, cuando lo hizo, Paula no habría podido decir si estaba contento o triste.


—Era Bill —le contó.


—¿Bill? ¿El cocinero?


—Sí —respondió él, acercándose.


Paula olió su aftershave y tuvo que contener las ganas de acercarse más a él.


—¿Quieres que te dé primero la buena o la mala noticia? —le preguntó Pedro.


Aquello la sorprendió.


—La buena, supongo.


—No vas a tener que volver a cocinar, Bill va a volver.


Ella estuvo a punto de decir que no le importaba cocinar, que había disfrutado mucho de sus cenas, los dos solos.


—Bueno —dijo por fin—. Supongo que así ambos podremos trabajar más. ¿Y cuál es la mala noticia?


—En realidad, no es exactamente una mala noticia —confesó Pedro sonriendo—. Los hombres han terminado de reunir el ganado y van a volver.


—¿Aquí?


—Sí.


—Ya veo —Paula se sintió decepcionada. No se imaginaba la granja llena de hombres.


Se había acostumbrado a estar sola con Pedro. Ir a Savannah había sido como estar en una isla desierta con un hombre increíble. ¿Acaso no era aquélla la fantasía que tenían todas las mujeres? ¿Y no era normal que no se hubiese dado cuenta de ello hasta ese momento?


—La granja estará llena de gente mañana —dijo Pedro—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?


—No quiero que se den cuenta de que hemos… esto… tenido algo, Pedro. No puedo permitirme habladurías.


Él asintió e hizo una mueca.


—Ya me imaginaba que dirías algo así.


—Pero estás de acuerdo conmigo, ¿verdad? No queremos un escándalo.


—Odiaría ponerte en una situación comprometida. Los cotilleos corren como la pólvora. Ya va a ser bastante duro que te vean los hombres. Van a tomarme el pelo, por supuesto, pero les diré que me dejen tranquilo.


Suspiró con impaciencia.


—Algunos son trabajadores contratados, que se marcharán de aquí en cuanto terminen su trabajo. Y quién sabe lo que pueden contar por ahí. Así que, sí, creo que es mejor que tengamos cuidado.


—Exacto —dijo Paula, a pesar de sentirse muy desgraciada sin motivo alguno.


Pedro alargó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella. 


Ese simple gesto la hizo sentirse mejor.


—Al menos, tenemos esta noche —añadió Pedro con naturalidad.


Ella se preguntó si sería sensato. Al fin y al cabo, unos minutos antes habían estado hablando de su futuro, un futuro en el que no había lugar para él. Una noche más juntos haría que la ruptura fuese todavía más dura.


Tal vez la llegada de los demás hombres fuese lo mejor.


Paula bajó la mirada a sus manos entrelazadas. La de él era ancha y morena, y tenía una cicatriz en el nudillo del pulgar. 


Esa mañana, esa mano había trazado las letras de su nombre en el interior de su muslo.


De sólo pensarlo, volvió a excitarse y sintió la necesidad de abrazarse a él, de rogarle que la acariciase de nuevo y que cubriese su cuerpo de besos.


Él le acarició con suavidad el dedo pulgar, en silencio. 


Cuando Paula levantó la vista vio decisión en su mirada, y deseo.


En ese aspecto sí que estaban en la misma onda.


Pedro la abrazó, la rodeó con su fuerza y con el calor de su deseo. Le mordisqueó con cuidado la barbilla.


—No podemos desperdiciar esta última noche, Paula.


Ella pensó que tenía razón. ¿Cómo iba a pasar esa última noche sola? ¿Qué había de malo en pasarla con Pedro?


Sería la última antes de que su vida volviese a la normalidad.






DESCUBRIENDO: CAPITULO 24




Había amanecido. Pedro observó cómo se filtraba el sol de la mañana por las cortinas tumbado al lado de Paula y se sintió feliz. Le encantó verla allí, dormida, con las mejillas sonrojadas y la melena oscura toda enmarañada sobre la almohada.


Todavía no podía creerse lo que había ocurrido la noche anterior. Había sabido desde el principio que Paula necesitaba que la reconfortara, pero le había
sorprendido que respondiese con tanta dulzura y pasión. 


Tenía la sensación de que le había dado mucho más de lo que él había tomado. Esa mañana, Pedro se sentía como flotando.


Incapaz de resistirse, le dio un beso en los suaves y sensuales labios. Ella abrió los ojos y sonrió.


—Hola —le dijo.


—Hola —contestó él.


Paula se desperezó y volvió a sonreír.


—Guau. Estoy acordándome de lo de anoche. Fue increíble, ¿no crees?


—Sí —admitió él, volviendo a besarla en el hombro—. ¿Estáis bien, el bebé y tú?


Tenía que preguntárselo. En esos momentos, sentía que debía protegerla.


—Estamos estupendamente, Pedro —contestó ella, mirándolo a los ojos—. Gracias.


Sonriendo, Paula bajó la mano por su propio cuerpo hasta posarla en el vientre.


—He soñado con ella.


—¿Con el bebé?


—Sí. He soñado que podía ver en mi interior, que estaba hecha un ovillo. Tenía los ojos oscuros y unos minúsculos brazos y piernas, y minúsculos dedos. Todo perfecto, como en los libros.


—Guau.


—Me he quedado mucho más tranquila.


—Entonces, ha sido un buen sueño.


—El mejor.


—¿Y ya sabes que va a ser niña?


Ella hizo un puchero.


—La verdad es que no. Todavía no conozco el sexo del bebé, pero en el sueño era sin duda una niña y yo estaba muy contenta. La llamaba Madeline, y ahora estoy segura de que voy a tener una niña.


—Puedo imaginarte con una hija.


—Yo también me imagino. Me parece lo mejor. Yo crecí teniendo hermanas, sin hermanos, así que creo que estaré mucho más cómoda con una niña.


Pedro se sintió consternado al darse cuenta de que estaba celoso de esa niña que no era ni sería nunca su hija. Intentó apartar aquel pensamiento de su mente.


—Madeline es un nombre bonito.


—Muy femenino, ¿no crees?


—Supongo que sí —para ocultar los celos, decidió bromear—, pero pensé que se te ocurrirían nombres como Cleopatra, o Boadicea.


—¿Y por qué iba a querer llamar a mi pobre niña…? —Paula se interrumpió y se echó a reír—. Ah, claro. Debería seguir el ejemplo de mi madre y ponerle a mi hija el nombre de una mujer fuerte.


—A los italianos os gusta seguir las tradiciones familiares, ¿no?


—A esta italiana, no —contestó ella, dándole un suave puñetazo en el brazo—. De todos modos, soy medio australiana.


—Sí, me pregunto qué parte de ti es la italiana y qué parte la australiana.


Ella se echó a reír, pero Pedro la detuvo con un beso.


—Apostaría a que tus labios son italianos.


Pedro, no —gimió ella—. Por favor, no empieces a seducirme ahora.


—¿Por qué no?


—Porque no puedo pasarme toda la mañana en la cama.


—Claro que puedes.


—No puedo. Tengo mucho trabajo y no puedo terminar con las buenas costumbres de toda una vida en un solo día.


—¿Por qué no? —volvió a preguntarle él, empezando a besarla de nuevo.


—Porque…


Él la tocó con la lengua y Paula gimió.


—Tienes razón. ¿Por qué no?