miércoles, 1 de febrero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 20





—¿Satisfecha? —preguntó Pedro incorporándose sobre un codo y sonriendo a la mujer que estaba junto a él.


—Por supuesto.


El entusiasmo en su respuesta lo hizo reír. Por cómo lo miraba, Pedro se sentía un hombre capaz de conquistar la cumbre de cualquier montaña, por alta que fuera.


La incomodidad que había sentido con anterioridad había desaparecido, dejándole una agradable sensación de satisfacción consigo mismo. En el fondo sabía que en cualquier momento su conciencia lo asaltaría y se arrepentiría de haberle robado la inocencia.


Ya se preocuparía más tarde de lidiar con su conciencia y con las consecuencias de sus actos cuando todo aquello hubiera terminado y tuviera a su hijo entre los brazos.


—Al menos, ahora sé que no soy... fría.


Dejando sus preocupaciones a un lado, Pedro prestó atención a lo que le estaba diciendo y frunció el ceño.


—No eres fría. Eres una de las personas más cálidas y divertidas que nunca he conocido.


—No hablo de eso.


—Entonces, ¿a qué te refieres?


—Al sexo.


—¿Al sexo? —repitió y entonces cayó en la cuenta—. ¿Te refieres a que fueras fría sexualmente? —preguntó comenzando a reírse—. ¿Pensabas que eras frígida?


—¡No es divertido!


Él dejó de reírse. Por la expresión de su rostro, vio que hablaba en serio.


—Lo siento, quizá tu extraño sentido del humor se me está contagiando.


—Por favor, no te rías de esto. Es algo de lo que soy muy susceptible.


Sus ojos mostraban aquella vulnerabilidad que cada vez que veía, hacían que su corazón se encogiese.


—Entiendo. Pero, ¿por qué? ¿De dónde has sacado una idea tan absurda?


De pronto, reparó en algo a lo que hasta ese momento no se le había ocurrido. Quizá fuera una estupidez tan sólo.


—¿Tuviste una relación con alguien que te dijo que eras frígida o que te lo hizo creer?


—No, no es nada de eso —dijo ella manteniendo la vista fija al frente.


Sintió un enorme alivio al oír su respuesta, aunque pensó que no debería ser así. La idea de Paula con otro hombre no debería ser de su interés, pero lo era.


Porque era suya.


Aquel sentimiento de posesión lo asombró. No estaba seguro de que le gustara o no, o de lo que ello significaba, pero apartó aquel pensamiento de su mente con la intención de analizarlo más tarde.


—Oí a algunos chicos hablar de mí en la universidad. Uno de ellos dijo que era una bruja frígida.


Una sensación de ira se apoderó de Pedro.


—¿Trató de aprovecharse de ti?


—No, me pidió salir, pero le dije que no porque no quería salir con chicos de mi clase. No quería tener que estar viéndolos después de que cortáramos.


—Ahí tienes la respuesta. Estaba molesto.


—Pero los demás estuvieron de acuerdo con él. Apenas me conocían.


—Entonces, ¿por qué dejar que te afecte la opinión de un puñado de estúpidos cuyo único interés era acostarse con alguien, especialmente cuando nada de eso es cierto?


—Pensé... —comenzó a decir y se sonrojó.


—¿Qué pensaste? —preguntó intrigado por aquella compleja y femenina mujer.


Ella giró la cabeza.


—Pensé que era obvio para cualquiera.


Pedro contempló su hermoso perfil.


—¿Que era obvio que eras frígida? —preguntó incrédulo.


—Parece ridículo.


—La frigidez es algo, que al igual que la virginidad, no resulta evidente. Fíjate en mí, a pesar de las pistas, ni siquiera me di cuenta.


Ella rió y buscó sus ojos.


—En el trabajo me llaman la reina de hielo —dijo bajando la mirada—. Incluso tú me llamas princesa.


Pedro acarició su mejilla.


—Sí, pero es una broma entre tú y yo. Lo digo cuando quiero hacerte reaccionar. ¿A quién le importan los demás? Eres una persona dulce, amable y generosa y sinceramente, lo demás no importa.


—Gracias, Pedro—dijo apoyando la cabeza en su pecho mientras él la atraía hacia su cuerpo.


La rodeó con los brazos, la besó en la frente y cerró los ojos, tratando de contener el dolor de su corazón.


Después de tomar su virginidad, ¿cómo podía estarle agradecida? Cuando abrió los ojos, se quedó mirando al vacío, pensando en el futuro.



LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 19




—No lo sabía.


Sentado al borde de la cama, con el rostro entre las manos, Pedro se sentía como si le hubiera acusado de algún delito.


—De veras que no lo sabía.


—No podías saberlo, no te lo dije —dijo Paula.


Deseaba poder sentir arrepentimiento de lo que acababa de ocurrir entre ellos. Eso haría más fácil asimilar la reacción de humillación que veía en Pedro. Pero no podía. De hecho, estaba deseando que volviera a ocurrir, deseaba volver a sentir aquella agradable y cálida sensación de placer. 


Sospechaba que había mucho más por descubrir y sabía sin ninguna duda que Pedro podría mostrárselo.


—¿Por qué?


—¿Por qué, qué?


—No juegues conmigo, maldita sea. Está bien, así que no supiste cómo decirme algo tan íntimo. Lo que no acabo de entender es que... —se detuvo sacudiendo la cabeza—. ¿Cuántos años tienes?


—Veintidós —contestó ella.


—Lo sé.


Al verlo molesto, trató de contener la risa.


—Me lo has preguntado.


—Ha sido una pregunta retórica. Créeme, sé cuántos años tiene mi esposa.


Acababa de referirse a ella como su esposa. Por primera vez desde que se había apartado, le subió el ánimo. Se estiró y la sábana se deslizó, descubriendo la curva de uno de sus senos.


—¿Cómo se las arregla una joven de veintidós años para permanecer virgen en el mundo en el que vivimos?


—¿Es ésa una pregunta retórica también?


—No —respondió—. Esta vez quiero una respuesta.


—Una falta de ocasión.


—¿Una falta de ocasión? ¿Es ésa la única respuesta que se te ocurre?


—Trata de hacer cualquier cosa con tu padre pegado a la espalda. Cualquier empleado irá a informarle de tus movimientos.


—Ese motivo no pareció reprimir a Catalina.


—Catalina es una exhibicionista, nunca le ha importado lo que pensara la gente. Yo quería intimidad.


—¿Y los chicos en la universidad?


—Eran demasiado jóvenes.


—¿Y en el trabajo?


—Ya los conoces. La mayoría están casados o son demasiado viejos.


—Demasiado jóvenes, demasiado viejos —dijo Pedro perplejo.


Aquel comentario la hacía parecer demasiado quisquillosa, como si llevara toda la vida esperando a don perfecto. 


Paula cambió de postura, incómoda por el rumbo de aquella conversación.


Pedro bajó la vista y se dio cuenta de que la sábana había caído unos cuantos centímetros más.


Paula evitó subirla. No quería parecer una virgen asustada. 


Podía mirar todo lo que quisiera. Desafiante, dejó que cayera unos centímetros más.


Pedro levantó la mirada y se encontró con sus ojos. Estaba pálido y su rostro mostraba una expresión interrogante.


Al menos sabía que aún la deseaba. Se sintió satisfecha, pero la incertidumbre de su mirada la aturdía. 


Evidentemente, Pedro debía estar pensando que no quería repetir la experiencia. No podía sentirse tan mal. De hecho, le había parecido una experiencia maravillosa hasta que él la había dado por finalizada tan bruscamente.


Respiró hondo, buscando las palabras para hacerle comprender.


—Hay momentos en que es difícil admitir que no tienes experiencia. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Acercarme a cualquier desconocido y decirle que nunca antes lo había hecho y que me enseñara con cuidado lo que debía hacer?


—No seas tonta —dijo con voz cortante.


—No lo soy. Estoy intentando hacerte comprender mi dilema.


—Pero no he tenido cuidado —protestó Pedro y se pasó las manos por el pelo—. ¡Demonios! Has tenido que elegirme a mí para resolver tu dilema.


Eso le dolió.


—Por si no lo recuerdas, no he tenido otra opción —señaló Paula—. Amenazaste con romper el matrimonio de mi hermana si no hacía lo que querías.


—Nunca pensé que fueras...


—¡No pensaste! —dijo Paula incorporándose, sin prestar atención a que la sábana se caía—. Ése es tu problema, planeaste todo esto, pero nunca consideraste las consecuencias ni a quién podías hacer daño.


—Nunca pensé que pudieras ser tan inocente —dijo bajando la mirada y sonrojándose.


Ella enderezó la espalda, mostrando sus pechos turgentes y observó con satisfacción cómo Pedro volvía a bajar la vista.


—Pues sí, lo soy. Soy inocente de todo, excepto de ser una Chaves.


—Paula...


—No entiendo por qué estás dándole tanta importancia a esto —dijo ella interrumpiéndolo—. Mi virginidad no se interpondrá en tu camino hacia lo que buscas.


—Ya no —dijo en un extraño tono de voz—. Pero no le restes importancia. Creo que nunca en mi vida le había hecho el amor a una mujer virgen. Y eso es lo que me molesta. Es algo que deberías haber reservado para tu marido, a la vista de que habías esperado tanto.


—Tú eres mi marido —señaló Paula, molesta por tener que recordárselo.


De pronto se dio cuenta de que si se paraba a analizar su comentario, se daría cuenta de que él era el único hombre al que había deseado.


—Y ése es un punto de vista tan antiguo, que haces que parezca un dinosaurio —añadió bruscamente.


—¿Un dinosaurio?


—Sí, una de esas criaturas que vivieron en la tierra hace millones de años.


—¿Me estás comparando con un Tyrannosaurus Rex? —dijo arqueando una ceja y un brillo divertido apareció en sus ojos—. No soy ningún dinosaurio. Soy simplemente un italiano.


Paula comenzó a reírse y sintió deseos de lanzarse entre sus brazos, besarlo y comenzar de nuevo.


—Espero que esta reacción que has tenido al enterarte de mi condición, no te haga tener escrúpulos.


Al oír sus palabras, Pedro frunció el ceño.


—¿Qué quieres decir?


—Volveremos a hacerlo, ¿verdad?


Él se quedó pensativo, apartando la mirada. Cuando volvió a mirarla, sus ojos se habían vuelto sombríos.


—No deberíamos. Si tuviera algo de honor, no deberíamos. Pero por alguna razón sé que no podré detenerme, por mucho que lo intente.


—Bien —dijo Paula acercándose a él—. Entonces, ¿podemos intentarlo de nuevo? Quizá más lentamente esta vez.





LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 18





Paula flexionó los pies cansados de tanto caminar por Newmarket. Pedro se puso de pie y ella sintió una sensación de pérdida al verlo salir hacia el pasillo. Ese día, habían reído juntos y se había establecido un lazo de afinidad entre ellos. Y ahora, la dejaba a solas. Toda la felicidad que sentía, desapareció.


Era peligroso sentirse tan feliz. Todo aquello era provisional.


 Tenía la mirada fija en sus pies descalzos cuando Pedro regresó con una toalla que había tomado del cuarto de baño de invitados.


—¿Te duelen los pies? —preguntó sentándose junto a ella.


—Me están matando —dijo—. ¿Qué estás haciendo?


—No puedo permitirlo, así que te haré sentir mejor.


Pedro se inclinó hacia ella y Paula sintió su cálido aroma. De pronto, volvió a sentir esperanzas, pero enseguida contuvo aquel sentimiento. No podía permitirse caer rendida a los pies de Pedro. Pronto se marcharía.


Apartó aquel pensamiento, mientras él colocaba cuidadosamente su pie sobre el regazo y lo envolvía en la cálida y húmeda toalla. Cerró los ojos y se concentró en los doloridos músculos de su pie, relajándose poco a poco. 


Después de unos minutos, Pedro apartó la toalla e hizo lo mismo con el otro pie.


Paula gimió.


—¡Qué gusto!


—Relájate y libera toda tensión —dijo comenzando a darle un masaje en la planta de los pies.


Paula suspiró.


—Como quieras.


—¿Desde cuándo haces lo que yo quiero?


—Desde siempre —respondió sonriéndole—. Sigue haciéndome eso en los pies y seré tu esclava de por vida.


Pedro rió.


—Nunca he conocido a una mujer como tú. Pareces muy dócil, pero en el fondo, tienes una voluntad de hierro.


—Oh.


Lo cierto es que en el fondo, aquel comentario le agradó. Al menos, había alguien que no la consideraba una hija caprichosa, una hermana ingenua ni una mujer florero. No, se dijo antes de dejarse llevar por la emoción. Para él sólo era una mujer a la que dejar embarazada.


—Justo ahora que creía que había empezado a conocerte, vas y me confundes —dijo soltando un pie v tomando el otro.
Siguió dedicándole una cuidadosa atención al masaje que le estaba dando y ella se dejó llevar por las oleadas de placer, inclinando la cabeza hacia atrás.


Lentamente, sus manos comenzaron a subir por su pierna, hasta la parte interior de sus rodillas.


—Mira lo que estamos haciendo. Te estoy dando un masaje en tus pies doloridos. Deberías de estar protestando de dolor, pero con esos gemidos de placer, me estás excitando.


Sus latidos comenzaron a acelerarse. Lo estaba excitando. 


La deseaba.


El último de los botones de su vestido se abrió.


—Siento tu piel cálida y suave bajo mis manos —dijo acariciando con el dedo gordo su muslo.


Paula sintió su cuerpo comenzar a arder. Un segundo botón se abrió y ella contuvo el aliento en espera de su siguiente movimiento.


—Paula...


Al abrir los ojos, vio su rostro frente al suyo, tan cerca, que lo único que pudo ver fueron sus pupilas dilatadas.


—¿Sí?


—¿Estás lista para esto?


Ella asintió, pero tenía dudas. ¿Debía dejar que Pedro le hiciera el amor sabiendo que lo único que buscaba en ella era su fertilidad? Su cadera rozó la de ella y sintió una oleada de calor en su interior. Estaba excitado. ¡Claro que podía hacerlo!


Él la miró frunciendo el ceño.


—¿Estás segura, cara?


Su pulso se aceleró al oír aquella expresión de cariño. Pero enseguida volvió a la realidad. Tan sólo estaba tratando de hacerlo más fácil para ambos y no significaba nada. Por unos segundos, se quedó pensativa. Quería aprender con Pedro lo que era dejarse llevar por la pasión. Si lo rechazaba, si le contaba todo, ¿volvería a hacerle el amor?


 ¿O se marcharía y buscaría a otra mujer? Quizá fuera tras Catalina. Cerró los ojos.


—Sí, estoy segura.


Le pasó su fuerte brazo por la espalda y con el otro, la tomó de las rodillas. Sintió que su estómago le daba un vuelco al verse entre sus brazos.


—¡Pedro! —dijo agarrándose a sus hombros—. ¿Qué estás haciendo?


—Si me estás preguntando eso, debe hacer tanto tiempo para ti como para mí —dijo arqueando una ceja y dirigiéndose a la escalera—. Voy a llevarte a un sitio más cómodo.


Paula desvió la mirada de la suya y se mordió el labio. 


Sentía latir su corazón junto al hombro y sospechó que sería debido a la excitación más que al esfuerzo de cargar con ella.


—Se me había olvidado lo agradable que es abrazar a una mujer —dijo Pedro junto a su cuello, haciéndola sentir otra oleada de escalofríos.


Ella rozó con la mejilla su pelo, respiró hondo y se preparó para lo que estaba por llegar. Pedro la dejó sobre la colcha.


Por un instante, sus miradas se encontraron. Probablemente él había descubierto algo en sus ojos que revelaba lo mucho que deseaba aquello, porque gimió y se colocó sobre ella. La rodeó con sus brazos y sus labios se fundieron en un beso.


Enseguida se sintió transportada a un lugar donde nada importaba más que el sabor de Pedroy la sensación de su cuerpo junto al suyo. Las dudas e incertidumbres que la habían invadido hasta hacía unos minutos, habían desaparecido.


Sólo sentía el calor, la adrenalina... y a Pedro.


Le abrió el vestido y sus manos recorrieron su vientre desnudo. Su piel se estremeció al sentir su contacto. Al sentir que le acariciaba la base de sus pechos, gimió. Un segundo más tarde, el último botón cedió. El vestido cayó al suelo, dejándola en ropa interior.


Paula se sintió aliviada de que siempre llevara un conjunto en blanco inmaculado, pero enseguida ese pensamiento desapareció el sentir que acariciaba uno de sus pechos. 


Cerró los ojos y se concentró en cada uno de sus movimientos y en las sensaciones que le provocaban sus caricias.


No había nada malo en ella. No era frígida. Los rumores que la tachaban de mujer fría no eran ciertos.


Aquello la hizo sentirse liberada. Deseaba acariciarlo como él la acariciaba. Tomó su camisa y se la sacó de la cintura de los vaqueros. Pedro subió los brazos impaciente y se quitó la camisa.


Al ver su pecho desnudo, Paula contuvo el aliento. Recorrió con sus manos los músculos de sus pectorales y él se estremeció. Enseguida incrementó la presión de sus dedos, disfrutando de su piel y de la tensión que invadía su cuerpo.


Él se incorporó. Oyó que se bajaba la cremallera y sintió aprensión. Se quitó los vaqueros y los dejó a un lado, quedándose con unos calzoncillos negros. Su mirada se posó en el bulto delator. Su aprensión dio paso a una nerviosa ansiedad. Había llegado a un punto sin retorno. En cuanto se quitara los calzoncillos no habría vuelta atrás.


Antes de mostrarse dubitativa, él volvió a tumbarse y sus labios volvieron a unirse. La sensación de su cuerpo casi desnudo contra el suyo la hizo sentir un escalofrío y sus dientes comenzaron a rechinar debido a los nervios y a la excitación.


Él se apartó.


—¿Tienes frío?


Ella tragó saliva y sacudió la cabeza.


—¿Miedo?


—Un poco —respondió ella con sinceridad.


—¿De mí? —preguntó preocupado, apartando la mano—. ¿Por qué?


No supo qué responder.


Paula tomó su mano y la llevó a su corazón.


—También estoy excitada —añadió y sus latidos se aceleraron al sentir el calor de su mano.


—No tienes ni idea de lo que eso me hace sentir —dijo él con ojos encendidos.


Con aquellas palabras, Paula se sintió más tranquila. Podía hacerlo, no sería tan difícil como había imaginado.


Pedro deslizó la mano hasta su pecho y unos segundos después, le abrió el sujetador. Paula se arqueó al sentir que acariciaba sus senos y dejó escapar un sonido gutural de su garganta.


—Quiero besarte ahí.


Ella asintió y, al verlo inclinar la cabeza, se quedó a la espera de sentir sus labios sobre sus pezones. Sin embargo, lamió la base del pecho, despertando sensaciones desconocidas. Ella inclinó la cabeza hacia atrás, en espera de su siguiente movimiento.


—Oh, Pedro.


Él levantó la cabeza.


—¿Te gusta?


—Me encanta.


Deseaba decirle que no se detuviera, pero la timidez la venció. Al cabo de unos segundos, sintió su lengua sobre la punta rosada de su pezón y una nueva oleada de intenso placer la invadió.


Los músculos de su vientre se contrajeron mientras trataba de contener los escalofríos que la recorrían y que la hacían temblar como un flan.


La adrenalina la invadía y su corazón latía con fuerza.


Pedro recorrió con la boca sus pechos y se detuvo a besar su ombligo antes de continuar. Luego, sintió que introducía los dedos por el borde de sus bragas. Excitada y temblorosa, se quedó a la espera del siguiente asalto.


Pero en vez de quitarle las bragas, Pedro se detuvo y levantó la cabeza. Sus manos se detuvieron junto al ombligo.


Sabía lo que había visto. Desesperada, cerró los ojos.


—Son del accidente, ¿verdad?


Ella se quedó quieta, mientras él acariciaba su piel rugosa.


—Sí.


—Lo siento —dijo él bruscamente.


—Hace mucho tiempo.


—Pero todavía duele, ¿verdad?


Paula sospechó que se estaba refiriendo a las heridas que no se veían a simple vista. Pensó en su madre y en todos los sueños que habían quedado truncados por el accidente.


—Sí —dijo después de una pausa.


Él se apartó.


De repente, Paula sintió frío. Ahí acababa todo. La miraría con lástima en los ojos y le diría que todo había acabado.


—¿Ves esto?


Aturdida, lo miró. No se había apartado y, aunque no podía ver sus ojos, no parecía un hombre a punto de huir. Seguía allí, junto a ella y volvió a sentirse esperanzada.


—Mira —dijo él señalando su costado derecho.


Ella se inclinó sobre su estómago para mirar. Una marca de apenas unos centímetros, rompía la perfección de su suave y bronceada piel.


—Tú también tienes una cicatriz.


Pero aquella pequeña marca no podía igualar los dolorosos recuerdos que le traía la suya.


—Cristal. Me lo hice el día en que murió tu madre —dijo con mirada turbia—. Me clavé un par de fragmentos de cristal. Si tu madre hubiera estado sentada en el mismo sitio que yo, tan sólo se habría hecho eso.


Pedro —dijo ella temblando—. Fue un accidente. Mi madre murió como consecuencia de un accidente provocado por un conductor borracho. Nada de lo que hubieras hecho, habría podido evitarlo.


Sus manos la tomaron por las costillas y Paula sintió un nudo en la garganta.


—Nos cambiamos de sitio. Quería sentarse en el lado del pasajero. Debería haber muerto yo. Sin embargo, a mí no me pasó nada y tu madre murió, Jim sufrió importantes heridas y las secuelas emocionales te han afectado durante años.


Hacía mucho tiempo que no oía nombrar a Jim Dembo. Jim era el conductor aquel fatídico día. Había sufrido una conmoción cerebral y nunca se había recuperado del todo de sus heridas, quedándose incapacitado para trabajar.


Suspiró. Tres vidas se habían visto afectadas por el comportamiento negligente de un solo hombre. Miró a Pedro


No sólo se habían visto afectados su madre. Jim y ella. Pedro también había quedado marcado por aquel día.


—Te sientes responsable —dijo rodeándolo por los hombros.


Él desvió la mirada y se quedó en silencio.


—Eso es ridículo —continuó ella—. No fue culpa tuya.


—Tu madre murió. Estuviste atrapada entre el amasijo de hierros durante horas —dijo con voz grave—. Durante los meses siguientes, permaneciste callada.


Recordó sus sonrisas y cómo siempre había intentado conversar con ella. Ahora sabía por qué.


Paula bajó la cabeza. Había confundido la preocupación y culpabilidad de Pedro con algo más, algo que le había provocado que cada vez que oyera su voz, su corazón latiera más deprisa.


Había imaginado que se debía a que se iba haciendo una mujer y ahora se daba cuenta de que lo que le había estado ofreciendo era su compasión, un hombro sobre el que llorar. 


No había sido amor, simplemente lástima por una muchacha que había perdido a su madre. Y todo, porque se sentía responsable de la trágica muerte de su madre.


Había sido una tonta.


Pero ahora todo era diferente. Esta vez la necesitaba. ¿Qué más daba el motivo por el que la necesitara? Era suficiente que lo hiciera. Se obligó a relajarse y le acarició el brazo.


—Estamos hablando demasiado.


—¿Prefieres que te bese?


—Por favor —dijo atrayéndolo hacia ella.


Paula suspiró y se tumbó, llevada por la sensación de sentir el cuerpo desnudo de Pedro junto al suyo.


Lentamente, Pedro recorrió con sus manos el cuerpo de Paula, haciendo que el deseo llegara a un punto insostenible.


¿Acaso no se daba cuenta? Deseaba más, deseaba que la cubriera con su cuerpo y sentir su peso sobre ella.


Paula tiró de él, haciéndolo colocarse sobre ella y gimió. 


Aquello era lo que quería. Sus cuerpos encajaban a la perfección.


Podía sentir su erección contra ella y lentamente separó las piernas. La única barrera entre ellos era la ropa interior. 


Movió las caderas y Pedro gimió en respuesta.


—Me estás haciendo sufrir —murmuró él junto a su cuello.


Paula sacudió su cuerpo contra el suyo, sin saber muy bien adonde le llevaba aquello, pero su cuerpo parecía saber lo que estaba haciendo.


Pedro separó los labios contra su cuello. Paula contuvo el aliento mientras sentía un escalofrío en la nuca. A continuación, sintió un estremecimiento mientras él empujaba la parte inferior de su cuerpo contra el suyo.


Durante unos segundos se apartó y recorrió sus piernas en sentido descendente. Cuando volvió a acercarse, su total desnudez se encontró con la humedad de su entrepierna.


Por un instante sintió pánico. ¿Y si estaba cometiendo un error? Pero una sensación de calma se apoderó de ella. 


Deseaba que ocurriera aquello, deseaba a Pedro.


Le separó las piernas y se acopló sobre ella. Luego, la acarició con los dedos. Paula se sintió avergonzada, pero enseguida, una sensación que nunca antes había sentido sobre aquella zona tan sensible la invadió.


Vacilante, dejó que continuara. Oleadas de excitación recorrieron su cuerpo, mientras en su interior se acumulaban sensaciones que nunca antes había experimentado.


—Despacio, ya llegaremos.


Ella deslizó su mano y la colocó sobre la de él, sintiendo su respiración agitada.


—¡Despacio! Hace mucho que no hago esto.


Una gran alegría la invadió. La deseaba. Le estaba proporcionando el mismo placer que él a ella.


Suavemente, Paula le mordió el cuello, saboreando su piel salada, mientras él movía sus caderas arriba y abajo y se estremecía.


El placer fue en aumento y Paula sintió que su cuerpo se entregaba, mientras él la estrechaba con fuerza.


Pedro colocó sus labios sobre los de ella y la besó desesperadamente.


Incluso mientras la besaba, se percató de su indecisión. 


Había dejado de hacer aquellos movimientos que lo estaban volviendo loco y ahora parecía haberse quedado a la espera.


¿Acaso querría que se diera prisa? Enseguida se hundió en ella, haciéndola estremecerse. Quizá estuviera más excitada de lo que parecía. Así que incrementó el movimiento de sus caderas, pero sus caderas continuaron quietas. Se sentía confundido.


—¿Te estoy haciendo daño? —preguntó levantando la cabeza.


Por su mirada, parecía aturdida. No había rastro de su habitual autoconfianza y se quedó mirándola con el ceño fruncido.


—Estoy bien. No te detengas.


Él comenzó a apartarse para intentar algo nuevo.


—¡No! —exclamó Paula rodeándolo con sus brazos—. Por favor, no pares. No podría soportar que ahora te detuvieras.


Pedro volvió a penetrarla y ella gimió mientras lo rodeaba con sus piernas.


—Oh, no. No puedo esperar más.


Pedro siguió moviéndose y, a pesar de que trató de mantener el control y de prolongar el placer, no pudo. Ya era demasiado tarde.


Hundió el rostro en el cuello de Paula, murmuró algo y besó su delicada piel con urgencia. El calor de su sangre lo invadió hasta las orejas y apretó los dientes mientras trataba de contener las oleadas de placer.


—Lo siento —dijo—. Te prometo que la próxima vez, disfrutarás más.


—¿La próxima vez?


Él alzó la cabeza. Se había quedado muy quieta bajo él, con mirada desconcertada.


—Sí, no creo que tarde demasiado. Me haces sentir como un chiquillo.


—¿Ahora?


Él se quedó mirándola fijamente.


—Puede que no ahora mismo —dijo sonriendo—. No soy un superhéroe, pero dado el efecto que me produces, no creo que tarde demasiado.


Ella le devolvió la sonrisa.


—Puedo hacer que termines, si es que prefieres no esperar.


—¿Hacer que termine?


Él frunció el ceño. ¿Hablaba en serio? ¿Acaso ningún hombre le había provocado un orgasmo?


—Pero, ¿con qué clase de hombres has estado?


—¿Qué quieres decir?


—¿Nunca te has...? Bueno, ya sabes —dijo él sintiendo que le ardía el rostro.


Ella apartó la mirada.


—No, nunca... ya sabes.


Al ver cómo su voz se entrecortaba, una sensación de satisfacción lo invadió. Se lo había imaginado. Le estaba enseñando lo que era sentirse como toda una mujer.


—Ha sido mi primera vez.


¿Su primera vez? Debía de estar refiriéndose a que era su primer orgasmo, no a que fuera la primera vez que estaba con un hombre.


Se quedó mirando su frío y pálido rostro y recordó su indecisión. Su inmovilidad, sus tímidas caricias, sus temblores... Aquélla no era la manera de comportarse de una mujer experimentada.


Así que había sido su primera vez, pensó perplejo. Paula Chaves había sido virgen hasta entonces.