sábado, 10 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 11




Acurrucada en su sillón del escritorio, en la habitación dedicada a las prácticas de entrevistas, Paula examinó su lobito de peluche a la busca de más desperfectos. No encontró ninguno desde la última vez que había arreglado el descosido. Con el Señor Woof en su regazo, sus pensamientos derivaron hacia Pedro. Quizá estuviera cometiendo un error al haber concertado aquel trato con él. 


Pero incluso mientras analizaba los argumentos que Pedro había utilizado con ella, se sentía embargada por un profundo y familiar anhelo.


Había transcurrido tanto tiempo desde que había formado parte de una familia… Quizá había concebido por primera vez el deseo de tener un bebé cuando su madre la abandonó, dejándola sola en aquella casa tan grande…


¿Tan equivocada estaba al desear tener un bebé? ¿Debería renunciar a ese deseo solo porque no estaba casada, o porque los comentarios de Pedro la habían afectado demasiado? Matrimonio. Un marido. Compromiso. Pérdida y dolor. Todo resultaba tan confuso… Una imagen de Pedro deslizándose en su mente, una imagen de Pedro cubriendo su rostro de besos. O llevándola a la cama. O meciendo a su bebé en sus brazos. O conviviendo con ella durante años y años.


Era una tentación tan terrible… Abrazada al señor Woof, bajó la cabeza y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.


¿Qué diablos iba a hacer?






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 10






—¿El hombre perfecto? Pero ese eres tú —balbuceó Paula.


Pedro asintió, sin dejar de mirarla a los ojos.


—Está ahora mismo delante de ti, corazón. Mister Perfecto.


Paula se mordió el labio inferior.


—No lo entiendo. ¿Por qué me estás ofreciendo hacer eso?


—¿Lo consideras acaso un capricho?


—No —sacudió la cabeza.


Pedro no tenía intención alguna de llegar a poner en práctica su oferta. Simplemente necesitaba ganar tiempo, sin despertar sus sospechas, hasta que descubriera al chantajista.


—Vale. Entonces, ¿me crees cuando te digo que no quiero que corras más riesgos?


—Claro. Puedo aceptar esa excusa. Quizás —lo estudió, inquieta—. Solo hay un problema. Tú siempre te has opuesto a mi plan. Me resulta difícil creer que tu interés por mi bienestar es ahora superior a tus anteriores objeciones. Tiene que haber otra razón.


—Otra razón y una condición.


—¡Oh! —Paula hizo tintinear sus pulseras cuando Pedro se plantó frente a ella. Lo sabía—. ¿Cuál es esa razón?


—Te deseo.


Evidentemente Paula no había esperado que dijera eso, porque retrocedió varios pasos.


—Tú…


—Quiero hacer el amor contigo. Sí —enarcó una ceja—. No me digas que esto te sorprende.


—De alguna forma, sí —tragó saliva—. ¿Y… y la condición?


—Me dijiste que no piensas mantener ninguna relación con el padre de tu hijo, aparte de la sexual. No puedo estar de acuerdo con eso.


—¡Tienes que estarlo!


—No. ¿Qué tipo de hombre engendraría a un hijo para luego marcharse sin mirar atrás? ¿Es esa la clase de hombre que tú respetarías, la persona con quien querrías tener un hijo?


Por un instante la mirada de Paula se suavizó.


—Quizá.


Pedro no pudo evitar reírse, a pesar de la seriedad de la situación.


—No; no podrías respetar a un hombre así. No sería justo, ni para ti ni para nuestro bebé —subrayó a propósito la palabra «nuestro»—. Si tus planes se cumplen conforme a lo previsto, seremos padres dentro de menos de un año. Los dos. ¿Realmente pretendes mantenerme al margen del experimento?


—¿Qué estás sugiriendo? —le preguntó Paula con una mezcla de esperanza y aprensión.


—Quiero que lleguemos a conocernos el uno al otro durante el proceso —Pedro estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de ganar tiempo—. Quiero que los dos nos aseguremos de que nuestra decisión es la correcta. Una vez que te quedes embarazada, nos comprometeremos. Cambiar de idea ya no constituirá una opción. Así que te sugiero que nos aseguremos muy mucho de no cometer un error.


—¿Te gustaría que llegáramos a conocernos el uno al otro? ¿De qué manera?


—En la manera habitual en que los hombres y las mujeres establecen una relación.


—¿Pretendes salir conmigo?


—¿Esperabas que te dijera que pretendo acostarme contigo?


—Si esa es la verdad, entonces sí.


—Quiero acostarme contigo.


—Lo sabía —la expresión de Paula se endureció—. Todo esto forma parte de un complicado plan para llevarme a la cama.


—Llevarte a la cama nunca ha sido la parte más difícil. También quiero conocerte como persona.


—¿Por qué? —susurró ella. 


Pedro nunca la había visto tan vulnerable, tan indecisa.


—Sabes por qué. Hay algo entre nosotros, tanto si lo queremos admitir como si no.


—Es cierto. Atracción sexual.


—No te mientas a ti misma. Es algo más que eso, Paula. De otra manera, aquel beso jamás se hubiera producido.


—Sea como sea, no estoy interesada. No se me dan bien las relaciones de larga duración.


Al ver cómo reforzaba sus resistencias, Pedro cambió de táctica.


—¿Ni siquiera cuando son perfectas? Dijiste que estabas buscando al hombre perfecto para engendrar al hijo o a la hija perfecta. ¿Por qué te resistes tanto?


—No me interpretes al pie de la letra —Paula se aferró a otra excusa—. Busco a un hombre que se complemente conmigo, cuya fuerza compense mi debilidad y viceversa.


—Exacto. Por ejemplo: puede que no se te den bien las relaciones a largo plazo, pero a mí sí —ansiaba estrecharla entre sus brazos, pero Paula parecía tan recelosa
como Loner cuando Pedro se le acercó para recoger al aterrado y hambriento cachorrillo que había sido—. Puedo enseñarte cosas. Lo único que tienes que hacer es confiar en mí…


—Es una idea realmente mala.


—¿De verdad? ¿Por qué no hacemos la prueba?


Pedro atravesó la habitación y recogió su cuestionario. 


Esperó a que ella dijera algo o le quitara los documentos. 


Como no lo hizo, se puso sus gafas de lectura y ojeó las páginas. Había una anotación en el encabezamiento de una de las listas, recordándole que preguntara a los candidatos el nombre, edad y estado civil. Seguía la cuestión de la elección entre la rosa y la margarita, y después varias decenas de preguntas más. Finalmente, apuntada al margen, una lista de las características que debía tener el futuro padre, escrita a mano.


Fuerte, había escrito, tanto en el sentido mental como físico. Tranquilo. Lógico. Paciente. Con sentido común. Amable, generoso, protector, amante de los animales. Posee un lobo. 


Pedro esbozó una mueca al leer aquel último punto. De manos suaves y fuertes. Viste todo de negro. Ojos grises de mirada clara y directa. Besa maravillosamente bien. Por encima de todo, comprende la importancia de una familia. 


Tardó un momento en recuperarse lo suficiente para volver a hablar.


—Toda una lista.


—¿Ves? Realmente tenía unas preguntas muy buenas. Y tú has dudado de mí. ¡Ja! —sonrió con expresión triunfal—. Así aprenderás.


—No me refería a las preguntas, sino a la lista de cualidades que has apuntado —le señaló el párrafo en cuestión—. ¿Es así como me ves?


La expresión de Paula se oscureció. Al parecer, se había olvidado de aquellas anotaciones a mano.


—¿La… lista?


—¿Quieres refrescarte la memoria? —le tendió la página.


—Oh, vaya —se la arrancó de las manos y la leyó apresurada—. Esta estupidez.


—¿Estupidez? —inquirió Pedro, irritado por su actitud—. ¿Quieres decir que esto no va en serio?


—Bueno, quizá lo de los ojos sí. Y lo del lobo —se aclaró la garganta, nerviosa—. Oh, y este detalle de la vestimenta negra. Debo admitir que te sienta muy bien ese color.


—¿Qué pasa con el resto?


Paula cedió, rindiéndose a lo inevitable.


—¿Qué quieres que te diga, Pedro? ¿Que pienso que eres maravilloso? ¿Que creo que resumes todas las cualidades que espero encontrar en el hombre que engendre a mi hijo? Vale, de acuerdo. Lo admito. Sí, así es como te veo. Eres todo eso y más. ¿Satisfecho?


Pedro se sentía más que satisfecho.


—¿Entonces por qué te resistes a aceptar mi sugerencia?


—Porque tengo la impresión de que tú buscas algo permanente, y a mí no me gustan las cosas permanentes. Cambio de opinión con más frecuencia que de pintura de uñas.


—Yo rara vez lo hago.


—Pues más a mí favor. Somos caracteres opuestos.


—Pero eso nos equilibra y complementa, ¿no? —la desafió él.


—No cuando a mí me gusta ayudar a las personas y tú disfrutas ahuyentándolas.


—Solo a las malas personas. Protector, ¿recuerdas?, esa es una de las cualidades que más aprecias.


—Quizá, pero también eres una persona lógica —repuso Paula, haciendo que pareciera como un defecto.


—¿No crees que al menos uno de nosotros debería serlo? —señaló el papel que todavía sostenía en la mano—. Cariño, todo está aquí escrito. Lógico. Protector. Tranquilo. Con sentido común. A propósito, me encanta que pienses que uno de los dos debería tener sentido común.


—He decidido prescindir de esa parte —sacó un bolígrafo, dispuesta a tachar la frase.—Eres avasallador y autoritario.


—No es exacto. Según tus propias palabras, soy «fuerte tanto en el sentido mental como físico».


—Bien, eso tampoco vale —empezó a tachar las palabras, pero de pronto vaciló—. No vas a ceder en esto, ¿verdad?


—No. Y haré otra cosa más. Voy a decirte lo que realmente pienso de tu plan.


—Oh, por favor —exclamó Paula con tono sarcástico—. No me mantengas en suspense. Ardo de impaciencia por conocer tu opinión.


—Tú no quieres ni el hombre perfecto ni el perfecto bebé.


—¡Eso no es verdad!


—Deja de engañarte a ti misma, cariño. Esperas crear algo mejor, trascender de alguna forma para dejar de estar sola. Por eso quieres un hombre que sea consciente de la importancia de la familia. Porque es eso lo que echas de menos en tu propia vida. Bien, pues yo te digo que un hijo no te dará eso. Pero un marido y unos hijos, tal vez sí. Una familia, vamos.


Una expresión de intenso anhelo cruzó por el rostro de Paula.


—No creo que eso sea posible.


—Nunca lo sabrás si no lo intentas —replicó Pedro, levantando una mano—. ¿Hacemos el trato? Primero llegaremos a conocernos el uno al otro. Si eso funciona, nos plantearemos tener un hijo juntos.


—¿Y si no funciona?


—Siempre queda la clínica.


—Oh, Pedro, no estoy nada convencida de esto…


—Yo sí —en esa ocasión se atrevió a acercársele, estrechándola en sus brazos—. Permíteme que te convenza.


Paula se humedeció los labios con la lengua de una manera que le hizo pensar a Pedro en ardientes, dulces besos. Lentos, profundos besos, una interminable danza de labios y lenguas que arrebataran sus sentidos y que solo pudieran conducir a un solo lugar: a la cama para pasar una noche de auténtica pasión. Si era inteligente, saldría en ese mismo momento de la casa y de la vida de Paula. Pero le resultó imposible hacerlo.


Barbara había tenido razón cuando le aconsejó no desarrollar ningún sentimiento profundo por Paula. Eran caracteres totalmente opuestos. Eran como la noche y el día. 


La personalidad de Paula era tan cálida y emocional como fría y lógica era la suya. Él podía proporcionar una pétrea solidez para su espontaneidad, para su entusiasmo fresco desbordante como la espuma. Y, como una roca en medio del mar, ella lo erosionaría una y otra vez, quebrando sus pensamientos, planes y decisiones, arrastrándolo a rumbos que jamás había pensado tomar.


—Voy a besarte ahora —la advirtió.


Las manos de Paula escalaron su pecho antes de volver a reunirse en su cuello.


—¿Te he dicho alguna vez que besas maravillosamente bien?


—Creo haber leído eso en alguna parte —le acarició los labios con los suyos—. Haré todo lo posible para no decepcionarte.


Pero en el instante en que sus bocas se fundieron, Pedro ya no se preocupó más de decepcionarla. Todos los pensamientos lo abandonaron, excepto uno: apoderarse de aquello que ella tan generosamente le ofrecía. Saquear aquellos labios con dulce fruición. Batido por una ola de puro deseo, solo pudo pensar en devorarla, bocado a bocado. 


Paula echó la cabeza hacia atrás y entreabrió los labios, permitiéndole pleno acceso. Y Pedro no perdió el tiempo.


Pero no fue suficiente, ni mucho menos. Desde que Paula se presentó ante él vestida con tan vistosos colores, había querido explorar lo que se escondía detrás de aquellas gasas y sedas. Ya no pudo resistir la tentación por más tiempo, sobre todo después de lo que había visto desde su aventajado punto de observación en el jardín.


Deslizando las manos por su vientre plano, no tardó en sopesar en sus palmas sus maravillosos senos. Gimió contra sus labios. Que el cielo lo ayudara, porque había muerto y había subido al cielo para vivir entre ángeles.


Un suave grito escapó de los labios de Paula mientras le cubría las manos con las suyas, incitándole a que prosiguiera con sus caricias. Pedro la hizo retroceder hasta
arrinconarla contra la puerta cerrada, y tomándola del trasero, la levantó en vilo. Ella no necesitó de mayor estímulo, puesto que enredó las piernas en torno a su cintura. Apoderándose de sus labios en otro ardiente beso, Pedro le quitó el top, revelando sus senos. Eran increíbles, con unos pequeños pezones del mismo color rosado que los capullos de buganvilla que adornaban su melena rizada. En seguida los amasó con las manos, acariciando con los pulgares las puntas endurecidas. 


Comenzó luego a mordisquearlos con exquisita ternura…


En el preciso instante en que los gemidos de Paula se transformaron en gritos, Loner empezó a aullar.


Pedro se quedó paralizado, maldiciendo entre dientes. 


Soltó lentamente a Paula y se irguió. Paula respiraba aceleradamente, con una desesperada mirada clavada en sus ojos.


—¿Quiere esto decir que no vamos a terminar lo que hemos empezado? —preguntó, jadeante.


—No, a no ser que queramos que toda la casa se entere de lo que estamos haciendo.


—Yo podría aceptarlo, pero dudo que tú hicieras lo mismo —repuso mientras se bajaba el top—. Entonces, ¿adonde vamos a partir de aquí?


—Eso depende de ti —Pedro se esforzó por recuperar la escasa capacidad de control que le quedaba—. ¿Cuál es tu decisión? ¿Quieres quedarte a ver adonde puede conducirnos esto?


—Creo que ambos sabemos adonde conduce —respondió, estremecida.


—Pero ha llegado el momento de ir despacio, ¿no? —¿se lo estaba preguntando a ella o era un consejo que se daba a sí mismo? Si la presionaba un poco más, todo su elaborado proceso de convencimiento para que trabaran primeramente una relación acabaría siendo inútil—. Sin prisas, ¿vale?


—Pero he esperado durante tanto tiempo…


—Por eso esperar un poquito más no supondrá ninguna diferencia —le besó delicadamente el cuello y espero su respuesta—. Creo recordar que me pediste que pasara por un test físico antes de seguir con todo eso.


—¿No te importa?


—No me entusiasma la idea. ¿Y si hacemos un trato?


—¿Qué tipo de trato? —le preguntó Paula, recelosa.


—Yo me hago el examen físico como un buen chico y tú aceptas que te enseñe algunas técnicas de defensa personal. Puede que te vengan bien después de tu encontronazo con Thomas.


—¿Es de verdad necesario? —inquirió—. Yo no corro ningún riesgo, ningún peligro. Sobre todo si cancelo el resto de las entrevistas.


—Venga, compláceme. También podría enseñar las mismas técnicas a Daría, a Carmela y a Vilma. Empezaremos hoy mismo. Será divertido. Es el complemento perfecto de las otras habilidades que ya les has enseñado.


—Hoy, ¿eh?


—Dentro de una hora —insistió Pedro.


—De acuerdo. Un favor más, sin embargo.


—¿Cuál?


Paula se humedeció los labios de una forma que lo advirtió a Pedro de que no iba a gustarle aquel particular «favor».


—¿Te he mencionado alguna vez que dentro de poco celebraré mi cumpleaños?


—Sí, algo recuerdo.


—Bueno, Barbara está preparando una gran fiesta y… me encantaría de verdad que asistieras… en calidad de pareja mía.


—Claro —aceptó Pedro, pues la petición no parecía tan mala.


—Tendrás que llevar esmoquin —le lanzó una mirada dubitativa—. Yo podría conseguirte uno.


—No es necesario.


—¿Es que mi «chico para todo» se ha presentado con el equipo completo, incluido el atuendo de gala? —le preguntó ella, arqueando una ceja.


—Considéralo como un servicio más del «chico para todo».


—Hay un pequeñísimo detalle más.


—¿Cuál?


—No puedes acudir con Loner.


—Ni hablar.


—La recepción tendrá lugar en el Hyatt Regency, de Embarcadero. No dejarán entrar a Loner. Además, si llega a asustar a alguno de los invitados, llamarán a la policía. Y tengo la sospecha de que al primer vistazo que le echen las autoridades, se llevarán la impresión, equivocada desde luego, de que es un lobo.


—Bueno, supongo que podré prescindir de Loner por una noche.


—Estupendo —sin darle tiempo a que reconsiderara la idea, Paula se dirigió hacia la puerta—. Lo justo es justo. Dado que has aceptado mis peticiones, voy a avisar a todo el mundo para que puedas darnos la primera clase de defensa personal.


Nada más marcharse Paula, Pedro cerró los ojos y se apoyó en la pared más cercana. ¿Qué demonios había hecho? ¿Y cómo diablos se libraría de aquella situación? ¿Podría salir de ella? Esbozó una sonrisa sin humor. No quería salir. 


Quería entrar. Y quedarse. Lo que generaba un pequeño problema…


¿Cómo había convencido a Paula de que le abriera la puerta?






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 9





Algo extraño estaba pasando; Pedro podía percibirlo. Paula no guardaba bien los secretos. Se descubría en sus miradas vacilantes, en cada inflexión de su tono de voz, en el nervioso tintineo de sus pulseras.


—Entonces, ¿qué planes hay para hoy? —preguntó con naturalidad.


Paula dio un respingo, confirmando que, indudablemente, estaba tramando algo.


—¿Para hoy?


—Sí, para hoy. Se supone que debo continuar a tu lado, sin separarme de ti y viendo en qué cosas podré resultarte de mayor ayuda, ¿recuerdas?


—Oh, claro, es verdad… Yo… Lo siento, Pedro. No creo que puedas hacerlo hoy.


—¿Se puede saber por qué?


Paula tardó solo un instante en inventarse una plausible excusa:
—He decidido que necesitas tomarte el día libre.


—¿De verdad? —arqueó una ceja—. Llevo menos de una semana aquí y ya se me permite que me tome un día libre, ¿es eso?


—¿No te parece que soy una jefa maravillosa?


—Cariño, eres la mejor de todas.


—Entonces, ¿qué es lo que piensas hacer hoy mientras el resto de nosotras seguimos trabajando duro?


—Creo que me quedaré rondando por aquí y viendo qué problemas puedo causar.


—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas?


Su expresión de culpabilidad casi hizo reír a Pedro, pero se detuvo justo a tiempo.


—No sé. ¿Tienes tú alguna sugerencia?


—¿Sugerencias? —Paula elevó tanto la voz que su pregunta pareció un graznido—. ¿Por qué piensas que yo debería tener alguna sugerencia?


Pedro se inclinó hacia delante, hasta que ambos quedaron nariz contra nariz.


—Vaya, señorita Chaves, me parece que está usted sudando demasiado. ¿Alguna razón en especial?


—Yo… tú… —se apresuró a retroceder un paso, apartándose los rizos de los ojos—. No sé a qué te refieres.


—No lo creo —le dio un golpecito en la punta de la nariz con el dedo índice—. En ese caso, nos veremos después.


—Mucho después —se aclaró la garganta—. ¿De acuerdo?


—Absolutamente.


Satisfecho de poder pasar su día libre tan cerca de Paula como fuera posible, Pedro se mantuvo deliberadamente fuera de su vista durante el siguiente par de horas, en caso de que decidiera deshacerse de él con alguna falsa excusa.


Por el momento no había descubierto nada útil. No se habían recibido más anónimos. Pedro no había observado nada extraño en los alrededores de la casa; mientras tanto, se había dedicado a investigar los antecedentes de todas las personas que habían podido contactar con Paula. También había enviado el último anónimo a un amigo suyo, por ver si era posible recoger alguna huella dactilar. Hasta que recibiera el informe, Pedro tendría que esperar y arreglárselas de la mejor manera posible para proteger a Paula.


Justo después de mediodía, sus peores temores se vieron confirmados. Las entrevistas fueron reanudadas, y los candidatos a fabricantes de niños fueron amablemente invitados por Paula a esperar en la misma sala de la víspera. 


Pedro entrecerró los ojos mientras analizaba las posibilidades de que disponía. Podía inventarse alguna excusa que la sacara de su despacho en medio de una entrevista. Eso podría funcionar… pero solo por unos minutos. O podría esperar en la sala, listo para irrumpir en la habitación en el momento en que gritara pidiendo ayuda. 


Desgraciadamente, aquella pesada puerta cerrada constituiría una excelente barrera.


Aquel particular detalle era el que más lo preocupaba. Paula podía gritar desde el otro lado con toda la fuerza de sus pulmones y no sería extraño que él no la oyera. Se le ocurrió otra idea; no le gustaba, pero sospechaba que sería su única opción si quería vigilar a Paula y a su entrevistado de turno. 


Era una idea que contradecía todos los códigos de su comportamiento ético.


«Enfréntate a los hechos, Alfonso», se dijo. Por Paula sería capaz de hacer cualquier cosa. Haría lo que fuera con tal de mantenerla sana y salva. Una vez tomada esa decisión, no había tiempo que perder. Se dirigió a la cocina, salió por la puerta trasera y rodeó la casa, con la esperanza de que nadie lo viera merodeando entre los arbustos del jardín y llamara a la policía. O quizá fuera eso lo mejor que pudiera suceder. Una vez que lo arrestaran, el asunto del chantaje saldría por fuerza a la luz y su extraño empleo tendría un rápido final.


Escondido detrás de una buganvilla, se arriesgó a lanzar una rápida mirada a la ventana. Bien. Había dado con la adecuada. Paula se hallaba sentada frente a su candidato. 


Desgraciadamente, Pedro no podía oír lo que estaban diciendo. Lo más sigilosamente que pudo, consiguió levantar unos centímetros el marco de la ventana. Si lo sorprendían en aquel preciso momento, tendría muchas cosas que explicar.


Un murmullo de voces llegó hasta sus oídos, demasiado apagado para que pudiera escucharlo con claridad. Jurando entre dientes, levantó un poco más la ventana. Satisfecho finalmente de poder escuchar la conversación, se arrodilló en el suelo mientras fingía retirar las malas hierbas del lecho de flores.


—¿Es usted el señor Sylvester, verdad? —oyó Pedro que decía Paula.


—Puede llamarme Thomas.


—Thomas. Tengo cierto número de preguntas que hacerle, si no le importa.


—No me importa. Adelante.


—¿Es usted consciente de lo que estoy buscando?


—Tener un bebé, ¿no?


—Así es. ¿Tiene algún problema con eso?


—Ni uno solo —le aseguró alegremente Sylvester—. Estoy deseoso de ayudarla.


«¡El muy cerdo!», exclamó en silencio Pedro mientras arrancaba un manojo de hierbajos.


—Estupendo. Solo se lo he preguntado para asegurarme de que sabía usted lo que estaba buscando. Un bebé, quiero decir. Durante la última ronda de entrevistas, uno de los hombres no comprendió en absoluto mi anuncio, lo malinterpretó, y yo le hice una entrevista. No le gustó mucho la idea cuando se la expliqué.


—No debía de ser un hombre muy inteligente.


—Oh, sí que lo es. Brillante incluso. Para ser sincera, tenía todas las cualidades que estaba buscando. Lo que pasa es que no comprendió bien la situación. Una verdadera pena, porque habría sido perfecto para el trabajo.


«¿Perfecto?», se preguntó Pedro, sonriendo. Así que ella lo consideraba perfecto, ¿eh? Interesante. Él también la encontraba a ella absolutamente excepcional.


—Creo que usted me encontrará a mí incluso más perfecto —afirmó Sylvester.


No parecía muy contento cuando lo dijo. Al parecer Thomas no apreciaba los elogiosos comentarios que había hecho antes Paula, y Pedro podía entenderlo muy bien. Arrancó otro manojo de hierbajos.


—Ya veremos —repuso Paula—. Antes tengo que hacerle las preguntas.


—Adelante, nada tengo que esconder.


Pedro escuchó el tintineo de las pulseras de Paula y se arriesgó a echar otro vistazo. Tenía enterrada la nariz en un fajo de papeles. Estaba guapísima. Su cabello había escapado a los intentos del peine por dominarlo, y se rizaba en torno a su rostro como un halo dorado. Desde donde estaba podía admirar la forma de su redondeado trasero. 


Resultaba evidente que su esbelta figura tampoco había escapado a la atención de Sylvester.


—De acuerdo —anunció finalmente Paula.


Al ver que Sylvester tenía fija la mirada en su top transparente, Pedro tuvo que esforzarse por dominarse. Una palabra equivocada y entraría por la ventana, rompiendo el cristal si era necesario.


—Pregunta número uno. Si hubiera tenido que elegir entre regalarme una rosa color rojo brillante y una pequeña margarita, ¿qué habría elegido?


—¿Eh?


Pedro contuvo la risa. Solo Paula habría podido formular una pregunta parecida. En esa ocasión no pudo esperar a ver la cara que puso el bueno de Silvester.


—¿Qué escogería? ¿Una rosa o una margarita? —repitió Paula, impaciente—. ¿No me está escuchando? Este no es un comienzo muy prometedor para nuestra entrevista, señor Sylvester.


—La estaba escuchando, de verdad. Escogería… —vaciló—… escogería para usted una rosa roja. Para que hiciera juego con sus pantalones, de color rojo brillante…


—Oh, vaya —suspiró Paula, decepcionada—. Me lo temía.


—¿He dicho una rosa? ¡Una margarita! Quise decir una 
delicada y preciosa margarita.


—¿Entiende usted que no esté interesada en el matrimonio, verdad?


—Lo entiendo.


Pedro se dijo que, bajo otras circunstancias, la expresión asombrada de aquel tipo habría merecido una sonora carcajada. Era una pena que no fueran esas las circunstancias presentes. Sylvester se aclaró la garganta, confuso.


—Pero, esto… ¿qué tiene eso que ver con rosas y margaritas?


—Todo, por supuesto —respondió Paula—. Otra pregunta: ¿le molesta que no lleve zapatos?


Pedro gruñó. Habría apostado cualquier cosa a que aquella pregunta no figuraba en los papeles que ella tenía entre manos. Arrancó otro manojo de hierbajos.


—No, no me importa —le aseguró Thomas—. Creo que su pintura de uñas es preciosa.


—Me encontraba indecisa entre varios colores, así que estoy probando con tres hasta que pueda elegir uno: Rosa Radiante, índigo Insaciable y Coral Carnal. El coral no destaca mucho con mis pantalones, pero esos detalles nunca me han preocupado demasiado. ¿Cuál prefiere usted?


—¿El Carnal?


—Ya, a mí también me gusta más.


—Esos nombres, ¿no son como para desternillarse de risa? No sé de dónde se los sacan.


Siguió un nuevo rumor de papeles, y para desmayo de Pedro, el tintineo de sus pulseras indicó que se estaba acercando hacia la ventana. Se pegó a la pared de estuco de la casa, esperando que no mirara hacia allí.


—Bien. ¿Está usted preparado para la siguiente pregunta?


—Supongo —Thomas parecía muchísimo menos entusiasmado que antes—. Esas preguntas son muy extrañas. No consigo imaginarme qué pueden tener que ver con concebir un bebé.


—Son sencillamente vitales —insistió Paula—. Y ahora, si debo seleccionarlo a usted entre los demás candidatos, me gustaría realizar la entrevista lo más pronto posible. ¿Tiene algún problema con eso?


—No. ¿Cuánta prisa tiene?


—Muchísima. ¿Sabe? Existe cierta oposición a mis planes.


«¡No me digas!», estuvo a punto de exclamar Pedro en voz alta. Pero nuevamente se acercó Paula a la ventana, con su mano directamente encima de su cabeza, y se enterró literalmente en un arriate de buganvillas. ¡Diablos! Con solo que mirara un poco más abajo lo vería allí, agazapado. ¿Por qué demonios había tenido que aceptar aquel empleo? 


Debía de haber estado chiflado para hacerlo.


—¿Sabe una cosa? El hombre que he contratado recientemente, el mismo que interpretó mal mi anuncio… —cortó un capullo de buganvilla—…. Por alguna razón, no le gusta mi idea. No es asunto suyo, por supuesto. Pero, si él quisiera, podría dificultarme bastante las cosas.


—Pues despídalo —la voz de Sylvester sonaba mucho más baja que antes. Más apagada.


—No puedo.


—¿Por qué no? Es sencillo. Simplemente dígale: «está despedido, amigo». Y punto.


Pedro se preguntó dónde diablos se habría metido la voz de Sylvester. Parecía como si se hubiese caído a un pozo o mudado a otra habitación.


—No puedo hacer eso. Es un regalo de cumpleaños de mi madre. ¿Qué se suponía que tendría que decirle? ¿Que no me gusta porque no aprueba que tenga un bebé? —suspiró—. Mi madre me mataría si se enterara de mis planes. Pero yo deseo de verdad tener un hijo.


—Y ahí es donde entro yo, ¿no?


Las manos de Paula buscaron más capullos de buganvilla que arrancar. Con que se asomara un poquito más, acabaría descubriéndolo. Y, lo que era peor, su top transparente le estaba ofreciendo una maravillosa perspectiva desde abajo. 


Pedro juró en silencio, obligándose a comportarse decentemente y a no mirar… no sin antes permitirse un último vistazo.


La buganvilla que estaba encima se agitó cuando Paula cortó otro capullo, y Pedro se arriesgó a mirar otra vez hacia arriba. Aparentemente satisfecha con su elección, Paula se puso las flores en el pelo.


—Sí, ayudarme para que me quede embarazada es el motivo de su presencia aquí —se dirigió hacia Sylvester—. Quizá. Si lo elijo, me gustaría empezar cuanto antes. ¿Tiene algún problema al respecto?


—Ninguno. Estoy listo, deseoso… y si tiene usted la bondad de volverse… verá que soy perfectamente capaz de realizar ese cometido.


Paula se retiró entonces de la ventana y Pedro se fue incorporando lentamente, frotándose sus doloridos músculos.


—¿Qué di…? —la pregunta de Paula se transformó en un tremendo chillido—. ¡Thomas! ¿Qué diablos está haciendo?


—Quería empezar cuanto antes, ¿no? Bueno, cariño, aquí estoy.


Pedro no quiso escuchar más. Una sola mirada por la ventana le confirmó sus peores temores. Con un rugido de furia, levantó del todo la ventana y saltó a la habitación. Una vez dentro se abalanzó contra el estupefacto Sylvester.


—¡Maldito seas!


Con un grito de horror, Sylvester retrocedió, optando por levantar las manos antes que cubrir con ellas sus desnudeces.


—¿Quién es usted? —chilló.


—¿Que quien soy? Soy el tipo que te va a saltar los dientes —Pedro cerró los puños.


—¡Espere! Déjeme explicarme.


—No hay necesidad. Algunas cosas hablan por sí mismas —en dos pasos, Pedro se colocó junto a él y lo sacó al vestíbulo en volandas. Al oír la conmoción producida, Loner acudió corriendo por el pasillo, ladrando ferozmente—. Empieza a correr, amigo. Es tu única oportunidad.


—¡Mi ropa! No puede dejarme marchar sin mi ropa.


—Yo no puedo —chasqueó los dedos, haciendo una seña a Loner—. Pero mi lobo sí.


Con un chillido de pánico, Sylvester salió de la casa a toda velocidad. Paula demostró más generosidad que Pedro, puesto que recogió su ropa y se la lanzó al porche.


—Y no vuelva más —le gritó ella.


Después de cerrar de un portazo, Pedro se volvió hacia Paula.


—Ahora te toca a ti —anunció en un tono peligrosamente bajo.


—¿A mí? ¿Qué es lo que he hecho yo?


La agarró de un brazo y la hizo entrar de nuevo en la habitación.


—Loner, vigila —le ordenó antes de cerrar la puerta. Luego soltó a Paula y esperó en silencio.


—Has llamado «lobo» a Loner.


—¿Ah, sí?


—Sí. Quizá deberías explicarme eso.


—Quizá no debería hacerlo.


Paula se aclaró la garganta, optando por una táctica diferente.


—Bueno, apareciste justo a tiempo. Gracias por la intervención. Creo que ahora ya sí que podré arreglármelas sola.


—Ni hablar —por alguna razón, Pedro tenía serios problemas para ordenar los caóticos pensamientos que se le acumulaban en el cerebro. Quizá eso tuviera que ver con la fuerza con que apretaba los dientes, sin poder contenerse—. Ese tipo… estaba… desnudo.


—¿Tú también lo has notado? Vaya, sí, claro que estaba desnudo. Completamente. No sé cómo no me di cuenta antes de que se estaba desnudando, pero así fue. Supongo que la próxima vez tendré que prestar más atención —buscó algo más que decir, vacilante—. Dios mío, vaya una sorpresa…


—¿Sorpresa? ¿Por qué? Resulta evidente que planeaba ofrecerte una inmediata respuesta a tu anuncio y hacerte el favor que pedías.


—Bueno, sí, supongo que tenía unas expectativas demasiado altas… que tú te encargaste de desinflar —esbozó una mueca al ver la expresión de Pedro—. Y te estoy muy agradecida por ello. Muy agradecida.


—¡Esto no tiene ninguna gracia, Paula!


—No me grites. No me gusta.


—No quería gritarte —se pasó una mano por el pelo—. ¡Maldita sea! Sí, claro que quería gritarte. Ese hombre pudo haberte hecho daño. ¿Es que has perdido el juicio? Si no hubiera entrado cuando…


—¿Entraste por la ventana, no?


—Sí.


—¿Y qué estabas haciendo ahí afuera?


—Rescatarte.


—No, me refiero a antes de eso.


—Asegurarme de que no necesitabas que te rescatara.


—¿Estabas escuchando a escondidas nuestra conversación? —lo miró con la boca abierta.


—Me diste el día libre, así que decidí aprovecharlo dedicándome a la jardinería y quitando las malas hierbas —se acercó a la ventana y señaló los patéticamente escasos puñados de hierbajos que había estado arrancando—. ¿Lo ves?


Paula se reunió con él y se asomó a la ventana.


—Para tu información, eso es hierbabuena, no malas hierbas.


—Menos mal que no llegaste a contratarme como jardinero.


—¿Estuviste escuchando mi entrevista?


—No vas a librarte de esto, Paula—replicó furioso—. Agradéceme que estuviera aquí. No creo que ese Thomas hubiera aceptado un «no» por respuesta. ¿Qué habrías hecho entonces?


—Habría buscado ayuda, por supuesto.


—¿De verdad? Finjamos que yo soy Thomas —se dirigió hacia la puerta y le indicó que se acercara—. Vamos. Para salir, habrías tenido que librarte de mí. Muéstrame cómo lo habrías hecho.


—No quiero. Tú no eres Thomas y nunca podrías serlo. Si la entrevista se hubiera puesto fea, habría luchado con él.


—No lo dudo. Eres luchadora por naturaleza, eso te lo concedo. Pero no llegas al metro setenta de estatura. ¿Es que no lo entiendes, Paula? —abrió los brazos—. Yo mido uno noventa y peso más de ochenta kilos. Imagíname desnudo y dispuesto a todo. ¿Y sabes una cosa? Metes a un desconocido en tu casa, le dices que quieres tener un hijo suyo y luego le dices que tienes muchísima prisa —vio que la estaba contemplando asombrada, como anonadada al escuchar las palabras que ella misma había pronunciado—. No entiendo por qué te sorprendió tanto su reacción.


—¡Me estabas escuchando!


—¡Pues claro que te estaba escuchando! Y, a propósito, ¿qué diablos era todo eso de las rosas y de las margaritas? ¿Es ese tipo de preguntas las que les has hecho a los candidatos que has entrevistado?


—¿Otra vez me estás gritando?


—No estoy seguro.


—Si te calmas un poco, te lo explicaré.


—Bien —Pedro no pudo evitar hacerle una advertencia final—. Pero, cariño, te juro que si alguna vez llegas a cometer una locura parecida a esta, me encargaré personalmente de que te arrepientas. De acuerdo, una vez dicho esto, explícame lo de las flores.


—Estaba intentando adivinar si albergaba algún interés romántico por mí.


—Oh, creo que eso te lo dejó muy claro.


—¡No me refiero a esa clase de interés! ¿Es que no lo ves? ¿Rosas?


—Debo de estar hoy particularmente espeso —repuso Pedro, sacudiendo la cabeza—, porque no tengo ni la más remota idea de la relación que eso puede tener con la entrevista.


—Las rosas rojas simbolizan el amor verdadero. Es el regalo que los hombres hacen a las mujeres cuando están interesados en cortejarlas. Cuando van en serio con ellas, vamos.


—No —la corrigió al instante—. Los hombres regalan flores porque las mujeres se ciegan con las flores y permiten que unos pobres diablos consigan de ellas cosas que de otra manera jamás conseguirían. En caso de que te interese, los hombres regalan flores en dos casos particulares. Uno: porque es la manera más fácil de llevarse a una mujer a la cama. Dos: porque es la manera más fácil de hacer las paces con esa misma mujer y de volver a llevársela a la cama.


—¡Eres un cínico!


—No, soy realista. Ah, y una cosa más. Las rosas se utilizan únicamente como último recurso.


—¿Por qué?


—Porque son las flores más caras. Créeme. Lo aprendí de un experto.



—¿Tu padre? —lo miró, anonadada.


—Digamos que recibí una educación bastante interesante de mi papá —cambió de tema con un encogimiento de hombros—. Lo cual nos devuelve a la cuestión original. ¿Por qué obligas a tus candidatos a fabricantes de niños a elegir entre una margarita y una rosa?


—Ojalá dejaras de llamarlos así —se quejó Paula—. Oh, de acuerdo, te contestaré. Porque si eligen la rosa eso quiere decir que esperan tener una relación romántica conmigo. Y yo no quiero una aventura romántica. Quiero margaritas.


—Pues no vas a conseguir ni unas ni otras, cariño. Haciendo eso, lo único que vas a conseguir es meterte en serios problemas. Tienes suerte. He conseguido disuadir de sus intenciones al señor Sylvester sin demasiados problemas. ¿Qué sucederá si el próximo tipo se muestra más insistente?


—¿Conoces su nombre? ¿Cuánto tiempo estuviste escuchando debajo de aquella ventana?


—El suficiente.


Pedro la observó mientras Paula se esforzaba por recordar todo lo que había dicho. Primero le había preguntado a Sylvester por su nombre. Luego se había asegurado de que entendía la naturaleza de su anuncio. Después le había hablado de Pedro. Y lo peor de todo: lo había descrito como «perfecto». Pedro esperó que recordara aquel detalle fundamental. Tardó menos de diez segundos en hacerlo.


—¡Oh, no! —exclamó ruborizada—. ¡Oh, no, no!


Pedro se le acercó aun más.


—Es verdad, yo lo oí.


—¿Que oíste qué? —se atrevió a preguntarle.


—Que pensabas que yo era perfecto.


—Asqueroso —Paula se cubrió la cara con las manos.


—¿Te importa decirme qué es lo que me cualifica como papá perfecto?


—Sí, por supuesto que me importa. Eso es un asunto personal que tengo con la persona que finalmente engendre a mi hijo.


No podía ser. Pedro se dijo que tenía que estar bromeando.


—Se trata de una broma pesada, ¿verdad? —la interrumpió
—. No estás hablando en serio.


—Por supuesto que estoy hablando en serio —dejó caer las manos a los lados y lo miró—. Mi lista de cualificaciones es confidencial. Tú eres uno de los… numerosos y posibles padres perfectos. Muchos otros también reúnen esas mismas cualidades.


—¡No estoy hablando de tu condenada lista! —exclamó, frustrado—. Estoy hablando de tu plan para tener un hijo. Después de lo sucedido hoy, no puedo creer que aún sigas interesada en mantener más entrevistas.


—Esto solo ha sido un incidente aislado. No volverá a repetirse. La próxima vez estaré más atenta. En el momento en que empiece a desabrocharse un botón…


—Tengo una solución para el problema de tu bebé —Pedro no tenía idea de dónde procedían aquellas palabras, ni de cómo o cuando había elaborado aquel plan. Todo lo que sabía era que estaba a punto de transgredir un nuevo código ético. Ese y todos los que hicieran falta.


—¿Qué? —lo miró con expresión desconfiada.


—Continuar con esta serie de entrevistas abiertas es peligroso. La próxima vez podría pasarte algo.


—¡No voy a renunciar a tener un bebé!


—No es eso lo que iba a sugerirte.


—¿Entonces qué es?


—Tengo dos sugerencias. Ir a una clínica y hacerlo en un ambiente seguro.


—¿Oh?


—Le dijiste a Sylvester que habías encontrado al hombre perfecto. ¿Por qué no te planteas pedirle a ese hombre que engendre a tu hijo?