viernes, 19 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 9





Estaba sacando las llaves de la camioneta cuando él la sujetó del brazo.


—¿Por qué no dejas que conduzca yo?


Paula, de nuevo, pensó que era demasiado guapo. Su estatura no la intimidaba, al contrario, la atraía aún más. 


Nunca antes le había gustado un policía; había algo en ellos que le resultaba aterrador. Quizá fuera por su pasado o quizá por saber que ponían en peligro sus vidas constantemente, pero nunca se había sentido atraída por ese tipo de hombre.


Con Pedro, sin embargo, sentía una constante curiosidad. Intuía que ocultaba algo, y se preguntaba qué podría ser. Y le gustaría saber qué le importaba de verdad a Pedro Alfonso.


—¿Quieres conducir mi vieja camioneta? ¿Por qué?


Él rio, y ese sonido tan masculino hizo que se le doblaran las rodillas.


—Es una cosa de hombres. Me resulta raro que tú me lleves a todas partes.


—No me molesta. Considéralo parte de tus vacaciones. Además, me gusta conducir… —murmuró ella sin mirarlo.


—Despedirte de Juana no te ha sentado bien, ¿verdad?
¿Cuándo fue la última vez que alguien la miró con esa cara de preocupación? Paula se sentía tan aliviada, que estuvo a punto de dejarse caer sobre la puerta de la camioneta. Pero eso era ridículo.


—No me gusta despedirme de ella, no.


—Estás pálida como una muerta. ¿Tanto te duele decirle adiós a tu hija?


Ella tragó saliva. Cada vez que se despedía de Juana se ponía enferma, pero no quería que Pedro lo supiera.


—He perdido a mucha gente en mi vida, y decirle adiós a mi hija… —Paula respiró profundamente—. Siempre despierta una sensación de pánico. Pero se me pasará.


—Entonces relájate y deja que conduzca yo. Sólo por esta vez —sonrió Pedro—. Además, no debes preocuparte. Juana es una buena chica.


No diría lo mismo si supiera que la habían detenido el año anterior por posesión de drogas. Pero entonces… Gabriel no debía de haberle contado nada, pensó, aliviada.


Paula le dio las llaves de la camioneta, suspirando.


—¿Quieres contármelo? —le preguntó él, mientras salían del aparcamiento.


¿Quería hablar de ello?, se preguntó a sí misma. No estaba segura. Quizá estuviera bien hablar con alguien que no la conociera, que no la viese como «la viuda que no volvió a casarse».


—Estoy bien, de verdad. Lo que pasa es que… No puedo protegerla cuando no está en casa. Tiene dieciocho años, y sé que está mejor en Edmonton, pero…


—Todas las madres se preocupan, es normal —sonrió Pedro—. Pero tengo la impresión de que hay algo más que eso…


Paula miró por la ventanilla. Su relación con Juana era complicada. Había sido muy fácil cuando era niña y la vida era más sencilla. Ahora Juana se había hecho mayor, y quería su independencia. No entendía su obsesión por el orden o que le impusiera una hora para volver a casa, y se peleaban todo el tiempo. Pero Pedro no sabía eso, y no podría entender por qué la afectaba tanto que su hija le diera un abrazo.


—Juana y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas. Pero hoy… Hoy ha sido diferente.


—¿Por qué?


—Porque… Ella estaba muy cariñosa. Hemos estado hablando de las vacaciones de verano y todo eso, pero…


—¿Pero qué?


—No sé, me ha parecido una despedida definitiva. Como si hubiéramos hecho las paces por fin. Y eso me asusta mucho.


—No lo entiendo.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Es lógico. Es una idea muy fatalista, pero yo soy así.


Pedro soltó una carcajada.


—Veo que le das muchas vueltas a las cosas.


Ella se relajó un poco al oírlo reír. Había dejado de confiarle sus cuitas a sus amigos mucho tiempo atrás. Lo último que quería era aburrirlos con sus problemas y sus miedos. Tenía un negocio y había criado sola a su hija. La mayoría de ellos no entendía por qué seguía tan angustiada. Además, quería que la gente olvidase los problemas de Juana y hablar de ello no ayudaba en absoluto. Pero con Pedro sí podía hablar porque sólo estaba allí de paso.


—Tengo hambre. Vamos a parar en la tienda.


—¿Qué tienda?


—Ésa de ahí… —contestó Paula, señalando con el dedo—. Me gustaría comprar algo especial para la cena.


Pedro detuvo la camioneta y corrió a abrirle la puerta. Pero cuando abrió, Paula estaba mirándolo con una expresión de sorpresa que lo conmovió, y su corazón empezó a latir locamente, la misma sensación que había experimentado por la mañana mientras ella le ataba el arnés de los esquíes.


Cuantas más cosas sabía sobre ella, más fácil era entender que no lo había tenido fácil en la vida, y mientras iba encajando las piezas, comprendía por qué la había afectado tanto despedirse de Juana.


Pedro, yo…


Tenía los ojos muy azules, del color del Atlántico en un día soleado, pensó él. Y los labios entreabiertos. En un momento de locura, se le ocurrió que debería besarla para ver qué pasaba. Para comprobar si el deseo que sentía por ella era real o imaginado.


Pero eso no sería apropiado, de modo que esperó mientras Paula se aclaraba la garganta.


—Iba a preguntarte si querías alquilar una película para después de cenar. Hay un videoclub en Sundre, cerca de aquí.


Él iba a necesitar algo para pasar el tiempo, y sobretodo, para no pensar en lo guapa que era. Estarían solos, de noche, y después de cenar les quedarían largas horas por delante. Y estarían engañándose a sí mismos si quisieran mantener la mentira de que sólo eran propietaria y cliente. 


Había algo entre ellos, no sabía bien qué. Ver una película sería una manera de contener el absurdo deseo de tomarla entre sus brazos.


—Eso estaría bien.


Paula dejó escapar un suspiro, y Pedro tuvo que contenerse para no besarla. Porque sería un error, especialmente frente a la tienda, delante de todo el mundo. Él sabía bien cómo eran los pueblos pequeños. ¿Y cómo iba a besar a una mujer a la que había mentido menos de una hora antes?


Porque su relación con Gabriel no era mera coincidencia.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Qué tenemos de cena?


Ella sonrió y Pedro se dio cuenta de que eso era lo que había estado esperando. La sonrisa de Paula se llevaba el frío del ambiente, reemplazándolo por otra cosa.


Se sentía mejor que en mucho tiempo, y en lugar de analizar la sensación, decidió disfrutarla.


—Vamos dentro y te enterarás —contestó, saltando de la camioneta.


Con película o sin ella, Pedro empezaba a temer que haría falta algo más que un DVD para que dejase de pensar en Paula Chaves.







IRRESISTIBLE: CAPITULO 8





El restaurante estaba casi vacío, y Paula se quedó sorprendida al ver a Pedro sentado con Gabriel Simms, el jefe de policía de Mountain Haven. Gabriel no era mala persona, pero sabía cosas… Cosas que ella prefería que Pedro no supiera.


Aunque era natural que dos miembros del cuerpo de policía quedasen para hablar, pensó luego.


Los ojos de Pedro se iluminaron al verla, y Paula tuvo que sonreír. No debería admitirlo, pero entre ellos había cierto magnetismo, cierta atracción. Una sensación tan inesperada, como poco familiar. Aunque no lo lamentaba; era una distracción ahora que Juana había vuelto a Edmonton. No le gustaba nada volver sola a casa, porque le recordaba cómo sería su futuro cuando Juana se hubiera ido para hacer su vida.


—¿Juana se ha ido ya?


—Sí… —suspiró ella, tragando saliva.


Decirle adiós le rompía el corazón porque temía no volver a verla. Sabía que era un miedo irracional, pero su corazón no parecía entenderlo. Y que Juana estuviera en una ciudad extraña, donde no podía vigilarla, la asustaba más de lo que quería reconocer.


Pero no dijo nada porque Pedro no tenía por qué saberlo, y además, no estaba solo.


—Paula, te presento a Gabriel Simms.


—Nos conocemos —dijo ella, ofreciéndole su mano.


—Encantado de verte, Paula. Pedro me dice que lo tratas muy bien.


—Es mi único cliente en este momento.


En otras circunstancias, Gabriel Simms, un hombre de su edad y bastante atractivo, podría haberle gustado. Pero se habían conocido el verano anterior en circunstancias que prefería olvidar.


—¿Y vosotros dos de qué os conocéis? —preguntó Paula.


—Gabriel y yo estuvimos juntos en una conferencia en Toronto hace un par de años —explicó Pedro.


Los dos hombres intercambiaron una mirada, y ella tuvo que disimular su aprensión. Qué extraña coincidencia que se hubieran vuelto a encontrar allí, en un pueblo tan pequeño.


¿Qué le habría contado Gabriel sobre ella, sobre Jen? ¿Qué pensaría Pedro?


Gabriel Simms era, en parte, la razón por la que Paula había insistido en que Juana se fuera a estudiar a Edmonton, y aunque sabía que debería estarle agradecida, su presencia era un amargo recordatorio de cuánto se habían separado su hija y ella.


—Siéntate, Paula. Toma un café con nosotros —la invitó Pedro.


—No… Iba a tomar algo, pero la verdad es que no tengo hambre. Y acabo de recordar que tengo que comprar cosas para la cena.


—Entonces, me voy contigo —dijo él inmediatamente, sacando la cartera—. Encantado de volver a verte, Gabriel.


—Llámame la próxima vez que vengas por el pueblo. Podríamos echar una partida de billar.


—Muy bien. Lo haré.


—Me alegro de verte, Paula.


—Lo mismo digo… —murmuró ella, aunque no era verdad.
¿Le habría contado algo a Pedro?









IRRESISTIBLE: CAPITULO 7






A la mañana siguiente hacía tanto frío, que Paula tuvo que soplarse los dedos para sujetar la llave. Tardó un momento, porque la cerradura estaba oxidada por el agua y la falta de uso, pero por fin logró abrir la puerta del cobertizo.


—Entra si te atreves —le dijo, con una sonrisa.


—¿No te conté que había estado en los marines?


—¿Y qué?


—¿Después de eso crees que me da miedo un simple cobertizo? —rio Pedro.


—¿No te dan miedo las arañas?


Él soltó una carcajada.


—Sí consiguen atravesar esta parka merecen darme un picotazo.


Pedro tuvo que agachar la cabeza para entrar en el cobertizo mientras Paula esperaba en la puerta. Su sentido del humor era una sorpresa muy agradable.


—¿Encuentras algo que te guste?


—Sí, espera un momento.


Oyó ruido en el interior, y al acercarse para mirar, vio que él estaba inclinado y la postura destacaba un trasero más que tentador. Aquel hombre empezaba a resultar irresistible, pero tenía que mantener la cabeza sobre los hombros.


—¡Allá van!


Paula se apartó cuando unas botas negras de esquí aparecieron volando por la puerta. Luego apareció Pedro, con telarañas en la parka.


—Ya te dije que había arañas.


—No importa, nos hemos hecho amigos.


Tenía en una mano un par de esquíes de travesía, y en la otra los dos bastones.


—¿Te has probado las botas?


—A ver… Son del cuarenta y tres. Supongo que me quedarán bien.


—No sé cómo te apetece salir a dar un paseo. Con este viento, debe de haber casi diez grados bajo cero.


—Así te dejaré en paz un rato.


Paula sonrió.


—Los clientes del hostal Mountain Haven no tienen que dejar en paz a su propietaria.


—Eso lo dices ahora, pero te advierto que soy horrible cuando me aburro. Insoportable.


En realidad, sería más fácil para ella si Pedro no estuviera en el hostal las veinticuatro horas del día. Nunca había tenido esa sensación de intimidad con un cliente, y le resultaba muy… Inquietante.


—No puedo enganchar esto —dijo él.


Paula se inclinó para mostrarle cómo enganchar las botas en el arnés, y al hacerlo, Pedro se inclinó también. Estaban demasiado cerca, su cuerpo bloqueando el viento, dándole calor. Cada vez que estaban juntos experimentaba una sensación extraña. Era un hombre guapísimo, alto, fuerte… Y encantador. ¿Cómo iba a inmunizarse contra él?


—Creo que ya está. A ver, intenta caminar.


Pedro dio un par de pasos adelante… Y cayó de bruces al suelo.


—¿Necesitas ayuda? —rio Paula.


—¿Ayuda de una pequeñaja como tú? —preguntó él desde el suelo, cubierto de nieve—. Venga, ríete. Seguro que tú tampoco puedes tenerte de pie.


La verdad era que sí podía hacerlo. Solía hacer esquí de travesía… Hasta que conoció a Tomas y se quedó embarazada de Juana. Pero ese primer invierno habían ido a dar muchos paseos con los niños.


Paula se volvió para cerrar la puerta del cobertizo. No había sabido apreciar lo que tenía, y cuando quiso darse cuenta, Tomas había muerto y estaba sola otra vez, responsable de un adolescente y una niña pequeña.


—Gracias por los esquíes —dijo Pedro—. Tiene que ser divertido ir a dar un paseo deslizándose con esto.


—Puedes dejarlos en el porche cuando termines.


—¿Paula?


Ella levantó la mirada.


—¿Sí?


—¿Seguro que no te importa que los use? No quiero recordarte cosas que te duelan.


—No pasa nada. Ahí guardados no le sirven a nadie, no te preocupes —Paula intentó sonreír—. Voy a hacer la comida y luego tengo que llevar a Juana a la estación de autobuses.


—Vas a echarla de menos.


—Sí, claro. Aunque nos peleamos mucho —Paula sacudió la cabeza—. Pero creo que está mejor donde está.


Lo último que Juana necesitaba, era volver a casa por el momento. Se aburriría, y tarde o temprano, querría volver a salir con los mismos amigos de antes.


Había podido sacarla del apuro la primera vez, pero si había una segunda, no sería lo mismo, y aunque se sentía sola sin ella, sabía que había tomado la mejor decisión para su hija.


—Tiene que volver a Edmonton, así que voy a hacer lo que hacen todas las madres: Forrarla de comida.


Paula intentó sonreír, pero no le salió.


—Puede que creas que Juana no te lo agradece, pero así es. Y cuando sea mayor seguramente te lo dirá.


Ella tenía sus dudas.


—¿Tú te llevas bien con tus padres?


—Sí, muy bien —contestó él—. Mi madre habría preferido que eligiera una profesión segura como mis hermanos, pero… En fin, la pobre se preocupa mucho por mí. Pero incluso cuando estaba en el extranjero con los marines, me mandaba paquetes de comida. Lo único malo de vivir en Florida es que ellos viven en el norte, así que no nos vemos muy a menudo.


—Parece que tuviste una infancia estupenda.


—Yo diría que una infancia normal.


Paula tragó saliva. Pedro nunca entendería su vida. Él tenía hermanos, padres, una familia. La única familia que ella había conocido eran Miguel y Juana.


—¿Y tú? ¿Dónde están tus padres?


Paula subió al porche y apoyó los esquíes en la pared.


—En un panteón, al lado de mi marido —respondió antes de abrir la puerta.