sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 21




Un ruido ensordecedor la despertó. «Un disparo», pensó y, cuando se dio cuenta de lo que podía estar pasando, gritó, y lo hizo tan fuerte que pensó que rompería los cristales de las pequeñas ventanas del cuarto donde estaba encerrada.


Había abierto los ojos sobresaltada al creer que Amalia le había disparado pero extrañada de no haber sentido nada. 


Ningún dolor, ninguna quemazón. Nada fuera de lo normal. 


Se miró buscando algún rastro de sangre, pero tampoco lo halló. Después giró la cabeza y vio a alguien tirado en el suelo, o al menos vio algo, lo que pudo sin sus anteojos, no podía ver bien de quién se trataba, pero desde luego era una mujer, y pensó en su secuestradora. Alguien le había disparado a Amalia, pero ¿quién? Otro ruido llamó su atención, un golpe, otro golpe, un gemido de dolor, y por último un alarido aterrador, de… otra mujer. ¿Qué estaba pasando?


Tras bajarse del sillón, se puso a andar a gatas por la estancia. Había decidido que se pegaría a la pared y se movería por ella hasta encontrar la puerta; si no recordaba mal, estaba justo a su izquierda, puesto que la ventana quedaba a su derecha. Empezó su recorrido pero chocó con algo, o mejor dicho con alguien, que la tomó por el tobillo cuando ella intentó apartarse.


—Paula… —Aquellas palabras apenas eran susurros.


—¿Quién, quién es usted? —le preguntó intentando soltarse dándole un puntapié.


—Soy Melbourne, tienes que salir de aquí —le ordenó desesperado, soltando un gemido al recibir el golpe—, busca a tu hermano.


—Pero, pero…


¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué hacía su prometido en aquel lugar?


—Llévale los documentos a Ricardo —insistió.


Seguía oyendo golpes; esta vez era un hombre quien se quejaba, pero no se trataba del que tenía a su lado.


—No los tengo —volvió a negar—. ¿Y qué hace aquí?, ¿dónde está Amalia? No puedo ver nada. —Estaba aterrada por lo que estaba ocurriendo a su alrededor sin que ella pudiera actuar de alguna forma, o escabullirse por algún sitio.


—Los documentos, Paula... —El hombre estaba alterándose.


—No los tengo —volvió a mentir—, los tiene lord Alfonso. —Decidió que, si alguien debía sufrir un poco, ése era el marqués, no ella. Que fueran a pelearse con él por los papelitos y la dejaran en paz.


—Eso no es cierto, sabemos que aún los conservas.


—Lo es, y… ¿por qué le interesan a usted? No son suyos.


Otro golpe, y otro quejido.


—¡Paula! —Ésa era la voz de su tío Rodolfo, quien después de todo era su único pariente entre tanta gente que la acosaba. Si debía fiarse de alguien, mejor de alguien conocido.


—¡Tío! —gritó por segunda vez en su vida—. No llevo los anteojos puestos, ¿dónde estás?


—No lo hagas, Paula, te matará —la advirtió Melbourne antes de recibir un fuerte golpe que lo dejo sin sentido.


—¿Te encuentras bien, Pau? —preguntó solícito Rodolfo—. ¿Te han hecho daño?


La ayudó a ponerse de pie pasando por encima del hombre que se encontraba en el suelo, inconsciente.


—La verdad es que no —le informó—, sólo querían los papeles que había en tu abrigo y que yo pretendía entregarte. Por eso me han secuestrado, fue Amalia, pero ahora no sé qué le ha pasado —no podía parar, estaba histérica—, y estoy preocupada. Ella me ayudó una vez, no quiero que le pase nada. No quiero. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?


Rodolfo la miró entrecerrando los ojos mientras sonreía sin que ella pudiera percatarse de ello. Después de todo, la escena que había montado despidiendo a Amalia por la pérdida de los dichosos documentos lo había llevado hasta esa situación. La otra sospechó que Paula guardaba los papeles y fue en su busca; cuando ésta se los negó, la secuestró y avisó a Melbourne y a Leticia, su socia. Fue ella quien lo avisó de adónde se dirigían para que acudiera y, entre los dos, descubrieran qué había ocurrido con los documentos. Después de todo, si conseguían encontrarlos, ganarían mucho más. Estaba todo atado, así, si le ocurría algo a Paula, todos sospecharían de su antigua criada, y creerían que había sido una venganza por la pérdida de su trabajo. Desafortunadamente, Leticia había caído a manos de la otra.


Y ahora resultaba que Pau quería devolvérselos.


—¿Y los tienes?


—¿Dónde se encuentra Amalia? —insistió—. ¿Y mis lentes? Puedes buscarlos, me los quitó ella.


No sabía por qué, pero en ese momento empezó a desconfiar. Tal vez las palabras de Melbourne…, o su exagerada imaginación, le estaban haciendo dudar de su decisión de devolvérselos a su tío. Amalia había dicho que eran de Alfonso, ¿para qué los quería Rodolfo?


—Amalia era una asesina a sueldo —le dijo para asustarla—, iba a matarte después de que se los entregaras.


—Pero ¿dónde está? —No quería descubrir que le había pasado algo malo. Y se negaba a creer que la joven fuera una asesina.


—He tenido que defenderme, me ha atacado con un arma.


—Sí —asintió—, he oído el disparo, aunque no creí que ella pudiera…


—¿Vas a darme lo que es mío de una vez? —le preguntó apretándole fuertemente el brazo.


Rodolfo estaba perdiendo la paciencia con su sobrina y no tenía tiempo que perder; él quería esos documentos, lo siguiente sería hacer desaparecer a Alfonso.


—Me haces daño —protestó sintiendo cómo el hombre le oprimía más el brazo—. Y no los tengo, se los di a lord Alfonso—volvió a mentir.


En ese instante su tío le dio una bofetada y la tiró al suelo, haciéndola caer junto al cuerpo de una mujer. ¿Amalia? 


Rodolfo se acercó a ella para golpearla nuevamente llevado por la ira cuando la puerta de la habitación se abrió dando paso a Ricardo y Pedro, que entraron casi sin aliento puesto que habían oído su grito desde la calle.


—Ni se te ocurra volver a ponerle un dedo encima —lo amenazó el marqués—, no voy a permitirte que la maltrates.


Rodolfo se giró lo suficiente para enfrentar a los hombres. Pedro había sido el primero en entrar, pero Ricardo lo siguió de inmediato.


—Aléjate de mi hermana.


—¿Tú hermana? —le preguntó con ironía—. Que yo sepa no tienes hermanos, ni yo tengo más sobrinos.


—Te equivocas, tío, Paula es mi hermana, es hija de mi padre y la señora Chaves —confesó.


¿Qué quería decir Ricardo? ¿Y por qué ahora? Paula lo miró sin poder dar crédito a lo que oía. ¿Era realmente su hermano o era un truco para distraer a su tío? A continuación miró a Pedro y deseó que no estuviese allí: después de su humillante rechazo y de que por culpa de la noche que pasaron juntos se viera en aquella situación, no tenía ganas de volver a verlo. ¿Nunca? «No te engañes, Paula. Estás que das saltos de alegría al haberlo visto cruzar la puerta hecho un toro para defenderte. ¿A quién pretendes engañar? Te mueres por él.»


—Vaya, de lo que se entera uno en las circunstancias menos previstas —le dijo a su sobrino—. De todas formas, eso no cambia las cosas, mucho menos las circunstancias en las que nos encontramos. Bueno, querida —le dijo a Pau sacando un enorme cuchillo y apuntándola directamente al cuello con él—, ya que está aquí tu querido lord Alfonso, le vas a decir que me entregue lo que necesito.


«¡Ay, madre, si todo era una mentira!»


—¿De qué hablas? —preguntó Ricardo mientras le hacía una seña a su amigo para que mantuviese la boca cerrada.


—Al parecer tu querida hermanita no sólo se abre de piernas para el marqués —al decir esto, Paula profirió un nuevo grito, esta vez de indignación, y Alfonso hizo el intento de abalanzarse sobre él, pero se vio frenado por Richard—, sino que también le hace de ladrona.


Ella pensó que, si no estuviera medio ciega, le hubiese dado una patada en la espinilla. Una bien fuerte.


—Creo que usted se está equivocando —intervino Pedro con la voz tan afilada que podía cortar—, señor. No tengo esos papeles.


Ricardo miró a Alfonso confuso, intentando desentrañar cuánta verdad había en las palabras de su tío, y lo que vio en el rostro del rubio no pareció gustarle, nada en absoluto.


—Equivocado o no, necesito los documentos —le dijo a Pedro—, así que démelos.



—¿De qué está hablando? —volvió a preguntar Alfonso mirando a Paula, pero ésta no era consciente de dicha mirada.


Mientras los hombres discutían, Paula sintió cómo una mano de mujer buscaba la suya y le colocaba un arma en ella, y de repente reconoció el cuerpo con el que había tropezado como el de Amalia. ¡Menos mal!


—Déjese de tonterías y deme los documentos —le ordenó—, su putita alega habérselos dado a usted.


Por la cara que puso Pedro, el hombre se dio cuenta de que Paula le había mentido, pero cuando se volvió hacia ella, éste atrajo de nuevo su atención.


—¿Para qué los quiere?


—Me han encargado que destruya cualquier prueba que le sirva para demostrar que es hijo legítimo del zar de Rusia —informó al afectado con impertinencia—, y me han pagado muy bien por ello.


Paula se contuvo un segundo cuando oyó aquella nueva confesión, demasiadas para una tarde.


Ricardo, mientras tanto, estaba decidiendo a quién mataría antes: si a su tío o a Alfonso.


—Deja marchar a Paula —le suplicó Ricardo—, ella ya te ha dicho que no tiene esos papeles.


De forma inesperada, Rodolfo apuntó a Ricardo y le disparó en el pecho sin que nadie pudiera haber sospechado que iba a hacerlo, sin que nada pudiera evitarlo.


—Cierra la boca de una maldita vez —le gritó—, estoy harto de ti.


—Nooooo…


Paula supo por instinto que a quien habían disparado era a su hermano, a su verdadero hermano. Se levantó rápidamente para llegar hasta él, conducida por el ruido del disparo, sin percatarse de que aún llevaba el arma que Amalia le había puesto en la mano, distrayendo a su tío con esa acción, circunstancia que aprovechó Alfonso para lanzarse contra él e intentar desestabilizarlo.


No obstante, Rodolfo reaccionó a tiempo para disparar a Alfonso, pero falló.


Paula se detuvo en seco al darse cuenta de que se disponía a disparar de nuevo.


—Paula, el arma —le ordenó Amalia con un hilo de voz—, ¡utilízala! ¡Vamos, no seas cobarde!


Miró la pistola que mantenía sujeta sin haberse percatado de ello, luego miró a Pedro, que se lanzaba de nuevo hacia su atacante, o al menos la imagen borrosa del que intuía que era él, ya que se vio obligado a tirarse al suelo para evitar que le diera, y después dirigió su mirada de nuevo a su tío, para ver cómo sonreía mientras se disponía a apretar el gatillo otra vez sin que el hombre que la había rechazado tuviese ninguna oportunidad.


«Pero si no veo…»


Alzó el brazo y cerró los ojos, movida por el impulso de salvarle nuevamente la vida, o al menos intentarlo, a Alfonso.


Luego, disparó.




INCONFESABLE: CAPITULO 20




Pedro se encontraba con Julian y Ricardo. Discutían acerca de cómo conseguir que Rodolfo confesara que tenía los documentos que acreditaban la legitimidad del primero como primogénito del zar, así como lograr detenerlo en sus intentos de matar a Alfonso, porque, a pesar de que todos sospechaban de él, gracias a los informadores que tenían esparcidos por los círculos en los que se movía éste, no podían demostrar nada y, claro, sin pruebas resultaría irrisorio denunciarlo. Podría convertirse todo en un desorbitado escándalo que seguramente acabaría en nada, y los implicados terminarían siendo el hazmerreír del país.


—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Penfried—. Yo estoy harto de esperar a que te asesine, mejor matémosle nosotros a él.


Hastings no dijo nada, sólo miraba por la ventana del despacho de la casa del marido de Clara; Pedro pensó que estaría pensando en la muerte de su tío, en lo que ello podría significar para su vida personal. Él estaba al tanto de su encuentro clandestino con la esposa de Rodolfo, al igual que Paula, aunque seguramente el hombre pensaba que su secreto estaba a salvo.


—Nadie va a matar a nadie —dijo sin volverse.


—A mí todo esto me resulta extraño. —Pedro creía que había algo raro—. Esos documentos me los robó hace meses, y sólo desde hace poco más de una semana han intentado acabar conmigo con más asiduidad. He sufrido algunos atentados a lo largo de mi vida, pero no tantos como en esta última semana.


—Sí —asintió Ricardo—, y en una de esas ocasiones por poco acaban también con mi hermana.


Pedro no pudo evitar que su mirada se cruzara con la de Julian, quien lo miró con una expresión que quería decir que sospechaba de su interés por la joven aunque nunca haría ningún comentario al respecto. El hombre no era persona de inmiscuirse en asuntos ajenos, todo lo contrario que su esposa.


—Podrías concretar desde cuándo, Alfonso —solicitó Ricardo—, tal vez haya algo que se nos escapa. Algo debe de haber propiciado ese interés repentino por verte muerto.


—Sí que hay una fecha —dijo pensativo—; todo comenzó la noche siguiente a la cena que diste en tu casa.


—¿De verdad? —preguntó Penfried, quien no acudió al evento—. ¿Qué pasó esa noche?


—Lo cierto es que nada fuera de lo común. —«Sólo que descubrí que la mujer que me había embrujado era su hermana»—. No podemos hacer nada, sólo esperar —añadió Pedro con fastidio—; Carter no ha encontrado nada de interés en casa de Rodolfo. Siempre creyó que los documentos estarían allí, sólo era cuestión de tiempo el dar con ellos, pero al parecer no ha sido así. Ha tenido que llevarlos a otro lugar.


—También hay otra persona infiltrada en esa casa —afirmó finalmente Ricardo para asombro de los otros dos—: Amalia, la doncella de Marianne.


Pedro lo miró un poco sorprendido, aunque no Julian.



—¿El Ministerio está implicado?


—¿De qué estáis hablando? —pregunto el afectado.


Nadie pareció haberlo oído, por lo que se dio cuenta de lo que ocurría.


—Por favor, no me digáis que ellos también están enterados de quién soy. Eso sólo puede significar una cosa: más complicaciones. Sabía que trabajabas para ellos, pero pensé que podía confiar en ti.


—No hay nada que ellos no sepan, Alfonso, pero te puedo asegurar que no se han enterado por mí. —Ricardo se volvió a mirarlo—. Hace años que trabajo para el Gobierno, al igual que Melbourne y lady Lamarck, pero nunca traicionaría la confianza de un amigo. Fue ella quien introdujo a Amalia en el servicio de mi tío, al igual que hicimos con Carter. La diferencia es que Carter busca esos documentos para nosotros, y Amalia, para el Ministerio.


Pedro pensó que él sí que había abusado de su confianza, así como que el imbécil de Melbourne, que había sido capaz de acercarse a él con el objetivo de obtener los documentos, seguramente para chantajear a su padre.


—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —Era irritante saberse vigilado por miembros de su propio entorno.


—Ni siquiera ahora debería estar haciéndolo, podrían tacharme de traidor —le señaló—, pero lo hago por la amistad que me une a ti, y porque no creo que esa información deba caer en las manos inadecuadas.


Él no dijo nada, estaba un poco enfadado, y defraudado, pero tampoco tanto como para no comprender a Hastings.


—Pues creo que por el momento no podemos hacer nada, bastará con intentar encontrar esos dichosos documentos antes que ellos.


—No estoy de acuerdo…


Alguien llamó a la puerta, pero no esperó a que lo invitasen a entrar, sino que abrió y se metió en la estancia provocando un remolino de faldas a su alrededor.


—¿Clara, que haces? —le preguntó su marido, molesto.


—Necesito hablar con el conde.


—¿Tiene que ser ahora?


—Sí, Julian, tiene que ser ahora.


Ricardo no dijo nada; no le gustaba la esposa de Julian, era una mala influencia para su hermana.


—¿Te importa, Hastings? —le preguntó Penfried—. No tienes que hablar con mi mujer si no quieres, y ella —le dijo, mirándola— lo va a aceptar y se va a marchar a hacer lo que tenga pendiente.


—Tengo pendiente esta conversación —se empecinó.


—Clara…


Pedro tuvo que aguantarse las ganas de reírse para no encolerizar aún más a Julian.


—Señora —le dijo Hastings muy serio animándola a hablar. 
Después de todo, qué otra cosa podía hacer, estaba en su casa y su marido estaba presente, sería una ofensa ignorarla—, la escucho.


Clara miró alrededor, ella esperaba que tanto su esposo como Alfonso la dejaran a solas con lord Hastings; sin embargo, los dos parecieron ponerse más cómodos en sus asientos y mirarla con cara de querer decir «de aquí no nos movemos». «Muy bien —pensó la mujer al cabo de unos segundos—, no me importa que escuchéis.»


—Sólo quería preguntarle por qué no quiere que Paula salga a pasear conmigo y, sin embargo, le parece correcto que salga con la antigua criada de su tío. —Estaba verdaderamente furiosa.


—¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre sin comprender. ¿Con qué criada tenía tratos su hermana?


—He ido a su casa —miró a Julian—. Sí, ya sé que me has prohibido ir a un lugar donde no quieren mis visitas, pero necesitaba hablar con Paula de un tema importante. —Esta vez miró a Pedro y éste enrojeció, dándose cuenta de que conocía su relación con la otra, lo cual podría suponer un grave problema para él si a Clara le daba por hacer de las suyas—. Y resulta que veo cómo sale a pasear —ahora miraba nuevamente a Ricardo—, cogida del brazo de Amalia, como si fuesen grandes amigas.


El marido de Clara se dio cuenta de que su mujer se había puesto celosa de que Paula pudiera tener otra confidente, pero también cayó en la cuenta de que esa confidente podría resultar peligrosa.


—¿Amalia no es la doncella de Marianne? —preguntó Pedro con un mal presentimiento—¿Esa… Amalia?


—Era —lo corrigió la mujer—. Marianne me ha contado que Rodolfo la ha despedido porque por su culpa se perdieron unos papeles muy importantes.


Los tres hombres se miraron con la cara congestionada.


—¿Cuándo se perdieron esos documentos? —preguntó Pedro saltando de su asiento.


—Hace alrededor de una semana, pero ¿qué tiene eso que ver con mi problema? —protestó—. No nos desviemos del tema.


—¿Cómo te enteras siempre de todo? —la reprendió su marido sorprendido e ignorando su último comentario—. Ni siquiera nosotros sabíamos eso.


Ella simplemente hizo un mohín.


—Por casualidad no sabrás nada de esos papeles —continuó Pedro, aunque no esperaba ninguna repuesta. 


Sería increíble que Clara les dijera dónde estaban.


—No —dijo ofendida—, lo único que sé es que Paula tenía unos papeles que pertenecían a su tío y que no me dejó leer, quería devolvérselos. Así que esos no pueden ser, porque no se han perdido, los tiene Pau en su habitación.


Julian y Pedro la miraron sorprendidos, y el hermano de su amiga la observó como quien ha presenciado un milagro.


—¿Qué? —les preguntó contrariada porque la miraran de aquella forma.


—Lady Penfried —le dijo Ricardo completamente asombrado porque esa mujercita supiera conseguir la información mejor que el servicio secreto británico—, ¿sabría usted el motivo por el cual mi hermana tendría esos documentos en su poder?


Aquella pregunta la incomodó un poco, y miró de nuevo a su marido y luego a Pedro.


—Sí, pero no voy a decir nada. Le he prometido a Pau guardar el secreto.


Pedro tuvo la certeza de que lo diría, sólo era cuestión de esperar, pero no mucho, porque Paula podría estar en peligro.


—Vamos, Clara, la hermana de Ricardo podría estar en serios problemas —le instó Julian—; ya que has empezado a hablar, cosa que te encanta, termina de una vez.


Ella negó con la cabeza y volvió a mirar a Pedro, y éste pensó que Ricardo lo mataría cuando la otra soltara la lengua, sólo esperaba que no tuviese prisa y pudieran encontrar primero a Paula y los documentos.



—Creo que puedes hablar sin comprometer demasiado a la dama.


—Créeme, querido, no puedo.


—Debes hacerlo —le dijo Pedro y ella lo miró un poco enojada. Clara sospechaba que era Alfonso el amante de su amiga, pero aún no lo tenía confirmado; de ser así, hubiese hecho lo posible para que se casara con ella. No obstante, él, a pesar de que era consciente del lío que podía montarse, decidió que la seguridad de la muchacha era más importante que todo lo demás.


—Muy bien —asintió—, pero que conste que lo hago por el bien de Pau.


—Desde luego. —Ricardo no estaba tan convencido, pero tenía que encontrar a su hermana sana y salva; los esbirros de Melbourne estaban habituados a hacer cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Y, por el momento, ese objetivo eran los documentos.


—Paula era la mujer que me acompañaba la noche que me sacaste del burdel —le explicó a su esposo, a la vez que vio a Pedro tomar aire y a Ricardo soltar un juramento. Sin embargo, Julian no pareció sorprendido—, pero su tío la descubrió allí y se la llevó a su casa. —Si Alfonso pensaba que iba a traicionar a su amiga, iba listo, aunque estaba disfrutando haciéndolo sufrir un poco—. No obstante, ella decidió regresar a la suya propia en mitad de la noche y se llevó consigo el abrigo de Rodolfo para protegerse del frío, y, al devolver el abrigo, no se dio cuenta de que se habían caído unos papeles; cuando los encontró, los guardó para devolvérselos más tarde.


Los tres la miraban y por una vez Clara temió haberse metido en un buen lío.


—Sería mucho pedirle que también pudiera decirme dónde podrían estar mi hermana y Amalia en este momento, ¿no? 
—Ricardo había llegado a la conclusión de que con lady Penfried cualquier cosa era posible.


Aquella pregunta la incomodó un poco, porque confesar que podría saberlo era desvelar lo que había hecho.


—Claraaa —Julian pronunciaba su nombre de esa forma cuando quería obligarla a hacer algo. Y Clara sabía que, cuando lo hacía, debía obedecerle.


—Muy bien —aceptó—, he puesto a uno de mis cocheros a seguirlas —murmuró mirando de reojo a su marido.


—¡Clara! —la regañó éste levantándose del asiento, y Pedro, a pesar de la preocupación por Paula, no pudo evitar soltar una risotada.


—Es mi amiga, no podía quedarme de brazos cruzados y permitir que una intrusa se interpusiera entre nosotras —le explicó a modo de disculpa pero sin remordimiento alguno—. Es mi única amiga de verdad, y no quiero compartirla.


Ricardo no sabía ni qué pensar, pero Pedro la hubiera abrazado allí mismo si no fuera porque Julian era un hombre bastante celoso. ¡Gracias al afán de Clara por meterse en la vida de los demás podrían encontrarla! Y también los preciados documentos.


—¿Sería tan amable de facilitarme dicha información? —Ricardo hubiera prohibido de por vida la amistad de su hermana con esa mujer, pero tenía que reconocer que su inapropiado comportamiento podía ser crucial para hallar a Paula, la cual podía estar en serios problemas en aquellos momentos si Amalia había descubierto que ella tenía lo que buscaba.


—Sólo si promete no volverse a inmiscuir en mi amistad con su hermana, y no prohibirle venir a verme.


Su marido maldijo por lo bajo, puesto que estaba hasta la coronilla de que siempre estuviera intentando conseguir lo que quería por medio del chantaje.


Pedro pasó, en un segundo, de querer abrazarla a desear estrangularla, porque ése no era el momento de ponerse a negociar, Rebeca podría estar en peligro.


Y a Ricardo, por una vez, le pareció que Clara sería una buena amiga para su hermana.


—Hecho.



****


Estaban esperando a que llegaran los superiores de su secuestradora. Por lo visto Amalia quería que ellos la interrogaran o decidieran qué se debía hacer, aunque Paula no entendía por qué tendrían que hacer algo. 


Después de todo, aquellos documentos llevaban ya varios días en su poder, y nadie hasta entonces se había preocupado por ellos. Ni siquiera su tío, que era el dueño de los mismos; bueno, si creía lo que había dicho Amalia, el dueño era Alfonso.


—No entiendo qué hacemos aquí. Ni tampoco por qué me tienes que estar apuntando continuamente con ese arma. Creí que teníamos una buena relación. —Al decir esto se volvió a ajustar las lentes.


Estaba intentando llegar a un entendimiento con Amalia; después de todo, la muchacha la había ayudado en otra situación complicada para ella y no creía que fuese a hacerle daño.


—Sería más fácil para ti si me dieras lo que te he pedido —le dijo mientras tomaba asiento junto a ella—, no creo que se los hayas dado a Alfonso, y créeme que no me gustaría tener que hacerte ningún daño. Me recuerdas demasiado a mi hermana.


—Se los he dado.


Estaba mintiendo de nuevo.


—Mientes, llevas ignorando a Alfonso desde la noche que pasasteis juntos.


Paula la miró con la boca abierta.


—¿Sabías que era él? —le preguntó sorprendida. «¿Cómo no se me ocurrió preguntarle a ella si había visto al hombre de esa noche?»


Amalia la miró abriendo mucho los ojos.


—Tú, ¿no? —Y empezó a reír a carcajadas.


—No sabía que era él —le dijo enfadada porque se riese de ella—, no veo sin mis lentes.


Amalia la miró aún con lágrimas en los ojos y le señaló los anteojos, para que se los diera.


—Entonces, dámelos.


—¿Por qué? No voy a escaparme —protestó negándose a quitárselos.


—Mejor no correr riesgos, eres una chica impredecible.


—Te equivocas, soy demasiado predecible.


—Dámelos, Paula —insistió adoptando una actitud más hostil.


—Me quedaré sin ver nada —intentó convencerla ignorando el hecho de que la tuteaba sin el menor reparo—, estamos casi a oscuras y, si me los quitas, me dejarás indefensa.


—Ya estás indefensa —afirmó arrogante—, puedo ser más letal que cualquier hombre.


—Pues no lo pareces.


—Por eso mismo lo soy, puedo pasar desapercibida y atacar cuando menos lo esperas.


—Intentas asustarme y no lo consigues.


—De momento —le dijo volviendo a sonreír—; aun así, dámelos.


La miró contrariada pero se los dio, aunque refunfuñando por lo bajo.


—Ahora es mejor que te pongas cómoda —la aconsejó Amalia—, tardarán en llegar, y cuando lo hagan querrán hablar contigo de esos papeles.


Paula no le contestó, estaba enfadada con ella y, como no podía verla como a una delincuente, no le tenía miedo. Se palpó con disimulo el bolsillo donde guardaba lo que ella y sus jefes andaban buscando y suspiró tranquila. Aquello debía ser muy importante, así que mejor no los soltaba hasta que hablara con su tío, o con Alfonso; después de todo, su nombre aparecía en el sobre que contenía éstos. Volviendo a recordar las palabras de Amalia, pensó que lo único que podría asustarla realmente era que su hermano se enterase de lo perversa que había sido, de que Ricardo descubriera cuánto le gustaba ser una mala mujer. Eso sí que la aterraba, y no una mujer que amenazaba con hacerle daño.


Así que se acomodó como pudo en el incómodo sillón donde la otra la había obligado a sentarse, cerró los ojos, y, sin poder evitarlo, se quedó dormida mientras Amalia vigilaba por la ventana, esperando la llegada de Melbourne y Leticia.