domingo, 16 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 23





Paolo la miró con salvaje repulsa.


—Madonna diavola! ¿De qué estás hablando?


—Ya lo has oído —Paula intentaba mantener el control como si se aferrase a un salvavidas en plena marejada. Él se puso pálido y unas arrugas de tensión se dibujaron en su boca. 


Parecía conmocionado.


Tragando con dificultad, ella se dijo a sí misma que no se rendiría a la necesidad de acercarse a él que le reclamaba cada parte de su cuerpo, a la necesidad de abrazarle, de alegar que se le habían cruzado de repente los cables y rogarle que olvidara lo que había dicho.


Se recordó estoicamente todo lo que había sabido:
—El matrimonio que tú querías se quedará donde debe estar. En papel. No compartiré la cama contigo.


Él levantó la cabeza y entrecerró los ojos, preguntando:
—¿Por qué?


Podía decirle la verdad, preguntarle qué había pasado entre él y Solange, preguntarle qué hacía con aquella rubia en Londres una semana antes y escuchar sus mentiras. O quizá él se lo contase todo y le recordase que no la amaba, que no creía en su matrimonio y que se consideraba libre de tener aventuras con quien quisiera.


Como ninguna de las dos opciones le resultaba atractiva, le dijo la primera mentira que se le ocurrió.
—Hice lo que querías, te saqué del hoyo que tú mismo te habías cavado. Y a cambio, y hasta que decidas pedir la anulación, estás en deuda conmigo. Viviré rodeada de lujos y tendré todo lo que quiera. Nada de levantarme al alba a cuidar de un montón de viejos. No volveré a pararme en los escaparates a ver una ropa que nunca podré permitirme. Nunca más…


—Basta! —le ordenó él con frialdad—. Pensé que eras distinta a las demás. Siento haberme equivocado.


Girando sobre sus talones, salió de la habitación con la cabeza alta.


Y con aquella acusación perforándole el corazón, Paula rompió a llorar.





SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 22




Al salir del brazo de Pedro de la iglesia del pueblo bajo la villa, Paula se sintió totalmente fuera de la realidad.


La ceremonia había transcurrido como en un sueño. Su magnífico vestido de seda marfil, la tiara de diamantes que Fiora había insistido que llevara, que era otra reliquia de la familia, el precioso ramo… todo parecía pertenecer a un cuento de hadas, más que a ella misma.


Y el hombre alto, guapo y atractivo que tenía a su lado… ¿llegaría a pertenecerle realmente alguna vez? Se negó ese pensamiento. Puede que no pareciese real, pero no era un sueño. Era el día de su boda y nada debía empañarlo.


Sonrió para la foto.


Su confusión respecto a atreverse a aceptar o no su propuesta había desaparecido por completo la mañana en que Pedro la había llevado en brazos a la villa después de la fiesta.


La tía abuela Edith la había estado esperando con cara de pocos amigos, el moño despeinado y el cuerpo en tensión, envuelta en el camisón que tenía desde hacía años.


—¿Se puede saber dónde habéis pasado la noche? —preguntó, con su tono estentóreo a máximo volumen—. Carla y yo insistimos en que Fiora se acostara hace horas, y eso que estaba muy preocupada. Desaparecisteis sin decir palabra. ¡Exijo una explicación! —dijo, como si fuesen niños traviesos en lugar de personas adultas y una de ella una leyenda en el mundo financiero.


Pedro había sonreído sin rastro de arrepentimiento, sin inmutarse ante la indignación de la anciana y había dicho con suavidad:
—Siento mucho haberos causado tanta molestia sin necesidad.


Paula se encogió de hombros. La tía Edith tenía la moral estricta de una solterona victoriana, ¡y qué otra explicación podría darse a la aparición de un hombre y una mujer deslizándose furtivamente al alba totalmente despeinados!


Carla, situada al lado de la anciana con una taza y un plato en la mano, había intentado suavizar la situación:
—No es algo por lo que preocuparse. ¿Qué hacen las jóvenes parejas de prometidos? Le dije que no se preocupara —pero sólo dio pie a otro bufido de disgusto.


Con la espalda rígida, Edith se giró, rechazó el té que se le ofrecía y se fue refunfuñando seguida de Carla.


Paula, preguntándose por qué su pariente no había dado rienda suelta a su moralina bramando un matrimonio anticipado, había empezado a reír contra el hombro de Pedro y en ese momento se había rendido a su destino, anunciando:
—¡Está hecho, tendremos que casarnos ya, o me considerará una perdida y me arruinará la vida!


Y entonces se dio cuenta, mientras él la apretaba contra su cuerpo y la besaba hasta hacerla sentir que la cabeza se le iba a despegar de los hombros, que lo que había dicho era tan buena excusa como cualquiera para permitir que su corazón mandara en su cabeza.


Durante las semanas siguientes, apenas había visto a Pedro. Necesitaba atar cabos sueltos en sus negocios y había estado en su oficina en Florencia, o volando a reuniones en distintas capitales, o liado con los preparativos de la boda.


Paula había estado ocupada con interminables detalles: el extravagante diseñador elegido por Fiora la había estado pellizcando, pinchando y diciéndole que se pusiera recta, el organizador de la boda contratado por Pedro le había preguntado por las flores que quería, había estado discutiendo con su tía la venta de su casa y la mudanza, aliviada al ver que le había perdonado su mal comportamiento, y a pesar de todo había tenido tiempo para echarle terriblemente de menos.


También había descubierto, llevándose una decepción enorme y totalmente inesperada, que no estaba embarazada.


—Estás preciosa —le decía Pedro tomándola de las manos y acompañándola a la limusina que les llevaría a la villa para el banquete.


Sus ojos brillaban como el oro. Por fin era suya, para siempre, y la tarea de enseñarla a amarle como él la amaba acababa de empezar.


—Es el vestido —le confió Paula, sabiendo que lo decía sólo para halagarla porque vestida normalmente resultaba una mujer corriente, pero amándolo por intentar hacerla sentirse especial.


—Qué va —le dedicó tal mirada que una oleada de conciencia sexual la recorrió, trayéndole recuerdos de la noche que habían pasado juntos y haciendo que todo su cuerpo se estremeciera. Y cuando dijo con voz ronca: «Desnuda estás mucho más hermosa que con cualquier vestido», se ruborizó y se abalanzó sobre él.


No podía contenerse, y casi llegó a derrumbarse de sensualidad cuando él la besó con tal avidez que la hizo prometer en aquel instante que haría todo lo posible para asegurarse de que nunca se cansaría de ella.


Con las piernas temblonas por los besos que habían compartido de camino a la villa, Paula entró en el vestíbulo cargado de flores de la casa que iba a ser su hogar como si caminase por el aire. Puede que él no la amase y tenía que ser lo suficientemente madura como para aceptar que se había casado por conveniencia, pero de ella dependía desterrar ese pensamiento y convertirse en algo tan conveniente que él nunca pensara en dejarla.


La fiesta fue sencilla, y los miembros del equipo de seguridad se mantuvieron discretamente aparcados en la carretera de acceso. Otros patrullaron por los alrededores ante la mínima posibilidad de que los paparazis se hubiesen enterado de una ceremonia que se había celebrado en secreto y Paula, escuchando el brindis del padrino, decidió que nada podía estropear un día como aquél.


La tía Edith sonreía bajo el ala de su sombrero. Paula estaba encantada de que su amada pariente hubiese decidido irse a vivir con Fiora. La habría echado de menos y hubiese estado preocupada al ver que se quedaba sola. Y a Fiora se la veía rebosante de salud. El médico le había dado el visto bueno y no estaba cansada en absoluto por el ajetreo de la boda.


Deseando quedarse a solas con su recién estrenado marido, Paula casi no tocó la comida, pero bebió más champán de lo debido. Pensó, envuelta en una nube de color de rosa, que hasta los primos de Pedro parecían comportarse y que Renata, con un sencillo vestido de satén marrón, había decidido deliberadamente no eclipsar a la novia, porque era tan guapa que podría haberlo hecho fácilmente.


Cuando acabó la comida, Paula le dedicó a su marido una radiante sonrisa, aguantando la risa porque parecía que él acababa de darse una ducha helada. Se levantó, apartando la mano que él había levantado para detenerla, y le dijo susurrando en alto:
—Tu madre y mi tía se están preparando para irse. Las acompañaré mientras tú te encargas… te encargas del resto —y se alejó flotando, asombrada de que por una vez era ella la que daba las órdenes y no al contrario.


—¡Estás achispada, niña! —la acusó Edith cuando Paula la ayudaba a entrar en el coche.


—Es un día especial —la defendió Fiora—, y sé de sobra que no es algo que hace habitualmente. Creo que un café solo le vendrá bien —aconsejó, y Carla, sentada delante junto al conductor, dio su opinión.


—Es por los nervios.


Paula, despidiéndose con la mano incluso hasta cuando el coche hubo desaparecido, estuvo de acuerdo.


Los nervios y la perspectiva de quedarse a solas con su impresionante marido le habían quitado las ganas de comer y, en cuanto levantaba la copa para beber, enseguida los camareros volvían a llenársela hasta el borde, razón por la que se sentía un poco tarumba.


Obligándose a caminar en línea recta, volvió a la villa dispuesta a comer y a beber litros de agua. Pero Renata la retuvo y se la llevó a la habitación vacía que había servido de salita de estar a Fiora durante su estancia.


Asombrada al verse secuestrada, Paula se hundió sin resistencia en el sofá que le indicó Renata, e intentaba buscar algo sensato que decir cuando la otra mujer se sentó a su lado y dijo:
—Todos están a punto de marcharse, pero tengo que enseñarte algo antes de irme.


Agarró su bolso de ante y Paula sonrió. Quizá la prima de Pedro se sentía mal por lo que le había dicho la otra noche y estaba intentando reconciliarse con ella. Si era así, encontraría medio trabajo hecho, porque odiaba estar a malas con cualquier miembro de la familia de la que ya formaba parte.


—Magnífico… ¿qué es? —preguntó, y miró la fotografía que le ponía en las manos, intentando que no se notase que no entendía nada.


La foto de estudio mostraba a una mujer increíblemente bella. Un rostro perfecto, pelo largo y rubio y lo que Paula sólo pudo describir como unos ojos marrones realmente atractivos.


—Solange —informó Renata—. La primera esposa de Pedro. Era mi mejor amiga.


—Ah —Paula no supo qué decir. Le devolvió la foto, aguantándose las ganas de limpiarse los dedos en la tapicería del sofá para descontaminarse. Aquello no sólo era una chiquillada, sino además un insulto. Sabía que Pedro había estado casado y que no le gustaba hablar de ello, así que nunca le había preguntado cómo era su primera esposa. ¿Por qué se ponía dramática al descubrir que era encantadora?


—Era francesa. Se conocieron en París. Lo tenía todo: elegancia, cultura, la capacidad de ser el alma de todas las reuniones y una carrera prometedora, pero renunció a todo al casarse.


Paula se estremeció. No hacía frío precisamente, pero la mirada maliciosa de aquella mujer la aterrorizaba. La cabeza empezó a dolerle, pero no estaba dispuesta a traicionar su vulnerabilidad, así que dijo fríamente:
—Pues si era tu amiga, debes de echarla de menos. Lo siento. Pero el matrimonio fallido de mi esposo no tiene nada que ver conmigo.


Iba a dejar la habitación, pero Renata ronroneó:
—Claro que sí. Estoy intentando advertirte, hacerte un favor. Pensé que debías saber cómo era Solange. Si una mujer como ella no pudo mantener el interés de Pedro más de unos cuantos meses, ¿qué esperanza te queda a ti?


Paula se levantó torpemente. Sentía las piernas raras, como si no le perteneciesen, pero quería salir de allí, lejos de aquella mujer que intentaba lo imposible por envenenar su matrimonio antes de que empezara, valiéndose de dudas y temores que ella ya albergaba.


—¡Espera! Tienes que ver algo más —el corazón de Paula se tambaleó. Sus pies se negaban a dar ni un paso más. Un terrible sentimiento de tensión la dejó petrificada en el sitio mientras Renata se le acercaba desplegando una hoja de papel—. Un periódico inglés de hace una semana. Mira —Paula agarró la hoja con manos temblorosas. No quería mirarla, pero no podía evitarlo. Parecía como si su corazón fuese a detenerse. Sintió que todo el cuerpo se le cerraba al reconocer a Pedro saliendo de uno de los restaurantes más famosos y caros de Londres.


Iluminado por el flash de la cámara, aparecía rodeando con el brazo a una rubia que parecía intentar meterse en su costoso traje. El titular rezaba: ¿La última conquista del banquero millonario?


Sintiéndose traicionada, Paula le tendió bruscamente el periódico a Renata y la oyó decir:
—Siempre le gustaron las rubias. Supongo que fueron a su hotel, o a un club y luego…


Paula salió y subió por la escalera de servicio para evitar a Pedro y a los invitados que se marchaban. Entró a su habitación, se dirigió directamente al baño y vomitó violentamente.


Cinco minutos más tarde, con la cara lívida, se encontraba totalmente sobria. Una semana antes de su boda y la fidelidad no significaba nada para él.


Por primera vez, Paula agradeció de corazón no estar esperando un hijo suyo.


No tendrían hijos. Su matrimonio no iba a ninguna parte. 


Pero no se recrearía en su sufrimiento. Era más dura que todo eso. Había aceptado casarse con él conociendo sus motivos, sabiendo perfectamente cuáles eran sus defectos. 


Se arrepentía de haber dejado que su amor por él la llevara a pensar que crecerían juntos, tendrían un matrimonio estable y feliz y formarían una familia. Aquélla era una lección aprendida a base de errores.


Cuando Pedro entró en la habitación quitándose la corbata, ella estaba sentada junto a la ventana. Sus ojos la deslumbraron y su sonrisa era tan demoledora que se preguntó con dolor si alguna vez lograría superar el efecto que tenía sobre ella. Deseó haber tenido tiempo para quitarse el vestido de novia. Pero al menos controlaba la situación. Por completo.


Pedro arrojó su chaqueta sobre el respaldo de una silla, torciendo la boca al preguntar:
—¿Te encuentras mejor? Me temo que el champán se te había subido a la cabeza —caminaba hacia ella. Más de metro ochenta de masculinidad peligrosamente bella. A ella se le secó la boca. Miró hacia otro lado. Tuvo que hacerlo—. ¿Te he dicho ya lo bonita que eres? Quiero hacerte el amor, pero acostarme con una mujer borracha es lo último que desearía hacer —esto último lo dijo con seriedad. 


Avergonzada, recordó como había arrastrado las palabras, levantándose vacilante de la mesa. De no saber lo que había hecho se estaría disculpando, prometiendo que nunca volvería a ocurrir, y no volvería a pasar.


Pero lo sabía.


Paula lo miró directamente a los ojos y los vio enfriarse mientras le decía:
—Ya tienes lo que querías. Un matrimonio de conveniencia. La tranquilidad de Fiora. Una esposa fácil que se mantendrá en segundo plano, al menos de ahora en adelante, pero que no se acostará contigo.


SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 21






—Eres más de lo que habría soñado jamás —susurró Pedro con sinceridad mientras le ponía los zapatos cuando ya la luz del alba se posaba sobre las colinas de la Toscana. Le agarró las manos y se las acercó a los pies—. Entiende, amata mia, que ahora no hay razón por la que no debas casarte conmigo —inclinó la cabeza para besarla entre los ojos—. No he usado protección alguna. Podrías estar embarazada.


Al ver que ella se estremecía, frunció el ceño. ¿No encontraría desagradable la idea de tener un hijo suyo? No sería por eso, ¿verdad? ¡No después de aquel momento perfecto que habían compartido!


Usó la lógica y sonrió aliviado. El aire de la mañana era frío y ella tenía frío. Le echó su chaqueta por los hombros para protegerla y rodeó posesivamente su cintura mientras salían de nuevo al jardín.


Él no había querido que aquello sucediese, su pretensión había sido respetarla y esperar a la noche de bodas. Pero ¿cómo podía arrepentirse de un solo segundo transcurrido aquella noche?


Era un hombre de mucho mundo, algunos lo llamarían cínico incluso, pero nunca se le había pasado por la cabeza la estúpida idea de enamorarse. ¡Y había ocurrido! El corazón se le ensanchó tanto que pareció explotarle en el pecho y apretó su cintura hasta que ella ralentizó el paso y se detuvo.


Dio mió! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se había ido enamorando de ella todo el tiempo, y su propuesta, sus manipulaciones, no tenían nada que ver con contentar a Mamma, sino con su propia felicidad. Y el primer indicio claro que se introdujo en su cabeza fueron los tremendos celos que había sentido al ver como Orfeo la manoseaba.


Sorprendido por la fuerza y la profundidad de sus sentimientos hacia Paula, por el generoso regalo de su virginidad, su voz se tornó ronca conforme la atraía hacia él.


—Pensaba llevarte unos días a la casa que tengo en Amalfi. Pero he aplazado ese plan hasta más adelante, hasta después de la boda —le dijo acercando la boca a sus cabellos—. Estaré ocupado todo el tiempo con los preparativos para asegurarme de que se celebra cuanto antes. De pronto posó las manos en sus hombros, alejándola de él. Las reacciones suaves y enternecedoras de Paula se habían tornado rígidas. Él sintió un nudo en su interior. Por primera vez en su vida, se sintió inseguro. ¡Y odiaba sentirse así!—. ¿No dices nada? —su voz sonó más dura de lo que esperaba. También se odió por eso.


Paula se apartó con la respiración entrecortada. Su mención de un posible embarazo la había dejado literalmente aturdida. Los genes italianos de Pedro no le permitirían apartarse de su hijo, y en cuanto a dejar que ella lo criase sola y conformarse con visitas ocasionales, en lo que a aquel macho italiano concernía eso sería algo impensable.


Sintió que se encogía dentro de los pliegues de la chaqueta y que tenía la boca petrificada cuando dijo:
—¿Y si no estoy embarazada?


Pedro sonrió, aliviado. ¿Aquélla era toda su preocupación? 


Cierto: a posteriori se daba cuenta de que su primera propuesta de matrimonio no había sido muy halagadora, con todo aquello de contentar a Mamma cuando, en realidad, con paciencia y el paso del tiempo, podía haberse manejado con la decepción de su madre.


Pero Paula no lo sabía entonces. No sabía que él podía hacer cualquier cosa que se propusiese. Y eso incluía romper un compromiso que había empezado como una mentira piadosa sin causar un daño excesivo a su madre. 


Maldijo su antigua reputación, ya que podía ser que en aquel momento ella estuviese sufriendo, convencida de que, habiendo probado las delicias de su cuerpo, él había perdido todo interés y sólo insistiría en casarse en caso de embarazo.


—Eso no cambia nada —la tranquilizó—. ¡Nos casaremos!


Y tomándola sin esfuerzo la llevó en brazos hasta la villa. 


Más bien, como pensó Paula, aturdida, como un guerrero que lleva a casa el botín de guerra.


También notó que él parecía encantado, con el pelo negro revuelto, una sonrisa en su boca sensual y los ojos brillantes y vivos. Perdía el aliento cada vez que lo miraba. Y nunca olvidaría lo ocurrido aquella noche. Nunca se arrepentiría de haber conocido un éxtasis tan increíble.


Sus ojos se humedecieron al recordar su primera vez, la primera de muchas, cuando él había llegado hasta el límite, el límite de su pequeño grito de dolor, y se había detenido, retirándose cortésmente. Ella había arqueado la pelvis, latiendo de deseo, y le había rogado:
—¡No te pares? ¡Sigue!


Nunca se culparía a sí misma por haber admitido sin reparos su descarado comportamiento. Nunca. Había sido maravilloso. Lánguidamente, se preguntó si podría culparse por dar el siguiente paso.


Casarse con él sería romperse el corazón, porque lo inevitable ocurriría y él pasaría a otra cosa en cuanto se acabase la novedad. Buscaría los placeres de alguna tonta rubia, satisfecho al comprobar que la mujer con quien se había casado para contentar a su madre se conformaba con quedar en un segundo plano.


¿Era eso lo que había ocurrido en su primer matrimonio? 


¿Su esposa había descubierto una infidelidad y lo había dejado? ¿Había preferido, como había sugerido Renata, morir de una sobredosis a enfrentarse a la vida como mujer desdeñada?


¿Se atrevía a correr ese riesgo?


¿Soportaría ver a su tía abuela y a Fiora decepcionadas si no lo hacía?


¿Podría soportar rechazar al hombre del que estaba perdidamente enamorada?