martes, 7 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 20




—Pensé que ya no quedaba nadie en la oficina —dijo Kalvin mirando fijamente a la persona que había encontrado en el despacho de la ayudante del Fiscal.


—Tenía que acabar unos asuntos antes de marcharme, pero eso a ti no te importa. Haz tu trabajo —le espetó con furia antes de cerrar la puerta. Ahora tendría que deshacerse de él. Si le contaba a alguien que había estado ahí todo se iría al traste.


Dejó los papeles encima de la mesa y abrió la puerta del despacho silenciosamente. A lo lejos, se oía el ruido ahogado de las ruedas del carro de limpieza de Kalvin Merrywether y el silbido triste que siempre lo acompañaba cuando se metía en faena.


Agarró el pesado pisapapeles con el que la recepcionista sujetaba los recados de la oficina y fue detrás de él. Parecía que ni siquiera rozara el suelo, se desplazó de forma tan liviana que Kalvin no tuvo oportunidad de reaccionar. Le asestó un fuerte golpe en la cabeza con el trozo de mármol negro y el hombre, cuyo aspecto habría dejado sin habla a más de uno por lo rudo y amenazante que parecía, se desplomó de inmediato.


No estaba muerto, y eso era un problema, porque ahora tendría que ocuparse de rematarlo, igual que hizo con la sebosa señora Plaid. Pero claro, no podía quemar la oficina…
—Ya se me ocurrirá algo —dijo en voz alta.



* * * * *


Paula abrió los ojos lentamente y se estiró entre las sábanas. Se sentía satisfecha y contenta a pesar de las circunstancias que la rodeaban. No había sido un sueño, ni mucho menos. Había sido de verdad. Él había vuelto y habían hecho el amor tan salvajemente, primero, y tan apasionadamente después que le dolía hasta el último músculo de su sensible cuerpo, pero había valido la pena. 


Estaba exhausta, colmada y hambrienta, pensó.


Miró el reloj cuando eran las nueve de la mañana. Un olor a café y tostadas le llegó a las fosas nasales haciendo que su estómago vacío rugiera de urgencia. Sonrió feliz. No recordaba cuándo había sido tan feliz en su vida.


Pedro estaba en la cocina desayunando cuando ella apareció por la puerta con los ojos aún entrecerrados por el sueño. Pau se dio cuenta de que llevaba el teléfono en la oreja, pero no hablaba, solo escuchaba y emitía algún que otro sonido en contadas ocasiones. Su expresión era pétrea, salvando el esbozo de sonrisa que hizo cuando la vio en la puerta de la cocina con su camiseta de West Point, descalza y con el pelo enmarañado.


—Está bien. Pasaremos por allí esta mañana —dijo y colgó. La miró por encima de su taza y le preguntó—: ¿Café?


—Sí, por favor. —Se sentó en el taburete enfrente de Pedro—. ¿Quién era? —preguntó haciendo un gesto hacia el teléfono que estaba encima de la mesa donde lo había dejado él tras su escueta conversación. Pedro la miró un momento con expresión seria y respondió.


—Era Simon. Tenemos que ir a la comisaría esta mañana. Han escuchado la grabación de la llamada de anoche y quieren hablar contigo.


Pau lo miraba fijamente mientras le hablaba. No podía creer que se olvidara tan fácilmente de la pesadilla que estaba viviendo cuando lo tenía a su lado.


—¿Qué piensas? —preguntó él.


—En ti —respondió un tanto avergonzada por su descaro. 


Ese hombre era imponente y se sobrecogía cuando pensaba en lo que habían hecho.


—¿Y qué piensas concretamente? —dijo acercándose a su taburete y poniendo su cuerpo entre las piernas de ella. Le agarró los muslos desnudos con las manos y los acarició suavemente con sus manos callosas y ásperas.


—Pienso que me he enamorado perdidamente de un hombre al que no conozco —soltó ella con dulzura, sin dejar de mirarlo, absorbiendo el calor que su cuerpo desprendía y sintiendo sus manos como lenguas de fuego.


Pedro cesó sus caricias de golpe, pero continuaba mirándola a los ojos. La mirada jocosa había desaparecido volviéndose fría e inexpresiva. Luego, poco a poco, se fue separando de ella consciente de que no podía seguir adelante con aquella relación. Su vida era mucho más complicada de lo que ella pensaba y no funcionaría. Él iba y venía según las órdenes que le enviaban. Lo mismo podía estar en Nueva York ahora, que dentro de una hora encontrarse camino de la otra punta del mundo. Podría tardar unas horas en resolver lo que fuera que le encargaran o meses. Y si le pasaba cualquier cosa… no quería tener a más gente preocupándose por si volvía vivo o muerto, o no volvía nunca.


—¿Qué sucede? —preguntó Pau alarmada por su reacción—. No he dicho nada que no sea verdad, Pedro.


—No lo dudo, pero esto no funcionará, Paula. No va a funcionar.


Paula abrió los ojos sorprendida por sus palabras. Sintió que algo dentro de ella se rompía en mil pedazos. ¿Qué quería decir él con eso de que no iba a funcionar? Ya estaba funcionando, pensó al borde de las lágrimas.


—¿Por qué dices que no funcionará? ¿No crees que lo que pasó anoche y lo que está pasando desde que nos vimos es algo? —preguntó disgustada. Debía mantenerse firme para no llorar.


—No pretendo que lo entiendas, Pau —respondió mirando por el ventanal.


—¿Por qué? ¡Explícamelo! ¡¿Funcionamos cuando follamos, pero para mantener una relación no?! ¿Es eso?


—¡No! —gritó él fuera de control. Paula abrió los ojos ante aquel estallido repentino y Pedro respiró hondo para controlarse—. No es eso. No puedo tener una relación contigo. Mi vida es demasiado complicada para que entres en ella. —Resopló frustrado y enfadado por no tener las palabras exactas con las que describir cuál era la situación—. Ya te he dicho que no espero que lo entiendas. Esto es todo lo que soy —dijo señalándose de la cabeza a los pies—, me valgo de mí mismo para hacer lo que hago. No quiero complicaciones en mi vida, Pau. Lo siento.


Lo miró cuando se iba a la habitación y al momento oyó el grifo de la ducha.


Paula tuvo la sensación de encontrarse en una montaña rusa. En un instante estaba en la cima del mundo y al siguiente se encontraba hundida en las profundidades. Tragó con dificultad el bocado que había dado a la tostada ya fría y dio un sorbo al café, fuerte y amargo, como Pedro esa mañana.


No hablaron ni una sola palabra en todo el trayecto hasta la comisaría donde Simon los esperaba con cara de pocos amigos.


Se acercó a su hermana, le dio un beso en la sien y percibió que estaba más pálida de lo habitual pero entendió que se debía a las circunstancias. Sin embargo, aún no conocía las últimas noticias que habían llegado esa mañana. Miró a Pedro y le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo que él correspondió de forma similar.


Entraron por un pasillo lleno de puertas en las que la actividad era frenética. Llegaron a una que se encontraba cerrada y Simon llamó con los nudillos. Oyeron una voz que les autorizaba a pasar y entraron en la pequeña habitación, mal ventilada y con un fuerte olor a humanidad.


—Siéntense —dijo un hombre grueso de unos cincuenta años, sentado al otro lado de una mesa blanca de oficina. A su lado, de pie, había otro más joven, de unos treinta y cinco, aproximadamente, con una cicatriz que le dividía la ceja en dos, lo que le daba un aspecto siniestro. Ambos llevaban camisa blanca arremangada en los brazos y pantalones negros con zapatos de vestir negros, también. 


Por su aspecto desaliñado y sus semblantes sudorosos, parecía que hubieran pasado la noche en la comisaría.


Simon los saludo con un cordial apretón de manos y los presentó. El capitán Lester Morrison esbozó una cordial sonrisa cuando estrechó la mano de la ayudante del Fiscal. 


Sin embargo, miró a Pedro con unos ojos cargados de frialdad y descortesía, y su apretón de manos fue más seco y cortante. Por el contrario, el teniente Archibald Wayne, el más joven, saludó a ambos con igual cortesía.


—Bien, creo que este caso se nos está yendo de las manos por momentos, señora Chaves. Debería usted haber denunciado las llamadas en cuanto se produjo la primera. Al igual que la desaparición de su secretaria. Ahora tenemos otra víctima más que está relacionada con usted.


—¿Otra víctima? —preguntó sobresaltada. Abrió los ojos exageradamente cuando comprobó que tanto Simon como Pedro sabían de qué hablaba el capitán. Los labios le empezaron a temblar y tuvo que mordérselos para que no se notara su inquietud y sus ganas de echarse a llorar—. ¿Quién? —susurró con voz temblorosa.


—Kalvin Merrywether, ¿le suena? —se adelantó el teniente Wayne.


Paula contuvo la respiración y ahogó un grito entre sus manos cuando recordó al extraño hombre de la limpieza.


Llevaba en esa oficina desde antes de que ella llegara allí. 


Tenía familia, al menos dos hijos y, a pesar de su aspecto, era amable y bueno con la gente. Nunca se quedaba nada que encontrara por la oficina.


En una ocasión se le perdió uno de los pendientes de oro preferidos de su difunta madre. Pasó tres días buscando por todas partes sin decir nada a nadie, y una mañana, al llegar a la oficina, Kalvin se lo había dejado encima de la mesa con una nota.


Paula no pudo evitar romper a llorar. Los cuatro hombres se miraron sin saber qué hacer. Fue Pedro quien le cogió la mano y le susurró tranquilamente que se calmase.


—¿Cómo murió? —preguntó cuando ya se había repuesto en parte.


—¿De verdad quiere saberlo? —Paula asintió convencida—. Al principio pensábamos que había resbalado y se había golpeado contra el suelo. Tenía un buen golpe en la parte de atrás de la cabeza. Pero unos minutos antes de su llegada, el forense ha enviado el informe definitivo y, para nuestra sorpresa, el señor Merrywether tenía el cuello roto y recolocado, tal y como le sucediera a la señora Plaid, su secretaria. Por lo tanto, nos encontramos con dos asesinatos en toda regla, y ningún sospechoso a la vista. Todo esto sumado a las llamadas de teléfono que ha estado recibiendo, y al incendio de su piso, nos deja en una situación algo complicada, señora.


—¿Creen que es la misma persona? —preguntó Pedro.


—Sí, creemos que puede ser la misma persona, aunque todavía nos falta encontrar el móvil de todo esto —contestó el capitán—. Señora Chaves, ¿conoce usted a alguien que pueda llegar a estos extremos? ¿Tiene muchos enemigos, señora?


—¡Pues claro que tiene enemigos! Es la ayudante del Fiscal del Distrito, por el amor de Dios —explotó Simon—. Todos los delincuentes de Nueva York que están en la cárcel gracias a sus aportaciones estarían encantados de hacerle algo así.


—Relájate, Simon —le dijo Archibald Wayne—, sabemos que esto no es plato de buen gusto para ti, pero necesitamos que ella conteste.


—No lo sé, teniente. No sé quién puede tener tantas ganas de verme muerta. —Su voz sonaba inusualmente serena y dura. Pedro se fijó en que los ojos ya no le brillaban por las lágrimas sino de puro odio y resentimiento.


—Bueno, reuniremos todo lo que tenemos en nuestras manos e intentaremos sacar algo en claro. Quizás sea necesario que se pase por aquí algún día más, ¿de acuerdo? —Pau asintió—. Pues hemos acabado.


Antes de salir, el teniente le dijo a Simon:
—Vamos a poner una patrulla a vigilar tu casa día y noche, Simon. —Luego se dirigió a ella—. Señora Chaves, le pondremos protección de paisano, ¿de acuerdo? Eso significa que deberá ignorarlos para que pasen desapercibidos cuando se encuentre en público.


—No necesitará protección de paisano, yo me haré cargo —dijo Pedro de repente.


—No —le espetó ella duramente con una mirada que lo dejó sin habla—. Aceptaré esa protección, teniente.


—Bien, los agentes Ángelo y Martínez la acompañaran a partir de hoy, mientras sea necesario. Procure no salir de casa si no es importante. Tenga el teléfono móvil a mano en todo momento y no haga locuras, ¿está claro? —Paula asintió nerviosa. Se cruzó de brazos cuando salían de la comisaría para que nadie pudiera detectar el temblor de manos que tenía. También le dolía la cabeza bastante. No sabía cuándo le había llegado el dolor pero ahí estaba. 


Necesitaba tomarse algo con urgencia y tener un poco de paz y oscuridad.


—Te llevo al despacho —dijo Pedro cuando ya estaba en la calle. Simon se había quedado dentro hablando con Ángelo y Martínez.


—No, cogeré un taxi, descuida. —Levantó la mano para llamar a uno.


—Pau… por favor.


—No, no necesito que me lleves, ni me traigas, ni nada de nada, ¿te enteras? —Le lanzó con tanta rabia las palabras que sintió cómo ella misma se partía en dos por dentro. Pedro abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar de inmediato—. Creo que no es buena idea que nos veamos, tenías razón. En estos momentos no quiero tener una relación con nadie, y mucho menos contigo, Pedro.


—Paula, no hagas eso… No puedes h…


—¿Qué no haga, qué? Eres tú el que esta mañana ha dicho que no iba a funcionar. Te estoy dando la razón y facilitándote las cosas. —Estaba gritando en medio de la calle. Algunos policías en la puerta ya se encogían de hombros al ver la discusión entre ellos. Ella levantó de nuevo el brazo para llamar a un taxi y al momento llegó uno. Abrió la puerta con furia y antes de meterse dentro se volvió y le dijo—: No quiero volver a verte, jamás.







LO QUE SOY: CAPITULO 19





Pedro entró silencioso en el apartamento como solía hacer siempre que llegaba a casa. Estaba preocupado. Había pasado la noche entre vuelo y vuelo. Simon lo había llamado un millar de veces. Aquel tipo había vuelto a llamar y Paula había desaparecido. Su apariencia exterior nada tenía que ver con el enjambre de nervios que hervía dentro de su pecho. Ni siquiera se dio cuenta de lo agitado que estaba hasta que estuvo a punto de agredir al taxista indio que lo llevó a casa. Y solo porque el hombre tenía ganas de hablar y él no.


Dejó la bolsa de tela a un lado de la puerta y entró en la cocina. No iba a poder dormir hasta que no encontraran a Paula. Se preparó algo de picar y abrió una lata de cerveza. 


Dio un trago largo. Se daría una ducha y después llamaría a Simon.


Entró en la habitación a oscuras y fue directo a encender la luz del cuarto de baño. Se fijó en la imagen que le devolvía el espejo. Estaba sin afeitar, tenía un pequeño corte en la ceja ya cicatrizado prácticamente y presentaba un aspecto lamentable. De repente, percibió un movimiento a través del espejo, justo detrás de él. Enfocó la mirada y la vio. Estaba dormida, envuelta en las sábanas de cualquier forma, encogida como si se protegiera de alguna amenaza y parecía tan vulnerable como preciosa.


Salió de la habitación y cogió el teléfono. Marco el número de Simon y le dijo:
—Está aquí, Chaves, en mi casa. —Pedro sonrió ante la cantidad de improperios que soltó el hombre. Sabía que era más por el alivio que sintió cuando supo del paradero de su hermana que por el hecho de que estuviera en su casa. Era normal que se sintiera tan impotente y que reaccionara de esa forma al saber que ella estaba bien.


No se dijeron nada más. Pedro dejó el móvil encima de la mesa y fue hasta la habitación. Entró en silencio admirando las curvas de esa mujer, la forma en que su pelo reposaba sobre la almohada, su boca entreabierta respirando tranquilamente ajena a todo, sus manos apoyadas en el colchón como a la espera de encontrarlo a él a su lado. Se estremeció y lo invadió una sensación de euforia que no comprendió enseguida, pero conforme pasaban los minutos y la miraba, se dio cuenta de que solo podía ser una cosa, algo que prefirió no pensar.


Se acercó a la cama y se sentó en un extremo.


—Paula, despierta —le dijo suavemente poniéndole una mano en el hombro. Ella no se movió—. Paula, ¿me oyes? —Se giró lentamente, abriendo y cerrando los ojos despacio. 


Estaba aún adormilada y pensó que era un sueño. Se encogió y empezó a llorar. Pedro la agarró con más fuerza de la que hubiera querido y la sentó sobre sus piernas para abrazarla. Ella se agarró a su cuello como si fuera su salvavidas y poco a poco se fue relajando. Pedro pensó que se había quedado dormida.


—¿Estas mejor? —preguntó en un susurro junto a su oreja. 


Ella se movió y levantó la cara hacia él. No respondió, se quedó mirándolo fijamente, como si fuera un espectro.


—Has vuelto —dijo en un murmullo.


—Sí, esta noche.


Ya no dijeron nada más. Pau le acarició la cara con la punta de los dedos y acercó su boca a la de él para besarlo. Pedro reaccionó de inmediato abriendo los labios para ella. Era importante que ella recuperara el control por un momento y él no se lo impediría. La lengua de Paula comenzó a deslizarse dentro de la boca masculina que tenía un ligero sabor a cerveza. Le recorrió el labio superior y luego el inferior, continuando con pequeños besos en la comisura de la boca que hizo perder el control al hombre.


La empujó dulcemente hacia atrás y la acostó entre las sábanas sin perder el contacto con sus sabrosos labios.


Profundizó en el beso, apretando su cuerpo contra ella, volviéndolo salvaje y enfermizo, arrancando gemidos de placer de su boca que provocaban punzadas que iban a parar directamente a la dureza de su miembro.


—He deseado tanto tocarte —le dijo él cuando desvió sus labios hacia el lóbulo de su oreja, lamiéndolo y mordiéndolo con dedicación. Las manos de Pedro volaban por el cuerpo de Pau. Se metieron por debajo de su camiseta hasta llegar a sus pechos que ya estaban duros por la expectación de su tacto.


Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Paula en cuanto él la tocó. Ya no deseaba otra cosa que sentirlo dentro de ella, que notar sus manos sobre su piel, que saborear el momento del éxtasis junto a él.


Pedro le sacó la camiseta despacio y la tiró fuera de la cama. Le siguieron los pequeños pantalones de deporte y el tanga que bajaron en una sola vez empujados por las fuertes y deseosas manos de aquel maravilloso hombre. Cuando estos siguieron el mismo camino que la camiseta, él, en un movimiento rápido, se quitó la suya, deseando sentir el pecho de Pau aplastado contra el propio.


La observó unos segundos. Era la mujer más perfecta con la que había estado jamás en su vida. Apasionada, hambrienta, agresiva o sumisa dependiendo el momento, pero sobre todo, ardiente. Se retorcía encima de la cama esperando sus caricias que no tardaron en llegar.


Se acercó a un pezón y lo lamió con fuerza arrancando un gemido de sus labios. Continuó lamiendo, succionando, mordiendo suavemente, acariciándola con el aliento cálido de su boca o soplando una brisa fresca para endurecer hasta la locura el pequeño botón rosado. Mientras, con una de sus manos, masajeaba el otro pecho, pasando el dedo pulgar por encima del otro pezón con rápidos y cortos toques que la volvían loca.


—No puedo esperar más —dijo ella jadeante, llevándose una mano a sus partes más íntimas—. Por favor, por favor —le suplicó.


—No, aún no, deseo saborearte entera. Quiero que te corras para mí, Pau; que llegues a lo más alto para mí, y quiero verlo con mis ojos —le susurró tan eróticamente que sintió las primeras oleadas del orgasmo al instante.


Pedro le besó el abdomen plano y duro dejando un rastro húmedo de besos. Le acariciaba la piel sensible del interior de los muslos, lo que hizo que ella se abriera más de piernas, para facilitarle el camino hasta su sexo palpitante y deseoso de ser tocado. Pero las manos de él nunca llegaban al punto que ella quería. Se sentía mareada, extasiada, no sabía qué hacer o decir para que él le diera la satisfacción que pedía con sus caderas, con sus manos, con todo su cuerpo.


De repente Pedro detuvo sus besos en lo alto de los rizos negros que habitaban entre sus piernas.


—Quiero que me mires, Pau. Mírame.


Ella levantó la cabeza y vio su media sonrisa y sus ojos velados por una pasión similar a la suya. Entonces él, consciente de que ella miraba fijamente sus movimientos, introdujo la lengua entre la maraña de rizos y tanteó hasta encontrar el bultito sonrosado que tanto deseaba encontrar. 


Pau chilló de placer cuando la lengua de él, áspera y resbaladiza giró y se retorció alrededor de su clítoris. Largos lengüetazos se alternaban con pequeños toques, juguetones y rápidos.


Creyó que moriría de placer cuando la lengua de Pedro la penetró absorbiendo sus jugos más íntimos.


—Córrete para mí, mi amor. Córrete, Pau.


—Sí —dijo ella gimiendo. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para esperar la cumbre de aquella experiencia.


—No, mírame. No dejes de mirarme, mi vida. Mírame. Quiero que veas cómo te corres en mí.


Parecía que no lo había oído cuando, de pronto, levantó la cabeza y lo miró. Entonces él empezó de nuevo las embestidas con la lengua mientras le frotaba el clítoris con un dedo hasta que llegó a lo más alto y una sustancia viscosa y salada empezó a manar de ella. Se estremecía una y otra vez con unas olas de placer superiores a cualquier otra cosa que hubiera sentido nunca. Se mordía los labios para no gritar y notó el sabor metálico de la sangre en su boca cuando la intensidad de su orgasmo comenzó a bajar.


Pedro se incorporó pasando las ásperas manos por su cuerpo. Se colocó entre sus piernas y se quitó los pantalones, lanzándolos a la otra punta de la habitación con una patada. Entonces situó su miembro, duro y palpitante, en la entrada que hacía un momento saboreaba y empujó sin remilgos hasta introducirse totalmente en ella y quedar pelvis contra pelvis.


Paula gimió fuertemente y se agarró a sus poderosos hombros para clavar allí sus uñas en un arrebato de pasión. 


Pedro ya no podía hablar, solo pensaba en que explotaría si no alcanzaba el orgasmo pronto y embistió una vez tras otra. 


Ella se adecuó al ritmo que marcaban las caderas de él y pronto comenzó a sentir de nuevo las oleadas de placer que le volvían los miembros de mantequilla y le hacían casi perder la conciencia.


Alcanzó un nuevo orgasmo unos breves instantes antes que él y sintió que se convertían en una sola persona en ese preciso momento.


Jadeantes y sudorosos sus cuerpos se fueron relajando conforme pasaban los minutos. Pedro, encima de ella, se apoyó en los codos para reposar su peso y no hacerle daño. 


Puso una mano a cada lado de su cabeza y se la sujetó delicadamente para besarla con pasión y abandono. Luego, rodó a un costado de la cama, saliendo de ella, y la atrajo a su lado protegiéndola con su fuerte brazo. Paula reposó la cabeza en su pecho y sintió los latidos de su corazón mezclados con los de él. Escuchando únicamente ese sonido logró conciliar un profundo sueño. Pedro también se durmió.



LO QUE SOY: CAPITULO 18




Apoyó la cabeza en el brazo del sofá y se recostó. Estaba agotada y necesitaba descansar, pero no eran ni las nueve de la noche, demasiado pronto para irse a la cama.


Cogió un libro y comenzó a leer, pero pronto lo dejó a un lado aburrida. Encendió la tele, pasó varios canales con el mando y la volvió a apagar. Se sentía inquieta y nerviosa.


Simon estaba de turno esa noche y Carmen había ido al estreno de un nuevo espectáculo de agua y fuego que tenía muy buena pinta, pero a pesar de que su cuñada le había ofrecido una entrada para ir con ella, no tenía humor para rodearse de gente y fingir que se encontraba bien porque no lo estaba.


Ojeó algunos números pasados de la revista para la que escribía Carmen y admiró su estilo de escritura. La forma como describía las sensaciones que le producían los diversos actos culturales a los que debía asistir para dar su opinión, era exquisita. Contaba al detalle cosas que cualquier otra persona habría pasado por alto: un gesto de la actriz principal al público, el detalle del decorado que más le había llamado la atención, la sonrisa traviesa de algún actor al encontrarse ante un fallo de guión. Te lo contaba todo sin desvelarte nada, y era ese tipo de cosas lo que la hacía valiosa en su trabajo.


Qué suerte había tenido Simon al toparse con ella.


Bostezó cansada y se estremeció. Su cabeza se debatía entre un baño e irse a la cama directamente. Recordó su último baño relajante y sonrió al sentir cómo la piel se le ponía de gallina solo de pensarlo. Lo echaba de menos, era increíble, pero no había momento del día en el que no pensara en él, en su boca, en sus manos, en su cuerpo, fuerte y musculoso, haciéndole el amor toda la noche, en su sonrisa traviesa, en su pelo rubio despeinado, en sus ojos que eran pozos negros y profundos. «Cuánto horror habrán visto esos ojos», pensó embelesada por el recuerdo de aquel hombre que la hacía estremecer con un pestañeo. Se había sentido molesta con él y con Simon. No quería que hablaran a sus espaldas como si ella fuera una niña pequeña que no puede protegerse. Pero por otro lado, se alegraba de que, por fin, su hermano y Pedro hicieran algo juntos por un bien común.


Había llamado a Simon para disculparse por su arranque de genio durante su visita al despacho y él se había reído quitándole importancia al asunto.


Como pasaba en esos últimos días, fue el teléfono quien la sacó de su ensoñación. Miró la pantalla. No había número, ni nombre y creyó que era Pedro.


—Te echaba de menos —dijo lentamente.


—¿Si? Vaya, puta, no pensaba que te fueran a excitar tanto nuestras conversaciones. Me halagas, perra, pero no te servirá de nada. —Paula ahogó un grito poniendo una mano en su boca. —Ahhhh, ya veo. Lo esperabas a él ¿verdad? Qué pena —dijo imitando la voz de un niñito—. Su trocito de carne andante no está para darte gustito entre las piernas.


—¿Qué quieres? —le espetó ella fieramente.


—Que te mueras, perra. Haré contigo como hice con la gorda de tu secretaria. No, no, lo mismo no, a ti te arrancaré la piel a tiras y mientras veo cómo te desangras alguien te dará el gusto que siempre anhelas, follándote hasta que grites.


—¿Por qué yo? ¿Qué he hecho yo? —Pau lloraba aterrorizada.


—Oh, pobrecita, ¿no sabe por qué? ¿No sabe que ha hecho mal? —dijo la voz con un tono dulce y meloso fingido para después cambiar de repente a otro amenazador y duro—: Has sido una niña mala, y las niñas malas reciben azotes en el culo. —Se levantó del sofá y fue hacia la ventana, necesitaba aire. —Oh, mírate. Con ese pantalón corto y esa camiseta pareces una puta satisfecha contigo misma ¿verdad? Dan ganas de atarte a la cama y azotarte. Seguro que te gusta. —La voz rio cuando ella se apartó de la ventana bruscamente. Paula colgó el teléfono rápidamente y se escondió en la oscuridad de su habitación. Temblaba tanto que no pudo marcar el número de Simon.


Su móvil volvió a sonar pero ella cortó la llamada. Sonó de nuevo.


—¡Déjame en paz, hijo de puta! —gritó llena de terror.


—Si vuelves a colgar el teléfono otra vez subiré ahí donde estás y te aseguro que te arrepentirás de haberlo hecho, ¿me has oído? Te conozco muy bien, Paula. Sé que harás lo que te diga porque ¿no querrás que a tu hermanito le pase nada, verdad?


—Ni se te ocurra tocarle un pelo. —Sentía que los ojos se le salían de las órbitas—. Te perseguiré como si se me fuera la vida en ello y te atraparé, eso dalo por hecho. Te pudrirás en la cárcel durante tanto tiempo que si sales algún día habrá cambiado el siglo, cabrón. —Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos y los ojos inyectados en sangre.


—Que valiente. ¿Me pregunto si tu cuñadita estará de acuerdo con esa agresividad? Es tan mansa y tan agradable. Tendré que preguntárselo a la salida del teatro esta noche, ¿no crees? —Se cortó la comunicación.


Paula encendió la luz de la mesita y se acercó a un lateral de la ventana para ver si había algún movimiento en la calle o en alguna terraza de alrededor, pero no logró ver nada. Eran ya las diez de la noche y había oscurecido.


Llamó a Simon de inmediato, alertándole para que mandara una patrulla a recoger a Carmen al teatro. Cuando le dijo que el tipo de las llamadas estaba por allí y que la había visto desde algún lugar en la calle, Simon casi se muere.


—No salgas de allí, Pau. Llegaré enseguida ¿de acuerdo?


—¿Y Carmen? —preguntó ella asustada.


—Ya he mandado a mi compañero a por ella, no esperará a que salga, entrará en el teatro y la sacará por la puerta de atrás. No te preocupes.


Tras la breve conversación, Paula se metió en la cama y empezó a temblar. A pesar de que la temperatura del ambiente era muy agradable, más bien tirando a calurosa, ella temblaba de frío. Quiso llamar a Pedro pero pensó que tendría que dejarle un mensaje y esperar a que él lo oyese.


Eso podría ser enseguida, o dentro de tres días.


De repente oyó un ruido en la escalera de emergencia. Se quedó muy quieta, casi sin respirar. Lo oyó otra vez, y otra. 


Se levantó corriendo y cerró las ventanas del salón y de la habitación. Podría ser cualquier cosa pero como no creía en las casualidades prefirió no arriesgarse. Simon le había dicho que lo esperara en casa pero ella no estaba dispuesta a enfrentarse con aquel loco en ese momento.


Se puso sus zapatillas de deporte nuevas, cogió su bolso y se lo cruzó a modo bandolera. Volvió a oír el ruido y salió disparada hacia la puerta de entrada, pero en lugar de bajar a la calle, subió hasta la azotea. Corrió hasta el muro de separación de las terrazas como si la persiguieran mil demonios y saltó con facilidad el metro y medio de ladrillos. 


Encontró la puerta de las escaleras del edificio y voló por ellas hasta la portería que daba a la calle de atrás. Se alejó todo lo que pudo y en cuanto vio un taxi libre, lo paró y le dio la dirección a la que iría.


Simon comunicaba todo el rato. No había forma de contactar con él. Carmen, al parecer, había olvidado conectar su teléfono al salir del teatro. Esperaba que estuviera bien.


Eran las once y media de la noche cuando llegó a casa de Pedro. El portero le hizo una seña a modo de saludo y no le dijo nada cuando se metió en el ascensor. Se miró en el espejo y se encontró horrorosa. El pelo enredado se le escapaba de la coleta que se había hecho deprisa antes de salir corriendo de casa de Simon. La camiseta estaba desgastada, era una de las que usaba Simon para el gimnasio, con las mangas cortadas. Los pantalones cortos, que apenas se veían bajo la camiseta, eran lo único decente pero demasiado cortos. Le dolían los pies por llevar las zapatillas sin calcetines. Seguro que tendría un millón de llagas en los dedos.


Se abrieron las puertas del ascensor en el piso veinticuatro. 


Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta despacio. El olor de aquella casa le trajo a la memoria la noche que había pasado allí, la increíble experiencia que Pedro le había proporcionado sin darse cuenta. No pudo contener las lágrimas cuando vio la cama deshecha, las almohadas colocadas de cualquier forma, las sábanas revueltas y la camiseta que ella había llevado en un lado, en el suelo.


Se quitó el bolso y se tumbó en la cama a llorar hasta que se quedó dormida por el agotamiento.