jueves, 3 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO FINAL




Con una sonrisa amplia, Pedro rellenó los cuencos con sopa y volvió a sentarse a la mesa. No era muy buen cocinero, no como Pau. Ya echaba de menos las sonrisas de ella. Hizo a un lado esos pensamientos hasta estar a solas. La reunión con su hermana eclipsaba su carencia de habilidades culinarias.


—Lamento que no sea una cena más suculenta.


—No seas bobo —Barbara alzó su cuchara y sonrió—. Gracias. Una cosa que le prometí a la doctora era que comería mejor. Esto es lo que necesitaba.


—¿De verdad estás bien? —su sonrisa vaciló un poco—. Quiero decir que vas a ocuparte otra vez de Daniela a tiempo completo. ¿Estás segura de encontrarte preparada?


La sonrisa de ella también se esfumó ante la seriedad del tema.


—Te mentiría si dijera que no me siento asustada. Pero estoy aprendiendo técnicas para encarar las situaciones y tengo un número al que llamar en todo momento, de día o de noche. No te preocupes, Pedro. Todo el mundo está pendiente de mí.


—Lo de llamar de día o de noche también se aplica a mí —dejó la cuchara y le tomó la mano—. Sospeché lo de nuestro padre en todo momento, pero fui un cobarde y no dije nada. Eso se acabó. Si tú quieres, me gustaría ser tu hermano.


Los ojos de Barbara se llenaron de lágrimas y le apretó la mano.


—Siempre fuiste un buen chico y te has convertido en un buen hombre, incluso cuando no pensaba con claridad, sé que no te habría confiado a Daniela si no hubiera creído que te desvivirías por ella. En una ocasión te fuiste a casa con un ojo morado por mí, Pedro. No lo he olvidado.


—Es bueno volver a tener una familia —repuso él con sencillez.


—Sí, lo es. Y sé que tuviste ayuda. ¿Dónde está Paula?


Hasta la mención de su nombre le causaba dolor.


—Se ha ido a casa.


—Quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho.


—Ahora puede que no sea un buen momento, Barby. Creo que para ella fue muy difícil dejar a Daniela.


Sintió la mirada inquisitiva de su hermana y se levantó para dejar el cuenco en el fregadero.


—¿Sólo a Daniela?


—No lo sé —apoyó las manos en el borde de la encimera.


—¿Hay algo entre vosotros dos?


Se volvió.


—Aunque lo hubiera, ya no.


—Lo siento, Pedro. ¿Estás enamorado de ella?


En ese momento, ella se enfrentaba al resultado del fracaso de su relación y seguía adelante como madre soltera. El modo en que lo miraba le reveló que comprendía un poco con lo que él mismo luchaba.


—Lo estoy.


—Entonces, ¿qué te impide pelear por ella?


—No somos los únicos con cicatrices, Barby. Paula tiene sus propios problemas. Yo llegué a un punto en el que estaba listo para dejarlos atrás y emprender la vida que quería. Pero ella aún no ha llegado ahí. Y yo no puedo hacerlo por ella.


Daniela emitió ruiditos de felicidad desde su sillita y Barbara sonrió.


—Debería llevarla a casa.


Se levantó, fue al asiento, tomó al bebé en brazos y lo cubrió con una manta.


—¿Estarás bien?


—Lo estaré.


—¿Me llamarás mañana?


—¿Vuelves a ser el hermano mayor conmigo? —Barbara sonrió.


Él la imitó.


—Es raro, ¿eh? Pero, sí, supongo que lo hago.


Para su sorpresa, ella se acercó y lo abrazó.


—Gracias —murmuró, retrocediendo un poco—. A veces la peor parte en todo esto es la sensación de soledad. Creo que me gustará tener un hermano mayor.


La acompañó fuera, llevando la bolsa de ropa mientras ella portaba el asiento para el coche. Al asegurar a Daniela a la parte de atrás, él añadió:
—Me he quedado con el corralito y la mesa. Siempre que necesites un descanso, Daniela es bienvenida a quedarse con el tío Pedro.


—Gracias.


Al ver alejarse el coche, la despidió con un gesto de la mano.


Una vez dentro, la casa le pareció vacía y sin vida. Durante dos semanas había estado llena de ruido, pero también de momentos felices y, de algún modo, un ambiente de familia.


A Daniela volvería a verla, pero Paula se marcharía en breve adonde la llevaran sus circunstancias. Y era a la que más echaba de menos.


Miró por la ventana de la cocina los campos oscuros. Gotas de lluvia comenzaron a rebotar en el cristal, reflejando su propio estado de ánimo. Ese día había intentado decirle lo que quería, pero Pau había tenido demasiado miedo de aceptarlo. Sabía que no podía obligarla a cambiar.


Pero también sabía que él no quería rendirse.


Ella seguía en la casa de los Cameron y él allí. Los dos solos. No tenía sentido.


Fue a la puerta, se puso las botas y luego el impermeable. 


Todas las cosas que debería haber dicho aquella mañana las diría esa noche. No tenía por qué ser demasiado tarde. Al abrir la puerta, la vio.


Al pie de los escalones, el cabello separado en mechones por la lluvia, arrebujada en su chaqueta.


Durante una fracción de segundo, ambos se miraron y titubearon. Luego él dio un paso fuera y extendió la mano.


Paula subió los escalones y la tomó con dedos helados. Sin pronunciar una palabra, Pedro la abrazó.


—Pasa —murmuró él pasado mucho rato.


Una vez dentro, vio las pruebas de su llanto en los ojos hinchados. Le dio esperanzas.


—Daniela se ha ido a casa con Barby —comentó, estudiando su reacción.


—Lo sé.


—La casa parece vacía sin ella.


—Lo sé —reconoció con tristeza—. ¿Adonde ibas ahora? —alzó la cabeza.


—A buscarte.


El mundo se abrió para Paula al oír eso. Su corazón, tan marchito y temeroso, se expandió, cálido y hermoso. 


También ella había ido a buscarlo.


El labio inferior le tembló por la emoción y le acarició el pelo. 


Unas manos firmes le alzaron el rostro hasta que ambos se miraron.


—Iba a buscarte —repitió Pedro antes de besarla.


Cuando al fin la soltó, Paula reconoció:
—Yo también venía a buscarte.


Había pasado horas llorando y sufriendo, pero al final había comprendido que no quería ser prisionera de su miedo. 


Amaba a Pedro, y aunque hubiera sabido que la relación jamás funcionaría, habría tenido que dar el paso importante de revelarle la verdad. Jamás lo sabría a menos que se lo preguntara. La bienvenida que le ofreció era más de lo que se había atrevido a esperar.


Pedro, yo… yo quiero contestarte la pregunta que me hiciste esta mañana.


—De acuerdo.


Aún seguían cerca de la puerta de la entrada.


—Me preguntaste qué quería —se acomodó los mechones de pelo detrás de las orejas—. Y mi respuesta es la misma que la tuya. Es lo único que he querido en toda mi vida. 
Nunca quise ser abogada, doctora o modelo, ni siquiera rica.
Lo único que quería era un hogar, con un marido al que amar y un par de hijos. Quería la clase de matrimonio que habían tenido mis padres y más que nada quería ser madre. Y durante un tiempo tuve todo eso, o casi. Y todo se evaporó como humo. Y ahora al fin conozco la causa.


—Pau, siento tanto eso…


—No —cortó ella—. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuarse, igual que tú. Se acabó conformarse, Pedro. Me convencí de que con Eduardo lo podría tener todo, y me equivoqué. Lo sé porque…


La siguiente parte era la más dura. Representaba desnudarse emocionalmente. Pero ¿cuál era la alternativa? 


Nada. Esa tarde se lo había dejado claro.


—Sé que me equivoqué porque nunca lo amé de verdad. Amé la idea de él, la fantasía de la vida perfecta que podía tener con él. Pensé que lo podríamos tener todo. Pero resultó ser nada. Porque ahora sé lo que es amar realmente a alguien. Del modo en que me he enamorado de ti.


Pedro la miraba boquiabierto, en silencio, su cara una máscara de sorpresa.


—La última vez me rendí sin ofrecer resistencia. Quizá porque no valía la pena luchar. Pero tú sí lo vales, Pedro. No quiero alejarme de ti. Quiero esas cosas contigo. ¿Existe la posibilidad de que tú también las quieras conmigo?


Retrocedió, la mandíbula trémula, esperando su respuesta.


Él suspiró al tiempo que avanzaba.


—Mírate… estás empapada.


Dejó que le quitara la chaqueta, que cayó al suelo en un montón mojado. Con la mano en el mentón la obligó a mirarlo.


—Te amo, Pau —bajó la cabeza y le dio un beso lleno de dulzura—. Tardaste bastante —murmuró sobre sus labios antes de abrazarla y alzarla en el aire—. Me dije que debía esperar hasta que te sintieras preparada. Pero esta noche, solo… no pude.


Apoyada contra su cuello, el miedo quedó desterrado por el júbilo que la invadió, Pedro no diría eso a menos que lo sintiera. La amaba. Cerró los ojos. Podía enfrentarse a cualquier cosa si él la amaba.


Rió.


—¿Bastante? Si nos conocemos desde hace unas semanas.


Él simplemente la abrazó con más fuerza.


—En las últimas dos semanas hemos pasado más tiempo juntos que la mayoría de las personas durante un noviazgo. Hemos compartido cosas que no le había contado a ninguna otra persona. Además, ¿qué importa el tiempo? Lo supe la noche que nos besamos en el porche.


—¿Lo supiste entonces? ¿Cuando me apartaste y decretaste que nuestra relación debía ser platónica?


—Sí, entonces.


Ella volvió a reír.


—Has sido más rápido que yo. No pude reconocerlo hasta que te vi con Daniela en la mecedora —la dominó la ternura—. ¿Sabes?, amarte significaba enfrentarme a muchas cosas que me hacían daño.


Finalmente la soltó y retrocedió un poco.


—Hay tantas cosas que quiero contarte. No sé por dónde empezar. Sobre Barbara hoy, de mí, de mis planes…


—Poco a poco —frenó ella en broma. Él la tomó de la mano y la llevó hasta la mecedora. Al sentarse y acomodarla sobre su regazo, Pau alzó sus manos y las besó—. Tenía tanto miedo de venir, de que tú no sintieras lo mismo.


—Me alegro de que lo hicieras —repuso, girando las manos e imitándola en su acción—. No estaba seguro de cómo iba a poder arreglarme sin ti. Me mató ver cómo te alejabas. Pero esta mañana supe que, si te presionaba, que si no te daba la oportunidad, algún día me lo reprocharías. Y sería demasiado duro tenerte y verte partir.


Pau se apoyó contra su pecho.


—No fue hasta esta tarde cuando lo vi con claridad. Estar sin ti me dejó bien claro lo mucho que te amaba. No me imaginaba continuar sin ti. Supe que debía intentarlo.


—Miraba por la ventana, pensando en lo tonto que había sido al dejar que te marcharas, iba a verte para pedirte que nos brindaras una oportunidad.


—Me fui porque dijiste que querías esas cosas, pero en ningún momento mencionaste que las querías conmigo.


Él suspiró y apoyó la barbilla sobre la cabeza de Pau.


—Y no lo hice porque tenía miedo de asustarte y que te fueras definitivamente.


—Somos idiotas —afirmó ella, y lo notó sonreír entre su cabello.


—No, no lo somos. Ambos recobramos el sentido común.
Durante varios minutos oscilaron en la mecedora, absorbiéndose, forjando un vínculo nuevo, dos partes de un todo mayor.


—¿Y ahora qué? —inquirió Paula al final.


—¿Qué te inspira la idea del trabajo en un rancho y esta casa?


Eso fue algo totalmente inesperado.


Se irguió un poco para girar la cabeza y mirarlo a los ojos.


—Es un sitio acogedor.


—¿Podrías ser la esposa de un ranchero? No soy médico y sé que hemos tenido educaciones muy diferentes.


—¿Y eso qué importa? ¿Qué importa lo que hagas? —le acarició la mejilla—. Sólo necesito estar donde tú estés. Me encanta este sitio. Me he sentido más en casa en este rancho que en cualquier otro lugar que pueda recordar. No finge ser algo que no es.


—¿E hijos? Sé que es un tema delicado. ¿Estás bien físicamente? Dios, nunca antes había preguntado algo así. Y entiendo que debas estar asustada…


Tener hijos era una idea aterradora, sólo porque sabía lo que era amar y perder. Pero el sueño no había muerto. Aún quería ser madre por encima de cualquier cosa.


—Nada se consigue sin riesgo —musitó—. Y la idea de tener bebés… oh, Pedro. No sólo bebés, sino tus bebés.


No pudo seguir. Los dos dejaron que la idea floreciera, frágil y delicada.


—Pase lo que pase, lo sobrellevaremos —afirmó él.


—Lo sé —confirmó con sinceridad. Era lo que le inspiraba una relación verdadera.


—Te amo, Pau—la miró con esos ojos castaños e intensos. Ella extendió la mano y le apartó el sempiterno mechón de pelo que le caía sobre la frente. Le tomó los dedos y se los besó—. ¿Te casarás conmigo?


—En un abrir y cerrar de ojos —respondió.


Y al fin supo lo que era estar en casa.


Fin







BUENOS VECINOS: CAPITULO 19




Pau sintió cada kilo de su bolsa a medida que la correa se clavaba en su hombro. No iba a mirar atrás. No podía. En esa ocasión debía enfrentarse a la realidad, no al sueño. Y ésa era que Pedro no la amaba, no del modo en que ella necesitaba que la amara. No como ella lo amaba.


Al entrar en el camino que conducía a la parte frontal de la casa de los Cameron, no pudo evitar girar la cabeza hacia el rancho. Una mujer de cabello oscuro, alta como Pedro, se bajó del coche y Pau se detuvo. Él bajó los escalones con Daniela envuelta en la manta. A través de los dos jardines, oyó la exclamación de Barbara y la vio tomar al bebé que Pedro le ofrecía. La meció en sus brazos y la vio besar la frente perfecta.


No pudo mirar más.


Abrió la puerta y entró. Si en el pasado la habían asombrado la opulencia y la perfección del recibidor, en ese momento le pareció frío y vacío. Fue hasta el salón, miró por los enormes ventanales hacia las praderas que se extendían ante ella, tan vastas e implacables. Llevó la bolsa a la habitación de invitados, la soltó y esperó. Un sonido. Cualquier cosa.


En el rancho, Pedro volvía a conectar con su hermana y se reconciliaba con su pasado. Daniela se iría a casa, pero él la vería a menudo. No había tenido que despedirse del bebé. 


Pero ella los había perdido a los dos. Se hallaba sola.


Desolada, enterró la cara en la almohada y dejó correr las lágrimas que había estado conteniendo toda la mañana.




BUENOS VECINOS: CAPITULO 18





Pedro vio cómo Pau palidecía. Era una pregunta justa. ¿Qué quería y por qué, simplemente, no lo decía? Con Daniela marchándose, ya nada se interponía en el camino de ambos. ¿Por qué no iba a él?


Sabía que tenía miedo. Esa mañana había intentado presionarla para ver si lograba hacerla reaccionar con sinceridad, pero lo único que había conseguido era que se retrajera más. Y sabiendo lo frágil que era, no podía repetirlo. Quizá necesitara más tiempo. Jamás presionaría donde no era bien recibido; el amor no se podía forzar. Y estaba convencido de que empezaba a enamorarse de Pau.


Se preguntó qué haría ella si se lo dijera. Mientras se miraban, el rostro pálido de Pau lleno de tensión, supo exactamente lo que haría. Huir.


—He de irme.


—Paula—avanzó un paso, la sujetó por los brazos a pesar de su determinación de no presionarla y la obligó a mirarlo—. No huyas.


El color volvió a sus mejillas y lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué ofreces, Pedro? ¿Qué quieres tú de la vida? Porque saberlo me ayudaría mucho. No te entiendo, de verdad que no. Y durante la última semana y media, te has desvivido por apartarte de mi camino.


Le soltó los brazos. ¿Era eso lo que pensaba? ¿Que no soportaba estar cerca de ella?


—¿Yo?


—¡Fuiste tú quien estableció límites! —exclamó.


—¡Para proteger a Daniela! —de pronto la frustración se sumó al cóctel de sentimientos que bullía en su interior.


—¿Sólo a Daniela?


Sintió un hormigueo de culpabilidad. Tuvo que reconocerse que tal vez había sido cauto. Y quizá había usado a Daniela como un escudo para no admitir lo que sentía de verdad. 


Pero en ese momento guardó silencio porque no estaba seguro de ella. La había visto retraerse y sabía que no se hallaba preparada. Sabía que tenía miedo. ¿Y qué mujer no lo tendría después de lo que Pau había pasado? No podía obligarla a abrirse.


—De acuerdo. ¿Quieres saber lo que yo quiero, Paula? Te lo diré. Quiero que este rancho prospere, que esta casa sea un hogar, una esposa a quien amar y un par de hijos. Quiero la clase de matrimonio que mis padres jamás tuvieron y darles a mis hijos la infancia que yo nunca tuve. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuar —lo soltó de golpe y fue una sensación magnífica—. Y ahora, adelante —bajó la voz y la miró, sabiendo que ella no había esperado semejante exabrupto—. Huye. Sé que es lo que quieres hacer.


Ella no había movido un músculo, pero dio la impresión de que entre ambos se alzaba un muro invisible. Su retraimiento era completo.


—He de irme —susurró.


No lo sorprendió, pero experimentó el dolor sordo de la desilusión. No podía suplicarle a alguien que lo amara. Hacía tiempo que había dejado a aquel niño pequeño y tenía demasiado orgullo. Fue al extremo de la cama y recogió la bolsa que ella había dejado caer cuando la aferró de los brazos.


—Te acompañaré hasta la puerta.


Fueron en silencio y Pedro abrió. El aire estaba fresco: en algunas partes del patio la hierba se veía plateada por la escarcha. El sol rebotaba en las pocas hojas doradas que aún quedaban. Era un perfecto día otoñal. Pero eso no le inspiró júbilo alguno. Esa noche volvería a estar solo en su casa, salvo que en esa ocasión sentiría la soledad de forma más aguda.


Titubearon un momento en el porche. Pedro extendió la bolsa y Pau la aceptó sin mirarlo.


—Gracias por todo —dijo con formalidad, pero el orgullo le impedía hablar con más intimidad—. Si alguna vez necesitas algo…


—No —pidió con suavidad—. Por favor, no emplees esta cortesía fría. No después de todo lo sucedido.


Bajó los escalones y se volvió a medias, y a él le pareció captar un destello de humedad en sus ojos antes de que parpadeara y desapareciera.


—Adiós, Pedro.


Esperó en el porche y la observó marchar por el sendero de tierra, sintiendo que su corazón se iba con ella. Deseó que se detuviera. Que regresara con él. Que lo dejara arreglarlo todo.


Pero no lo hizo. Su andar no vaciló.


Y al llegar hasta el buzón, un coche aminoró y giró para entrar en su propiedad.


Barbara había llegado.