domingo, 28 de junio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 2






Paula no había informado a nadie de su llegada. Podría haber llamado por teléfono y la cadena habría enviado un coche al aeropuerto… o Miranda podría haber enviado al chófer. Pero después de tomar la decisión de romper con todo, matrimonio y trabajo, le parecía hipócrita utilizarlos.


O a lo mejor había sido una estupidez, pensó, abandonando la interminable cola de los taxis para entrar en el metro. Al fin y al cabo, tenía que volver al trabajo hasta que expirase su contrato a final de mes.


Paula hizo una mueca al recordar que su representante, quien en aquel momento estaría negociando una cantidad superior en su contrato, era otra persona con la que tendría que enfrentarse… y que nunca entendería su decisión.


Ni siquiera estaba segura de entenderla ella misma. Todo parecía tan claro en las montañas, tan sencillo cuando firmó un pacto con Clara y Simone… un pacto que habían sellado con la última tableta de chocolate.


De vuelta en Londres, de vuelta en la realidad de su vida, se sentía sola y el aire frío del metro la hizo temblar. Se colocó en una esquina del vagón y, automáticamente, enterró la cara en un libro para evitar el contacto visual con el resto de los pasajeros. Aunque no era necesario. ¿Quién iba a reconocerla envuelta en un enorme abrigo para evitar el frío de noviembre, sin maquillaje, con la cabeza cubierta por un pañuelo para disimular el desastre que tres semanas sin peluquero le habían hecho a su pelo?


¡Qué fácil era dejar de ser una celebridad y convertirse en una mujer a la que nadie miraría dos veces en el metro!


Sin la constante atención de esa gente cuyo trabajo consistía en pulir su apariencia, sin las fotografías de las revistas, sin la seguridad de su matrimonio, de su carrera… ¿quién era ella?


¿Qué tendría que pasar para que perdiera el rumbo, como lo había perdido su madre? Una mala decisión, un golpe de mala suerte y también ella podría caer…


El miedo la atenazó entonces, haciéndola sudar. Y, de repente, Paula sintió el deseo de olvidarse de todo, de volver a la comodidad de su vida y sentirse agradecida.


Daniela no la necesitaba.


Seguramente, hasta se habría olvidado de ella. ¿Para qué serviría aparecer de repente, recordándole un doloroso pasado, turbando una vida segura sólo para limpiar su conciencia?


¿No sería egoísta hacer eso? Seguramente, Daniela se moriría de vergüenza al verse frente a una hermana cuyo éxito se debía al tamaño de sus pechos, a su voz ronca…


Y, una vez que la prensa descubriera la existencia de su hermana, y era inevitable que así fuera, seguirían buscando hasta desenterrar la verdad de su vida.


Ningún adolescente querría pasar por eso y había otras maneras de redimirse. Daniela necesitaría una casa, por ejemplo, y ella podría conseguírsela. Pedro sabría cómo…


No, Pedro no. Lo haría ella misma.


Salió del metro, a la relativa calma de una mañana de sábado en la capital justo antes de que abriesen las tiendas, y se vio inmediatamente enfrentada con un vagabundo que vendía The Big Issue, el periódico de los sin techo. Paula luchó, como hacía siempre, contra el desesperado deseo de salir corriendo y se obligó a sí misma a sacar dinero del bolso. Le deseó suerte antes de parar un taxi para escapar, apartando de sí el pensamiento de que podría haber hecho más por aquel hombre.


—Bienvenida a casa, señorita Chaves.


Que el taxista la reconociera fue como un bálsamo.


—O sea, que el disfraz no funciona, ¿no?


—Tendría que ponerse una bolsa sobre la cabeza, señorita Chaves —sonrió el hombre—. Mi mujer se llevará una alegría cuando le diga que la he llevado en el taxi. Ha estado siguiendo esa excursión benéfica suya… incluso hizo un donativo.


—Qué amable. ¿Cómo se llama?


Paula tomó nota para mencionar el donativo en el programa del lunes y, después de charlar con el taxista durante unos minutos, sacó el móvil del bolso.


Tenía diecisiete mensajes en su buzón de voz.


—Por favor, llámame… —de su representante.


—Por favor, llámame… —del director del programa.


—Por favor, llámame…


—Por favor, llámame…


Mensajes que le daban la bienvenida a su vida de siempre. 


La vida que ya no quería. Y, de repente, el miedo se disipó.


Sonriendo, buscó los mensajes escritos: Ojalá estuvieras aquí. Buena suerte y besos.
Un mensaje de Clara antes de subir al avión que la devolvería a Estados Unidos.


El siguiente era de Simone: ¿Tienes tanto miedo como yo?


¿Asustada Simone? ¿La brillante, triunfadora y prácticamente perfecta Simone que, como ella y como Clara, tenía un oscuro secreto en su pasado?


Las había dejado en el aeropuerto de Hong Kong y despedirse de ellas había sido como si le arrancaran un brazo. Pero ahora volvían a ponerse en contacto, justo en el momento en el que su resolución empezaba a flaquear. Y eso la emocionó.


—Ya hemos llegado, señorita Chaves —dijo el taxista.


—Un momento —murmuró Paula, escribiendo su respuesta para Clara: Ojalá tú estuvieras aquí para darme ánimos.
A Simone empezó a escribirle: No tenemos que hacer esto


Pero eso no era lo que Simone quería de ella. Lo que todas habían jurado hacer. Ella quería, y se merecía, ánimos. 


Merecía el apoyo que se habían prometido las tres. No quería permiso para olvidarse de todo al primer momento de duda sólo porque ella estuviera buscando una excusa para hacer lo mismo.


Una semana antes, en el aire limpio del Himalaya, en compañía de dos mujeres que, por primera vez en su vida adulta habían sido capaces de confiar totalmente en otra persona, le había parecido encontrar algo raro, algo especial que podía ser suyo si tenía el valor de ir a buscarlo.


En cuanto había puesto un pie en Londres, todos los horrores de su infancia parecieron salir a la superficie y, aterrorizada, deseó volver a la seguridad de su jaula de oro.


Y, cuando miró el móvil, se dio cuenta de que el mensaje que enviara sería crucial para su vida.


Cerrando los ojos, se puso a sí misma en el sitio en el que había estado unos días antes y escribió un nuevo mensaje: 
Estoy muerta de miedo, pero podemos hacerlo.


Una decisión encomiable, pensó mientras salía del taxi y se quedaba, con la mochila al hombro, frente a la casa de Belgravia que había sido el hogar de la familia Alfonso durante generaciones.


Ahora sólo tenía que demostrar que era capaz de hacerlo.










MI ERROR: CAPITULO 1





—Y éste ha sido el noveno día de nuestra gran aventura ciclista por el Himalaya. Me informan de que mañana subiremos una pendiente suave, pero sinuosa… —Paula Chaves se secó una gota de sudor con la manga de la camisa y sonrió para las cámaras—. Estos tipos tienen mucho sentido del humor. Pero si verme sudando y dolorida por una buena causa les hace sentir mejor, o peor… o sentir algo, por favor, recuerden que cualquier donativo que hagan, por pequeño que sea, será importante.


Paula Chaves pulso el botón de Enviar y, en cuanto recibió la confirmación de que la transmisión había sido recibida, desconectó su teléfono por satélite. Sólo entonces se dio cuenta de que lo que había creído sudor era, en realidad, sangre.


—Tú sabes que te llevó allí deliberadamente —Clara Mayfield, una norteamericana con la que compartía tienda de campaña y ampollas, estaba indignada.


—Pero me ayudó a levantarme —le recordó Paula.


—Sólo después de haberte hecho unas cuantas fotos. Deberías quejarte a los organizadores. Podrías haberte hecho daño de verdad.


—No puedo estar quejándome todo el tiempo —suspiró Paula. Pero hizo una mueca de dolor cuando Simone Gray, la tercera del grupo, después de ponerle una tirita en la herida de la frente empezó a limpiarle la magulladura del muslo.


—Lo siento… ya casi he terminado —se disculpó—. En este mundo, Clara, para los medios de comunicación no es suficiente que te sometas a todo tipo de torturas con objeto de conseguir dinero para los niños de la calle. Quieren verte tirada en el barro.


Simone era la editora jefe de una revista australiana y sabía muy bien de qué estaba hablando.


—Glamour, emoción, fotógrafos esperando pillarte en un mal momento… —confirmó Paula con una sonrisa cansada.


—En Londres es soportable —dijo Clara—. No, no es soportable, pero supongo que en tu negocio aprendes a vivir con esa pesadilla. ¿Pero aquí, en mitad del Himalaya?


—¿Sólo estamos en la mitad? A mí me parece que estamos más arriba —sonrió Paula—. Simone tiene razón, Clara. Todo es parte del juego. Y no me quejo. Tengo éxito y supongo que me toca que se metan conmigo. Estoy en una posición en la que si no hago estas cosas pareceré una mala persona, la clase de personalidad televisiva que anima a los demás a trabajar mientras se queda en casa tranquilamente, sonriendo y mostrando todo el escote que se puede mostrar en la programación matinal.


—Tú no eres así.


—¿No?


—¡No!


Paula se sintió animada por el comentario de Clara.


—Bueno, a lo mejor esta vez no —admitió, mientras recordaba lo fácil que había sido manipular a la gente que creía mover las cuerdas—. Es asombroso lo lejos que puedes llegar haciéndote la tonta.


—¿De verdad querías venir?


—Calla —Paula se llevó un dedo a los labios—. Que las paredes, aunque sean las de una tienda de campaña, oyen. Sólo tuve que decir: «si enviamos a alguien de la cadena a esta excursión benéfica podríamos hacer un programa especial. Es una buena oportunidad para tocar un problema candente y para que el público haga donativos». El director del programa empezó a imaginar cuánto disfrutaría el público viéndome montada en una bici, sudando y llena de magulladuras. La publicidad que eso podría generar, la audiencia…


Para Paula, el dolor y la incomodidad merecían la pena por la publicidad que eso podría generar para una causa que era importante para ella, permitiendo que la apoyase públicamente sin despertar preguntas sobre por qué le importaba tanto.


Pero saber que era ella quien movía las cuerdas no menguaba el dolor de las heridas. Y allí, bajo el limpio aire de las montañas, pasando su tiempo con gente que había financiado su propio viaje, que lo hacían sin el circo publicitario que inevitablemente rodeaba a la reina de la programación matinal, empezaba a sentirse como un fraude. 


La clase de celebridad que haría lo que fuera por estar bajo los focos, la clase de mujer que soportaría cualquier cosa para mantener un matrimonio fracasado porque sin lo uno y lo otro no sería nada.


Paula intentó apartar de sí ese pensamiento.


—Si crees que esto es por los niños más que por la publicidad que aporta a la cadena, Clara, sobrestimas la honradez de la televisión.


Era la siempre inmaculada Paula Chaves sudando y cubierta de polvo lo que quería la cadena. Y los medios lo estaban pasando bomba. ¿Por qué si no habrían enviado a un fotógrafo? Pero después de una semana parecía que el honrado sudor ya no era suficiente; ahora querían sangre, sudor y lágrimas.


Aquel día habían conseguido sangre y, sin duda, ésa sería la imagen que aparecería al día siguiente en todas las revistas. Y, cuando volviera a casa, a cambio ella conseguiría un importante donativo para la causa.


Pero jamás conseguirían lágrimas.


Ella no lloraba.


—La verdad es que es muy inteligente —dijo Clara.


—Hace falta algo más que una melena rubia y un buen busto para ser la reina de la televisión —señaló Simone—. Así que los niños consiguen el dinero y que se hable de su causa, la cadena consigue audiencia… ¿y qué consigues tú, Paula?


—¿Yo?


—Podrías haberte quedado en casa, encogiéndole el corazón a tus espectadores, pero has querido venir en persona. Debe haber una razón.


—¿Además de salir en las revistas con esta pinta?


—Tú no necesitas publicidad.


—Todo el que se dedica a esto necesita publicidad —contestó ella, pero su risa sonaba hueca—. No, bueno, a lo mejor sólo quería sentirme bien conmigo misma. ¿No es por eso por lo que todo el mundo se mete en este tipo de aventuras?


—Si ése era el plan, no está funcionando —suspiró Clara, tumbándose en su saco de dormir—. A mí me duele todo.


—A lo mejor lo bueno llega después —sugirió Paula.


Sabía que no era la única que tenía que soportar aquel circo. 

Aunque lo odiaba, entendía que no era algo personal que los paparazzi hurgasen en su cubo de basura buscando algo que pudieran usar contra ella.


Para Clara, sin embargo, una niña rica que trabajaba en el imperio de su padre, las críticas sí habían sido personales.


Pero qué demonios, ellas les demostrarían que estaban equivocados. Decidida a animarse, Paula siguió:
—Mientras tanto, he perdido peso, he mejorado mi tono muscular y me han salido unas ampollas muy bonitas…


—No, en serio —la interrumpió Simone.


—¿En serio? —Paula miró a Simone y a Clara y se dio cuenta de que el ambiente en la tienda se había vuelto extrañamente tenso—. En serio —repitió, respirando profundamente.


«En serio» significaba tener que enfrentarse con la verdad. 


Pero, aparte de la publicidad, aparte de las cámaras, ésa era la razón que había detrás de aquel viaje. Dejar su cómodo sillón y hacer algo de verdad. Pero no lo estaba haciendo.


Aún seguía escondiéndose del mundo, de su marido. Y, sobre todo, de sí misma.


—Desde aquí se puede ver todo… —empezó a decir, incómoda, sin saber bien cómo iba a terminar aquella conversación—. Cuando nos detuvimos para beber algo esta tarde miré hacia atrás y pude ver la carretera dando vueltas y vueltas hasta llegar al valle.


Paula miró a la australiana y a la diminuta americana con las que compartía tienda de campaña. Se cuidaban las unas a las otras, se ponían linimento en los doloridos músculos, comían juntas con palillos, jurando no volver a viajar sin un tenedor en la mochila…


Lo pasaban en grande desde que se encontraron compartiendo taxi el primer día, las tres preguntándose qué hacían allí y, sin embargo, emocionadas por el reto al que iban a enfrentarse. Desde fuera parecían mujeres que lo tenían todo y, sin embargo, las tres parecían reconocer en las otras un deseo, una necesidad escondida.


Por eso se habían convertido en amigas.


Era una nueva experiencia para Paula, que nunca había tenido amigas. Ni de niña, mientras luchaba por sobrevivir, ni en la casa de acogida ni, desde luego, en la cadena de televisión, donde siempre se sentía como si tuviera un cuchillo en la espalda.


Los jefes de la cadena, las revistas de cotilleos, todos la usaban para ganar dinero de una manera que hacía que su cuñada la mirase sin poder disimular un gesto de desdén. Y su marido, el magnate Pedro Alfonso, cuyos ojos brillaban de deseo, lo único que él no podía controlar, se despreciaba a sí mismo por desearla tanto que había cometido el gran sacrificio de casarse con ella.


Ninguno de ellos se molestaba en mirar más allá de la imagen de rubia explosiva en la que había caído por accidente para descubrir quién era en realidad. Aunque no podía reprochárselo. Paula llevaba su imagen como una capa de azúcar; sólo ella sabía lo delgada que era esa capa.


Esas dos mujeres, dos completas extrañas cuando se encontraron un par de semanas antes, la conocían mejor que nadie; habían visto su lado más vulnerable, habían compartido cosas personales con ella. Las tres parecían tenerlo todo. Clara era la hija de uno de los hombres más ricos del mundo y Simone había llegado a la cima de un negocio muy difícil.


Pero las apariencias eran engañosas. Paula sabía cosas de sus vidas de las que poca gente estaba al tanto y por eso Clara y Simone entenderían lo que había sentido cuando había mirado la carretera desde arriba.


Era una pendiente dura, muy empinada, y las curvas que había que superar para llegar arriba eran una metáfora de su vida.


—¿Cuántos días más va a durar esta tortura?


—Tres —contestó Simone.


—¿Tres? ¿Puedo sobrevivir tres días más sin una cama decente y sin sábanas limpias? —preguntó Clara.


—Y sin baño.


—Y sin manicura —añadió Paula, aparentemente concentrada en revisar sus uñas, aunque estaba más interesada en el aparente alivio de Simone, que parecía lamentar haberse puesto tan seria—. Creo que tendré que ponerme uñas de porcelana.


Normalmente largas, siempre pintadas de rojo, se las había cortado para aquel viaje, pero ahora estaban rotas y la suciedad no salía ni siquiera con agua y jabón. Mientras las miraba la envolvieron oscuros recuerdos y tuvo que cerrar la mano.


—¿Qué es lo primero que vais a hacer cuando lleguemos al hotel de Hong Kong?


—¿Después de darme un baño caliente? —preguntó Clara—. Llamar al servicio de habitaciones y pedir salmón ahumado y media tonelada de rúcula servida en pan de centeno muy fino con una capa de mantequilla—. Y un pastel de chocolate.


—Yo pediré eso mismo y champán helado —sonrió Paula.


—Lo del champán suena bien —dijo Simone—. Pero yo paso del salmón e iré directa al chocolate.


—Buena idea. Claro que la más afortunada es Paula, que podría compartir el baño caliente con su marido —sonrió Clara.


—¿Con Pedro? —Paula tuvo que hacer un esfuerzo para seguir sonriendo.


—¿Va a ir a Hong Kong?


Por un momento, Paula se permitió a sí misma esa fantasía: llegar al final de su jornada y que él estuviera allí, tomándola en brazos para llevarla a la suite, para hacerle el amor…


—No —contestó por fin. Cuando estaba a punto de poner la excusa del trabajo, como siempre, lo pensó mejor—. Si queréis que os diga la verdad, mi matrimonio no está funcionando como yo esperaba. Pedro no quería que viniese aquí.


—Lo dirás en broma —murmuró Clara, atónita—. Pensé que te apoyaba. He visto fotografías vuestras en las revistas y… por cómo te mira y por las cosas que decían los artículos, parecéis el matrimonio perfecto.


—¿Te refieres a cosas como: «la reina de la programación matinal, Paula Chaves, preciosa con un vestido de Valentino, llegando a la gala con su marido, el millonario Pedro Alfonso»?


Siempre había fotografías suyas en un acto u otro mientras Pedro, el hombre que no veía el momento de volver a casa, la ayudaba amablemente a salir del coche, alimentando la fantasía de un matrimonio perfecto.


Al menos las miradas de pasión eran reales. Su deseo era lo único de lo que nunca había dudado. En cuanto al resto…


—Siento decepcionaros, pero soy la genuina esposa trofeo —las amargas palabras salieron de su boca antes de que pudiera evitarlo—. Pedro quería organizar un fin de semana en la finca de Norfolk. Cuestión de negocios, claro. Y quería que yo estuviese allí para lucirme —Paula se inclinó un poco hacia delante, mostrando un escote ficticio.


—Tú tienes mucho más que eso —protestó Simone—. Para mantener tu puesto en televisión hace falta algo más que una talla noventa y cinco. Y supongo que organizar un evento social de ese tipo no será fácil.


Su cuñada, la secretaria ejecutiva de Pedro y una mujer con más estilo que el perro con más pedigrí, se encargaba de todo. Pero había nacido para hacerlo, claro. Carísimos colegios en Suiza, cursos de refinamiento para chicas de la alta sociedad… Otro mundo.


—Yo sólo voy a esas fiestas para que mi marido pueda demostrarles a sus competidores que cualquier cosa que puedan hacer, él puede hacerla mejor.


—Oh, Paula… —murmuró Clara.


—¿Y por qué sigues con él? —preguntó Simone.


—¿En serio? —estaban en el Himalaya, disfrutando del aire más puro del mundo. Decir algo que no fuese la verdad sería como contaminarlo—. Por la seguridad que me ofrece —contestó Paula—. Porque sé que, casada con él, nunca pasaré frío ni hambre. Ni volveré a tener miedo otra vez.


Era la verdad, pero no toda la verdad. Pasión, seguridad, eso lo admitiría. Enamorarse de él había sido el error…


—Pero tú eres una mujer inteligente, has triunfado en la vida…


—¿Tú crees? Supongo que desde fuera se ve así, pero cada día espero que alguien descubra que soy un fraude y me echen de la cadena. ¿Y qué voy a hacer entonces?


—¿Qué quieres decir?


—¿Quién contratará a la reina de la programación matinal cuando se le haya pasado la fecha de caducidad? ¿Dónde puedo ir después de eso? Nadie podría encontrar un puesto de trabajo después de haber sido «la reina de los desayunos».


Pero, en realidad, ésa no era una de sus preocupaciones. 


Ella no era extravagante con sus gastos y, como Pedro había invertido sabiamente su dinero, lo único que de verdad necesitaba de él era lo único que Pedro no iba a darle: a sí mismo.


Había un vacío emocional en su vida que había empezado mucho antes de conocerlo. Pedro no era el único incapaz de comprometerse. A ella le pasaba lo mismo y quizá hubiera llegado el momento de decir «basta». De romper, de dejarlo ir.


Lo sabía desde hacía tiempo, pero no había tenido valor para admitirlo.


—Si queréis que os diga la verdad, odio mi trabajo, odio mi matrimonio…


Aunque no culpaba a Pedro por eso. Él estaba atrapado por sus hormonas de la misma manera que ella estaba atrapada por sus miedos. En realidad, eran nocivos el uno para el otro.


—De hecho, odio mi vida. No, eso no. Supongo que me odio a mí misma…


—Paula, cariño…


Clara y Simone intentaron consolarla, pero ella negó con la cabeza. No quería consuelo.


—Tengo una hermana en alguna parte, perdida en la carretera —no tuvo que explicar nada, sabía que ellas entenderían que no hablaba de la carretera por la que acababan de viajar, sino de la carretera de su vida—. No la he visto desde que tenía cuatro años.


—¿Cuatro años? —repitió Clara—. ¿Qué fue de ella? ¿Tu familia se separó?


—¿Mi familia? Yo no soy como tú… ni como Simone. Estamos aquí para recaudar dinero para los niños pobres, ¿verdad? Bueno, pues yo fui uno de esos niños. Por eso me interesaba tanto venir personalmente —sintiéndose tan expuesta como un alcohólico la primera vez que admitía su problema, Paula decidió continuar—. Mi verdadero nombre es Belen Porter y una vez fui una niña de la calle.


Nunca se lo había contado a nadie. Al contrario, había hecho todo lo posible por borrarlo de su mente. Ni siquiera Pedro lo sabía. Él conocía la versión fantástica de su vida, la de unos padres de acogida amables, a los que ella había matado convenientemente en un accidente de circulación, y sus estudios en una universidad local cuando la realidad era que había pasado directamente de los estudios de primaria a un trabajo mal pagado como telefonista.


Sólo la suerte de haber trabajado en un telemaratón para recaudar fondos se correspondía con la realidad. Pero había sido descubierta en directo, de modo que todo el mundo conocía la historia.


¿Cómo podía reprocharle su falta de compromiso emocional cuando ella le escondía la verdad de su vida? Un marido merecía algo más que eso.


—Mi madre, mi hermana y yo… las tres tuvimos que pedir dinero por la calle. Exactamente como lo niños a los que intentamos ayudar ahora.


Por un momento, nadie dijo nada.


—¿Qué fue de ella, Paula, de tu hermana? —preguntó Clara por fin.


¿Sólo eso? ¿No se sobrecogían de horror, no empezaban a mirarla de otra manera?


—Nuestra madre murió —Paula sacudió la cabeza. Ésa era una pesadilla que llevaba años intentando olvidar—. Los Servicios Sociales hicieron lo que pudieron por nosotras, pero… yo era una adolescente problemática. Nuestra madre era muy protectora y habría luchado contra todo para salvarnos, pero yo había visto mucho, sabía demasiado. Daniela era más joven y podía adaptarse mejor. Y era tan guapa, con el pelo rizado, los ojos azules… parecía una muñeca. Una asistente social me lo dejó claro: era demasiado tarde para mí, pero mi hermana podía encontrar una familia.


—Eso debió de ser horrible para ti.


Paula levantó la mirada, agradecida por la intuitiva comprensión de Clara.


—Es raro, porque fue a mí a quien le pusieron el nombre de una muñeca: Belen. Quizá fuera el deseo de mi madre de volver atrás, a la inocencia de la infancia, a la esperanza. Pero yo nunca fui ese tipo de niña.


—Aunque tienes el pelo rubio —sonrió Clara.


—Sí, pero este tono de rubio es cortesía de un peluquero de Knightsbridge que cobra una fortuna —Paula tomó un mechón, haciendo una mueca—. Y le va a dar un ataque cuando vea en qué estado lo tengo.


Paula tomó el costurero. Allí no había equipo de maquillaje ni departamento de vestuario para ponerle un traje limpio. Si no cosía el roto, nadie iba a coserlo por ella.


—Daniela era diferente —murmuró, enhebrando la aguja—. Yo la odiaba porque siempre estaba sonriendo. Sonreía para que la gente la quisiera —le temblaban tanto las manos que no podía coser—. La odiaba tanto que dejé que se la llevaran, que la adoptasen, le di la espalda. La perdí.


—Yo también perdí a alguien.


Clara, de repente el foco de atención, se encogió de hombros.


—Debe de ser este sitio, o quizá que aquí la vida se reduce a lo más básico. El siguiente trago de agua, la siguiente comida, ver gente que sobrevive con lo mínimo todos los días… No hay distracciones, ni el ruido constante de la vida, que te ayuda a olvidar las cosas que quieres olvidar. Y, sin nada en qué ocuparte, de repente tu memoria empieza a sacar las cosas que has guardado durante años.


—¿A quién perdiste, Clara? —preguntó Simone.


—A mi marido, Ethan. Un hombre decente y trabajador…


—No sabía que hubieras estado casada —la interrumpió Paula.


—Nadie lo sabe. El nuestro fue un matrimonio discretamente borrado de los registros gracias a un abogado carísimo.


—No puede haber sido tan sencillo.


—Te sorprendería lo fácil que es conseguir lo que quieres si tienes dinero suficiente. En mi defensa, debo decir que tenía veintiún años y estaba desesperada por escapar de mi padre. Pero no es tan fácil escapar de él. Le ofreció dinero a mi marido para que desapareciera y yo fui débil, le dejé ir.


—¿Veintiún años? Pero eras prácticamente una niña…


—Debería haber sido más adulta, más fuerte. He pensado mucho en él últimamente. Ethan… supongo que él es parte de todo esto —Clara señaló alrededor—. Trabajo para mi padre, pero el resto de los empleados piensan que no soy más que una niña mimada cuya única preocupación es hacerse la manicura y comprarse zapatos de diseño. Vine aquí para cambiar esa imagen, para demostrarles a todos… o, al menos, para demostrarme a mí misma que era mejor que eso.


—¿Y encontrar a Ethan te ayudaría? —preguntó Paula—. En realidad, él aceptó el dinero…


—¿Y por qué no iba a hacerlo? Yo no hice nada para detenerlo… de hecho, le hice creer que no me importaba. Y tengo que encontrarlo —Clara tragó saliva—. Más que eso; tengo que hacer que me perdone. Si él puede, es posible que yo también pueda perdonarme a mí misma.


Simone, que había estado callada hasta entonces, se tapó la boca con la mano para contener un gemido.


—¿Perdonarte a ti misma? ¿Y quién me perdonará a mí?


Un sollozo escapó de su garganta y, a partir de ahí, fue como si se hubiera roto un dique. La historia que les contó era tan terrible que la de Paula casi parecía soportable.


Cuando terminó su relato, las tres se quedaron en silencio mientras Simone esperaba, anticipando el rechazo de sus amigas.


—No puedo creer que os lo haya contado. No puedo creer que, después de oírlo, sigáis queriendo ser amigas mías.


—Y yo no puedo creer que te lo hayas guardado durante tanto tiempo —sonrió Clara, apretando su mano.


—Algunos secretos son tan horribles que hace falta un momento especial, una ocasión especial para encontrar palabras —dijo Paula—. Parece que las tres tenemos que volver a recorrer el camino, hacer las paces con el pasado.


—Esta jornada que hemos empezado no va a terminar cuando por fin podamos tomar un baño caliente —asintió Clara—. Esto es sólo el principio.


—Pero al menos no estaremos solas, nos tenemos las unas a las otras.


Paula hizo una mueca.


—Tú estarás en Estados Unidos, Simone en Australia y yo en Inglaterra, buscando a Daniela, que podría estar en cualquier sitio…


Por un momento, el miedo fue tan grande que lo único que quiso hacer fue dar marcha atrás al reloj, antes de volverse para mirar la carretera. Si hubiera seguido adelante no habría visto los demonios del pasado mordiéndole los talones. Entonces, como intuyendo su miedo, Clara tomó su mano.


—No es sólo a Daniela a quien tengo que encontrar. He vivido detrás de mi imagen durante tanto tiempo que ya no sé quién soy. Tengo que estar sola, alejarme de toda esta pretensión…


—Paula, no hagas nada demasiado precipitado. Pedro podría ayudarte —sugirió Simone.


Ella negó con la cabeza.


—Ya lo he utilizado suficiente como bastón. Este viaje tengo que hacerlo sola.


—Sola, no —le aseguró Clara—. Nos tienes a nosotras.


—Nosotras te ayudaremos —asintió Simone—. Nos daremos apoyo y ánimos las unas a las otras. Seremos como un hombro cibernético en el que apoyarnos… y con tres zonas horarias diferentes.


Las tres unieron sus manos, demasiado emocionadas como para seguir hablando.





MI ERROR: PROLOGO




El coche está aquí. Y tu ejército de paparazzi está formando su habitual guardia de honor. Pedro estaba esperando, con el rostro impenetrable. Esperando que ella se echase atrás, que le dijera que no iba a marcharse… y Paula tuvo que hacerse la fuerte para contener unas traidoras lágrimas.


Ella no lloraba, nunca.


¿Por qué no quería entenderlo? ¿Por qué no podía ver que no había elegido pasar doce días montando en bicicleta en el Himalaya por capricho?


Aquello era importante para ella, algo que tenía que hacer.


Exigiendo, sin previo aviso, que hiciese de anfitriona en una de las interminables cenas de negocios en su casa de campo en Norfolk, estaba dejando claro que nada, ni su carrera, ni desde luego un evento benéfico, eran tan importantes como ser su esposa.


Que él era lo primero.


Si pudiera decirle, explicarle… pero si hiciera eso, Pedro no querría que se quedara.


—Tengo que irme —murmuró.


Por un momento pensó que iba a decir algo, pero cuando su marido se limitó a asentir con la cabeza,Paula tomó la mochila que contenía todo lo que iba a necesitar durante las siguientes tres semanas y se dirigió a la puerta.


Cuando se abrió, ya estaba sonriendo para las cámaras. Se detuvo un momento en el primer escalón, con Pedro a su lado, para que le hicieran las pertinentes fotografías y luego, sin decir nada, se dirigieron hacia el coche.


El chófer tomó la mochila y, mientras estaba guardándola en el maletero, Pedro tomó su mano, mirándola con esos ojos grises que nunca revelaban lo que estaba pensando.


—Cuidate.


Pedro… —Paula se contuvo para no suplicarle que fuese al aeropuerto con ella—. Pasaré por Hong Kong de camino a casa. Si tuvieras alguna reunión allí, a lo mejor podríamos pasar un par de días juntos…


Él no dijo nada porque nunca hacía promesas que no pudiera cumplir. Sencillamente, la besó en la mejilla antes de ayudarla a subir al coche y, repitiendo que se cuidase, cerró la puerta.


Cuando el coche arrancó, él ya estaba subiendo los escalones de la entrada para ponerse a trabajar. Como siempre.


Una vez en el aeropuerto, el chófer colocó su mochila en un carrito, le deseó suerte y… Paula se quedó sola. No sola como se sentiría una mujer con un marido amante esperando su regreso.


Simplemente… sola.