jueves, 12 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 24





Paula se hallaba en el porche trasero, contemplando el manzanar que se extendía pendiente arriba. Pedro la había convencido de que llamara a la autoridad policial a cargo de la investigación de Meyers Bickham, en lugar de recurrir al sheriff de la localidad. Meyers Bickham se encontraba al noroeste del estado de Georgia, no muy lejos de las fronteras de Alabama y Tennessee. El sheriff Nicolas Wesley se había mostrado singularmente interesado en hablar con ella, y además daba la casualidad de que se encontraba en la zona de Dahlonega, visitando a un amigo. Con lo cual se presentaría en cualquier momento.


—Ha venido el sheriff —anunció Pedro, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Estás preparada para verlo?


—Sí. Pero déjame echar antes un vistazo a Kiara, para asegurarme de que sigue viendo la película.


—Tómate tu tiempo. Mientras tanto le haré compañía, aunque no hace falta. No se irá a ninguna parte. Está convencido de que tú eres la pista que estaba buscando.


—Estás empezando a hablar como un policía.


—¿Yo? Yo me limito a cultivar manzanas.


Paula tenía sus dudas. Era un hombre misterioso. Hablaba únicamente cuando quería, e ignoraba las preguntas que no le convenía contestar. Y tenía una mirada que podía traspasarle el alma y removerle las entrañas.


Sintió el impulso de agarrar a Kiara, subir a su furgoneta y marcharse a donde fuera. Lejos de Pedro. Lejos de las amenazas. Lejos de los policías.


Sólo que no había manera de huir del pasado. 


Lo sabía porque ya lo había intentado.


Dos horas después, el sheriff Nicolas Wesley se marchaba en su coche patrulla. Pedro no sabía a ciencia cierta si había conseguido alguna pista sobre el caso de Meyers Bickham, pero definitivamente había acribillado a preguntas a Paula.


—Después de todo lo que le he contado… —murmuró Paula, masajeándose los músculos del cuello y estirando las piernas—. Ese tipo sabe ya más cosas sobre mi persona que yo misma.


—Y sin embargo no ha tomado muchas notas. Lo cual me hace sospechar que más que reunir datos, su intención era sorprenderte en alguna mentira.


—Interesante observación…


—Previsible más bien. Supongo que pensará que si realmente alguien se ha tomado el trabajo de hacerse pasar por el FBI para interrogarte, es porque existen muchas probabilidades de que sepas algo.


—Creo que tienes razón. Le interesó especialmente la descripción que le hice de esos dos hombres.


—En cualquier caso, la investigación acaba de empezar. Y las de este tipo suelen prolongarse durante meses… Incluso años.


—Gracias por los ánimos, compañero.


Lo había llamado «compañero». Estaba bromeando, por supuesto, pero aquella palabra tuvo el mismo efecto que si la hubiera pronunciado en serio. El de evocar el violento trauma que él también había sufrido.


—No creo que el sheriff haya dado mucho crédito a la carta, o a la llamada de teléfono.


—Me resulta difícil ponerme en su cabeza, averiguar lo que haya podido pensar —admitió Pedro—, excepto que tenías ganas de quedarte en esta casa, conmigo. O lo que es lo mismo… Salir de la cabaña.


—Él no ha dicho nada de eso.


—Pero muy bien podría haberlo hecho.


—Él no te conoce. Ni yo tampoco, por cierto. Eres muy poco comunicativo, y además, nunca hablas de ti. ¿Por qué? ¿Por qué insistes en rodearte de ese halo de misterio?


—Déjalo, Paula.


—Mira, no me gusta que dictes las reglas de nuestra relación, Pedro. Podemos hablar sobre mí, pero no sobre ti. Yo soy como un libro abierto. Y tú como un expediente confidencial.


—Nosotros no tenemos una relación, Paula. Alguien te amenazó a ti y a Kiara. Yo me ofrecí a protegerte.


—Así que básicamente eres mi guardaespaldas. ¿Es eso, Pedro?


—Básicamente, sí.


—Entonces supongo que al menos deberíamos hablar de dinero. ¿Cuánto cobra un guardaespaldas? ¿Diez dólares por hora?


La tensión del ambiente resultaba palpable. Pedro sabía que Paula estaba desahogando solamente una mínima parte de su frustración. Tenía que salir de allí antes de que pudiera hacer algo que luego tuviera que lamentar. Como estrecharla en sus brazos. En lugar de ello, se levantó y se dirigió hacia la puerta.


—Sólo quiero que sepas una cosa, Pedro. Sé que me ofreciste tu casa en el calor del momento. ¿Todavía quieres que me quede aquí?


Se detuvo en seco, aplastado por el peso del pasado. El silbido de las balas. Los chillidos. El cadáver.


—Quiero que te quedes, Paula.


Y se marchó antes de que ella pudiera ver su verdadera personalidad, quebrada la coraza con que se había protegido del mundo.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 23





Cuando Pedro volvió para ayudarla a cargar la furgoneta, Paula lamentaba ya profundamente tener que dejar la cabaña. Una vez limpia de polvo, insectos muertos y telarañas, ofrecía un aspecto realmente acogedor. El lugar ideal de vacaciones, para alguien que no hubiera recibido llamadas telefónicas amenazadoras en mitad de la noche, ni visitas de falsos agentes del FBI.


Pedro apenas había abierto la boca desde que regresó para echarle una mano. Paula esperaba que no hubiera cambiado de idea.


—Vamos, mami. Eres demasiado lenta.


—Ya voy.


—Creo que deberíamos llevarnos nuestro nuevo puente con nosotras —sugirió Kiara, mientras trotaba alegremente detrás de Pedro.


—Me temo que no hay espacio —replicó mientras cargaba la última caja en la furgoneta—. Además, ya no lo necesitamos.


—¿No tienes un arroyo en tu casa?


—Sí, pero yo ya tengo un puente, y lo suficientemente grande como para que pase un camión. Y también tengo un estanque.


—¿Pescas en él?


—Un poco. ¡Ah, y tengo un perro! Un labrador de color chocolate que se llama Mackie.


Los ojos de Kiara se iluminaron de entusiasmo.


—¿Podré jugar con él?


—Supongo que no tendrás más remedio. Mackie se asegurará de ello.


—Espero que le caiga bien.


—Acaríciale un poco, lánzale la pelota para que te la recoja y llévalo a bañar… Y te querrá eternamente.


—¿Tú tienes piscina?


—Más que piscina, es una charca.


—Mamá, ¿podemos ir a nadar a la charca del señor Pedro?


—Ya veremos.


—¿Cuándo lo veremos?


—Antes tendremos que deshacer el equipaje.


—Pero después de eso, ¿iremos?


—Sí, claro.


Paula se detuvo en la pasarela y se volvió para contemplar la cabaña. Había puesto tanta ilusión en aquellas vacaciones cuando dejó Columbus… Unas vacaciones sin preocupaciones, sin quebraderos de cabeza…


—¿Lista? —le preguntó Pedro.


—¿Y tú?


—Supongo que sólo hay una manera de averiguarlo.


No le pasó desapercibido el leve temblor de su voz.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 22




El juez Gustavo Arnold estaba sentado en un rincón de su club de Atlanta, llevándose un vaso de whisky escocés a los labios. Habitualmente no bebía licores fuertes tan temprano, pero ese día necesitaba hacerlo. Terminó la copa y pidió una segunda justo cuando Abigail entró en el salón.


—Perdón por el retraso —se sentó frente a él—. Había una emergencia en el hospital.


—Podías haber llamado.


—Más bien podía haber cancelado esta reunión. Porque creo que de todas formas, va a ser una pérdida de tiempo.


—Esa es tu opinión, no la mía.


—Te estás alterando por nada, Gustavo. Paula no va a decir nada… Porque no sabe nada.


—Estuvo allí, Abigail. Lo sabe.


—Ya te dije en aquel entonces que ella no comprendía lo que vio. Sólo tenía diez años.


Abigail dejó de hablar y sonrió en el instante en que se acercó el camarero.


—¿Qué le sirvo, señora Harrington?


—Un martini con vodka. Muy seco. Con dos aceitunas.


Gustavo removió su copa, haciendo sonar los hielos. No volvió a decir nada hasta que el camarero se hubo alejado.


—Hoy me he enterado de que es posible que el FBI se implique en esto. Si eso ocurre, la situación cambiará sensiblemente.


—No veo por qué.


—Me interrogarán.


—Entonces te sugiero que practiques tu versión de los hechos.


—No tengo ninguna versión.


—Claro que sí —Abigail se inclinó sobre la mesa y le puso una mano sobre la suya—. Te quedaste consternado por el descubrimiento. Tus contactos con la plantilla siempre fueron buenos, y los niños de la residencia estaban bien cuidados.


—Haces que todo parezca tan sencillo… Para ti siempre lo es.


—Porque nunca dejo nada al azar. Todo está controlado.


—Eso espero, Abigail. Lo espero de todo corazón. Porque si yo caigo, tú caerás conmigo. De eso puedes estar segura.


De repente entró un grupo de socios procedente del campo de golf, y ocupó una mesa no muy lejos de la suya. Abigail cambió bruscamente de tema, iniciando un monólogo sobre una galería de arte que acababa de abrir en la ciudad.


Una vez que el camarero volvió con su copa, bebió un par de tragos y se dispuso a levantarse. Le explicó a Gustavo que debía volver al hospital y le aseguró de nuevo que todo estaba controlado.


«Para ti sí, al menos», pronunció Gustavo para sus adentros mientras la veía alejarse. La hermosa, rica, confiada Abigail. Siempre se había salido con la suya y había conseguido lo que quería. Al principio había pensado que eso lo incluía a él. ¡Qué ingenuo había sido!


Pero esa vez no iba a pecar de ingenuo. Esa vez sería diferente.