martes, 2 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 6





Había perdido a su madre cuatro años atrás y todavía la echaba de menos. Le había costado mucho acostumbrarse a su ausencia. Y Pedro le había prestado todo su apoyo. De modo que tenía corazón, aunque no quisiera que se corriera la voz. Eso podía arruinar su reputación de hombre de negocios duro e implacable.


— ¿Paula?


Ella se incorporó, sobresaltada, y abrió los ojos.


— ¿Sí? —dijo con voz crispada.


Él sonrió.


—No, no vamos a estrellarnos, así que relájate si es posible.


Ella frunció el ceño.


— ¿De qué estás hablando?


—No sé por qué, pero acabo de darme cuenta de que te da miedo volar.


Quién iba a decir que su capacidad de observación acertaría en algo así, habiendo tantas cosas que le pasaban inadvertidas, pensó Paula, irritada.


—No sé de dónde has sacado esa idea — contestó con toda la dignidad que pudo reunir.


Él alzó una ceja con fingida sorpresa.


— No me digas —dijo, divertido —. Cuando despegamos, te aferraste a los brazos de la butaca con tanta fuerza que has dejado las marcas de las uñas en el cuero.


Ella miró rápidamente los brazos de la butaca para asegurarse de que no había hecho tal cosa, pero al oír la risa de Pedro comprendió que se había traicionado.


—No vuelo muy a menudo —admitió, intentando conservar su aplomo, que parecía disolverse rápidamente.


—Sí, eso ya lo sé. Y también sé que estuviste a punto de revelarte cuando subimos al avión.


—Eso es porque no hay ninguna razón para que yo haga este viaje —contestó ella poniéndose a la defensiva.


— A mí se me ocurren unas cuantas a bote pronto, pero este no es momento para discutirlas.


Paula miró a su alrededor y volvió a aferrarse a los brazos de la butaca.


— ¿Porqué? —preguntó.


Pedro le lanzó su sonrisa de medio lado, aquella sonrisa que hacía que a Paula se le derritiera el corazón por muy enfadada que estuviera con él, y dijo:
—El comandante dice que aterrizaremos dentro de media hora, más o menos. Pensé que querrías saberlo.


Ella asintió y se levantó.


—Gracias —dijo, envolviéndose de dignidad como si de un manto protector se tratara—. Voy a refrescarme un poco —se fue al aseo y cerró la puerta firmemente tras ella antes de mirarse al espejo.


Su reflejo no resultaba tranquilizador. Por alguna razón, su tez había adquirido un color bilioso.


Se lavó la cara y las manos y se frotó las mejillas para ver si recuperaban su color. A veces, las agudas observaciones de Pedro la pillaban con la guardia baja. Ya que iba a pasar con él los días siguientes, debía cuidar cada expresión y cada palabra. Pedro no debía adivinar lo que se escondía bajo su fachada de profesionalidad.


Tras secarse la cara, cepillarse el pelo y repasarse los labios, Paula regresó a su asiento. Pedro ya estaba sentado en el asiento de al lado. En cuanto ella se abrochó el cinturón, la tomó de la mano derecha con firmeza y dijo:
— Tranquilízate, Paula. No permitiré que te pase nada.


Paula no sabía si se refería a su misterioso admirador o a aquel vuelo interminable, pero no le importaba. Sus palabras llegaban demasiado tarde. Algo le había ocurrido, algo sobre lo que Pedro Alfonso no tenía control alguno. Tenía el corazón de Paula en sus manos, aunque él no lo supiera.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 5






Rich Harmon había asumido la onerosa tarea de dirigir la oficina cinco años atrás. Tenía una habilidad pasmosa para hacer que todo funcionara suavemente. Pero, dado que Paula y Pedro rara vez se ausentaban al mismo tiempo, Pedro nunca había tenido que confiar en él para que llevara las riendas del negocio. Aquella era una oportunidad excelente para ver qué tal asumía esa responsabilidad.


— Por favor, mándale un mensaje y dile que nos vamos de la ciudad unos días y que se ocupe de todo. Si necesita ponerse en contacto conmigo, que me llame al móvil. 
Asegúrate de darle el número. Si pasa algo que no se sienta cualificado para resolver, dile que me llame inmediatamente —Julia anotó las instrucciones sin perder una palabra.


Julia Andrews también llevaba cinco años en la empresa. A sus cuarenta y pico años, era una especie de turbina humana: se encargaba del papeleo de Paula y de Pedro sin mostrarse nunca irritada ni estresada. Pedro apreciaba que no fuera chismosa, que mantuviera la confidencialidad de su trabajo y que poseyera un talante agradable.


Julia revisó rápidamente la agenda y le recordó las citas que iba a cancelar. Pedro le sugirió que volviera a fijarlas para la semana siguiente.


—Diles que me ha surgido un imprevisto y que he tenido que salir de la ciudad — concluyó.


Ella sonrió y dijo:
— Que tengáis buen viaje.


Paula y él recorrieron el pasillo que llevaba a la espaciosa recepción. Melinda, la joven recepcionista, les sonrió. Pedro hizo una inclinación de cabeza y se dirigió a la entrada, en cuyas puertas de cristal se leía Construcciones Alfonso.


Mientras esperaban el ascensor, bajaban al garaje y se dirigían a su deportivo, Pedro fue revisando mentalmente lo que Paula le había dicho. A veces, la insistencia de Paula en mostrarse autosuficiente lo sacaba de quicio. Pero, por otra parte, eso era lo que la hacía tan buena en su trabajo.


Ella rompió el silencio cuando llegaron al coche.


—Todo esto es innecesario, ¿sabes? — dijo mostrándose algo más reconciliada con la idea del viaje. Lo miró fijamente mientras él le abría la puerta del lado del pasajero. Se deslizó dentro del coche con más elegancia que la mayoría de las mujeres que Pedro conocía. Pero, claro, Paula siempre estaba envuelta en un aire de refinamiento.


Durante los años que llevaba trabajando para él, había logrado pulir algunas de las tosquedades de Pedro, evitando con ello que este se sintiera desmañado y se avergonzara de su falta de sofisticación.


Pedro se sentó tras el volante, cerró la puerta del coche y encendió el motor, que empezó a ronronear como un gato bien alimentado. Sonrió. Antes de comprarse el deportivo, solo había tenido camionetas, lo más práctico para el negocio. Durante años, a pesar de saber que podía comprarse cualquier coche que se le antojara, siguió conduciendo camionetas de carga... hasta que, tres meses atrás, vio en un escaparate aquel juguetito, y las líneas aerodinámicas y la potencia del Porsche dieron al traste con el utilitarismo de las camionetas. No tenía mala conciencia por ello. Dudaba que la tuviera nunca. Aquel coche era la prueba palpable de que había alcanzado el éxito. Éxito que consistía en haber dejado atrás su vida anterior. El pasado ya no lo atormentaba porque se había demostrado a sí mismo que no era un perdedor. Su nuevo Porsche le recordaba que era un triunfador cada vez que lo veía.


Paula se forzó a recostarse en el asiento del avión. Cerró los ojos, temiendo ya el momento paralizador en que el jet abandonaría la Madre Tierra y se lanzaría raudamente al aire, desafiando las leyes de la gravedad.


No le gustaba volar. En realidad, detestaba volar, y normalmente se las ingeniaba para evitarlo. Pero con Pedro no valía discutir.


De todos modos, él no sabía que le daba miedo volar. 


Paula nunca se lo había dicho. Al fin y al cabo, ¿para qué hablarle de aquella debilidad? En algún momento, durante los años que llevaban trabajando juntos, Pedro había llegado a la conclusión de que Paula era descendiente directa de Wonder Woman, la heroína de cómic: parecía creer que, fuera lo que fuera lo que le pidiera, lo haría con toda facilidad. Pero se equivocaba. Y, sin embargo, por alguna razón, ella se había esforzado con diligencia en mantener intacta aquella ilusión.


Hasta ese día. En ese momento, solo deseaba acurrucarse en algún lugar y pasarse un año durmiendo. Se aferró a los brazos del asiento cuando el avión avanzó por la pista a toda velocidad y saltó al cielo. Pidió al cielo que no la dejara hacer el ridículo poniéndose histérica. No quería pasarse todo el viaje hasta Carolina del Norte haciendo pucheros.


Aun con los ojos cerrados, se dio cuenta de que Pedro se desabrochaba el cinturón de seguridad y se levantaba del asiento contiguo al suyo. El jet contenía una oficina perfectamente equipada, de modo que su jefe podía mantenerse al corriente de todo lo que sucedía en la empresa, allá donde estuviera.


Paula mantuvo los ojos cerrados y procuró concentrarse en los ruidos del avión. Quizá, si se mantenía alerta, notaría si se desprendía un ala o algo así, y podría avisar a Steve rápidamente.


Confiaba en que Pedro aplacara a la señora Crossland. 


Estaba entusiasmado desde que Thomas Crossland le había pedido que construyera su casa de vacaciones en las montañas. Marcelo no tenía motivos para preocuparse. Pedro poseía un don: era capaz de convencer a cualquiera de que su manera de trabajar era la mejor. El
hecho de que ella estuviera allí, en el avión, demostraba sus dotes de persuasión. Dotes que había utilizado con éxito en otras ocasiones.


Años antes, la había convencido de que, si lo ayudaba a levantar la empresa de sus sueños, no solo obtendría riqueza sino también una enorme dosis de satisfacción. 


¿Qué mujer normal, con sangre en las venas, no se habría enamorado de él? Naturalmente, Paula nunca le había revelado sus sentimientos. Eso no solamente habría dado al traste con su carrera, sino que también habría puesto en fuga a Pedro Alfonso.


Estuvo a punto de sonreír al pensarlo, pero no quería que Pedro se diera cuenta de que no estaba dormida. Si no, se empeñaría en seguir hablando de su plan. Y Paula no se sentía con ánimos de mantener otro asalto con él sobre aquel tema.


Rara vez hablaba de su vida privada con Pedro. Uno de sus métodos para evitar entrar en temas tortuosos era contestar a las ocasionales preguntas de Pedro, preguntándole a su vez por su vida social. En todos aquellos años, él siempre se había mostrado muy abierto a la hora de contarle con quién salía o dejaba de salir. Paula no sabía qué era peor: si imaginarse a Pedro con todas aquellas mujeres u oírle hablar de ello. Paula se había formado una idea bastante precisa de su vida amorosa. Pedro no poseía ni un ápice de romanticismo, lo cual era una lástima, siendo como era uno de esos hombres con el que toda mujer fantasearía.


El trabajo en la construcción había moldeado las fibras y los sólidos músculos de su figura alta y fornida. Había adquirido lo que parecía un bronceado permanente, resultado de años de trabajo al aire libre. Paula no sabía cómo lograba mantener aquella apariencia tan atractiva ahora que pasaba gran parte del día en el despacho, pero no cabía duda de que un cuerpo recio palpitaba bajo sus costosos trajes a medida.


Como solía decir sucintamente una de sus amigas, si Paula no se hubiera enamorado de él después de trabajar tantos años a su lado, alguien tendría que haberle tomado el pulso para asegurarse de que estaba viva. Pedro siempre atraía la atención de las mujeres, casadas o solteras, pero la admiración que despertaba no parecía interesarle. No podía decirse que fuera guapo en un sentido clásico, pues su rostro poseía una dureza casi excesiva. Sin embargo, Paula no lograba entender que fuera tan ajeno a su capacidad de seducir a cualquier mujer que se le antojara. Habiendo conocido a otros hombres que utilizaban sus dotes de seducción para aprovecharse de mujeres que podían ofrecerles contactos empresariales, Paula sabía que, en ese sentido, Pedro era un hombre excepcional. Nunca utilizaba su atractivo sexual como arma de manipulación.


Sabía que a veces salía con hijas de grandes empresarios de Dallas, no porque él se lo dijera expresamente, sino porque a menudo aparecía en las fotografías de las páginas de sociedad de los periódicos locales. Paula sabía cuándo había dejado de salir con alguna de aquellas mujeres por el montón de mensajes que recibía, suplicándole una llamada.


Recordaba una noche, más o menos un año después de empezar a trabajar para él. Se habían quedado trabajando hasta tarde en la oficina. Como siempre, Pedro la invitó a cenar. Después de comer, la sorprendió hablándole de un par de mujeres con las que había salido, lo cual le ofreció a Paula un nuevo atisbo de sus complicados procesos mentales. Estaban tomando el café cuando, en un raro estallido de curiosidad, ella le preguntó:
—He notado que Caroline Windsor te ha llamado con frecuencia en los últimos días. ¿Es que hay algún problema en vuestra relación?


Él dio un respingo, y Paula deseó haberse mordido la lengua.


—El problema es que ella cree que tenemos una relación —contestó él con fastidio. Debió de percibir la sorpresa de Paula al oír su comentario, porque añadió—: Verás, Caroline siempre obtiene lo que quiere y lo que su padre puede comprarle, o sea, muchísimas cosas, dado el saldo bancario de Cárter Windsor. Se presentaba cada vez que su padre y yo nos reuníamos para planear su última, fusión empresarial, y se quedaba a comer con nosotros, sugiriendo con escasa sutileza que estaba libre para cenar.


Tomó un sorbo de café y Paula esperó que continuara su historia, porque le parecía buena. No había muchos nombres, o más bien ninguno que ella conociera, que no se sintieran halagados por el hecho de ser objeto de las atenciones de la señorita Windsor, atenciones que sin duda les darían la ocasión de intimar con la familia de Cárter Windsor.


Paula mantuvo la vista fija en el café, pues no quería que Pedro notara que sus comentarios habían despertado una curiosidad sin duda mórbida respecto a su vida amorosa.


— No pretendo excusarme por mi comportamiento — dijo él tras una larga pausa—. Caroline es atractiva, inteligente y divertida. Pero a veces resulta un tanto exigente. No le gusta que trabaje tantas horas, porque está acostumbrada a tener siempre un acompañante a su disposición. Cuando le expliqué que era muy libre de buscarse a otro, ya que yo no siempre podía estar a la altura de sus exigencias, se echó a llorar y dijo cosas de las que sé que se arrepiente. 
Comprendí que, dado que parecía creer que íbamos a comprometernos, debía salir de su vida inmediatamente. Y eso hice —su tono firme indicaba que había tomado una resolución—. Pero no estoy seguro de que ella me crea.


— ¿Por eso llama tanto? —preguntó Paula con una leve sonrisa. El se encogió de hombros.


— Supongo. Habrá descubierto que yo no iba a seguirle el juego cuando se negó a ponerse al teléfono las veces que encontré tiempo para llamarla. Supongo que quería ponerme celoso —sonrió de mala gana—. Pero eso no funciona conmigo.


—Entonces imagino que no buscas un compromiso a largo plazo, ¿no? —preguntó ella en tono ligero.


—Ya tengo uno —contestó él, recostándose cómodamente en la mullida butaca del restaurante.


Paula procuró disimular su estupor. No sabía de ninguna mujer que hubiera salido más de un par de meses con Pedro desde que trabajaba para él.


—Entiendo —dijo—. ¿La conozco?


Él sonrió.


—No se trata de una mujer, sino de la empresa, Paula. Pensaba que tú lo entenderías mejor que nadie.


—Ah —dijo ella, sintiéndose profundamente aliviada porque no se refiriese a otra mujer, lo cual era una estupidez por su parte. ¿A ella qué más le daba?


—Comprendí hace mucho tiempo —prosiguió él— que las relaciones amorosas nunca funcionan a largo plazo. 
Además, exigen demasiado tiempo y energía. Casi todas las mujeres que conozco buscan un marido o un padre para sus futuros hijos. Como yo no pienso ser ni una cosa ni otra, rara vez estoy con una mujer más de unos pocos meses.


Mientras el avión ponía rumbo al este, Paula recordó cada palabra que Pedro había dicho aquella noche. En aquel momento se había sentido en cierto modo aliviada por no tener que presenciar algún día cómo se casaba su jefe con una hermosa novia. Sin embargo, sus palabras le hicieron preguntarse por qué estaba tan seguro de que nunca se casaría. Unos años antes había tenido ocasión de captar un atisbo de su pasado, pasado que él guardaba celosamente. 


Un día que él estaba de viaje, Julia le había pasado una de sus llamadas.


— Soy Paula Chaves, la ayudante del señor Alfonso —dijo—. ¿Puedo ayudarlo en algo?


—No, a menos que por casualidad esté sentada en las rodillas de Pedro. Quiero hablar con mi hijo y pienso hacerlo. Así que pásemelo. Ahora mismo.


Pedro nunca hablaba de su familia. Por alguna razón, Paula siempre había tenido la impresión de que sus padres estaban muertos. Pero, obviamente, se equivocaba.


—Lo siento, señor Alfonso—dijo amablemente—. Pedro está de viaje. No volverá hasta finales de esta semana. ¿Quiere que le dé algún recado de su parte?


Oyó un nítido gruñido de fastidio antes de que el hombre dijese:
— Sí, ¿por qué no le dice una cosa? Pregúntele por qué nunca me devuelve las llamadas. Pregúntele por qué hizo como si yo fuera transparente la semana pasada, cuando salía de una de esas fiestas de postín en el hotel Marriott. Y pregúntele por qué se niega a verme, olvidando por completo los esfuerzos que hice durante años para sacarlo adelante. Paula contestó en tono vacilante: — Sí, señor Alfonso, le daré su mensaje. —Y dígale que espero tener noticias suyas en cuanto regrese a la ciudad. —Lo haré —dijo ella suavemente. —Ah, y para que se entere: no me llamo Alfonso. Me llamo Harold Freeland —colgó el teléfono bruscamente y Paula dio un respingo, asombrada.


Anotó cuidadosamente todo lo que el hombre le había dicho y puso la nota en medio del escritorio de Pedro para que la viera en cuanto regresara. La primera vez que entró en su despacho tras su vuelta, vio que el mensaje mecanografiado estaba en la papelera, hecho una bola. Ninguno de los dos mencionó la llamada ni la nota. Paula nunca se había creído con derecho a preguntarle por sus padres, y Pedro, ciertamente, no parecía inclinado a darle explicaciones.


¿Lo había criado su padre? ¿Qué le había sucedido a su madre? ¿Tenía la relación de sus padres algo que ver con el rechazo que sentía hacia el matrimonio? Quién sabía.


Aquella llamada fue la única oportunidad que tuvo Paula de vislumbrar su pasado. Tenía la impresión de que entendería mejor a Pedro si este le hablaba de su infancia, pero nunca parecía dispuesto a hacerlo.


Por otro lado, se había mostrado sumamente afectuoso cuando a la madre de Paula le diagnosticaron una enfermedad mortal. Le dijo que se quedara en casa para cuidar a su madre y siguió pagándole el sueldo a pesar de las protestas de Paula. Además, se hizo cargo de los gastos médicos que el seguro de su madre no cubría. Paula quedó destrozada porque no pudo quedarse con su madre más que unas pocas semanas antes de que esta sucumbiera a la enfermedad. Ella se encargó de los trámites del entierro, lo cual era lógico, pues su hermano, la familia de este y su hermana, que era soltera, vivían en California. Ella era la única que había permanecido con su madre hasta el final



BAJO AMENAZA: CAPITULO 4





Pedro la miró, aturdido. Menos mal que estaba sentado. Si no, se habría caído redondo al suelo de la impresión.


Paula acababa de verbalizar su miedo más arraigado, solo que él no lo había sabido hasta ese momento. La constricción que sentía en el pecho le dificultaba la respiración. Se preguntó si iba a darle un ataque al corazón.


Ella permanecía sentada, esperando que dijera algo. Pero la mente se le había quedado en blanco. ¿Paula quería tomarse una excedencia? ¿Sabiendo que él apenas podía pasarse una mañana sin ella?


Entonces lo entendió. ¡Estaba bromeando!


—De acuerdo —dijo con una sonrisa—. ¿Qué pasa? ¿Es que quieres otro aumento? Si es así, ya lo tienes.


Paula se inclinó hacia delante.


— Sé que todo esto es muy repentino, Pedro, y lamento que mi ausencia te cause Algún inconveniente. Después de considerar seriamente todas mis opciones, creo que lo mejor para todos es que me vaya por algún tiempo.


No estaba bromeando.


Pedro tragó saliva, intentando refrenarse para no saltar por encima de la mesa y estrangularla. Paula había presenciado sus arrebatos de furia a lo largo de los años, pero nunca habían sido dirigidos contra ella. Se sintió desolado ante la idea de que pudiera marcharse tan fácilmente de una empresa que había ayudado a construir.


— ¿Puedo hacer algo para que cambies de idea o ya has tomado una decisión? — preguntó dócilmente. Solo sus manos crispadas sobre la mesa traslucían su agitación. Pero ella no pareció notarlo.


Paula suspiró y miró hacia la ventana un momento antes de volverse hacia él.


— No he querido molestarte con todo esto—dijo finalmente.


—Demasiado tarde. Ya me has molestado. Ahora, dime, Paula, ¿qué demonios te pasa?


Ella se recostó en la silla y le lanzó una mirada penetrante.


— ¿Serviría de algo que te dijera que se trata de algo personal y que no tiene nada que ver con la empresa?


—Me alegra saberlo. Pero ahora dime qué pasa.


—Me lo vas a poner difícil, ¿verdad? — dijo ella frunciendo el ceño.


Él se inclinó hacia delante.


—No sabes lo difícil que te lo voy a poner si en este preciso momento no empiezas á explicarme qué pasa —pronunció cada palabra vocalizando con cuidado.


Paula se irguió y apoyó las manos unidas sobre la mesa.


—Hace unas semanas, encontré una nota anónima en el buzón de mi apartamento. Era la primera vez que me pasaba una cosa así.


— ¿Qué decía la nota?


—No lo recuerdo exactamente. La firmaba «tu admirador secreto». Al principio, las notas no me preocuparon...


— ¿Las notas? ¿Es que recibiste más de una?


Ella asintió.


—Cada semana, más o menos, y decían cosas como: «Me alegro tanto de conocerte... Quiero pasar más tiempo contigo...», esa clase de cosas. A medida que pasaba el tiempo se hicieron más... más... personales — se sonrojó—. El que las escribía decía que quería abrazarme, besarme... y... eh... —Pedro se dio cuenta de que se sentía incómoda hablándole de aquel asunto—. Yo tiraba las notas en cuanto las veía. Intentaba no preocuparme porque sabía que no podía hacer nada. Y eso es justamente lo que me ha dicho la policía.


Pedro se quedó helado.


— ¿La policía?


— Sí. Eso es lo que he hecho esta mañana: ir a la policía.


A Pedro no le gustaba lo que estaba oyendo. Rachel había estado recibiendo anónimos que la habían obligado a acudir a la policía y no le había dicho nada. Se preguntaba por qué. 


¿De veras no lo consideraba más que su jefe?


— ¿Qué ha ocurrido para que acudieras a la policía?


Ella se mordió el labio y Pedro se dio cuenta de que estaba temblando.


— Anoche llegué tarde a casa y me fui derecha a la cama. Esta mañana me duché y me vestí, como siempre. Cuando me acerqué a la cómoda a recoger unos pendientes, vi que encima había una nota doblada. No sé cuánto tiempo llevaba allí —impresionado, Pedro estuvo a punto de saltar de la silla, pero sabía que debía refrenarse hasta que le contara todos los detalles —. Al principio, pensé que era de mi asistenta, que había estado en casa el día anterior. Pero generalmente me deja los mensajes junto al teléfono de la cocina. Cuando la abrí, vi que la firmaba «tu admirador secreto» —mientras hablaba, Paula se había estado mirando las manos. En ese momento levantó la mirada hacia él. Parecía aterrorizada. Intentó mantener la calma al hablar—. Quienquiera que sea, estuvo en mi apartamento ayer, o incluso anoche. Llamé inmediatamente a mi asistenta, pero me dijo que no había visto a nadie. Como le he dicho a la policía, creo que quienquiera que escribiera esa nota, tuvo que ponerla ahí mientras yo dormía — se tapó los ojos un momento y luego continuó— .Me entró pánico cuando vi la nota. Por un momento, imaginé incluso que ese tipo seguía allí, agazapado en el armario, pero luego recordé que lo habría visto al vestirme. Lo único que sabía era que tenía que salir del apartamento. Así que me fui a la policía.


— ¿Y te dijeron que no podían hacer nada?


— Más o menos. Después de esperar más de una hora para hablar con alguien, le conté lo que pasaba al hombre que me atendió. Me escuchó, me hizo unas preguntas y redactó un informe. Le di la nota que había encontrado encima de la cómoda, la única que conservaba. Me preguntó si había roto recientemente con algún novio que tuviera llave de mi casa. Le dije que no, por supuesto. Y él me dijo que, aunque la nota sugería que alguien había entrado ilegalmente en mi apartamento, no tenían suficiente personal para encargarse de esa clase de denuncias. Al final, me sugirió que me marchara de la ciudad una temporada.


— ¿Por eso quieres una excedencia?


Ella asintió.


—No creo que pueda pasar en mi casa ni una noche más sabiendo que alguien puede entrar sin yo saberlo. He pensado que podría tomarme un descanso y decidir qué hago. No es que no me guste trabajar aquí, pero hasta que encuentre una solución a este asunto, no creo que pueda serle muy útil a la empresa.


Esa vez fue a Pedro a quien le entró el pánico. De ningún modo iba a consentir que Paula se marchara Dios sabía dónde. Viviría angustiado por ella. ¿Y si aquel tipo la seguía? 


Pensando atropelladamente, dijo:
—Entiendo tu preocupación, Paual — empezó—. Creo que si nos sentamos y analizamos lo que ha pasado, podremos... —el interfono los interrumpió. Sin molestarse en ocultar su irritación, Pedro apretó el botón y gruñó—.¿Sí?.


— Siento interrumpir —dijo Julia—. Tengo a Marcelo en la línea tres. Dice que necesita hablar contigo. ¿Qué le digo?


—Pásame la llamada —dijo Pedro con resignación. Levantó el teléfono y dijo — : Hola,Marcelo, ¿qué tal te va?


—Esta vez estoy dispuesto a presentar la dimisión, Pedro. ¡Ya estoy harto!


Pedro miró a Marcelo.


—Parece que hoy a todos os da por lo mismo. ¿Qué pasa?
—La mujer de Thomas Crossland se presentó en la obra hace dos semanas y ha decidido supervisar personalmente la construcción de su casa. Me ha dejado bien claro que no está contenta con nuestro trabajo. Hoy me ha dicho que quería reunirse inmediatamente contigo, en la obra, ¿entiendes?, para que le expliques por qué no se toman en cuenta sus sugerencias.


— ¿Dónde está Thomas?


—Y yo qué sé. Se habrá escondido en alguna parte hasta que la casa esté terminada. Mira, sé que estás muy ilusionado con este proyecto, pero te lo digo desde ahora mismo: si conseguimos acabar la obra sin que nos demanden, podremos darnos por satisfechos.


Marcelo trabajaba con él desde el principio, y Pedro sabía que debía hacerle caso. Si decía que la situación era seria, tenía que creerlo. Percibiendo su irritación, Pedro utilizó un tono deliberadamente ligero al contestar:
— ¿Tan mal están las cosas?


— Peor que mal —contestó Marcelo —. ¿Cuándo puedes venir?


Pedro no había apartado los ojos de Paula durante la conversación. Su cerebro trabajaba a toda máquina. Tal vez aquello le viniera bien. No quería perder a Paula, ni siquiera unos días, y mucho menos semanas o meses. Revisó mentalmente sus compromisos y se dio cuenta de que nada había salido según sus planes desde que esa mañana, al llegar a la oficina, había descubierto que Paula no estaba en su puesto. Miró su agenda y le dijo a Marcelo:
— Creo que puedo estar en Asheville a eso de las cinco.


Marcelo soltó un suspiro de alivio.


—Estupendo. Iré a recogerte al aeropuerto. Estamos a unos cuarenta kilómetros de Asheville. Te contaré los detalles por el camino.


—De acuerdo. Ah, Marcelo...


— ¿Sí? —Marcelo parecía mucho más tranquilo.


—Tómate el resto del día libre. Órdenes del jefe.


La carcajada de Marcelo resonó en toda la habitación. Paula sonrió.


—No hace falta que me lo digas dos veces. Nos veremos sobre las cinco —dijo, y colgó.


Pedro cortó la conexión y marcó otro número. Cuando respondió una voz, dijo:
— Steve, ¿cuándo puedes tener listo el avión?


Steve Parsons, el piloto del jet de la compañía, contestó sin vacilar:


—Dentro de una hora. ¿Adonde vamos?


—A Asheville, Carolina del Norte. Paula y yo comeremos algo rápido y te veremos en el hangar —colgó sin mirarla y aguardó. No tuvo que esperar mucho tiempo.


—No puedo ir a Carolina del Norte contigo, Pedro. He de hacer las maletas para marcharme de la ciudad lo antes posible. Creía que te lo había dejado claro.


Pedro sonrió y extendió los brazos, desperezándose.


— ¿Es que no lo ves? Eso es exactamente lo que vas a hacer. Creo que Marcelo ha dado con la solución perfecta sin darse cuenta. Puedes marcharte de la ciudad y seguir trabajando al mismo tiempo.


Al ver la expresión enojada de Paula, estuvo a punto de echarse a reír. Ya se sentía mejor. Había ganado algún tiempo hasta que se le ocurriera otra solución.


—Irme a Carolina del Norte es solo un arreglo temporal, Pedro —dijo ella, como si intentara razonar con un niño obstinado.


Él asintió, sintiéndose mejor a medida que sopesaba su plan improvisado.


—Por supuesto que es temporal, pero el viaje nos dará tiempo para encontrar otra solución —contestó él, utilizando el mismo tono que ella.


—Ya he pensado en todas las opciones — empezaba a irritarse—. Y lo mejor es que me tome una excedencia.


— ¿Cómo lo sabes? Quizás a mí se me ocurra algo distinto. ¿Qué puedes perder?


Ella sacudió la cabeza.


— Solo sería posponer lo inevitable, Pedro, y tú lo sabes.


—Hazme caso, ¿quieres? — se levantó y rodeó el escritorio—. Vamos a comer algo antes de irnos al aeropuerto.


—No puedo irme contigo así, tan de repente. Necesito ropa y...


—Allí puedes comprar todo lo que necesites. Vamos —recogió su maletín, en el que siempre llevaba una camisa limpia, ropa interior y calcetines y, dejándose llevar por un impulso, la asió de la mano para levantarla de la silla. Aquel contacto inesperado los sorprendió a ambos.


Desde el día que la contratara, Pedro había evitado cuidadosamente cualquier contacto físico con Paula. Sabía que lo más sensato era mantenerse a una distancia prudencial de ella.


Paula se levantó y al instante apartó la mano, dejando claro que no estaba de acuerdo con aquella solución.


—Esto no es buena idea, ¿sabes? —dijo con obstinación.


— Al contrario —contestó él sonriendo—. Estoy convencido de que es una idea brillante. Venga, vamos a comer algo. Estoy muerto de hambre.


Paula lo siguió fuera del despacho, sin duda con la intención de seguir rebatiendo sus argumentos, pensó Pedro


Él se detuvo frente a la mesa de su secretaria.


—Julia, cancela todos los compromisos que teníamos esta semana —miró su reloj e hizo una mueca—. Seguramente Rich ya se habrá ido a comer.