domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO FINAL




Paula cerró los ojos un instante, asombrada ante la noción de que él hubiera pensado tener que suplicar su amor. Le llenó de tristeza y arrepentimiento.


Pensó en su sueño intentando descifrar su significado.


—Era verdad lo que me decías en el sueño, ¿sabes? Que tenía que ser yo la que me rescatara a mí misma. Estaba equivocada en esperar sentada a que tú vinieras a buscarme. Debería haberme rescatado a mí misma.


—¿Cómo? —preguntó él con suavidad.


—Debería haberte contado mis miedos en vez de dejar que me fermentaran dentro. Debería haber estado en casa hablando contigo en vez de quedarme lejos preguntándome si te importaba siquiera el que no estuviera.


—Claro que me importaba, Paula ¿Qué crees? La casa no era nada sin ti; sólo un sitio más para dormir y comer. Excepto que era peor.


—¿Peor?


—Porque todo me recordaba a ti y acentuaba el hecho de que no estabas. Al menos la habitación de un hotel es bastante anónima e impersonal. No podía soportar estar solo en la casa, así que me quedaba en un hotel cerca de la oficina.


—Yo te llamé miles de veces por las noches —dijo ella con voz temblorosa—. Y nunca estabas en casa. Pensé que estabas con otra persona.


—Dios, Paula. ¿Qué tipo de ideas tenías en la cabeza? ¿Cómo se te pudo ocurrir que quisiera a alguien que no fueras tú?


Las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Tenía miedo de decir una sola palabra más. Él se acercó a ella y tomó sus dos manos entre las de él.


—Paula, ¿tienes alguna idea de lo mucho que te amaba?


Ella sacudió la cabeza.


—Si lo hubiera sabido, no hubiera hecho lo que hice —sintió la fuerza de sus manos que le dio valor—. Te puse a prueba —confesó—. Me alejé para ponerte a prueba. Tenías que demostrármelo, pero tenía que ser en mis términos.


—Y yo no conocía las reglas.


—No puedo creer lo que hice. ¿Cómo pude hacerlo? —Apartó las manos para cubrirse la cara—. No sé que hacer —dijo con un suave gemido.


Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí.


—Puedes perdonarte a ti misma —sugirió en voz baja—. Puedes perdonarme a mí. Y entonces, yo tendré que hacer lo mismo.


—Puedo perdonarte. Eso no es difícil. Pero no sé si podré perdonarme a mí misma.


Él le alzó la barbilla y acercó la cara con los ojos cargados de ternura.


—Yo siento exactamente lo mismo. Me cuesta perdonarme por mi estúpido orgullo. Es mucho más fácil perdonarte a ti.


Paula sacudió la cabeza.


—No lo entiendo. Yo jugué un juego terrible e inmaduro. Fue injusto y peligroso. ¿Cómo puedes perdonarme por eso?


—Porque te quiero más de lo que pueda expresar con palabras, Paula.


Ella siguió inmóvil mientras las palabras calaban en su alma. 


La pena se alivió y Sintió unas lágrimas de júbilo empañarle los ojos.


—¿Paula? —rozó sus labios contra los de ella—. Te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Nunca he querido a nadie salvo a ti.


—Yo también te quiero.


Se le escapó un sollozo y al momento estaba llorando de forma incontrolable, un torrente de emociones liberando su corazón y su mente. Él la mantuvo abrazada con fuerza.


—Somos una pareja de lástima. Tú eres la que te expresas de forma verbal y yo el silencioso y ahora me toca a mí decirlo todo. De acuerdo, entonces. Lo haré. ¿Te he dicho lo mucho que te quiero? ¿Sabes lo que te necesito en mi vida? Te necesito más de lo que podrás llegar a entender, Paula. Por favor, por favor, no lo dudes nunca.


—Te quiero —susurró ella con más lágrimas en los ojos—. Nunca he dejado de quererte.


Él le apretó la espalda.


—De acuerdo. Te diré lo que vamos a hacer. Párame cada vez que no estés de acuerdo. Vamos a casarnos de nuevo y esta vez lo haremos bien. Si yo me siento infeliz por algo, te lo diré. Y si tú estás preocupada por algo, me lo dirás. ¿Qué te parece?


Ella asintió enterrando la cara mojada contra su pecho y abandonándose al consuelo de sus palabras.


Pedro le alzó la barbilla y la besó. Ella le devolvió el beso con una eufórica sensación de abandono y alivio.


—Te quiero —susurró contra su boca—. Te quiero, te quiero.


Con un ronco gemido, Pedro la levantó en brazos y se la llevó hasta la habitación.


—¿Te he contado que a veces sólo tengo que mirarte para saber que eres lo único que quiero en el mundo? Sólo a ti. En casa conmigo, cerca de mí, en la cama a mi lado. Para siempre.


Ella sintió una oleada de alegría.


—Ahí estaré —dijo temblorosa—. Te prometo que siempre estaré ahí.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 31




Hacía bastante fresco para el ligero vestido de algodón que llevaba.


La ducha le sentó bien, pero el agua caliente no le quitó la tensión acumulada. Tenía los nervios de punta. Desearía poder irse a la cama sin tener que ver a Pedro el resto de la velada. Pero era demasiado temprano y no había comido nada. Se puso uno de los acogedores jerseys de Lisette y volvió al salón. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso de whisky en la mano. No estaba leyendo ni haciendo nada, sólo permanecía sentado con el vaso medio vacío en la mano.


Alzó la vista en cuanto ella entró en la habitación.


—¿Te sacaste por fin esa espina de la mano?


—La verdad es que no.


—Déjame verte.


Ella extendió la mano.


—No es nada.


Pedro le dio la vuelta a la mano y la examinó.


—Iré a por las pinzas. No debe resultar nada agradable.


No tenía sentido discutir, así que Paula no dijo nada mientras él intentaba extraerle la pequeña espina, que se rebelaba. Pedro estaba muy cerca y ella le estudió la cara, concentrada en lo que estaba haciendo: los ángulos y planos, las arruguitas en el rabillo del ojo, la aspereza de la barba incipiente. Amaba aquella cara.


«Parecía un muerto andante», resonaron las palabras de Ghita en su cerebro. Se mordió el labio y los ojos se le empañaron en lágrimas. Oh Dios, ¿qué le había hecho?


Pedro alzó entonces la vista.


—¿Te estoy haciendo daño?


—Sí, no —se mordió el labio—. No te preocupes. Sólo sácala.


Se sentía como si fuera a estallar en miles de pedazos y no por la espina.


Pedro estaba tan cerca… Podía estirar la mano y tocarle el pelo. Si se inclinaba un poco más, podría rozarle la cara con la suya.


Pedro se enderezó en ese momento y se apartó.


—Ya está. Estaba bien clavada.


—Gracias.


—Siento haberte hecho daño.


Ella sacudió la cabeza.


—No es nada —se puso de pie—. Voy a preparar algo de comida.


Sentía un vacío dentro de ella… doloroso. Quizá sólo fuera hambre. Quizá no.


Pedro apuró su copa.


—¿Quieres que te ayude?


—No. Prepararé algo sencillo. ¿Tienes mucha hambre?


—No, algo sencillo me irá bien.


Estaba a punto de terminar cuando él entró en la cocina oliendo a jabón. Tenía el pelo mojado y se había puesto unos vaqueros limpios y un jersey gris pálido. Estaba tan guapo. 


Paula cerró los ojos. ¿Por qué tenía que estar tan devastadoramente masculino?


Pedro se sirvió una copa de vino y los dos comieron, pero Paula apenas saboreó nada y le costó tragar. Se tomó un vino y se sirvió otra copa.


Cuando terminaron, él se levantó, recogió la mesa y enjuagó los platos dejándolos en el fregadero.


—Creo que teníamos una conversación sin terminar —dijo volviéndose para mirarla.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Ya sabía que eso llegaría y, sin embargo, no se sentía preparada. Nunca lo estaría. Le siguió al salón.


Se sentó en el sofá y él lo hizo a su lado.


—Nunca hablamos mucho durante nuestro matrimonio, ¿verdad?


—No. No estábamos en casa lo suficiente, supongo.


—Pero cuando estábamos, tampoco hablábamos. Yo nunca fui consciente de que teníamos problemas cuando estábamos en casa juntos —se detuvo—. Cuando estábamos juntos éramos felices. Eso es todo lo que recuerdo, ser felices.


Paula tenía un nudo en la garganta y no podía decir ni una sola palabra. Dondequiera que hubieran estado juntos habían sido felices.


—Quiero saber —siguió él con dificultad—, si fuiste infeliz alguna vez cuando estábamos juntos. ¿Había algo que yo no viera? ¿Cuándo empezaron las cosas a ir mal? ¿Cuándo empezaste a ser infeliz?


Paula tragó saliva.


—Cuando dejamos de estar juntos.


Él la miró fijamente.


—¿Y un divorcio era la solución a eso?


—No. Pensé que a ti no te importaba que ya no nos viéramos más. Pedí el divorcio para que reaccionaras, para que despertaras —tragó saliva desbordada por los recuerdos y el dolor—. ¡Y ni siquiera te opusiste! Yo quería que te negaras, que lucharas. Yo…


Ya no pudo seguir. Se le escapó un sollozo al mirarlo.


—Paula. ¿Qué estás diciendo? ¿Me estás diciendo que no querías divorciarte?


El momento de la verdad. La pregunta de Pedro flotaba entre ellos, viva y estremecedora.


—¡Sí! ¡No! Quiero decir que… —el aire no le llegaba a los pulmones—. No, no quería el divorcio.


—¿Y por qué en el nombre de Dios me dijiste que lo querías?


—¡Quería que reaccionaras! —soltó con desesperación.


—¿Que reaccionara? —Su voz era ronca de la sorpresa—. ¡Oh, Paula. Yo ya era bien consciente!


Ella se puso rígida.


—¡Pero yo no lo sabía! ¡Tú no me lo dijiste! ¡Quería que me dijeras lo que sentías, lo que deseabas! ¡Quería que te preocuparas por mí!


—¡Oh, Dios mío! —susurró él—. ¡Dios mío, Paula, esto es una locura! ¿Que te hizo pensar que no me preocupaba?


A ella se le secó la boca. Tragó saliva con dificultad.


—Por una parte, firmaste la solicitud. Ni siquiera volviste a casa. Si te importara, ¿no hubieras luchado contra el divorcio?


Él soltó una carcajada amarga.


—¡No iba a retenerte contra tu voluntad! Si no querías estar conmigo, si querías irte, ¿qué elección me quedaba salvo dejarte ir?


—¿Así de simple?


—No, no es así de simple, Paula. Tú no habías vuelto a casa desde hacía Dios sabe cuánto tiempo. ¿Crees que quiero a una mujer que no me quiera?


«¡Yo te quería!», gritó ella en silencio.


—¿Creíste que no te quería? —consiguió decir en voz alta.


Nunca se le había ocurrido que él pudiera pensar que no lo amaba. Le había dicho miles de veces lo mucho que lo amaba, se lo había escrito en cartas y en notas, se lo había dicho por teléfono. Hasta que el dolor y la rabia se habían adueñado de ella y había dejado de decírselo.


Pedro le tembló un músculo del mentón.


—¿Y qué otra cosa se supone que debía pensar, Paula? Tú estabas evitando estar en casa cuando volvía yo. Las dos primeras veces fue por tu madre. Eso lo entendí, por supuesto. Después vino Sophie —se encogió de hombros—. Con eso tuve más problema. Sabía que ella tenía montones de familiares que podían estar a su lado. Pero no tenía intención de interferir si eso era lo que tú querías. Después de eso… vino aquel curso especial de cocina en Nueva York tan repentinamente y justo en las dos semanas en que yo estaría en casa después de volver de Guatemala.


Paula no dijo nada, sintiendo una fuerte opresión de vergüenza y arrepentimiento. ¡Qué juego tan terrible y destructivo había jugado! Sólo que entonces no lo había visto. Recordaba haber estado suplicando que la llamara antes de irse a Nueva York.


Pedro se frotó la frente.


—Paula, ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué te fuiste a Nueva York? Y no me digas que ese curso era una oportunidad única en tu vida.


El corazón se le encogió. El curso había sido verdad, pero no era importante. En Nueva York lo había pasado aún peor que en Roma. Esperaba que Pedro se acercara a verla durante el fin de semana o que la pidiera que volviera. No lo había hecho. De nuevo le había llamado a todas horas de la noche y nunca le había encontrado en casa.


—Estaba disgustada… enfadada —consiguió decir por fin.


—¿Por qué? Dios mío, Paula, ¿qué había hecho yo?


La garganta le dolía del esfuerzo por no llorar.


—Creía que ya no me amabas. Seguías diciéndome que te las podías arreglar. Eras tan independiente y seguro… Sentí que ya no me necesitabas.


—Paula. Me las puedo arreglar. Estaba hablando de las necesidades humanas básicas. No necesito a nadie para que me lave los calcetines y me haga la cama. No necesito a nadie para que me cocine. No necesito a un ama de llaves o a una madre pesada. No me casé contigo para cubrir esas necesidades. Me casé contigo porque necesitaba una esposa, una amiga, una amante.


Paula sintió la humedad de una lágrima y bajó la vista al verlo todo borroso.


—Nunca me dijiste que me necesitabas. Lo único que yo quería era que me dijeras que me echabas de menos cuando estábamos separados —se le quebró la voz—. Quería que me dijeras que deseabas que volviera a casa.


Él se levantó de golpe y se pasó los dedos por el pelo con gesto de frustración.


—No me puedo creer esto —dijo con una nota de desesperación—. Estaba expresando mi amor por ti no siendo egoísta acerca de lo que quería para mí mismo. No interfiriendo con tu libertad de ser lo que quisieras ser e hicieras lo que desearas. No era porque no me importara.


Ella cerró los ojos digiriendo sus palabras, sabiendo que eran verdad, sabiendo, también, lo poco que había entendido a su marido, al hombre al que había amado por su falta de posesividad, su falta de egoísmo y su generosidad de espíritu.


—Nunca lo entendí así —dijo con voz de niña viendo la desesperación en la cara de él al alzar la vista.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y dio unos pasos hacia el otro lado, se detuvo y volvió a donde estaba sentado.


—Y cuando ya no volvías a casa cuando estaba yo —siguió él—, supuse que era porque lo querías hacer así. Me preguntaba si habrías dejado de amarme, si habrías encontrado a otra persona.


—¡Oh Dios! —murmuró ella con miseria—. No, no.


—Paula —dijo él con suavidad—. ¿Qué otra cosa podía pensar?


Ella sacudió la cabeza aturdida. ¿Por qué no le habría contado sus preocupaciones y sus miedos? ¿No la hubiera entendido? Era su marido. Se había casado con ella y había prometido amarla siempre. Entonces, ¿por qué lo había dudado ella?


Pedro se sentó a su lado. No demasiado cerca, dejando un espacio entre ellos. Las lágrimas la cegaron y se las secó.


—Lo siento tanto. Tanto…


Él la tomó de la mano.


—Yo también lo siento —dijo con suavidad.


—Debería haberte dicho lo que necesitaba, contarte por qué estaba tan asustada. Cometí tantos errores, tantos estúpido errores.


—Los dos lo hicimos, Paula. Yo nunca he sabido expresar mis sentimientos, eso lo sé. Di por supuesto que tú sabías lo que sentía —el dolor y el arrepentimiento le oscurecieron los ojos—. Te amaba tan profundamente, Paula, que no se me ocurrió que pudieras dudarlo. Que debiera expresarlo con palabras.


Dolía ver la pena en su cara y Paula bajó la vista hacia su dedo ya sin anillo.


—Tú… nosotros., estábamos tan lejos y cuando llamabas, me sentía tan feliz de oír tu voz y después… no me decías nada. Sonabas siempre tan profesional… —levantó la vista hacia él—. Yo me sentía tan insegura.


Él forzó una sonrisa.


—El teléfono nunca me ha parecido una pieza muy romántica de comunicación. Por eso sólo lo uso para los negocios y otros asuntos nada íntimos.


—Deseaba tanto oírte decir que me amabas, que me echabas de menos…


—Siempre te eché de menos. Y siempre te tenía en mi cabeza, en mitad de una reunión, en el medio de un campo de cultivo de vainilla. Si te pones a pensarlo, Paula, has sido querida, añorada y amada, prácticamente en cada rincón del mundo.


El arrepentimiento la sacudió. No conseguía que le saliera la voz y se mordió el labio inferior para evitar que le temblara.


—Cuando ya no estabas en casa nunca, debería haberte pedido una explicación —siguió Pedro con voz estrangulada—. Nunca debería haberte dejado ir como lo hice.


—¿Por qué lo hiciste?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tenía el orgullo herido. La única razón que podía encontrar era que habías encontrado a otra persona y yo no estaba…


—¡Oh, Pedro! —susurró ella—. No, no.


—¿Te acuerdas del sueño que me contaste? ¿El del caballo?


—Sí.


Él se frotó el cuello.


—Cada vez que volvía a casa y estaba solo, era eso lo que quería hacer. Montar en el siguiente avión y simplemente recogerte y llevarte a casa conmigo. Quería decirte que no podía vivir sin ti, que te deseaba, que te amaba más que a nada en el mundo y que me pertenecías.


Cómo había deseado ella que hubiera hecho precisamente eso.


—Yo deseaba que lo hicieras —admitió—. Secretamente siempre estaba esperando que llegaras a buscarme.


—Fue mi maldito orgullo. La idea de que no me querías no fue fácil de aceptar y no iba a suplicar que me amaras.









UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 30





Paula clavó la vista en su propia fotografía con el cuerpo inflamado de furia. Él había guardado su pasaporte y le había dicho que lo habían robado. O al menos eso le había hecho creer. «Evidentemente alguien se lo ha llevado», le había dicho. Bueno, evidentemente alguien lo había hecho. 


Él mismo.


Mientras él tuviera su pasaporte, ella no podría abandonar el país. La estaba manteniendo allí contra su deseo porque era lo que quería su padre. Su padre quería proteger a su hija pequeña y Pedro era su fiel aliado.


Sintió un movimiento a sus espaldas. Se volvió y vio que Pedro había entrado en la habitación y tenía una rara expresión en la cara.


—Ya veo que lo has encontrado —comentó—. Me pillaste con la guardia baja —dijo con tono seco—. No estoy acostumbrado a guardar secretos.


—¡No me creo que me hayas hecho esto! —dijo con voz baja por la rabia—. ¡Sabías que quería irme!


Pedro se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y la observó con calma.


—Pero yo no quería que te fueras.


—¿Por qué? ¿Para tener sexo fácil a mano? —soltó una carcajada amarga—. Seguramente lo hubieras tenido más fácil con cualquier otra.


Una mirada de disgusto surcó sus ojos.


—No seas grosera. No es tu estilo.


Sus modales de superioridad incendiaron su rabia.


—¿Qué sabes tú de mi estilo? ¡No me has visto en años! ¿Por que me has obligado a estar aquí contigo? ¿Por mi padre? ¿Es que sus deseos son más importantes que los míos?


—Los deseos de tu padre no eran mi principal preocupación.


—Entonces, ¿cuál era?


—Los míos. Pensé que sería estupendo que pasáramos un tiempo juntos.


—O sea, que decidiste retenerme aquí contra mi voluntad.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo. Él no la había obligado nunca a hacer nada. Iba contra todo lo que él creía: que era importante dejar al otro que tomara sus decisiones personales, no interferir en la vida profesional del otro.


—Siento que fuera contra tu voluntad —dijo él con calma—. Pensé que podrías divertirte aquí.


—¡No me divierte que me obliguen a hacer algo! ¿Por qué me robaste el pasaporte?


Él arqueó los labios con mofa.


—Desde luego te gusta dramatizar. Yo no te lo robé. Tenía toda la intención de devolvértelo. Me dijiste que te lo trajera.


—¡Pero no me lo diste!


—Cambié de idea.


—¿Por qué? ¿Por qué no me ayudaste a salir del país y terminaste esa ridícula misión tuya de rescate?


—Quería que estuvieras conmigo —una tormentosa tensión asomó a sus ojos—. Siempre he querido que estuvieras conmigo. No me gustan las casas ni las habitaciones de hotel vacías.


—¿De verdad? ¡Pues para no gustarte, no sé por qué te gusta tanto viajar por todo el mundo!


—Viajar forma parte de mi trabajo —Pedro se detuvo y sus ojos se ensombrecieron—. ¿Sabes lo que más me gustaba de viajar cuando estábamos todavía casados?


—¿Estar solo?


Él sacudió la cabeza.


—Lo que más me gustaba, Paula, era volver a casa contigo.


Paula sintió una punzada de dolor. Lo miró fijamente y la rabia se evaporó.


Sus ojos eran de un gris neblinoso cuando la miró.


—Me encantaba volver a casa y encontrarte cocinando —dijo con suavidad—. La casa con olor a lilas, rosas o algún olor agradable. Adoraba tomarte en mis brazos y saber que eras toda mía, que habías estado esperando por mí y que lo hacías todo bonito y especial para mí porque me amabas, porque eras feliz de tenerme en casa de nuevo. Me sentía tan… rico.


Un doloroso vuelco le sacudió el corazón a ella llenando los huecos amargos aunque le produjo poco consuelo. Sintió lágrimas ardientes en los ojos.


—No sabía que sentías eso —dijo con voz trémula—. ¿Por qué no me lo dijiste nunca?


Él la miró a los ojos con expresión de asombro.


—Paula, ¡cómo no lo ibas a saber!


Ella tragó saliva.


—Pensé que lo sabía. Al principio todo iba tan bien y entonces…


Se detuvo y se sentó en el borde de la cama.


—¿Entonces qué?


Ella se tapó la cara con las manos.


—Empecé a creer que ya lo dabas todo por supuesto. Aquella vez que fui a visitar a mis padres a Marruecos y yo no estuve en casa cuando volviste… hablamos por teléfono y pasó algo. No lo sé.


Él dio unos pasos hacia adelante y se quedó parado frente a ella.


—¿Qué pasó, Paula? —su voz era apremiante—. No lo entiendo. Nunca lo entendí.


—Creí que no te importaba el que yo estuviera en casa o no. No dijiste nada acerca de echarme de menos. No me dijiste que querías que estuviera en casa.


—¡Tu madre estaba enferma! Tenías que estar con ella. ¿Cómo iba a pensar en lo que quería yo? Además teníamos un acuerdo; nos habíamos prometido dejarnos el uno al otro libre.


Ella cerró los ojos.


—Quería saber que me necesitabas. Nunca sentí que me necesitaras.


—Paula, ¿cómo podías ignorarlo?


—¡Nunca me lo dijiste!


Pedro le chispearon los ojos de asombro.


—¿Que no te lo dije? Quizá no con palabras, pero seguramente te lo demostré.


Ella apretó las manos en el regazo.


—¡No lo sé! Necesitaba oírlo. ¡Necesitaba que me lo dijeras tú! ¡Nunca me dijiste nada! Nunca me contaste lo que pensabas o cómo te sentías.


Pedro no se movió. La miró impávido como una estatua.


—Dios mío, Paula. Yo…


Unos ruidos interrumpieron sus palabras. Ramyah apareció en el umbral de la puerta con los ojos muy abiertos hablando con rapidez en malayo.


Pedro salió al instante con la sirvienta a sus talones. Paula los siguió por instinto. No tenía ni idea de lo que Ramyah había dicho ni de lo que estaba pasando, pero era evidente que era serio. Los encontró fuera, inclinándose sobre Ali, el jardinero, cuya pierna sangraba con profusión por una herida. El machete de trabajo estaba tirado a su lado en la hierba.


Paula se puso pálida ante la vista de la sangre inspiró para relajarse. Lo único que les faltaba era que ella se desmayara.


—¿Qué podemos hacer? —preguntó.


—Busca unas toallas y algo que sirva de venda.


La voz de Pedro fue rápida y tajante.


Paula corrió al interior y cuando encontró lo que le había pedido, salió de nuevo.


—¿Se ha cortado alguna arteria?


—No, gracias a Dios. Pero es una herida fea. Necesitará varios puntos.


Pedro se inclinó hacia Ali, que no dejaba de quejarse, y actuó con eficiencia.


—¿Qué ha pasado?


—Se resbaló y cayó con el machete en la mano. Ayúdame a meterle en el coche.


Instalaron a Ali en el asiento trasero de la ranchera para llevarle al hospital más cercano. Ramyah se sentó delante al lado de Pedro, que hizo señas a Paula para que entrara también ella.


—No quiero que te quedes sola aquí sin teléfono siquiera.


Ella no pudo encontrar ningún argumento racional con rapidez, así que se apretó al lado de Ramyah y salieron por el agreste camino.


Condujeron hasta la casa de los Patel, donde Pedro usó el teléfono y le dijo a Paula que se quedara allí hasta que él volviera a buscarla. La señora Patel sonrió diciendo que no era ningún problema.


Ghita estaba fuera jugando al tenis, le dijo la señora Patel y la esperaba de vuelta en cualquier momento. Apareció a los veinte minutos muy atractiva con su uniforme de tenis y las tres tomaron el té juntas. Después de terminarlo, la señora Patel desapareció en la cocina y Paula quedó a merced de Ghita, que fue fría, pero educada. Paula decidió aparentar no notarlo y mantuvo una conversación animada, con la que no colaboró su anfitriona. Hasta que, en un momento determinado, Ghita inspiró con profundidad y la miró directamente a los ojos como para anunciar algo. Paula esperó preguntándose qué sería lo que vendría a continuación.


—Hay algo que creo que deberías saber —empezó Ghita—. Yo… sé que estás enamorada de Pedro.


Paula sintió un sobresalto de sorpresa ante aquel comentario tan indiscreto.


—¿De verdad? —dijo poniendo tono de desdén.


—Sí. Ya sé que me dijiste que era una situación temporal, pero no estoy ciega. Cuando viniste a cenar el sábado por la noche dejaste muy claro lo que sientes por él.


Paula sintió una oleada de rabia.


—La naturaleza de mi relación con Pedro no es asunto tuyo y no tengo intención de discutirlo contigo.


—Quizá no, pero déjame decirte que si albergas alguna esperanza de futuro con Pedro, ya puedes abandonarla.


—Recuerdo que eso ya me lo dijiste. ¿Y por qué lo crees?


—Porque no piensa casarse de nuevo.


—¿Y cómo lo sabes tú?


Ghita soltó una seca carcajada.


—Créeme, lo sé. Ni siquiera se casaría conmigo y llevo años enamorada de él —apartó la vista, pero Paula vio el brillo de las lágrimas en sus ojos—. No puedo creerlo —siguió Ghita con voz baja y tensa—. ¡No puedo creer lo que le hizo esa mujer!


Paula se puso rígida. Esa mujer. Su esposa. Ella.


—¿Y qué es lo que le hizo?


¿Qué diablos le habría impulsado a hacer aquella pregunta?


La rabia asomó a los ojos de Ghita.


—¡Le destruyó! Él estuvo aquí poco después de que ella le pidiera el divorcio y apenas se le podía reconocer. Daba la impresión de ser un muerto andante. Yo… yo…


La voz le falló y bajó la vista hacia sus manos.


—Perdona —dijo Paula mientras se levantaba.


Casi salió corriendo al interior de la casa, sólo para chocar casi con el objeto de su discusión. El corazón le dio un vuelco. Deseaba llorar. Quería morirse. Quería despertar de aquella pesadilla del pasado.


Él la sujetó con una mano en el hombro y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué pasa?


Paula estaba temblando e inspiró para calmarse.


—Nada —dijo intentando recuperar la compostura—. Ya has vuelto. ¿Cómo está Ali?


—Se pondrá bien, pero quieren tenerle en observación.


La señora Patel, les ofreció unas bebidas y les invitó a cenar, lo que Pedro declinó diciendo que estaba sucio y deseaba descansar.


Poco después estaban de nuevo en el coche de vuelta a casa. El sol se estaba poniendo y bañaba el paisaje de un pálido color dorado. El mundo parecía calmado y pacífico, justo lo contrario de cómo se sentía Paula sentada al lado del silencioso Pedro.


—¿Dónde está Ramyah? —preguntó.


—Con Ali. Se quedará esta noche en casa de unos familiares en Ipoh.


Estaba completamente oscuro cuando llegaron a la casa. 


Una vez dentro, Pedro encendió las luces del salón y le preguntó si quería algo de beber.


—Más tarde —dijo ella frotándose los brazos desnudos—. Me daré una ducha primero y me pondré algo más caliente.