martes, 15 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 43





Tamara estaba sentada en la cama, bebiendo un vaso de zumo de naranja cuando entraron al hospital. La habían peinado y maquillado ligeramente. Incluso había cambiado el camisón del hospital por un pijama estampado de color azul.


—Hola Tamara —la saludó Paula—. Tienes un aspecto magnífico.


—Me encuentro mucho mejor.


—Parece que está cuidando muy bien a su paciente —le dijo Pedro, a la señora Mitchell.


—Hago lo que puedo. Mi hija es una mujer extraordinaria.


—Desde luego —confirmó Pedro.


—Tengo suerte de estar viva —comentó Tamara—. He tenido más suerte que Sally, o que la otra chica a la que asesinaron.


—Sí —Pedro se acercó hasta el borde de la cama—. Tenemos que encontrar al hombre que las mató.


—Lo sé —Tamara se volvió hacia su madre—. Tengo que decirles lo que sé, mamá. Si no lo hago, ese hombre puede matar a otra mujer.


La señora Mitchell se acercó a su hija y posó la mano en su brazo.


—Ya sabes lo que pienso sobre eso.


—Sé que quieres protegerme. Y yo también quiero estar protegida, pero tengo que hacerlo.


—La protección de Tamara será absolutamente prioritaria, señora Mitchell —le aseguró Pedro—. Nos aseguraremos de que esté a salvo hasta que tengamos a ese tipo entre rejas.


—Sí, de la misma forma que la policía protegió a Sally y a Ruby…


La señora Mitchell se aferró con tanta fuerza a la barandilla de los pies de la cama que sus nudillos palidecieron.


Se volvió hacia Paula.


—Todo esto es culpa suya. Usted metió en esto a mi hija, como explicaba ese artículo. Ahora tendrá que sacarla usted de este lío. Dígale que no tiene por qué hablar. Dígale que no tiene ninguna obligación de hacerlo.


Paula tragó saliva. Comprendía la angustia de la señora Mitchell, incluso la admiraba. Había madres capaces de hacer cualquier cosa para mantener a sus hijas a salvo. Y era agradable saberlo.


Pero continuaban necesitando que Tamara hablara. Otras vidas dependían de ello. ¿Pero cómo presionarla cuando no sabía si Pedro iba a poder cumplir su promesa?


—Tamara es muy valiente, señora Mitchell —dijo Paula—. Debería estar orgullosa de que tenga el valor para hacer lo que piensa que es correcto.


—No pasará nada —la tranquilizó Tamara—. Ya lo verás, mamá. Todo saldrá bien.


La señora Mitchell se pasó la mano por los ojos, intentando secar las lágrimas que humedecían sus pestañas.


—Me gustaría quedarme aquí mientras les cuentas todo lo que sabes.


—Ya hemos hablado de esto, mamá. Y yo prefiero que tú no estés.


—De acuerdo. No comprendo por qué no puedes hablar delante de mí, pero si me necesitas, estaré fuera.


Tamara alargó la mano hacia su madre.


—Te quiero, mamá.


La señora Mitchell se inclinó para darle un beso en la mejilla.


—Yo también te quiero, cariño. Yo también te quiero.


La señora Mitchell no miró ni a Paula ni a Pedro, mientras salía de la habitación. Para ella sin duda, eran dos malvados que querían poner a su hija en peligro. A Pedro eso no lo inquietaba. 


Tenía la plena convicción de que la policía mantendría a salvo a Tamara.


Paula, sin embargo, tenía sus dudas. Esperaba lo mejor, pero estaba siempre preparada para lo peor. Seguramente se lo debía a su condición de huérfana.


Tamara observó salir a su madre. Odiaba desilusionarla. Ella al principio pensaba lo mismo que su madre. Se había asustado mucho cuando la habían obligado a salirse de la carretera, no tanto por el accidente, como por el temor a que el tipo que la había embestido con la camioneta corriera colina abajo a por ella.


Se lo había imaginado arrancándole la ropa y cortándole el cuello con una navaja, como había hecho con Sally y con Ruby. La diferencia era, que había intentado deshacerse de ella porque pensaba que lo había delatado.


—¿Estás preparada para ofrecernos una descripción? —preguntó Pedro.


—Puedo hacer algo mejor. Puedo dar su nombre




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 42




Pedro se despertó de un profundo sueño al sentir el aroma del café y el beicon. Se estiró y miró a su alrededor sin saber dónde estaba. 


Pero en cuanto bajó la mirada hacia su cuerpo desnudo, el recuerdo volvió acompañado de una nueva punzada de deseo.


Y de una ligera aprensión.


La noche había sido perfecta. Estar con Paula había sido perfecto. Pero había llegado la mañana.


Era el momento de dar un nuevo paso en su relación, pero no sabía cuál. E incluso en el caso de que lo supiera, no sabía si podría darlo.


Se estiró y buscó sus pantalones con la mirada.


Estaban detrás del sofá. Su mente voló de nuevo hacia Paula mientras se los ponía. No se molestó en abrochárselos. Necesitaba un café.


Y lo necesitó todavía más al ver a Paula.


Ya no estaba desnuda, pero llevaba una estrecha camiseta de color violeta que le llegaba justo por encima de las rodillas. Iba descalza, con las uñas de los pies pintadas de color rosa.


—Buenos días, detective. No sabía si debía despertarte.


—¿Qué hora es?


—Las siete y media. Yo me levanto antes.


—Normalmente, yo también. De hecho, suelo despertarme una docena de veces durante la noche… Las noches que consigo dormir.


—Humm. Y cuando estás conmigo duermes toda la noche seguida. Eso no dice mucho a favor del nivel de excitación que genero.


—Supongo que tendrás que intentar mantenerme despierto —respondió Pedro.
Una parte de él quería abrazarla y volver a hacer el amor con ella. Pero la otra, habría preferido dar media vuelta y echar a correr. Y ninguna de las dos cosas le parecía apropiada.


—Tienes café en la cafetera. Y una taza en el mostrador. Sírvete tú mismo.


Pedro obedeció, y apoyado contra el mostrador, la observó cascar un par de huevos y echarlos en la sartén. Ella con la camiseta. Él con los vaqueros. Los dos descalzos. Como amantes.


—He estado pensando en el asesino, Pedro… —Fin de la rutina amorosa. Vuelta a los temas macabros—. Creo que la equis con la que marca los pechos de sus víctimas, podría ser una manera de intentar vengarse de su madre. Me refiero a que los bebés maman, ése es el primer vínculo con su madre.


—Entonces crees que él no pudo mamar.


—A lo mejor lo abandonaron, como a mí. O quizá sufrió abusos. En cualquier caso, parece odiar la idea de la maternidad. No soy ninguna experta en este tipo de cosas, pero es así como lo veo.


—Puede que tengas razón.


—Y otra de las cosas que me intriga, es el hecho de que nadie lo vea nunca. Me dejó una galleta en la puerta de casa. Dejó una nota en mi coche. Me siguió hasta el Catfish Shack, o por lo menos, sabe que estuve allí. Pero no hay un sólo testigo que diga haber visto a ningún sospechoso merodeando por esas zonas.


—Sí, lo sé. Es como si fuera invisible.


—Podría ser un policía o un ex policía. O por lo menos alguien con cierto tipo de entrenamiento militar. Parece saber mucho más sobre cómo acceder a cierta clase de información, que un ciudadano normal.


—Sí, lo sé. Yo he llegado a las mismas conclusiones que tú, pero ninguna de ellas me ha conducido a ningún sospechoso. De todas formas, es habitual que los asesinos en serie sean difíciles de atrapar. Y el principal motivo es que eligen sus víctimas al azar. Como no tienen ninguna conexión con la víctima antes del asesinato, no hay forma de saber que son sospechosos. Ni siquiera en una ciudad como Prentice, en la que todo el mundo se conoce.


—Quizá no sea de aquí —aventuró Paula.


—Eso es lo que yo creo —dijo Pedro—, pero aun así, sigue siendo sólo una hipótesis. Necesitamos algo más sólido.


—Me gustaría volver a ver a Tamara. Creo que esta tarde me pasaré por el hospital. He quedado con Barbara para almorzar. Está preocupada por mí y creo que se siente culpable.


—¿Por qué tiene que sentirse culpable?


—Ella fue la que proporcionó la mayor parte de la información que salió sobre mí en ese artículo. No intencionadamente, por supuesto. Pensaba que estaba hablando con una revista autorizada que quería hacer un buen reportaje sobre mí. Supongo que no hace falta que te diga que han tergiversado todo lo que les contó.


Era la primera vez que volvía a mencionar aquel artículo desde el día anterior. Paula sirvió los huevos con el beicon y las tostadas. Mientras comían, continuaron hablando del tema.


—¿Y qué va a pasar con tu trabajo? ¿De verdad te van a despedir?


—Esta misma mañana lo averiguaré. Tengo una reunión con Juan a las diez. Quería tener tiempo para considerar la situación y ver el impacto que esa noticia puede tener sobre el periódico antes de tomar una decisión.


—Sería un estúpido si te perdiera.


—Hasta hace un par de semanas sólo era una periodista que se ocupaba de todo lo que no querían hacer los demás. Estoy segura de que no soy imprescindible.


En aquel momento sonó el teléfono de Pedro


Probablemente sería Mateo, preguntándose por qué no estaba ya en la comisaría. Corrió al salón a buscar su teléfono.


—Detective Pedro Alfonso—contestó.


Pero no era Mateo, sino un trabajador del hospital. Tamara Mitchell había dicho que quería hablar.


Pedro regresó a la cocina para darle a Paula la noticia.


—Voy a ir contigo, Pedro.


—Como periodista.


—Como amiga de Tamara. Y porque quiero que atrapen al asesino.


—¿Podrás estar lista en diez minutos?


En menos de ocho minutos, Paula estaba preparada.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 41




Pedro permanecía en el marco de la puerta, devorado por el deseo. Se moría por estrechar a Paula entre sus brazos, llevarla al dormitorio y hacer el amor con ella. Pero ése no era su estilo, y no tenía la menor idea de cuál podía ser el de Paula. Así que farfulló un torpe «hola» y después pronunció una frase propia de un policía estúpido.


—¿Por qué has abierto la puerta sin saber quién era?


—Sabía que eras tú. He mirado por la mirilla.


Paula sabía que era él. Y no se había molestado en ponerse la bata. Eso tenía que significar algo.


—He estado pensando en lo que me dijiste sobre mi miedo a salir del agujero.


—¿Y has decidido salir, Pedro? ¿Para eso has venido? Porque la verdad es que he tenido un día terrible, y ahora mismo lo que más necesito es que me abraces y me hagas sentirme deseable. Si no eres capaz de hacerlo, vete. No puedo continuar hablando de asesinos o de todas las cosas terribles que han ocurrido en mi vida.


—¿Cómo puedes pensar siquiera que no eres deseable? Tengo ganas de hacer el amor contigo, desde la primera noche que te vi vomitando con el vestido rojo entre los arbustos.


—Entonces no hables de ello, Pedro. Limítate a hacerlo.


Y al instante, Paula estuvo entre sus brazos. Pedro la besaba una y otra vez. Los labios, la frente, las pestañas, la punta de la nariz. Y ella le devolvía los besos.


Pedro perdió el control. Se olvidó de pensar, de razonar. Sólo quería besarla, acariciarla y abrazarla. A toda ella. Deslizó los dedos bajo los tirantes de la combinación, los levantó y dejó que resbalaran por sus hombros.


Contuvo la respiración durante un largo y casi doloroso instante en el que el deseo palpitaba en cada parte de su cuerpo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre ella y terminar en el suelo, haciendo el amor como un hombre del Neanderthal.


Sin saber muy bien cómo, consiguió dominarse e ir haciendo las cosas lentamente. Besó y succionó cada uno de los pezones y acunó los senos de Paula entre las manos. Ella permanecía erguida frente a él, temblando. Al principio, Pedro pensó que estaba asustada, y se estremeció al pensar que Paula podía llegar a cambiar de opinión y rechazarlo.


—No te detengas, Pedro. Por favor, no te detengas. Te necesito. Te deseo.


De modo que Pedro deslizó las manos por la tersa piel de su vientre hasta encontrar los rizos que cubrían el vértice de sus muslos. Continuó bajando la mano y descubrió que Paula estaba ardiente, húmeda y preparada para recibirlo. Y él se moría por estar dentro de ella, por verla tan hambrienta y desesperada como lo estaba él.


Paula se deshizo completamente de la combinación. El encaje negro cayó hasta el suelo y su cuerpo desnudo resplandeció ante la luz de la lámpara. Deslizó los brazos alrededor de Pedro y le dio un beso dulce, pero intenso.
Pedro se sentía como si Paula estuviera llegando a lo más íntimo de él, como si estuviera acariciando rincones dormidos de su alma y haciéndolos volver a la vida.


E incluso en medio de aquel descontrolado deseo, sabía que lo que estaban compartiendo era algo más que sexo. Que Paula estaba ofreciéndole algo más que un cuerpo perfecto. 


Se estaba ofreciendo a sí misma. Sin pretensiones. Sin expectativas.


Pero si en aquel minuto le hubiera pedido la luna, Pedro habría gastado la última gota de su aliento en alcanzársela.


Pero Paula sólo lo quería a él.


—Enciende la chimenea, Pedro.


—¿Ahora?


—Sí. En el salón. El resto de mi vida es un completo caos, y necesito que cuando te vayas, el recuerdo de esta noche sea perfecto.


Pedro quería prometerle que jamás se iría, que estaría siempre a su lado, pero sabía que no podía hacerle esa promesa. No, todavía no.


—Encenderé la chimenea. Pero no te vayas, Paula. Y prométeme que esto no es un sueño, que no vas a desaparecer de pronto.


—Es un sueño, pero no voy a desaparecer.


Paula lo condujo hacia el salón. Mientras él encendía el fuego, colocó unos almohadones sobre la alfombra persa y puso algo de música. Una pieza de música clásica que Pedro había oído en otra ocasión, pero cuyo nombre no era capaz de recordar.


Cuando las llamas comenzaron a danzar en la chimenea, Pedro se volvió y descubrió a Paula mirándolo fijamente.


—Déjame desnudarte, Pedro.


Pedro se estremecía de anticipación mientras ella le quitaba la camisa, le desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera de sus vaqueros. La primera sensación fue de dulce alivio, pero en el instante en el que Paula deslizó las manos en el interior de sus calzoncillos, supo que no iba a poder aguantar mucho más.


Él mismo se bajó los vaqueros y los calzoncillos, y se deshizo de ellos con una patada. Casi inmediatamente, cayó al suelo abrazado a Paula, en un nudo de piernas y brazos. Paula lo besó otra vez, se colocó sobre él y le hizo deslizarse en su interior. Pedro quería que su encuentro durara, pero no fue capaz de contenerse. De modo que se dejó llevar. Sin barreras. Sin pensar en nada, salvo en la dulce y hermosa Paula.


Paula lo acompañó hasta el orgasmo. Y gemía y gritaba su nombre al alcanzar la cima del placer.


—Gracias, Pedro. Ha sido maravilloso. Perfecto en todos los sentidos.


—¡Oh, Paula! No lo sabes, ¿verdad?


—¿Saber qué?


—Que la perfección eres tú.


Paula permanecía en los brazos de Pedro mucho tiempo después de que hubieran hecho el amor. No quería moverse, no quería romper el hechizo.


Pedro no era el primer hombre con el que se acostaba, aunque no había habido muchos hombres en su vida. Pero lo de aquella noche, había sido algo diferente. Por una parte, nunca había necesitado como entonces hacer el amor. 


Cuando una mujer veía cómo su mundo se iba derrumbando, era agradable tener unos brazos que la abrazaran y un hombre que la hiciera sentirse como si fuera la mujer más hermosa de la tierra.


Pero Paula no necesitaba a cualquier hombre. 


Necesitaba a Pedro. Y ni siquiera era capaz de comenzar a imaginarse por qué aquel hombre la afectaba de aquella manera. Probablemente no había ninguna respuesta. Si la hubiera, enamorarse sería una ciencia en vez de una aventura mágica.


Comenzó a levantarse, pero Pedro la retuvo entre sus brazos.


—¿Adónde crees que vas?


—No podemos pasarnos toda la noche aquí tumbados.


—¿Y quién ha puesto esa ridícula regla?


Paula volvió a besarlo en la boca.


—Tú quédate aquí. Yo iré a la cocina a preparar algo de comer. ¿Te gustan el queso y las galletas?


—No tanto como lo que tengo ahora entre mis brazos.


—No es propio de ti decirle ese tipo de cosas a una periodista, Pedro.


—Pero esto no va a salir publicado, ¿verdad?


—En primera plana y con fotografías.


—Entonces deberíamos repetirlo para asegurarnos de que salga bien. Pero tienes razón —posó la mano en su vientre y la miró a los ojos—. Esto no es propio de mí. Esta noche tengo la sensación de que no soy yo.


—¿Y te gusta?


—Definitivamente sí, sobretodo teniendo en cuenta que normalmente me siento como si estuviera a punto de explotar.


—¿Y cómo te sientes en este momento?


—Satisfecho. Relajado. Y sorprendido de que me desees. ¿Y tú?


—Deseable, viva —deslizó los labios por su pecho—. Y hambrienta. Pero de algo que tengo en la cocina.


—Muy bien —la soltó—. Supongo que tendré que dejar que vayas a comer, siempre y cuando me prometas que volverás inmediatamente.


—Lo haré.


Mientras cortaba el queso, Paula pensaba en Pedro. No habían hablado de sus sentimientos, ni de ninguna clase de compromiso. Sabía que Pedro todavía no estaba preparado para hacerlo, pero aun así, había estado allí aquella noche, haciéndola sentirse como si nunca hubiera sido la molestia que sus padres habían considerado que era. Ocurriera lo que ocurriera, aquella noche permanecería para siempre en su memoria, como un recuerdo resplandeciente con el que contrarrestar las oscuras grietas de su mente.


Pero ella quería algo más. Entre otras cosas, volver a hacer el amor aquella noche.


Cuando regresó al salón, descubrió a Pedro tumbado boca arriba, con los brazos cruzados y roncando suavemente.


Paula suspiró y se llevó un pedazo de queso a la boca. Era la primera noche que se quedaba un hombre en su casa y se quedaba dormido.


Tomó la manta que tenía en el sofá y la extendió sobre el cuerpo desnudo de Pedro. Comenzó a dirigirse hacia su dormitorio, pero cambió de opinión. Su mundo podía estar derrumbándose, pero aquella noche iba a dormir entre los brazos de Pedro.