sábado, 1 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 43




El grito volvió a sonar, más fuerte que antes: un grito de pánico. Pedro fue más rápido. Paula apenas acababa de apartarse cuando él se incorporó del sofá, recogió una de las muletas y se lanzó hacia la puerta del dormitorio.


Paula intentó seguirlo, pero el vestido se le enredó en los tobillos y tropezó, derribando una mesa baja. La puerta se abrió de golpe. Los dos agentes de seguridad que habían estado haciendo guardia en el pasillo atravesaron el salón a la carrera, con las armas desenfundadas.


Desde el suelo, Paula les señalo el dormitorio. Pedro ya habían desaparecido dentro.


—¡Allí! —gritó—. ¡Mi sobrino!


Mientras terminaba de vestirse, se asomó al umbral. Pedro había encendido la lámpara de la mesilla y estaba sentado en el borde de la cama, con Sebastián en su regazo. Uno de los guardias se hallaba dentro, mirando por la ventana. No había rastro del asesino.


—Falsa alarma —dijo el guardia—. Ahí fuera no hay nadie.


—Por aquí todo está despejado —añadió el otro, que se había dedicado a registrar el resto de la suite.


Paula se arrodilló al lado de Pedro:
—Sebasochka… —le acarició la espalda—. ¿Qué ha pasado?


—Ha tenido otra pesadilla —le explicó Pedro, Sebastián la miraba con el dedo metido en la boca.


—Cuando entré, estaba señalando la ventana —continuó Pedro—. Creía que el monstruo estaba ahí fuera.


Paula se levantó de un salto.


—Mire otra vez —le ordenó al agente.


—No hay nadie allí —respondió el hombre—. Es imposible.


Sabía que tenía razón. Lo único que podía verse desde allí eran las estrellas reflejándose en el mar. La terraza no llegaba hasta el dormitorio, con lo que Sebastian no podía haber visto a nadie allí. De todas formas, por el bien del niño necesitaba asegurarse.


—Usted —ordenó al agente que se había quedado en el umbral—. Salga y registre la terraza.


Veinte minutos después, la suite entera había sido registrada de arriba abajo, siguiendo las instrucciones de Paula. No habían encontrado nada. Sólo entonces aceptó que se había tratado de una falsa alarma. Despidió a los guardias y cerró la puerta. Miró la mesa con la que había tropezado en su apresuramiento. Su sujetador estaba tirado en la alfombra, recordatorio de lo que había estado haciendo con Pedro. Todo aquello le parecía irrelevante en comparación con la amenaza que representaba aquel asesino suelto y, sin embargo, también aquel episodio había contenido su propia dosis de amenaza. Porque había estado a punto de hacer el amor con Pedro. Peor aún: estaba al borde de enamorarse de él.


Era una suerte que los hubieran interrumpido antes de que cualquiera de aquellos desastres hubiera llegado a consumarse.


Cuando volvió al dormitorio, Pedro estaba terminando de arropar a Sebastian. 


Incorporándose, se llevó un dedo a los labios.


—¿Está bien? —susurró.


—Eso parece —apagó la luz de la mesilla, recogió la muleta y abandonó la habitación, dejando la puerta entreabierta—. Creo que Sebastian está empezando a sentirse mucho mejor ahora que sabe que todo el mundo cree en él.


—Pero los guardias no han encontrado a nadie.


—Yo tampoco esperaba que lo hicieran. Esta vez Sebastian me habló a medias en inglés y a medias en ruso, así que pude entender algo. Se trataba solamente de un sueño, y él mismo era consciente de ello —señaló la ventana con la cabeza—. Me dijo que estaba lloviendo y que se asustó.


—Estaba lloviendo la noche del accidente.


—Está recordando más detalles —concluyó Pedro.


—Yo no sé si eso es bueno o malo.


—Hablaré con un especialista cuando lleguemos a casa. Ahora que ya conozco el origen de los terrores de Sebastián, encontraré alguna manera de combatirlos.


Se cruzó de brazos y contempló a su sobrino durante un rato, Pedro permanecía en silencio a su lado, lo suficientemente cerca como para que ella pudiera percibir el calor de su cuerpo, pero no lo tocó ni apoyó la cabeza sobre su hombro. 


Una vez más, el asesino de su familia volvía a interponerse entre ellos.


Recordó sus palabras: «Cuando lleguemos a casa». Se había referido a Sebastian y a él, por supuesto. A ella no la había incluido.


Tampoco lo había esperado. En realidad, nada había cambiado. Pedro mantenía intactas sus prioridades, ella las suyas.


—Paula, sobre lo que acaba de suceder…


—No han sido más que unos cuantos besos, Pedro —lo interrumpió—. No es para tanto. No pienso disculparme.


—Yo tampoco.


—Y tampoco estás obligado a decirme que no volverá a suceder. Eso ya lo sé. Simplemente me estaba sintiendo un poco… sola.


—Entiendo —le puso un dedo bajo la barbilla, obligándola a que lo mirara—. Quiero que duermas aquí, con Sebastián, esta noche.


—No, había pensado en dejaros a los dos el dormitorio. Yo dormiré en el sofá-cama.


—Duerme aquí, Paula. Yo dormiré en el sofá.


—Estarás incómodo. Recuerda que estás herido.


—Mi rodilla está mejorando. Ya casi no siento ningún dolor.


—¿Siempre tienes que ser galante?


—¿Y tú siempre tienes que discutir?


Pedro


La acalló con un beso. Sólo fue un ligero roce, nada que ver con los besos que habían compartido antes, pero Paula se sintió repentinamente aturdida, mareada. Tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para sostenerse.


Pedro le cubrió la mano con la suya.


—No soy galante, Paula —susurró—. Quiero que duermas en la cama de Sebastian… para no sentirme tentado de dormir contigo.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 42



Era una locura. Una estupidez. Sólo podía terminar mal.


Y sin embargo, en aquel momento, Paula no podía concebir nada que anhelara más. El brillo de los ojos de Pedro y la sensación de su mano allí precisamente donde deseaba que estuviera resultaban irresistibles. Le desabrochó la camisa y deslizó las dos manos dentro.


¿Sólo habían pasado dos días desde que había tocado aquel pecho desnudo? Le parecía que había transcurrido toda una eternidad, o unos pocos minutos. Tenía un cuerpo maravilloso. 


Adoraba la firmeza de sus músculos, el fino vello que cubría su torso, la fortaleza de…


—Espera —le susurró Pedro mientras subía la pierna lesionada al sofá y se colocaba de manera que pudiera tumbarse sobre él.


Sí que era fuerte, pensó Paula, sintiendo su cuerpo bajo el suyo. Y valiente también, porque teniendo en cuenta el estado en que se encontraba, con una rodilla vendada y moratones y arañazos por todo el lado derecho…


De repente se apartó hasta quedar arrodillada en el sofá. Pedro la agarró de los brazos, como temiendo que se alejara aún más.


—¿Qué pasa?


—No puedo ponerme encima de ti —le acarició el muslo derecho—. No quiero hacerte daño.


—No me lo harás —la acercó de nuevo—. ¿Y ahora qué hacemos?


Paula procuró ahorrarle todo el peso posible apoyándose en el brazo del sofá. Pedro tomó un mechón de su melena y se lo acercó a la nariz para aspirar su aroma. Cerró los ojos. Fue un gesto deliciosamente íntimo, casi más que cuando le había estado acariciando el seno.


No había nada sencillo en Pedro: cada día le sorprendía con algo nuevo. Podría pasar una vida entera con él y no cansarse jamás…


Clavó los dedos en el brazo del sofá. ¿Una vida entera? No, solamente disponían de dos días más. Menos que eso, porque en cualquier momento uno de los dos tendría que recuperar la sensatez. Deslizó los labios por el delicioso hueco de la base de su cuello. Podía sentir su pulso allí, latiendo tan desbocadamente como el suyo propio.


Aquello iba a dolerle, por mucho cuidado que tuvieran…


De repente sintió frío en la espalda. Pedro había encontrado el cierre oculto de su vestido y le estaba bajando la cremallera. Podía sentir cómo el tejido se iba aflojando a cada lado. Pedro fue bajándoselo hasta desnudarle los hombros, justo por encima de los senos.


Lo besó en el cuello. Intentó decirse que al final él se detendría. Él era el lógico, el razonable, y no ella.


Pero no se detuvo. Le acarició la espalda y deslizó las manos en el interior de su vestido para acariciarle el vientre. Haciendo gala de una exquisita ternura, con el pulgar le delineó el borde inferior del sujetador.


Sin embargo, no era ternura lo que quería Paula, porque eso le dejaba tiempo para pensar. Se sentó sobre los talones para sacar los brazos de las mangas y se bajó el vestido hasta la cintura. 


Luego se quitó el sujetador y se inclinó de nuevo para besarlo en los labios.


Pedro no tardó en tomar la iniciativa, manteniéndola en aquella posición: no quería que volviera a alejarse. Paula se estremeció cuando sintió las palmas de sus manos bajar de sus caderas para apoderarse de sus nalgas. Le encantaba la manera que tenía de tocarla. La estaba inflamando de deseo.


Y ella no era la única. Podía sentir su cuerpo cada vez más duro y excitado bajo el suyo. Todo aquello le parecía tan perfecto, que anheló poder olvidarse de quién era y limitarse a disfrutar del momento. Si al menos pudiera fingir que era otro, un desconocido…


Pero sabía que ningún otro hombre habría podido hacerla gozar tanto. Porque ningún otro hombre era Pedro. Y nadie más había logrado infiltrarse en su corazón como él…


«¡No!». No quería pensar.


Pero la verdad estaba en el eco de sus caricias, en el calor que seguía a cada beso. El placer procedía de una fuente más profunda que la piel que estaba acariciando. Procedía de la manera que tenía de mirarla, de escucharla como si la quisiera de verdad. Era un sentimiento que no había dejado de crecer desde el instante en que vio aquellas marcas en su espalda y descubrió la clase de hombre que era…


Interrumpió el beso y se concentró en acariciarle el cuello y el pecho. Aquello no podía ser amor. No era posible. Aquel hombre quería arrebatarle a su sobrino. No iba a entregarle además su corazón…


Pedro la agarró de repente de las caderas, desaparecida toda ternura.


—¿Paula?


El pulso le atronaba los oídos, de manera que no oyó inmediatamente el grito. Alzó rápidamente la cabeza.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 41



Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, Pedro se habría tomado aquel comentario como un desafío. Pero sabía que Paula no lo había dicho en ese sentido. Simplemente estaba siendo tan sincera como siempre.


—Y una vez que la marca Chaves empezó a triunfar… sospechaste que los hombres estaban más interesados en tu cuenta bancada que en tus encantos, ¿verdad?


—Exacto.


—Eso es duro.


—Sí, pero también es la ventaja de haber sido una adolescente fea —replicó ella—. Uno aprende a descubrir la verdad por debajo de la superficie de las cosas.


Había orgullo en su voz, en absoluto autocompasión, así que Pedro se abstuvo de llevarle la contraria. A él siempre le había parecido una mujer hermosa, aunque se daba cuenta de que su belleza no procedía exactamente de sus rasgos, sino que era producto de su energía y de su pasión. Su belleza estaba en la forma que tenía de alzar la barbilla y mirar a cualquiera directamente a los ojos, negándose a darse por vencida cuando creía que tenía razón. Sonriendo, se acercó lo suficiente para poder acariciarle el lóbulo de una oreja.


—Pues ahora eres preciosa. Supongo que serás consciente de ello.


—Gracias. En eso consiste mi trabajo. Diseño ropa para que cualquier mujer pueda sentirse bonita. Utilizo el color y el corte para destacar los atractivos de una mujer y minimizar sus defectos, y todo ello lo combino con unos tejidos cómodos. Éste, por ejemplo —se señaló el vestido—. Es uno de los más solicitados.


Pedro bajó la mirada a su vestido. Paula parecía creer que era solamente su ropa lo que la hacía atractiva, pero eso era absurdo. Desnuda habría estado todavía mucho mejor…


Intentó ignorar el efecto que le había producido aquel pensamiento. Se recordó que había agentes de seguridad de guardia ante su puerta. 


Y un despiadado asesino esperando en el siguiente puerto. Debería pensar en cualquier otra cosa que no fueran las deliciosas curvas de las caderas de Paula…


—Pero, para responder a tu pregunta, sí, siempre he sido consciente de que me faltaba algo. Yo no poseo siquiera una fracción del instinto maternal que tenía mi hermana, pero aun así, la primera vez que la vi con Sebastian recién nacido en los brazos… experimenté algo especial, un sentimiento casi doloroso.


—Y sin embargo no cambiaste de idea respecto a las relaciones.


—No puedo cambiar quién soy. Tengo mal genio y poca paciencia para los rituales de cortejo y me paso la mayor parte del tiempo trabajando. Es indiferente que quiera o no tener un amor como el que compartieron Olga y Borya: eso a mí no me sucederá nunca. Hace tiempo que me he resignado a ello.


—Paula…


—Y es por eso por lo que no quiero que le pase nada a Sebastian —apoyó la frente en las rodillas—. Sin él, estaría completamente sola.


Esa vez, Pedro no se detuvo a pensar en nada. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. La sintió tensarse.


Pedro, acordamos que no…


—Sólo quiero abrazarte. Nada más.


—Será mejor que no me compadezcas.


—Diablos, no. Antes compadecería a todos aquellos pobres tipos que tenían ganas de salir contigo y descubrieron el mal genio y la poca paciencia que tienes.


—No debí haberte dicho nada.


—Ya lo había notado, Paula. No eres precisamente una persona de trato fácil.


—¡Lo estás arreglando! —replicó, irónica.


—En cualquier caso, sigo teniendo ganas de abrazarte.


—Sigues siendo mi enemigo, Pedro —suspirando, apoyó la cabeza sobre su hombro.


—Sí —le acarició tiernamente el pelo—. Y tú mi enemiga.


—Una vez que Fedorovich sea capturado, nuestro pleito continuará.


—Por supuesto.


—Porque Sebastian me pertenece.


—Ya basta —le puso un dedo en los labios para acallarla.


Pero debería haber previsto que Paula no se callaría tan fácilmente. Cerró los dientes sobre el dorso de su dedo y le mordisqueó ligeramente el nudillo.


La sensación de sus dientes en su piel acabó con sus buenas intenciones. Tomándola de la barbilla, la obligó a levantar la cabeza.


Paula entreabrió los labios, con un brillo retador en los ojos. Pero, en lugar de hablar, bajó la mirada hasta su boca.


Pedro no supo quién se movió primero. Sus bocas se encontraron con una pasión casi dolorosa. La tomó de la nuca. Fue un beso de frustración y desafío, que sólo terminó cuando ambos se quedaron sin aliento.


—No quiero volver a besarte, Pedro.


—Ya lo sé. Una situación terrible, ¿verdad?


Esa vez, el beso empezó con una carcajada. La risa: Pedro pudo sentirla en el temblor que estremecía sus labios. Luego deslizó una mano por su hombro y fue bajando cada vez más… Le resultaba tan natural acariciarla, que no se dio cuenta de que le estaba acunando un seno hasta que ella se apartó para mirarlo.


Mirándola a su vez a los ojos, frotó suavemente el pezón que se destacaba contra la fina tela. 


Vio que sus pupilas se oscurecían. El temblor que percibió esa vez nada tenía que ver con la risa.


—Te mentí, Paula —murmuró—. Quiero hacer algo más que abrazarte.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 40




Pedro apoyó un brazo en el respaldo del sofá y se volvió para mirarla. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo de la falda de su vestido de noche. La brillante tela se tensaba en torno a sus muslos.


Pese a todo su dinero, pese a su constante aire de confianza en sí misma, en aquel momento parecía perdida. Sola. Igual que aquella primera noche en el crucero, cuando la sorprendió contemplando a Sebastián mientras dormía, en su camarote.


Paula le había dicho más de una vez que no tenía deseo alguno de casarse y que estaba demasiado concentrada en su carrera profesional para pensar en formar una familia. Y Pedro había estado demasiado pendiente de utilizar todas aquellas afirmaciones en su propio beneficio para reflexionar sobre ellas.


Había algo que no encajaba. Paula era una mujer apasionada, pero no tenía novio. Quería con locura a su sobrino, pero había escogido tener una vida sin hijos. Le puso una mano en el hombro.


—¿Cuál fue la verdadera razón por la que no te casaste, Paula?


—¿Qué? Ya te lo dije. El matrimonio no es para mí.


—Sí, me dijiste que querías crear belleza y que esperabas mucho más de la vida de lo que podía ofrecerte Murmansk, pero he visto cómo quieres a Sebastian. No puedo creer que no quieras tener una familia propia.


Paula ladeó la cabeza.


—Yo no te dije que yo no quisiera eso, Pedro… sino que eso no era para mí.


—¿Qué quieres decir?


—Yo sabía que nunca sería como Olga. Ella siempre fue la mejor. Heredó el encanto de nuestro padre y la belleza de nuestra madre. Todos los chicos del colegio terminaban enamorándose de ella.


—¿Y qué tiene eso que ver contigo?


—Pues que yo siempre fui perfectamente consciente del contraste. Lo cual me hizo valorar otras cosas.


—Sigo sin entender. ¿A qué contraste te refieres?


Paula puso los ojos en blanco.


—Seguro que te habrás fijado en mi nariz.


—No hay nada malo en tu nariz.


—No, aparte de que es grande, funciona perfectamente bien. Pero imagina esta nariz en la cara de una niña de cinco años, con estas orejas —se retiró la melena de un lado de la cara para enseñarle una.


—Tus orejas tampoco tienen nada de malo. Son como las de Sebastián.


—Por supuesto que no tienen nada de malo. No para un adulto, pero cuando era niña, me llamaban «orejas de elefante». Ahora imagínate a una adolescente alta y desgarbada, con las orejas grandes, teniendo que llevar los mismos vestidos que tan bien había visto que le quedaban a su hermana mayor. No podía quejarme, porque en casa no sobraba el dinero y esa ropa era buena.


—Así fue como empezaste a diseñar tus propios vestidos. Tú me dijiste que comenzaste arreglando la ropa que heredabas de tu hermana.


—Eso es. Yo no tenía poder para cambiar mi aspecto, pero sí para hacer que, gracias a la ropa, pareciera hermosa. Además, ya no estaba dispuesta a soportar más bromas relativas a mi apariencia, así que cada vez que alguno de los amigos de Olga me hacía un comentario particularmente hiriente, aprendí a devolvérselo.


—Entiendo —dijo Pedro—. A partir de ese momento, ya no te dejaste pisar por nadie.


—Mi hermana me aconsejaba que no fuera tan directa y descarada. Decía que de esa manera nunca me saldría novio, pero yo nunca pensé en tener uno. Encontraba mis diseños mucho más interesantes que los hombres que la rondaban a ella.


—¿Y que pasó después, cuando te fuiste a Moscú? ¿No llegaste a preguntarte si te faltaba algo?


Paula se desplazó a una esquina del sofá, alejándose de su contacto.


—Al principio no. Mi trabajo me mantenía demasiado ocupada. No tenía tiempo para relaciones.


—¿Nunca…?


Le lanzó una elocuente mirada:


—Tengo treinta y dos años, Pedro. No soy virgen. Lo que pasa es que todavía no he conocido a ningún hombre que me interese realmente.





CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 39




Paula se asomó a la mirilla de la puerta por enésima vez durante la última hora y continuó vagando nerviosa por la habitación. Pedro no podía culparla. Si él hubiera disfrutado de una mayor movilidad, probablemente habría hecho lo mismo.


Apoyó las muletas en el armario donde había guardado su abrigo y se sentó en el sofá. Era más de medianoche y ninguno de los dos tenía muchas ganas de dormir.


—¿Siguen ahí los vigilantes?


—Sí —respondió Paula—. ¿Crees que serán suficientes?


—Gabriel me dijo que este camarote había sido diseñado para alojar a clientes de categoría con medidas de seguridad especiales. Las suites más grandes, como ésta, son las más seguras, de manera que Sebastián estará más a salvo aquí que en ningún otro sitio —se quitó la corbata, la enrolló y se la guardó en una bolsillo de la chaqueta—. Te estoy muy agradecido por habernos dado alojamiento. Soy consciente de que es un trastorno para ti…


—No seas absurdo —lo interrumpió, mirándolo por encima del hombro—. Tengo más espacio del que necesito, y todo esto me atañe a mí tanto o más que a ti. Fedorovich asesinó a mi hermana.


—Lo siento mucho, Paula.


—Yo también. No es justo. El único delito que cometió Borya fue ser un hombre honrado —volvió a asomarse a la mirilla—. Hay que pararle los pies a ese loco.


—Lo conseguiremos. Ahora que el personal de seguridad del barco tiene su descripción, si por alguna casualidad llega a abordar el barco, no lo dejarán acercarse.


—Sebastian dijo que anoche lo vio en el Salón Imperial. Puede que ya esté aquí.


Pedro pensó que las cosas habían cambiado: ahora le tocaba a él jugar el papel de persona razonable, en lugar de Paula. Una vez que ya sabían con quién se estaban enfrentando, veía las cosas mucho más claras. Ya no estaban batallando contra un fantasma. El monstruo de Sebastián tenía un nombre y una cara. Agentes de la ley y personal de seguridad de comprobada eficacia estaban a su lado para combatirlo.


—La posibilidad de que Fedorovich se encuentre a bordo es remota. Creo que Gabriel nos asignó esos vigilantes pensando más en nuestra propia tranquilidad que en cualquier otra cosa.


Pedro sospechaba también que había sido una manera de disculparse con él por su anterior actitud escéptica.


—Sí, pero… ¿cómo podemos estar seguros?


—Lo único que podemos hacer es esperar y confiar en los expertos en seguridad.


Paula se apartó bruscamente de la puerta y se puso a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación.


—Podríamos contratar a más agentes para que vigilaran el puerto de Palermo. O anunciar una recompensa por la captura del asesino…


—Si hacemos eso, ahuyentaríamos a Fedorovich. Y entonces ya no tendríamos manera alguna de prever cuándo volvería a aparecer otra vez.


—¡Dios mío, detesto sentirme tan impotente!


Pedro colocó un cojín del sofá sobre la mesa para poder apoyar cómodamente la pierna lesionada. Él también detestaba sentirse impotente. Y más aún en su estado actual…


—Ese hombre tiene que ser un monstruo —Paula se detuvo frente a la puerta de la terraza—. ¿Cómo puede querer hacer daño a un niño? ¿Quién sabe qué clase de…? —de repente tomó conciencia de lo que estaba diciendo—. Oh, Pedro. Lo siento, no me di cuenta de que…


—¿De qué?


Se acercó al sofá.


—Tú conoces a ese tipo de personas, los monstruos que aterrorizan a los niños. Debí haberte hecho caso. Tuviste razón durante todo el tiempo.


—No te creas, Paula. Precisamente porque me estaba viendo reflejado en Sebastian, saqué la conclusión equivocada: que lo habían maltratado en el orfanato. Nada más lejos de la realidad.


—Sí, pero en lo importante acertaste. No usaste la cabeza, sino esto —le tocó el pecho, justo en el lugar del corazón—. Confiaste en tu intuición. Por eso supiste que Sebastian estaba en problemas. Y menos mal, porque de lo contrario…


Pedro le cubrió la mano con la suya y se la apretó. Había perdido la cuenta del número de veces que la había tocado desde que volvieron a su camarote. Le parecía inútil resistirse.


—Pobrecito Sebastián… —murmuró Paula. Le temblaba la barbilla—. Todos esos meses pasados en los orfanatos, guardándose para sí mismo aquella pesadilla… Tú fuiste el único que lo ayudaste cuando más solo se encontraba.


—Sentí un vínculo especial con él desde el instante en que lo vi en el vídeo de la adopción.


—Claro, fue por eso. Tu corazón lo reconoció.


—Quizá.


Parpadeó varias veces, mordiéndose el labio.


—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro, acariciándole los nudillos.


—Cuando me enteré de que habías adoptado a Sebastian, te odié.


—No me extraña.


—No, te odié de verdad. Te llamé ladrón, secuestrador, te deseé la muerte. A Rodolfo le preocupaba que pudiera intentar arrojarte por la borda… Pero si tú no hubieras adoptado a Sebastián… —le brillaban las pestañas por las lágrimas—. Si nadie lo hubiera creído o hubiera acudido a la policía para verificar lo del monstruo de sus pesadillas… ahora mismo se encontraría completamente indefenso. Nadie habría sabido que necesitaba protección. Y nada ni nadie habría podido impedir que Fedorovich terminara su trabajo —sacudió la cabeza—. Me alegro enormemente de que fueras tú quien lo adoptara, Pedro.


Aspiró profundamente para llenarse los pulmones de su aroma. Un aroma tan delicioso y acogedor como el calor de su mano contra su pecho.


—¿Quieres saber lo que pensé cuando me enteré de que la tía de Sebastián había reclamado su custodia?


—Me odiaste también.


—Mi reacción no fue tan virulenta porque nunca llegué a tomarte completamente en serio. Me imaginé a una arpía que solamente quería hacerse cargo de él para aligerar sus remordimientos de conciencia —de repente sonrió—. Y tardé menos de un día en darme cuenta de que estaba equivocado.


—Desde luego. Haría cualquier cosa por ese niño.


Pedro alzó una mano para acariciar un mechón de su cabello.


—Cierto. Estabas dispuesta a enviarlo a Estados Unidos conmigo.


—Sólo para mantenerlo a salvo, Pedro.


—Sí, soy consciente de ello.


—Y que me alegre enormemente de que fueras tú quien lo adoptara no significa que esté conforme con la adopción. Sigo queriendo hacerme cargo de él.


—Sí, eso también lo entiendo —enterró los dedos en su pelo—. Pero, dadas las circunstancias… ¿crees que podríamos aparcar el debate de la custodia por un tiempo?


Paula se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y suspiró. Luego rodeó la mesa y se sentó en el sofá, a su lado.


—La culpa es mía.


—¿Por qué?


—Porque pude haberme esforzado más por encontrar a Sebastián. Pude haber hecho mucho más y no lo hice.


—Pues a mí me parece que hiciste todo lo posible.


—No debí haber ido a París en agosto pasado. Debí haber convencido a Borya y a Olga de que se trasladaran a Moscú. Nada de esto habría sucedido si ellos no se hubieran quedado en Murmansk.


—No te culpes, Paula. Tú no puedes controlar lo que hacen los demás.


—Lo sé. Es sólo que… —se abrazó las rodillas, haciéndose un ovillo—. El pensamiento de perder a Sebastián me vuelve loca. Ese niño es lo único que me queda en el mundo.