miércoles, 25 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? :CAPITULO 3





Hacía una mañana gloriosa en Santina. El sol brillaba con fuerza en el cielo y las aguas turquesas del Mediterráneo resplandecían como diamantes. Paula se abrochó el cinturón de seguridad y trató de calmar su acelerado corazón cuando el avión se dirigió a la pista de despegue.


Pedro era el piloto. No se lo esperaba. Cuando dijo que irían en su avión, dio por hecho que habría una tripulación abordo. Y la había, pero Pedro les había dado el día libre.


–¿No necesitas ayuda? –le había preguntado ella.


–Es un avión pequeño –aseguró Pedro–. Puede volarlo un único piloto. Esta vez me he dejado el 737 en casa.


–Te has tomado muchas molestias para un viaje tan corto.


–Relájate, Paula –sonrió él–. No me dejarían despegar si no tuviera licencia.


Estaban entrando en la pista para despegar y Pedro le dijo algo a la torre de control, le respondieron que adelante y el avión avanzó a toda velocidad por la pista para despegar. 


Paula se mordió el labio para contener la carcajada que quería soltar en aquel momento.


Le encantó todo lo que significaba el despegue. Que el avión se elevara por los aires, que se elevaran en el cielo y el paisaje se fuera haciendo cada vez más pequeño. Podía ver el palacio, los tejados de terracota de la ciudad, el reflejo del sol sobre el vidrio y el metal.


Se acurrucó en el asiento y experimentó una extraña sensación de alivio. Lo estaba dejando todo atrás. Era libre, al menos durante las próximas horas, y sintió de pronto el corazón ligero.


Se giró para mirar a Pedro y vio que la estaba mirando. El estómago le dio un vuelco.


–¿Estás contenta? –le preguntó.


Paula se preguntó cómo lo sabría. No lo había demostrado. 


No se había reído ni sonreído. Lo sabía porque lo había practicado durante muchos años. Era esencial para una reina mostrarse tranquila, ocultar los sentimientos bajo una máscara de fría profesionalidad. Se le daba bien.


Normalmente.


–No estoy ni… ni contenta ni triste –afirmó tartamudeando un poco.


–Mentirosa –le espetó Pedro, aunque con una sonrisa–. Tengo una idea, dulce Paula.


Ella ignoró el modo en que había pronunciado su nombre y el adjetivo que lo acompañaba.


–¿Qué idea?


La ardiente mirada que le dirigió tuvo el poder de derretirla por dentro. Pedro la miraba como si fuera su dueño, y eso le provocó chispas de fuego dentro del cuerpo.


–Volemos a Sicilia. Podemos pasar el día allí, comer pasta, visitar el volcán... –arqueó una ceja y dejó caer la voz una octava antes de decir lo siguiente–, hacer el amor. Regresaremos a Amanti por la noche y lo visitaremos mañana.


Paula sintió que se le ponía roja la cara y el corazón le dio un nuevo vuelco.


–Imposible –dijo.


–¿Por qué? ¿Porque no te caigo bien? No hace falta que te caiga bien para lo que tengo en mente, Paula.


–No me caes ni bien ni mal. Me eres indiferente.


–¿De verdad? Me resulta difícil creerlo.


–No entiendo por qué.


–Porque soy un Alfonso.


Paula se cruzó de brazos y miró por la ventanilla. Debajo de ellos, el mar se agitaba en todas direcciones.


–No puedo culparte por lo que ha hecho tu hermana.


Pedro pareció vacilar durante un instante.


–Lo que haya hecho, no lo ha hecho sola –murmuró.


A Paula le ardió el corazón.


–No, tienes toda la razón. Hacen falta dos.


–Así es. Imagina lo que podríamos hacer nosotros dos en Sicilia –su voz era seductora y estaba cargada de promesas.


–Vamos a Amanti. Ahora mismo –aseguró ella con firmeza.


–¿Estás segura? Yo valgo la pena, te lo aseguro.


–Cielos, eres un engreído –dijo con el corazón latiéndole con fuerza ante la idea de hacer una locura–. No, no y no.


Pero una parte de ella quería decir que sí. Quería ser la mujer que nunca le habían dejado ser. Quería liberarse de los trajes de chaqueta y las perlas y pasar un día entero desnuda con un hombre. Quería saber lo que se sentía al dejar que un hombre como Pedro hiciera lo que quisiera con ella


¿Por qué no? Todo para lo que se había preparado, todo lo que pensó que iba a ser su vida, había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Era una virgen que nunca había besado a un hombre porque se estaba reservando para Ale Santina. Ale, que nunca la había besado como es debido. Le rozaba con los labios la mejilla, en una ocasión la boca. Pero fue un contacto tan ligero y sutil que no sabía lo que era besar de verdad a un hombre.


Pedro quería llevársela a Sicilia y hacerle el amor. Se estremeció de placer. Era una idea absurda y no iba a decir que sí, pero la idea resultaba excitante. Una voz habló a través de los cascos y Paula dio un respingo. No entendió lo que dijo la voz, pero Pedro respondió. Y un instante después estaba sujetando los controles y elevando el avión.


–¿Qué pasa? –dijo con el corazón latiéndole con fuerza, esa vez por una razón diferente.


–Nada –respondió Pedro–. Unas turbulencias inesperadas. Vamos a subir para evitarlas.


–¿Por qué me has dicho que fuéramos a Sicilia? Ya tienes el plan de vuelo hecho. No puedes cambiarlo.


Pedro le dirigió una de aquellas sonrisas que la derretían.


–No somos una línea comercial, nena. Puedo cambiar el plan si quiero. ¿No has oído decir que soy un excéntrico?


–No he oído nada de ti –aseguró ella.


Era una verdad a medias. La noche anterior, cuando regresó a su habitación, hizo una búsqueda en Internet sobre Pedro Alfonso.


–Excelente. Así no tendrás una idea preconcebida de mí.


–Claro que la tengo.


–¿Ah, sí? ¿Y cuál es?


Paula observó su perfil. Pedro Alfonso era guapo y rico y con fama de intenso, tanto en los negocios como en las relaciones personales. También era un mujeriego que había vivido los últimos años en Estados Unidos, saliendo con actrices de Hollywood y modelos. Tuvo una relación con una actriz guapísima veinte años mayor que él. De todas las mujeres con las que se le había relacionado, esa era la única con la que parecía haber tenido algo serio.


No había pistas de por qué había terminado la relación, pero estaba definitivamente terminada. La actriz se había casado hacía poco con otro hombre y había adoptado un niño.


–Creo que no se puede confiar en ti –murmuró Paula.


–Vaya. Qué lástima.


–Pero no lo niegas.


Pedro sacudió la cabeza.


–Eso depende de lo que entiendas por confianza. ¿Te seduciré a pesar de que niegues que te sientes atraída por mí? Probablemente. ¿Te mentiré y te dejaré con el corazón destrozado? Nunca. Porque te diré a la cara que no tengas expectativas más allá del plano físico. Podremos pasar un buen rato, pero no vamos a casarnos.


Paula cruzó las piernas. ¿De verdad había pensado que sería emocionante ir con él a Sicilia?


–¿Por qué das por hecho que todas las mujeres esperan algo más de ti? ¿De verde eres tan fabuloso que nadie puede resistirse a ti? Sinceramente, nunca he conocido a nadie tan arrogante como tú. No todo el mundo cree que eres irresistible, ¿sabes?


–Pero tú sí.


Seguro que tenía la cara roja. De la ira, no de la vergüenza, se dijo.


–Claro que no. Ni siquiera me caes bien.


Pedro se rio.


–Creía que te era completamente indiferente.


–Estoy cambiando rápidamente de opinión.


Pedro le dirigió una mirada que le llegó al corazón. Oscura, sensual e intensa.


–Podríamos divertirnos en Sicilia, ¿No has pensado que tal vez haya llegado el momento de soltarte un poco el pelo, dulce Paula?


Paula apretó los puños sobre el regazo. No la conocía, no sabía lo que estaba diciendo. Solo estaba conjeturando, porque eso era lo que hacían los hombres como él. Hacían que les desearas, que creyeras que te entendían, cuando en realidad lo único que querían era que bajaras las defensas. 


Era un truco muy barato.


Tal vez no tuviera experiencia, pero no era ninguna estúpida.


–¿Es que tú nunca te rindes?


–Sí, pero creo que todavía no hemos llegado a ese punto –afirmó Pedro.


Paula gruñó. Era algo impropio de ella pero no pudo evitarlo.


–¿Por qué me torturas? ¿Por qué no podemos volar a Amanti, ver la costa y regresar a Santina?


Pedro la miró con expresión repentinamente seria.


–¿De verdad quieres volver a Santina? ¿Es ahí donde quieres estar hoy?


Ella se giró y miró por la ventana. El mar se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Resultaba difícil creer que estuvieran en el Mediterráneo. Parecía como si fueran los dos únicos habitantes del mundo. No se veían barcos ni otros aviones, solo el cielo azul, el sol y el agua brillante. Estaba a solas con él y, aunque Pedro la enfurecía, también hacía que se sintiera como nunca antes: atractiva, viva, interesante. Todavía no estaba preparada para renunciar a todo aquello.


–No –murmuró girándose para mirarle con las mandíbulas apretadas–. No, no quiero volver.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 2






Tras una noche inquieta, Paula se levantó a la mañana siguiente, se duchó y se vistió cuidadosamente. Era la embajadora de Turismo de Amanti, no una mujer que tenía una cita. Así que escogió un traje de chaqueta moderno color gris que combinó con una camisa de seda roja, la única concesión al color, collar de perlas y zapatos grises. Se recogió el largo y oscuro cabello en un pulcro moño y se lo sujetó con horquillas. Luego se puso rímel y brillo de labios antes de acercarse al espejo y observar su reflejo de arriba abajo. Tenía un aspecto profesional, competente. Justo lo que buscaba. No le importaba lo más mínimo si Pedro Alfonso la encontraba atractiva o no.


Mentirosa.


Paula frunció el ceño. No es que no fuera atractiva, era profesional. Y pretendía seguir así. Ya que no había podido controlar nada más durante aquellas últimas y caóticas semanas, al menos sí podía controlar su imagen. Y aquella era la imagen que quería transmitir. Serenidad frente a la agitación. Elegancia bajo el fuego. Calma en la tormenta. Se atusó el pelo una última vez y se apartó del espejo. Agarró el bolso y el móvil, comprobó la agenda para asegurarse de que se había encargado de todo y salió de la habitación a las nueve menos veinte.


Su dormitorio estaba dos pisos más arriba del de Pedro Alfonso. Pero primero bajó en ascensor al comedor y se tomó una taza de café y un panecillo antes de subir a la habitación de Pedro. A las nueve menos tres minutos llamó a la puerta.


No pasó nada. Paula frunció el ceño al escuchar movimiento tras la puerta. Consultó el reloj y esperó. A las nueve en punto volvió a llamar.


–¿Señor Alfonso? –dijo acercando la cara a la puerta para no despertar a los demás huéspedes–. ¿Está usted ahí?


Dos minutos más tarde, cuando volvió a llamar con más fuerza porque se estaba empezando a enfadar, la puerta se abrió.


A Paula se le puso el estómago del revés al ver a Pedro Alfonso en toda su gloria de chico malo. Cielos, ¿por qué tenía que ser tan atractivo? No debería sentir por él nada más que desprecio. La familia Alfonso había destruido su vida perfecta, y además Pedro era la clase de hombre con el que una dama no debería relacionarse.


Sin embargo, se le sonrojaron las mejillas al pensar en el comentario que había hecho la noche anterior sobre las travesuras. Porque eso era precisamente lo que parecía, que había pasado la noche en la cama de alguna mujer afortunada, corrompiéndola por completo. Antes de poder contenerse, Paula pensó que quería ser corrompida. 


Completamente. Repetidamente. Sintió deseos de abofetearse. Por supuesto que no quería ser corrompida. Y menos por aquel granuja.


–Hola, nena –dijo Pedro con naturalidad.


Sus sensuales labios se elevaron en aquel gesto suyo arrogante que la mente de Paula había repetido varias veces la noche anterior mientras daba vueltas en la cama. Y sin embargo, antes incluso de que Pedro hablara, ella percibió algo detrás de su actitud de playboy, algo tirante y controlado.


Como si fuera una bestia peligrosa atada con una correa.


–Señor Alfonso –respondió ella con frialdad con la esperanza de que no notara la fuerza con la que le latía el pulso en el cuello–, creo que habíamos quedado a las nueve.


Él se pasó la mano por el oscuro cabello. Los ojos le brillaban con interés. Tenía un poco de barba incipiente, y Paula no había visto nada tan sexy en su vida. Estaba allí en la puerta, con aquel aspecto disoluto y rebelde, vestido con el esmoquin de la noche anterior, la chaqueta abierta y la camisa desabrochada. No llevaba corbata ni gemelos, seguramente los habría guardado en el bolsillo. Y tenía una mancha rosa brillante impresa en el inmaculado blanco de la camisa. Se dio cuenta con una sacudida de que era lápiz de labios. Y no del color que llevaba Graziana Ricci la noche anterior.


Al mirarle se convenció del todo de que no había pasado la noche en su cama. De hecho estaba segura de no había dormido. Trató de no pensar en lo que había estado haciendo… ni con quién.


Mientras ella permanecía despierta pensando en aquel hombre, él se había olvidado de ella, como indicaba claramente que no estuviera listo y que hubiera tardado tanto en abrir la puerta. Lo único que esperaba Paula era no tener las mejillas sonrojadas. ¿Y si hubiera una mujer allí dentro?


–Puedo… puedo volver más tarde si está usted ocupado –balbuceó.


–En absoluto –aseguró él pasándole una mano por el hombro para que entrara en la habitación.


Paula tropezó y se tambaleó en el pequeño recibidor de la suite. Para recuperar el equilibrio le puso las manos sobre el pecho.


–Lo siento, nena –dijo Pedro estrechándola entre sus brazos.


A ella le dio un vuelco al corazón.


–No creo que lo sienta en absoluto –le espetó. Pero se arrepintió al instante. Por muy mal que le cayera Pedro Alfonso, no podía permitirse ser maleducada. Se había pasado la vida aprendiendo el arte de la diplomacia, una cualidad que habría necesitado algún día cuando fuera reina de Santina. Y había fracasado estrepitosamente. No era de extrañar que Ale la hubiera dejado. Aunque ¿cómo era posible que Alicia Alfonso fuera mejor candidata a reina que ella, teniendo en cuenta lo escandalosamente que se había comportado su familia la noche anterior?


Si las apariencias no engañaban, ese Alfonso en particular se había comportado muy pero que muy mal.


Pedro se rio y le deslizó los dedos por la columna vertebral, cubierta por la ropa. Ay, si seguía haciendo aquello…, una oleada de calor le atravesó los muslos y sintió deseos de amoldarse a él como si fuera su segunda piel. Sentía su cuerpo duro contra el de ella. Caliente. Desconcertándola y excitándola a la vez. ¿Cómo era posible que reaccionara así ante un hombre con el poco tiempo que había pasado desde que Ale la dejó?


–Ya que has aterrizado en mis brazos, tal vez no lo sienta –dijo Pedro.


Ningún hombre la había abrazado tan estrechamente, ni siquiera Ale. Había aprendido a bailar con hombres, a conducirse con gracia y elegancia, y había estado entre los brazos de un hombre con anterioridad. Pero no había experimentado un abrazo así, tan sensual y apasionado, aunque exteriormente no pareciera indecoroso.


Excepto por el modo en que la hacía sentirse, como si quisiera sentir piel contra piel, boca contra boca. Como si quisiera arder entre sus brazos y ver qué se sentía.


Y eso resultaba ridículo porque apenas le conocía. Estaba claro que el estrés de las últimas semanas le había afectado al cerebro. Paula se apartó de sus brazos y dio un paso atrás. Se estiró la chaqueta y se tocó el pelo, contenta al comprobar que no se le había escapado ningún mechón del moño.


Pedro sacudió la cabeza mientras la observaba con expresión burlona.


–¿Tienes miedo de lo que puedes llegar a sentir si te dejas llevar, nena?


A Paula se le sonrojaron las mejillas.


–Deje de llamarme «nena» –le pidió con firmeza–. Y deje de
intentar seducirme, señor Alfonso. No va a servirle de nada.


Ella no lo permitiría.


Los ojos de Pedro brillaron con ferocidad. Como si fuera un depredador.


–¿De verdad? ¿No estás enfadada por lo de tu prometido y mi hermana? ¿No te gustaría dejarlo todo atrás con unas cuantas horas de placer?


Paula alzó la barbilla. Ni que le hubiera leído el pensamiento.


–Eso suena bien. Pero primero tendría que encontrar a alguien con quien pasar esas horas.


–Me siento herido –bromeó él.


Pero hubo algo en su expresión que la llevó a dar un paso atrás.


–Lo dudo –replicó Paula con sequedad–. Estoy segura de que pasará a la siguiente mujer de la lista sin ningún problema. Para usted somos intercambiables.


¿Era irritación lo que mostraban los ojos de Pedro Alfonso? ¿Ira? ¿O dolor? Le resultó chocante, pero desapareció tan deprisa que Paula se preguntó si no lo habría imaginado. 


¿Acaso quería que tuviera conciencia, para que así la extraña atracción que sentía hacia él le resultara más soportable?


Seguramente.


En cualquier caso, su arrebato iba en contra de todo lo que le habían enseñado. Últimamente estaba descolocada, estresada y dolida. Tenía que controlarse mejor.


–Olvide lo que he dicho. Ha sido una grosería.


–Y no puedes soportar ser grosera, ¿verdad, Paula?


La voz de Alfonso acarició su nombre exactamente como ella había imaginado la noche anterior mientras permanecía despierta en la cama.


–No me han educado de ese modo –aseguró. Entonces consultó su reloj, porque de pronto sintió que el aire le oprimía y no sabía qué más hacer–. Ya llegamos tarde, señor Alfonso. El barco nos espera en el muelle. Se suponía que tendríamos que haber salido hace cinco minutos.


–Dios no quiera que lleguemos tarde. Pero puedes cancelar lo del barco. La visita será mucho más rápida en mi avión.


Paula parpadeó.


–¿Avión? Amanti está a solo cuarenta kilómetros por mar. El barco nos llevará en menos de una hora y allí podemos alquilar un coche para recorrer la isla.


Pedro tenía una expresión paciente pero decidida.


–Necesito ver la costa. Primero volaremos alrededor de la isla y luego aterrizaremos para recorrerla, ¿de acuerdo?


Paula se llevó la mano a las perlas. Su tacto firme entre los dedos le ofreció consuelo. Pedro estaba tirando por tierra sus planes. Era muy parecido a lo que había pasado últimamente en su vida y eso la ponía nerviosa. Hacía que se sintiera insegura. Y odiaba esa sensación.


–Pero ya lo tengo todo dispuesto –afirmó tratando de recuperar el control–. No es necesario que se moleste, señor Alfonso.


Él le puso ambas manos en los hombros y se inclinó hasta que sus maravillosos ojos estuvieron a la altura de los de ella. A Paula le dio un vuelco al corazón.


–Los planes pueden cambiarse. Y tienes que empezar a llamarme Pedro.


Paula se humedeció el labio inferior.


–Preferiría mantener esto a un nivel profesional, si no le importa.


–Resulta que sí me importa –los ojos de Pedro se oscurecieron.


Paula trató de no sentir cómo su aroma cálido y especiado se apoderaba de sus sentidos. Pero estaba demasiado cerca y olía demasiado bien. Sentía un nudo en el estómago por su proximidad. La confundía. Hacía que deseara cosas que antes se limitaba a aceptar con calma. Esperaba tener intimidad con Ale, por supuesto. Lo que no esperaba era desear aquella intimidad con una sensualidad terrenal que no formaba parte de su naturaleza.


Y no con Ale, sino con aquel hombre. Con Pedro.


–Si me sigues mirando así, no iremos a ninguna parte –murmuró él con voz ronca.


Paula se lo imaginó susurrándole así contra la piel, con el cuerpo entrelazado con el suyo y tragó saliva. Le resultaba muy extraño tener aquellos pensamientos.


Aunque fuera virgen no era ninguna estúpida. Era lo suficientemente moderna como para haber leído algunos libros sobre sexo. Incluso había visto un vídeo. El modo en que aquel hombre colocó la cabeza entre las piernas de la mujer y…


–Paula, para ya –gruñó Pedro.


Ella se estremeció. ¿Qué le estaba pasando para que mordiera al león en su guarida? ¿Se había vuelto loca?


–De verdad, no sé a qué se refiere, señor… Pedro. Tienes la mente muy sucia.


La carcajada que soltó Pedro no era lo que ella esperaba. La soltó de pronto y Paula sintió un escalofrío allí donde la había tocado.


–Creo que será mejor que me cambie si queremos que este tour tenga alguna posibilidad de realizarse.


–Eso estaría bien –afirmó ella con recato.


Se quedó de pie en el vestíbulo sin saber si seguirle o seguir donde estaba. Al final decidió quedarse allí. Podía oírle moviéndose por allí, escuchó una palabrota entre dientes cuando se abrió una puerta y luego volvió a cerrarse. Miró su reflejo en el espejo y volvió a sonrojarse al ver lo acalorada que estaba. Pedro Alfonso sacaba lo peor de ella.


Estaba empezando a preocuparse por la cantidad de tiempo que llevaba allí esperando cuando Pedro reapareció. Sintió una punzada de sorpresa al verle. No sabía qué esperaba encontrarse, pero desde luego no aquel atuendo tan sport.


Llevaba una camisa azul marino de manga larga desabrochada hasta el pecho y una camiseta blanca debajo. 


La mitad de la camisa estaba metida en los vaqueros desteñidos y rotos. La otra mitad colgaba de un modo que daba a entender que a aquel hombre no le importaban las normas.


Pero lo cierto era que estaba guapísimo. Era la personificación de la moda bohemia, mientras que ella se sentía poco atractiva con su traje recatado. Sí, el traje era caro, pero aburrido. Para una persona de una generación mayor que ella. Su estilista había tratado de convencerla para que le acortara el bajo y le ajustara la cintura, pero Paula se negó. En ese instante lo lamentaba.


–¿Lista, cariño? –le preguntó Pedro.


A ella le dio un vuelco al corazón.


–Lo estaré cuando dejes de utilizar esos términos conmigo –le dolieron las mandíbulas de tanto apretarlas.


Pedro sonrió y a ella se le derritió el corazón. Maldito fuera.


–Puedo intentarlo, dulce Paula.


En cierto modo aquello era todavía peor.







¿ME QUIERES? : CAPITULO 1

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Paula Chaves permaneció en un extremo de la fiesta y confió en que la expresión serena que había practicado frente al espejo durante la última semana siguiera en su sitio. 


Aquella era, sin lugar a dudas, la noche más humillante de su vida. Su prometido, o mejor dicho, su ex prometido, iba a casarse con otra mujer.


Tal vez no fuera tan malo si su ex prometido no fuera el príncipe Alejandro, heredero al trono de Santina. Ella tendría que haber sido su reina, pero ya no era más que la novia abandonada.


Un hecho que a la prensa le encantaba recordar. Una y otra vez. Apenas había tenido un momento de tranquilidad desde que Ale la dejó de manera humillante y pública por otra mujer. Ni siquiera había tenido la cortesía de comunicárselo personalmente. No, había dejado que lo descubriera en las páginas de los periódicos sensacionalistas. Resultaba humillante tener que soportar tanta compasión. Incluso miradas de censura, como si en cierto modo fuera culpa suya. Como si hubiera sido a ella a quien hubieran descubierto besando a otro hombre a pesar de estar prometida, como Ale había sido fotografiado con Alicia Alfonso.


Lo que menos deseaba Paula era estar en aquella fiesta de anuncio de compromiso esa noche, pero no tenía elección.


–Debes ir –le había dicho su madre cuando se negó a asistir–. El protocolo lo exige.


–Me importa un bledo el protocolo –replicó Paula.


Y así era. ¿Por qué había sido castigada de forma tan brutal si había dedicado su vida al protocolo y al deber?


Su madre le tomó las manos.


–Cariño, hazlo por mí. La reina Zoe es mi mejor y más antigua amiga. Sé que se sentiría decepcionada si no estuviéramos allí para apoyarla.


¿Apoyarla? Paula sintió deseos de echarse a reír, de gritar, de llorar por la injusticia de la vida. Pero no lo hizo. Y finalmente hizo lo que su madre le pedía porque, para colmo, se sentía culpable.


Se puso tensa cuando el rey hizo un brindis por la feliz pareja. Pero alzó la copa de champán como todos los demás y se dispuso a beber por la salud y la felicidad de Ale y Alicia, la mujer que había vuelto del revés su predestinada existencia.


Al menos estaba segura de que no habría fotógrafos aquella noche. Estarían esperando en las puertas del palacio, naturalmente, pero por el momento se encontraba a salvo.


De todas formas tenía que sonreír. Tendría que enfrentarse a los artículos, las fotos, los testimonios de supuestos amigos asegurando que lo estaba llevando bien, o que estaba triste, o que el corazón se le había roto en mil pedazos.


Paula le dio un sorbo a su copa. Solo una hora más y se marcharía de allí. Volvería al hotel, se metería en la cama y se cubriría la cabeza con las sábanas. Terminó el brindis y entonces la orquesta empezó a tocar un vals. Paula dejó la copa de champán prácticamente intacta en la bandeja de un camarero que pasó a su lado y se dirigió hacia las puertas de la terraza. Si pudiera escapar unos minutos, sería capaz de soportar la siguiente hora con más fortaleza.


–Paula –la llamó una mujer–. Te estaba buscando.


Paula apretó los dientes y se giró hacia Graziana Ricci, la esposa del ministro de Asuntos Exteriores de Amanti. La mujer se acercó a ella con una sonrisa radiante empastada en su maquillado rostro. Pero no fue la señora Ricci la que le llamó la atención, sino el hombre que estaba a su lado. 


Parecía inglés, uno de tantos que habían llegado recientemente a Santina. Era alto e iba vestido de esmoquin, como la mayoría de los invitados. Era bastante atractivo. 


Guapo. De expresión pícara, como si supiera lo tentador que era. Tenía los ojos del color del café tostado y sus facciones parecían esculpidas por Miguel Ángel. Completaban el conjunto unos pómulos bien definidos, la nariz recta, los labios sensuales y un hoyuelo en la barbilla que se hacía más profundo cuando sonreía.


Y cuando se giró hacia ella con aquella sonrisa, a Paula le dio un vuelco al corazón.


Varios vuelcos.


La imagen que dibujó entonces su mente fue completamente impropia de ella. No tenía ningún deseo de besar a aquel hombre, dijera lo que dijera su imaginación. Estaba estresada, nada más.


El hombre sonrió y le guiñó un ojo y ella apartó al instante la vista.


–Paula, este es Pedro Alfonso–dijo la señora Ricci.


Paula se puso tensa al instante. La mujer no se dio cuenta. 


Puso el brazo de Pedro en su cuerpo quirúrgicamente renovado con actitud libertina.


–Pedro es hermano de Alicia.


–Qué bien –murmuró ella con frialdad. El corazón le latía descontroladamente por la ira y la frustración.


El hermano de Alicia. Como si no hubiera bastado con que su hermana le arruinara la vida, ahora tenía que enfrentarse a otro Alfonso cuando lo que quería era que se fueran todos al diablo.


–Bienvenido a Santina, señor Alfonso. Si me disculpan, iba a… Tengo que hablar con alguien.


Era mentira y se sonrojó en cuanto lo dijo. No porque le importara haber mentido, sino porque Pedro Alfonso arqueó una de sus perfectas cejas como si supiera que quería escapar de él. La llama que sentía en su interior ardió con más fuerza.


¿Era vergüenza o algo más?


Vergüenza, decidió con firmeza. No podía haber otra razón. 


Si no fuera por su hermana, no se vería en aquella situación ahora. No estaría allí aguantando la humillación de cientos de ojos mirándola de reojo cada vez que Ale se inclinaba hacia su nueva prometida y le susurraba algo al oído.


–Siento oír eso, Paula –dijo Pedro tuteándola como si tuviera derecho a hacerlo.


¡Qué hombre tan arrogante! Pero se le puso la piel de gallina al escuchar cómo pronunciaba su nombre. Hacía que sonara sexy, seductor. No Paula la aburrida, sino Paula la excitante.


–En cualquier caso, debo irme –afirmó ella estirándose lo más que pudo.


¿Qué le pasaba? ¿Por qué daba tantas explicaciones? Ella era sencillamente Paula, y así quería seguir. Predecible, elegante y callada. No era osada ni pícara. No se parecía en nada a la señora Ricci, gracias a Dios.


La señora Ricci frunció exageradamente el ceño.


–Solo será un momento. Confiaba en que pudieras acompañar mañana a Pedro a Amanti para que lo conociera.
Está pensando en construir un hotel de lujo.


Paula miró a Pedro Alfonso. Había algo oscuro e intenso detrás de aquellos ojos, aunque sonriera de medio lado en gesto burlón. Un fuego se abrió paso en el interior de su vientre. Aunque ella fuera la embajadora de Turismo de la vecina isla de Amanti, eso no significaba que tuviera que mostrarle personalmente a aquel hombre el lugar. No era seguro. Él no era seguro. Lo sentía en los huesos. Además, su hermana le había robado su futuro y, aunque no fue
culpa suya, no podría olvidarlo si se veía obligada a pasar tiempo con él. No, no quería tener nada que ver con aquel hombre ni con ningún Alfonso.


–Me temo que eso no va a ser posible, señora Ricci. Tengo otros asuntos que atender. Pero puedo arreglarlo para que otra persona…


La mujer resopló.


–¿Qué puede haber más importante que la economía de Amanti? Esto será bueno para nosotros, ¿no crees? Y tú eres la mejor para este trabajo. ¿Qué otra cosa tienes que hacer si ya no tienes que ocuparte de los preparativos de la boda?


Paula se mordió la lengua al sentir que la bilis se le subía a la boca. Si no fuera una persona tranquila y controlada, podría haber estrangulado a Graziana Ricci allí mismo.


Pero no, Paula Chaves tenía más dignidad que eso. La habían educado para ser serena, para ser la reina perfecta.


No se vendría abajo porque una mujer se atreviera a insultarla en un día en el que ya se había sentido insultada por su ex prometido y la abrumadora cobertura que la prensa le había dado a su nuevo compromiso. Era fuerte. Podía lidiar con aquello.


–Si mañana no puede ser –intervino Pedro–, seguro que pasado se podrá –sacó una tarjeta del bolsillo y se la ofreció–. Es mi número personal. Llámame cuando estés disponible.


Paula aceptó la tarjeta porque no hacerlo habría sido de mala educación. Los dedos de Pedro rozaron los suyos y sintió una descarga de fuego en las terminaciones nerviosas. 


Retiró la mano, convencida de que le habría quemado. 


Graziana Ricci se había dado la vuelta, distraída por otra señora mayor que gesticulaba expresivamente.


–No sé cuándo podrá ser eso, señor Alfonso. Sería mejor que otra persona le llevara.


–Pero tú eres la embajadora de Turismo –dijo él con cierta frialdad bajo el tono aparentemente educado–. A menos, por supuesto, que te caiga mal por alguna razón.


Paula tragó saliva.


–No le conozco, ¿por qué iba a caerme mal?


Pedro dirigió la mirada hacia la sala, en la que Ale y Alicia estaban juntos y hablando en susurros.


–Sí, ¿por qué?


Paula alzó la barbilla. Ya era bastante malo tener que soportar aquella noche para que encima ese hombre pretendiera saber lo que sentía. Era insoportable.


–Hábleme de ese hotel que quiere construir –dijo–. ¿En qué beneficiará a Amanti?


Pedro le deslizó la mirada por el cuerpo y se tomó su tiempo antes de volver a mirarla a los ojos.


–¿No has oído hablar del Grupo Leonidas?


Se sintió orgullosa de sí misma por no haber mostrado su sorpresa. Si el Grupo Leonidas quería construir un hotel en Amanti, eso era una buena noticia.


–Claro que sí. Poseen algunos de los hoteles más lujosos del mundo y atienden a los clientes más ricos. ¿Trabaja para ellos, señor Alfonso?


Pedro soltó una carcajada que resonó en el interior de Paula.


–Yo soy el dueño del Grupo Leonidas, Paula.


Otra vez su nombre y otra vez aquel cosquilleo en las terminaciones nerviosas.


–Qué suerte para Amanti –dijo. No se le ocurrió nada más.


Si Pedro era el dueño del Grupo Leonidas, debía ser muy rico.


Él se le acercó un poco más.


–Tal vez ahora quieras cambiar de opinión respecto a lo de mañana.


Paula sintió una oleada de calor interno. Su voz resonaba como un delicioso runrún en el oído, aunque trató de no pensar en ello. Estaba cansada, eso era todo. Pedro no era más que un hombre, y los hombres eran impredecibles. 


Traidores.


Cerró los ojos. El corazón le latía con fuerza. Era poco generoso pensar así de Ale, pero no podía evitarlo. ¡Le había hecho una promesa, maldito fuera!


–Tendré que consultar mi agenda –dijo con frialdad.


La sonrisa de Pedro le provocó un vuelco al corazón. Era demasiado encantador. Tal vez su hermana fuera igual. Tal vez por eso le había robado a Ale.


–Cuando mañana te levantes y veas los periódicos, desearás estar lejos de Santina.


Un escalofrío de terror le atravesó el alma. Los periódicos. Al día siguiente estarían repletos de noticias sobre Ale y Alicia. 


Y de paso, la mencionarían a ella. La pobre novia abandonada. La joven soñadora a la que un príncipe había dejado plantada. La futura reina que ya nunca lo sería.


Paula sintió un nudo en la garganta. No quería estar allí al día siguiente bajo ningún concepto. Y Pedro le estaba ofreciendo una salida, aunque supusiera tener que aguantar su compañía. Pero ¿qué era peor? ¿La prensa o Pedro Alfonso?


Si se lo llevaba a Amanti, no escaparían completamente de la atención de los periodistas, pero al menos no estaría cerca de Ale y Alicia. Si se dedicaba a su trabajo, tal vez la prensa pensara que no estaba triste ni angustiada.


–Acabo de recordar –dijo tratando de sonar distante y profesional– que mañana al final no tengo nada. Me he confundido de día.


–¿Ah, sí? –dijo Pedro deslizando una vez más la mirada sobre ella.


Había calor y promesa en aquella voz, y también un deje de posesión. Eso la enfurecía y la intrigaba.


–Si quiere que le enseñe Amanti, podemos salir mañana a las nueve –dijo Paula con tirantez. Ya estaba lamentando el impulso que la había llevado a escogerle antes que a la prensa.


–¿A las nueve? –se burló él–. Dudo que a esa hora me haya recuperado de las travesuras de esta noche.


Paula sintió que se le calentaban las orejas. Se negaba a imaginarse ninguna travesura.


–Nueve en punto, señor Alfonso. O eso o nada.


–Eres muy dura negociando, nena –se burló él como si no se lo pareciera en absoluto–. Pero lo haremos a tu manera.


Antes de que Paula se diera cuenta de lo que iba hacer, Pedro le tomó la mano y le depositó un beso en el dorso. Ella no pudo reprimir un escalofrío.


Pedro alzó los ojos y la miró fijamente. Muy fijamente. Como si pudiera ver en su interior y supiera lo que estaba pensando.


–Mañana, nena –dijo–. Estoy deseando que llegue el momento.


Paula apartó la mano y trató de ignorar la tensión en el vientre, entre las piernas.


–No soy su nena, señor Alfonso.


Él le guiñó un ojo.


–Todavía no. Pero veamos qué nos trae el mañana, ¿de acuerdo?