miércoles, 21 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 17




Horas más tarde, Paula estaba despierta en la oscuridad. 


Pedro estaba a su lado, durmiendo plácidamente. Ella lo observó.


Eran las tres de la madrugada.


Se sentía como Cenicienta, que tenía que escaparse del baile.


Si se quedaba hasta la mañana siguiente, se transformaría en una bibliotecaria. En cambio, si se iba en aquel momento, Pedro seguiría creyendo que ella era una hermosa, aunque fugaz, princesa.


Su corazón se encogió ante la idea de no volver a verlo. 


Pero no tenía otra alternativa. Era mejor marcharse en aquel momento, con maravillosos recuerdos del tiempo compartido.


Antes de que se enterase de quién era, y de que la odiase por mentirle.


Apartó la sábana y se soltó de Pedro, sacando la pierna de debajo de él. Luego levantó el brazo que tenía en el pecho viril de Pedro.


Se incorporó y se levantó de la cama.


A la luz de la luna que entraba por la ventana, buscó su ropa a tientas. Se vistió lentamente, mirando la cama, convencida de que Pedro estaba dormido. Se calzó los zapatos sin molestarse en ponerse las medias.


Cuando estaba a medio camino en el pasillo, no pudo resistirse. Volvió sobre sus pasos de puntillas y le dio un beso a Pedro en la mejilla.


—Te quiero —susurró.


Antes de que estallase en llanto, se apresuró a salir del dormitorio y del apartamento, como Cenicienta.




CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 16





—No siento las piernas. Y creo que estamos a punto de caernos al suelo —dijo Pedro.


Antes de que pudiera responder, se cayeron al suelo, en medio de la ropa tirada.


Paula se rio, y apoyó la cabeza en el hombro de Pedro.


Todavía lo sentía dentro de ella.


No sólo se estaba desinhibiendo, sino que sentía que se estaba transformando en una libertina.


Hacer el amor contra una puerta… Andar sin bragas…


Estaba segura de que no sería la primera vez que Pedro habría hecho el amor de aquel modo. 


Pero ella tenía que aprovechar todas las oportunidades que pudiera antes de que no hubiera ninguna más. Por ello había seguido el consejo de la mujer de la boutique y no se había puesto braguitas. Pero luego había pensado que el vestido era lo suficientemente largo como para no saberse si las llevaba o no.


Pedro le estaba acariciando la cabeza, y ella tenía apoyada la mejilla contra su pecho viril sudado.


—Dentro de un momento te llevaré a mi dormitorio —dijo Pedro.


—Podríamos arrastrarnos hasta allí. Aunque no sé si tengo la energía suficiente…


—Mmm… Tal vez pudiéramos dormir aquí un par de horas antes de ir a ningún sitio.


—¿Un par de horas? ¿De verdad crees que te llevará tanto tiempo recuperarte?


Sus músculos internos se tensaron involuntariamente al anticipar la sensación. Ella lo sintió moverse dentro.


—Mmm… Me siento más vital… En pocos segundos podré moverme.


—Estoy segura —sonrió ella, moviéndose.


—Bueno, no te muevas así —Pedro le agarró el trasero para que no se moviera—. Te la estás buscando moviéndote así.


—¿Sí? —Paula se volvió a mover.


Él tomó aliento y dijo:
—De acuerdo, ya lo has conseguido.


Con un esfuerzo sobrehumano, Pedro se giró y puso de pie. 


Luego ayudó a Paula a levantarse también.


Ella se sorprendió y se agarró a su cuello.


Pedro se quitó los zapatos y se desvistió completamente en la entrada del piso. Luego atravesó el apartamento como si fuera Tarzán llevando a Jane a la casa del árbol.


—No sé qué poderes mágicos tienes, pero estoy absolutamente anonadado. Quiero besarte toda la noche. Quiero hacer el amor contigo en todas las posiciones… Y luego volver a empezar…


Ella lo miró preguntándose cómo era posible que hubiera sido tan afortunada de encontrar a aquel hombre el día de su cumpleaños.


—Interesante… —dijo ella.


—Maldita sea. Si sobrevivimos a esta noche, tendremos que escribir otro Kama Sutra.


—En ese caso, habría que investigar mucho…


—Oh, sí —sonrió Pedro con picardía.


Él la tiró en medio de la cama. Sonrieron y rieron juntos.


Pedro se puso encima de ella y gruñó, antes de morder suavemente la piel de su cuello y sus hombros. Ella gimió de placer y dolor, y le clavó las uñas en la espalda.


Ella estaba excitada. Sentía la humedad y el calor de su deseo entre las piernas.


¿Se saciaría algún día de él? ¿Podría pensar en él algún día sin que su vientre se tensara de deseo?


—Ahora —dijo Pedro—, te desvestiremos… Ha estado bien hacerlo vestidos. Pero desnudos, puede ser incluso mejor.


Le bajó la cremallera del vestido sin molestarse en levantarla del colchón. Luego le quitó la ropa y la tiró a un lado.


Se detuvo un momento en admirar el sujetador morado, y las medias.


—Algún día te pediré que uses esto para hacer alguna travesura… Con sujetador, medias, tacones… Pero por ahora prefiero piel contra piel.


Se sentó en cuclillas, levantó una pierna de Paula y la colocó en su pecho. Besó la parte interna de su tobillo, luego le quitó el zapato de tacón de aguja y lo tiró por detrás de su hombro.


Luego le quitó las medias. Sus manos trabajaban como si fuera un escultor modelando arcilla, acariciando, excitándola con cada movimiento.


Ella encogió los dedos de los pies y su trasero para acercarse al excitado sexo de Pedro. Pero él no se dio prisa. Siguió desenrollando la lencería, lentamente, eróticamente, hasta que le quitó la media.


Hizo lo mismo con la otra media hasta dejarla completamente desnuda, y luego se puso encima de ella.


El vello áspero de su pecho le rozó los pezones, y éstos se pusieron duros. Pedro tenía una pierna en medio de las suyas, y las rozó hacia arriba y hacia abajo, poniéndole las terminaciones nerviosas en alerta, quemándola por dentro.


Pedro le agarró la cabeza; tenía la otra mano en la cadera de Paula, y la estaba acariciando con el pulgar. Luego deslizó suavemente los labios, suaves y tibios, por su oreja, siguió con los párpados, y el tabique de la nariz.


—Podría pasarme el día entero besándote —dijo él, rozándole los labios con su boca—. O lamiéndote, saboreándote, mordiéndote como si fueras un delicioso pastel.


—Mmmm… —dijo ella, incapaz de articular algo más.


Se estaba derritiendo.


La áspera mano que había estado acariciando su cadera, se deslizó por su abdomen, jugó un momento con su ombligo, y luego subió y le hizo cosquillas con un dedo en la parte lateral del pecho.


Él sabía dónde tocar. Cómo hacerla morir de placer.


¿Podría hacer ella lo mismo con él? ¿Hacerlo retorcerse de placer?


Paula lo miró a los ojos. Estaban encendidos de pasión.


Un repentino impulso la hizo girar con él y cambiar de posición.


Ahora estaba él debajo, y ella a horcajadas.


—¿Qué estás haciendo?


Algo que ella siempre había querido probar.


—Ya lo verás —dijo.


Lo acarició con las uñas hasta el estómago, y le encantó verlo suspirar de placer. Pedro la siguió con la mirada, y por el modo en que su miembro cobró vida, ella supo que él sospechaba lo que iba a hacer.


Ella nunca había hecho aquello, pero había leído algunas revistas, y esperaba que a Pedro le gustase.


Sus dedos jugaron con el oscuro vello del pubis que rodeaba su sexo, y acarició sus testículos. Luego su mano acarició la base de su sexo erecto, lo sujetó quieto, y le lamió la punta. 


Notó el estremecimiento de Pedro y eso la animó. Su pelo caía encima de los vigorosos muslos de Pedro. Paula reunió coraje y tomó el resto de su dureza entre sus labios.


Notó la diferencia de texturas: dura, suave, terciopelo envolviendo acero. Él llenó su boca y ella se estremeció de excitación sintiéndose más poderosa y más mujer que nunca, ahora que sabía que podía darle aquel placer.


El cuerpo de Pedro se encogió y se dilató de placer debajo de su boca.


—Paula.


Pedro entrelazó sus dedos a los cabellos de ella, tratando de sujetarla en el sitio y de alejarla a la vez. Ella no le hizo caso, y siguió lamiéndolo, succionando su apéndice.


—Paula, cariño…


Aquella vez ella se había movido con más intensidad. Luego lo miró.


—Si no paras, voy a terminar… Y no quiero hacer eso sin ti.


Ella sonrió y volvió a ponerse encima de él. Pedro tiró de ella y la besó.


Se sentó a horcajadas encima de él, y Paula sintió que se deslizaba en su abertura. A Paula le encantaba la sensación de aquella prolongación de acero dentro de ella.


Pedro levantó la cadera y se adentró más en su interior. Y ella lo besó, lenta y suavemente. Sus pechos se balanceaban entre ambos.


Él dejó escapar un gemido, y de pronto se quedó petrificado y dijo:
—Espera…


Agarró su brazo, y se separó de ella. Luego rodó y se apoyó en la cabecera de la cama.


—Lo siento —le dijo, con la respiración agitada—. No quería apartarte, pero no podemos seguir así.


Ella lo miró, confusa.


—No me he puesto preservativo —explicó Pedro


Paula bajó la mirada y descubrió su sexo.


¿Qué había hecho?, se preguntó, cuando se dio cuenta de la gravedad de la situación.


Ella estaba fingiendo ser una mujer mundana, que sabía lo que hacía, pero estaba claro que no sabía nada acerca de tener relaciones sexuales.


Lo único que le faltaba era quedarse embarazada.


Era posible que Pedro no quisiera saber nada de su embarazo en ese caso. Y ella no estaría dispuesta a criar un hijo sola.


Aunque la idea de tener un hijo de Pedro le gustaba, debía admitirlo. Era como tener una parte de él para siempre, que le recordase cómo la había hecho sentirse.


Paula se sacudió mentalmente. ¿Qué le pasaba? Ella no era una adolescente que creyera que un niño podría solucionarlo todo, o atar a un hombre para siempre. Era una adulta. Y no hacía falta que agregase un problema más a la lista. Tendría que tener más cuidado.


—No te preocupes… —le dijo Pedro para tranquilizarla—. No creo que hayamos ido tan lejos como para tener que preocuparnos.


Se acercó a la mesilla y sacó una caja de preservativos, la agitó en el aire y agregó:
—Pero no vamos a volver a arriesgarnos —al ver que ella no respondía, insistió—: De verdad, creo que no hay problema.


Cuando ella pudo deshacer el nudo que tenía en la garganta, asintió.


Pero sí había un problema. Ella no podía continuar mintiéndole, lo que quería decir que su relación con él terminaría.


Pero disfrutaría de aquella última noche de pasión y excitación con él.


Pedro sonrió.


—Puesto que parece que hoy tienes ganas de aventura, ¿me dejarás poseerte por detrás?


Ella sintió un cosquilleo de excitación al imaginarlo. Sería una nueva experiencia que no volvería a tener oportunidad de vivir. Porque no podía imaginar a otro amante que no fuera Pedro.


—De acuerdo —respondió ella antes de que pudiera cambiar de opinión.


Pedro le dio un beso en la frente y luego se quitó de debajo de ella. Paula se agarró a una almohada y se dio la vuelta sobre las sábanas satinadas.


Pedro le quitó el pelo de la cara, le dio un beso en la mejilla y en la nuca y deslizó sus labios por su espalda. Al mismo tiempo, lo oyó abrir el envoltorio de un preservativo y ponérselo.


Un momento más tarde, Pedro le acarició los pechos y la cintura y el ardiente punto que tenía entre las piernas.


—Pídeme que pare en el momento que quieras —susurró él.


Sus palabras vibraron en la piel de Paula.


Ella no quería que él parase. Estaba excitada, húmeda, y se derretía anticipándose a la sensación que podía experimentar.


Pedro levantó suavemente sus caderas. Paula tenía la cara y los hombros apoyados en la cama.


Él se inclinó hacia delante y le besó el hombro, mientras le agarraba un pecho. Con la otra mano acarició la humedad de su excitación. Sus dedos encontraron el pequeño capullo tenso, escondido entre los rizos. Lo acarició con maestría, haciéndola gemir y subir más las caderas.


Pedro se dio cuenta de que ella estaba lista para lo que él deseaba hacer. Encontró su abertura y entró en ella.


Paula gimió, y él la llenó. A ella le encantaba la sensación que sentía en aquella posición. Él se quedó quieto un momento, pero era evidente que lo hacía para frenarse, porque de lo contrario, habría explotado dentro de ella. Su excitación se notaba en la tensión de cualquiera de sus músculos.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro.


Paula asintió moviendo la cabeza sobre las sábanas. Estaba más que bien.


Cuando él supo que estaba bien, empezó a moverse hacia dentro y hacia fuera, coordinando el movimiento de sus caderas con el baile de sus dedos entre los femeninos pétalos de ella.


Ella sintió un fuego en el vientre con cada uno de los empujes de su sexo de acero, y el roce de sus ásperos dedos en el inflamado botón de su deseo.


Ella se levantó apoyándose en las manos. 


Quería estar más involucrada. Cuando Pedro se movía hacia delante, ella se movía hacia atrás, hasta que lograron moverse al mismo tiempo, complementándose, aspirando el aire desesperadamente, hasta llegar al final.


El vientre de Paula se tensó, sus músculos internos parecían a punto de romperse. Y luego hubo una explosión de placer, que se expandió desde su centro a todo su cuerpo. Y ella gritó el nombre de Pedro varias veces.


Detrás de ella, Pedro se puso rígido. Se aferró a sus caderas y se derramó dentro de ella con un gemido gutural.


Segundos más tarde, cayeron en la cama en un lío de miembros sudorosos.


Pedro se movió, agotado, intentando sacar las sábanas de debajo de ellos, hasta que lo logró y los tapó.


Sus brazos envolvieron el cuerpo de Paula, y ella apoyó la cabeza en su hombro. Aún respiraba agitadamente debido a la intensidad del orgasmo que él le había arrancado.


Pedro jugó con su cabello distraídamente. Fue una sensación muy placentera, como si la estuviera acunando, y a Paula le dio más sueño aún. Ella deseó que aquello pudiera durar eternamente.


Deseaba que Pedro la conociera realmente y se sintiera tan atraído por ella como por la mujer que creía que era.


Pero ella había ido por un camino equivocado desde el principio, y no veía el modo de desandarlo. Hubiera hecho cualquier cosa por conservar aquella relación, para construir una relación verdadera y duradera con Pedro.


Si él estaba interesado, por supuesto.


Porque ahora sabía con certeza que ella no sólo lo deseaba, sino que lo amaba.


En algún momento, durante la relación que había empezado la noche del Hot Spot, se había enamorado de él.


Y ella deseaba estar a su lado para siempre.


Pero sabía que no iba a ser así.


CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 15




Pedro se saltó varias señales de tráfico. Lo único que quería era llegar cuanto antes a su casa para estar con Paula a solas.


Con suerte, llegarían a cerrar la puerta de entrada y a hacerlo en el suelo.


Se imaginó su vestido subido hasta la cintura, con la espalda apoyada en la pared mientras él entraba en ella una y otra vez. Se estremeció al pensar aquello.


Ella lo volvía loco. Tan loco como para que echase a sus amigos antes de que terminasen de cenar, como para meterse mano delante de los camareros del catering. Como para infringir las normas de tráfico con tal de tenerla desnuda en su casa, o quizás no tan desnuda, debajo de él.


Las ruedas del Lexus chirriaron al meter el coche en el aparcamiento de su casa. Frenó a pocos centímetros de la pared y apagó el motor.


La ayudó a salir y la llevó de la mano, casi arrastrándola, hasta la fachada de su edificio.


Los tacones de Paula sonaban en el suelo mientras ella intentaba alcanzarlo. Pedro se dio la vuelta y la vio reírse, con la cabeza echada hacia atrás y los rizos castaños alrededor de su cara. Parecía más feliz de lo que jamás la había visto nunca. Estaba tan sexy que podría haber sido perfectamente una modelo de los Victoria’s Secret.


«Maldita sea», pensó.


Pedro se detuvo y la miró. Y tiró de ella. Paula chocó contra su pecho. Su alegría era contagiosa. Hundió la nariz en el pelo de ella y se rio también.


—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.


Su cabello olía a fresas con nata, lo que le hacía tener más ganas de devorarla.


—De ti. De esto. De nosotros.


Paula se apartó levemente. Pedro la miró a los ojos.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Todo esto es excitante y alocado. Me encanta que tengas tanta prisa por llegar arriba. Aunque mis pies no te lo agradezcan por la mañana.


Pedro le acarició el cabello.


—No te preocupes. Me ocuparé de que no te duelan. Te haré masajes y te lameré los dedos de los pies.


Ella se volvió a reír. Estaba tan apretada contra él que sentía la prueba de su excitación.


—Después —dijo él—. Te haré un masaje completo de pies, te lo prometo. Pero después, ¿de acuerdo?


Ella sonrió y le rozó la mejilla con la nariz.


—De acuerdo —respondió.


Pedro se sintió aliviado. Entró con ella en el portal de su edificio, y atravesó la alfombra, rodeándole la cintura, y mordisqueando su oreja.


Cuando se abrió el ascensor y vio que estaba vacío, Pedro disfrutó por anticipado del placer de besar y acariciar a Paula libremente.


Y lo hizo hasta el segundo piso.


Cuando sonó la campana, avisándoles de que las puertas estaban abiertas, Pedro levantó la mirada y vio que todavía no habían llegado a su piso.


—Maldita sea —dijo.


—¿Qué? —preguntó Paula. Parecía encandilada por la luz.


Antes de que él pudiera contestar, se abrieron las puertas y entró en el ascensor un caballero bastante mayor vestido con una chaqueta de tweed. Les sonrió y luego se colocó mirando la puerta del ascensor. Paula se puso delante de Pedro, quedando en la misma dirección que el hombre.


Aquél era el problema de los apartamentos, pensó Pedro.


Pero eso no quería decir que no pudiera pasárselo bien a pesar de la presencia de aquel hombre.


Hundió la nariz en el cabello de Paula, y aspiró su fragancia. 


Aquello le dio más hambre de algo que no era comida. Puso sus manos en las caderas de Paula, y luego las deslizó por debajo de la falda, explorando su interior.


Al notar que tenía ropa interior de encaje tuvo que reprimirse un gemido. Pero le mordió el lóbulo de la oreja, para demostrarle cuánto lo excitaba. Y luego la apretó contra él para que notase su erección.


Si no hubiera habido otra persona en el ascensor, la habría hecho suya allí mismo.


Cuando volvió a sonar la pequeña campana, Pedro vio que era su piso.


—Por fin —murmuró.


Llegaron a la puerta de su apartamento y Paula se apoyó en la pared.


—Ha sido interesante… —sonrió—. Admiro tu contención.


—Yo también —contestó él.


Sinceramente, no sabía cómo había podido aguantar tanto.


Las llaves sonaron en su mano, pero le costó acertar con la cerradura.


—No me has dicho que llevabas medias sin liguero.


—No me lo has preguntado.


—De ahora en adelante, dalo por hecho. Quiero saber qué clase de lencería te pones las veinticuatro horas del día.


Ella se rio. Y él notó que sus pechos se agitaban.


—¿Aunque lleve bragas de vieja?


—¿Tienes bragas de vieja? —preguntó él cuando la llave por fin entró en la cerradura.


—Todas las mujeres tienen por lo menos un par de bragas de vieja.


Pedro puso cara de desagrado. No sabía si le gustaba la idea de verla con ellas.


—De acuerdo. Cuando tengas las bragas de vieja, no me lo digas. Pero todo lo demás, sí.


Cuando la puerta se abrió, Pedro la levantó en brazos para cruzar el umbral. Luego se dio la vuelta y la bajó. La puso contra la puerta, como había fantaseado.


La besó, y se frotó contra ella hacia arriba y hacia abajo, como un gato cariñoso. Paula sabía a vino y a la tarta helada que habían comido.


—Maldita sea, tú eres más deliciosa que una cena de siete platos.


Paula le clavó las uñas en los hombros, y él se excitó más, si eso era posible.


Pedro lamió su mejilla, el lóbulo de su oreja y la besó en el cuello.


Ella gimió, y echó la cabeza hacia atrás. Luego la levantó y la sujetó envolviendo con sus piernas sus caderas.


—¿No vas a preguntarme qué clase de braguitas llevo hoy? —preguntó ella con esa voz sensual que él adoraba.


Pedro la acomodó mejor en sus muslos y caderas.


No estaba seguro de si quería saberlo. Estaba a punto de tener un orgasmo. Y no quería imaginársela con un tanga de negro satén…


Pero el suspense lo estaba matando.


—De acuerdo. He picado. ¿Qué clase de bragas llevas?


Ella le rodeó el cuello más fuertemente. Luego acercó los labios a su oreja y dijo:
—No llevo braguitas.


Pedro se quedó perplejo, como si no comprendiera, al principio. Luego cuando se dio cuenta de lo que había dicho, no supo si creerla.


Metió la mano por debajo de su vestido. La deslizó por las medias de costura, acarició la piel desnuda que quedaba entre las medias y la cadera y se encontró con los rizos de su pubis.


Se quedó sin aliento.


—¡Dios santo, mujer! —exclamó—. ¿Quieres matarme?


—No —dijo inocentemente ella—. Quería probar algo nuevo. Y facilitarte las cosas a ti, supongo.


—No tienes idea de cuánto…


Pedro metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón, sacó su cartera, la abrió y extrajo un preservativo.


Aquélla era una situación de emergencia, se dijo.
—Sujeta esto —le pidió a Paula.


Ella lo agarró con los dientes. Él se estremeció. 


Agitó la cabeza y dejó caer la cartera al suelo. 


Luego empezó a desvestirse.


—Espero que no te importe, pero no creo que pueda aguantar hasta el dormitorio. Voy a tomarte aquí mismo, así, apoyada contra la puerta.


Cayeron sus pantalones y sus calzoncillos. 


Deslizó una mano por el vestido de Paula y se lo subió hasta la cintura.


—Si esto no es lo que quieres, dímelo ahora. Porque dentro de unos segundos no seré capaz de parar.


Mirándolo a los ojos, ella abrió el sobre del preservativo y lo sacó. Se lo colocó en la punta, y luego lo deslizó hasta el final. Cuando estuvo listo dijo:
—Sí, es lo que quiero.


Y entonces levantó las piernas, rodeándole más fuertemente la cintura con ellas, haciendo que su sexo rozara su erección.


Con un empuje él estuvo dentro. Ella lo quemaba, sus músculos lo apretaban haciéndole desear llorar de placer.


Él la apretó más contra la puerta, y alzó su otra pierna hasta que ella estuvo firmemente sujeta. Pedro le sujetó el trasero, levantándola y a la vez apretándola contra él.


Pedro observó que ella cerraba los ojos, y se mordía los labios. Él no pudo resistirse a lamer el contorno de su boca con la punta de la lengua.


Aquel gesto se transformó en un beso completo cuando él se adentró más en ella. Él no podía controlarse ya. No podía pensar. Su cuerpo y su mente estaban alcanzando el éxtasis.


Cuando empezó a preocuparse de que llegaría a la cima del placer antes de dar siquiera la oportunidad a Paula de obtener algún goce, ella arqueó la espalda, y se movió espasmódicamente alrededor de él. Su clímax fue como una cerilla encendida al lado de un cartucho de dinamita, produciendo una explosión en la sangre de Pedro y en su bajo vientre. Entonces él volvió a empujar, más y más intensamente. Una, dos veces.


La tercera vez, el placer fue como un cohete lanzado al espacio. Pedro gritó de placer y de felicidad y luego se derrumbó con la misma fuerza de su conmoción.