jueves, 18 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 23





Paula tenía el New York Times extendido sobre la mesa de la cocina mientras leía la crítica de la película basada en el libro de Pedro. Los comentarios eran inmejorables y la recaudación de taquilla del primer día había sido un récord.


Llevaba puesta la bonita camiseta que él le había comprado bajo la camisa de franela y estaba deseando que el tiempo mejorara para poder llevarla sin nada encima. Había pensado en ella lo suficiente como para traerle un regalo. Y también había traído otro para Emma. Para él probablemente no fuera nada, pero para ella era algo importantísimo. Nunca recibía regalos. Paula volvió a llevar sus pensamientos al periódico. No podía creer que conociera a alguien famoso y era de lo más emocionante que Pedro hubiera conocido a los actores de la película.


Oyó que Pedro bajaba las escaleras y dio un salto para saludarlo.


—Estaba leyendo la crítica de tu película. Las críticas son muy buenas y las salas se han llenado de espectadores.


Pedro se quedó mirándola.


—¿Mi película?


No podía haberlo olvidado ya. Había vuelto el día anterior del preestreno.


—¡Sí! La que tú escribiste.


—Yo escribí el libro en el que está basado el guión.


—¿Tan distinto es el guión del libro?


—No lo sé. Normalmente sí lo son. No he visto la película —¿qué estaba diciendo? Había estado en el preestreno…—. Fui a cenar con unos amigos.


Paula intentó no pensar en que probablemente Joyce estaría entre esos amigos.


¿Cómo podía haberse perdido la película? Aquél era el tercero de sus libros que había sido llevado al cine.


—¿Has visto las otras dos?


—Sí. Y en algún momento veré esta también. ¿Has visto las otras dos?


Ella asintió, sonriendo.


—Y me parecieron buenas. No tanto como los libros, pero buenas.


Él pareció sorprendido.


—¿Has leído los libros?


—He leído todos tus libros.


—Bien… gracias —dijo él, aparentemente complacido.


Paula se giró para servirle una taza de café y se preguntó por qué habría reaccionado de ese modo. Vendía millones de libros y tenía que encontrarse con admiradores cada dos por tres.


Él tomó la taza de café y la miró.


—Deberíamos celebrarlo. Salgamos esta noche. Podemos ir a cenar y después ver la película.


Su tono era tan brusco que ella tardó un momento en darse cuenta de que la estaba invitando a salir. Antes de poder responder, él añadió:


—¿Crees que Emma aguantará un par de horas en el cine?


La desilusión llegó lentamente. Emma volvía a estar resfriada.


—Normalmente sí, pero tiene un catarro y está un poco protestona.


Como para darle la razón a su madre, Emma se despertó y empezó a llorar. Paula corrió a la habitación y la tomó en brazos para llevarla al salón.


—¿Quieres desayunar? He hecho la masa para tortitas.


—Suena bien —dijo él después de observarla un segundo—, pero creo que iré a dar un paseo primero, ¿dentro de media hora está bien?


—Perfecto —así tendría tiempo para dar de comer a la niña.
Pedro dejó la taza en el fregadero y salió al porche.


Paula volvió a acostar a la niña, enchufó la plancha para hacer las tortitas y retiró el periódico de la mesa, intentando no mostrar su desilusión. Desde luego, le hubiera encantado salir con Pedro a cenar y a ver la película, pero si Emma no se sentía bien, era imposible.


Mientras preparaba la mesa con el sirope y el zumo de naranja, lo oyó llegar.


Él entró en la cocina con el pelo revuelto y la cara congestionada por el frío.


—Huele genial ahí fuera. Estoy muerto de hambre.


¡Ella tuvo ganas de comérselo a él!


—¿Ha estado bien el paseo? —dijo ella, deseando que no fuera tan guapo y tan inalcanzable.


—Frío, pero muy bonito. Me gustan los paisajes invernales.


A Paula el frío le resultaba deprimente y siempre estaba deseando que llegara la primavera.


—¿Has desayunado ya? —preguntó él con el ceño fruncido después de mirar a la mesa.


—No, aún no —respondió ella, sorprendida. Ella siempre comía después que él. Esperarlo era parte de su trabajo.


—¿Y cómo es que la mesa está puesta para uno?


La mesa siempre estaba puesta para uno. Ella intentó buscar una respuesta que no lo dejara en evidencia cuando él añadió:
—Quiero hablar contigo. Siéntate.


—De acuerdo —dijo ella, poniéndose en guardia al instante.


¿Qué era todo aquello? Él siempre comía solo y no parecía gustarle conversar mientras tanto. Muchas veces se llevaba su plato de comida al piso superior o le pedía que le llevara la comida a su oficina.


¿De qué quería hablar?


Sintiéndose ridículamente nerviosa, Paula sacó un cubierto y un plato para ella, junto con la bandeja de tortitas.


¿Para qué quería sentarse con ella?


Después de sentarse, se acordó del café. Fue a buscarle una taza limpia y se sentó. Entonces sintió sed y se levantó a por un vaso de agua para ella, justo cuando se sentaba, el indicador de la plancha se iluminó, avisando de que las tortitas estaban listas, así que retiró la silla de la mesa.


—¡Siéntate! —exclamó Pedro, frustrado haciendo un gesto con la mano.


—Pero el resto de las tortitas ya están hechas.


—Bien —dijo con firmeza—, pero es la última vez que te levantas. Me vas a provocar una indigestión.


Paula retiró las últimas tortitas de la plancha y volvió a su sitio a escuchar las malas noticias que Pedro estaba seguramente a punto de darle.


Él acabó con tres tortitas y ella aún estaba con la primera. 


Aparentemente era incapaz de tragar.


Él se reclinó en la silla y declaró.


—He acabado mi primer borrador.


Aquello no parecían malas noticias. Paula consiguió tragar por fin.


—Eso está bien, ¿no? —entraba en territorio desconocido.


 Él no le había hablado de su trabajo hasta entonces.


—Es genial. Nunca había coincidido todo como en este libro.


—No pareces muy contento —dijo ella, después de estudiar la expresión de su rostro.


—Tengo miedo de que cuando empiece a revisarlo, lo acabe estropeando todo y tenga que empezar desde el principio.


Paula estaba asombrada. ¿Había escrito un libro entero y no sabía si le gustaba?


—¿Te ha pasado antes? Me refiero a lo de tener que empezar desde el principio.


—Nunca.


—¿Cuándo vas a empezar a revisar el borrador?


—Ahora —dijo él retirando la silla y levantándose.


—¿Cuándo sabrás si es bueno?


Él se echó a reír.


—Lo sabré enseguida. No estás comiendo.


Ahora que estaba tranquila, el apetito le vino de repente y se sirvió otra tortita.


—¿Me avisarás si es bueno?


—Lo sabrás. Si sigo ahí arriba mucho rato, es que todo va bien. Si no… ya me oirás.


Al levantarse él, ella empezó a retirar la mesa.


—Por favor, Paula siéntate y acaba. Necesitas comer. Una madre que está amamantando a su bebé necesita novecientas calorías extra.


Ella se quedó tan asombrada que no pudo ni protestar. 


¿Cómo demonios sabía él eso? Tomó otro bocado de tortita y se dijo que no era algo que los hombres supieran por sistema.




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 22




Pedro condujo desde el aeropuerto de Philadelphia hasta la granja lo más rápido que pudo, a pesar del aguacero que estaba cayendo. Cuando se salió de la autopista para tomar la carretera que llevaba a la granja y vio la casa a través de las ramas desnudas de los manzanos, un sentimiento de paz descendió sobre él.


Estaba en casa.


Aquel lugar ya era su nuevo hogar.


Aparcó frente al porche, agarró la bolsa de viaje y corrió hasta el porche, pues no se le había ocurrido llevar un paraguas en su equipaje para ir a California.


Tollie salió del establo, ladrando como un loco. Después se detuvo, olisqueó el aire y pareció reconocer a Pedro. El perro meneó la cola y volvió a entrar en el establo.


Pedro giró el pomo de la puerta y la encontró cerrada. 


Bueno, eso no estaba mal del todo, se dijo. Paula debería tener la puerta cerrada cuando estuviera sola en casa. Iba a llamar a la puerta cuando pensó que ella debía de estar ocupada con el bebé o con alguna tarea y no quiso molestarla, así que sacó la llave del bolsillo y entró. El aire olía a galletas de chocolate y a humo. Entró en la sala y vio la cuna vacía. Emma no estaba durmiendo, así que tenía que estar con Paula.


Pensó en el gatito rosa de peluche que había comprado en el aeropuerto para la niña. Y una camiseta azul diminuta para Paula. Tenía un motivo oculto para los regalos: quería que la niña lo quisiera y quería ver a Paula vestida con algo distinto de una camisa de franela. Tenía un deseo de lo más masculino de ver cómo era aquella mujer bajo la ropa enorme que llevaba siempre.


Pedro fue hasta el principio de la escalera y la llamó sin respuesta.


Subió y repitió la llamada, pero supo que ella no estaba en la casa porque daba la sensación de estar vacía.


Tal vez estaba en el establo dando de comer a Max, Pedro dejó la bolsa en su cuarto, se puso un chubasquero y corrió al establo. Tollie y el calor y el olor de los animales lo saludaron nada más abrir la puerta corredera. Max asomó la cabeza por su cuarto y relinchó, y el gato se levantó de su cama de paja, se estiró y volvió a tumbarse ignorándolo por completo.


—¿Paula? —llamó.


Nada. Pedro empezaba a sentirse inquieto.


El coche estaba aparcado junto al establo, estaba lloviendo y ella tenía a la niña con ella. ¿Adónde habría ido?


Tal vez estaba en la casita de piedra. Empezarían a hacer la reforma el lunes y ella había dicho que quería ir a empaquetar algunas cosas.


Pedro se dirigió a la casita. Había escampado pero ya tenía los zapatos llenos de barro. Al abrir la puerta encontró un montón de cajas en medio de la entrada, pero ni rastro de Emma ni de Paula.


El techo tenía goteras y la lluvia se colaba a placer por ellas, para caer en una colección de cacerolas y cubos que recogían el agua. Cerró la puerta pensando en cómo había podido vivir allí alguien.


Pedro volvió a la casa. ¿Dónde podrían estar? ¿Habría salido a pasar el día con alguien? Ella sabía que iba a llegar en un vuelo muy madrugador y se sentía molesto porque no estuviera allí.


Entró por la puerta de atrás y se quitó los zapatos embarrados y el chubasquero. Era de suponer que ella tuviera amigos, aunque nunca los hubiera mencionado.


Se sintió en la incómoda posición de sentirse celoso por alguien cuya existencia no conocía a ciencia cierta.


¿Y si les había pasado algo a alguna de las dos? Sólo con pensarlo se puso fatal, ¿Y si había tenido que llevar a la niña al médico, o ir ella misma?


El todoterreno seguía allí, pero tal vez ella no había podido conducir. Él sabía que ella conocía a los vecinos del otro lado de la carretera, pero él no sabía cómo se llamaban, así que no podía telefonearlos. Tal vez ellos supieran dónde estaba.


Abrió la puerta principal y vio a Paula caminando por el camino que llevaba a la casa. Emma iba en su mochilita, debajo de su chaqueta. Su cabeza diminuta estaba cubierta por el gorro de punto que asomaba bamboleante bajo la barbilla de Paula.


El sentimiento de alivio que lo invadió lo pilló por sorpresa y le afectó al equilibrio. No le gustó nada sentirse así. Se quedó en el porche, con las manos en las caderas.


Paula lo vio y saludó con la mano. Cuando ella estaba a unos quince metros, le gritó.
—¿Dónde demonios estabas?


Ella se detuvo, sorprendida.


—He ido a casa de los Schmidt a devolverles la serpiente que me prestaron —le dijo cautelosa.


—¿Serpiente? —dijo, tranquilizándose un poco—. ¿Te prestaron una serpiente?


Ella lo miró con cara sombría al acercarse.


—En la granja no tenemos.


Tenían un gato, un perro y un caballo. ¿Para qué demonios querían una serpiente?


—¿Para qué necesitas una serpiente?


Emma lo vio, parpadeó y sonrió. Pedro sintió una oleada de calor en el pecho.


Paula hizo un gesto con la mano hacia la casa.


—Es una serpiente desatascadora. El desagüe del baño del primer piso se atascó y la lavadora no funcionaba.


Pedro se dio cuenta de que no estaba hablando de un reptil, sino de un útil de fontanería.


—¿Por qué no llamaste a un fontanero?


—¿No sabes lo que cuestan?


—Por Dios, Paula, tú no tienes que ocuparte también de los desagües.


Ella se puso rígida y su rostro se transformó en la viva expresión de la tozudez.


—Es mi trabajo. Y además puedo hacerlo.


Pedro sabía cuándo darse por vencido. Ella tenía razón. Era su trabajo, pero él había empezado a olvidar que ella trabajaba para él y ahora la consideraba más… ¿el qué? No podía definir su relación. ¿En qué momento se había encariñado tanto con ella?


Sintiéndose en terreno poco seguro, dijo:
—Ya sé que puedes, pero no tienes que hacerlo. ¿No tienes el teléfono de un fontanero al que acudir en caso de una avería mayor?


—Si.


—Entonces llámalo cuando lo necesites.


—Lo malo es que normalmente tarda al menos un día en venir, y con el desagüe tan bloqueado no podía poner la lavadora. Era más fácil hacerlo yo sola.


Él no supo qué más decir sin quedar como un tonto, así que lo dejó estar y se quedaron en el porche en medio de un incómodo silencio.


—¿Pedro? —alargó la mano como si fuera a tocarlo y después la retiró.


—¿Sí? —él deseó que lo hubiera tocado. Quería que le acariciase el brazo y la cara, y le dijera que todo iba a ir bien, porque necesitaba un poco de seguridad. Y no sabía por qué.


Ella observó su cara como si estuviese buscando en ella la clave de aquella extraña situación.


—¿Has tenido un mal vuelo?


—Ha sido un poco movido y estoy cansado —el vuelo no podía haber sido más tranquilo y había dormido casi todo el tiempo, pero Paula le estaba dando la excusa para actuar como un imbécil y no iba a rechazarla.


Inmediatamente su expresión se suavizó y le sonrió.


—Vamos dentro y te prepararé algo de desayuno. ¿Tienes hambre?


Y así fue como él se sintió en casa, en su hogar, de un modo que no había sentido nunca antes.


—Pues sí. Estaría genial.





MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 21





Paula miró por la ventana del salón, en la oscuridad, como se alejaba el coche de Pedro. De repente la casa, tan cómoda y acogedora, le pareció vacía. Sólo iba a estar en la Costa Oeste un par de días, pero le parecía una eternidad. 


Lamentó haber fregado ya los cacharros de la cena, necesitaba algo que hacer.


El sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. Fue hasta la cocina y tomó el teléfono inalámbrico, y al oír la voz de Pedro, el corazón le dio un vuelco.


—¿Paula? ¿Puedes subir a mi oficina y comprobar si he desenchufado el radiador eléctrico?


—Ahora mismo 


Esperó no parecer demasiado alegre al oírlo y se dirigió al piso superior.


Hubo una larga pausa mientras ella esperaba a que él se despidiera.


—Espero que el teléfono no haya despertado a Emma.


Paula se echó a reír mientras subía las escaleras.


—Es una dormilona. Creo que no se despertaría aunque tuviera el teléfono a su lado en la cuna.


Pedro rió también.


—Bueno, te dejo.


—Que tengas un vuelo agradable.


—Gracias. Cuídate —y colgó.


Paula apagó el teléfono y después lo puso contra su pecho.


—Lo haré, Pedro. Cuídate tú también —susurró.


Ella se asomó a la oficina y comprobó que en efecto, el radiador estaba desenchufado.


Era la primera vez que entraba allí sin que él estuviera dentro. Había dejado claro que no quería interrupciones mientras trabajaba, así que no había tenido oportunidad de limpiarlo a fondo.


Bajó al piso inferior, comprobó que Emma estaba bien y cambió el teléfono inalámbrico por el aparato de escucha y un cubo lleno de productos y utensilios de limpieza.


Limpió cada centímetro de la oficina, teniendo cuidado de no mover ningún montón de papeles de encima del escritorio. 


Cuando acabó decidió darse una ducha y meterse en la cama.


Cuando se metió bajo el cálido edredón se dio cuenta de que no tenía sueño y que en lo único que pensaba era en Pedro. La gran fiesta sería al día siguiente. Él estaría con todas las estrellas de la película y otros famosos que asistían a eventos de ese tipo. Y con Elena.


Ella había visto la cobertura de esos preestrenos en la televisión y sabía que las mujeres acudirían con sus preciosos vestidos y sus joyas, y los hombres en traje o chaqué.


Pedro se había llevado el suyo. Ella lo había visto colgando de la puerta de su armario y no tenía ninguna duda de que estaría terrible tan elegante.


Elena llevaría algo impresionante, probablemente enseñando mucha piel. Paula intentó no sentirse celosa, pero sabía que tenía la batalla perdida de antemano. Se recordó a si misma que ellos tenían una relación y que eso no era asunto suyo.


Según la invadía el sueño, se imaginó a si misma en la fiesta con él. Llevaría un vestido cubierto de lentejuelas, y cada vez que se moviera, el vestido brillaría. Y tacones y medias de seda. Tendría un aspecto ingenioso y sofisticado, Pedro se enamoraría de ella.


En algún momento de su sueño, oyó que el reloj daba las doce y se vio bajando una escalera a todo correr huyendo hacia casa, sola. Paula suspiró y se dio la vuelta. El sueño de Cenicienta no estaba mal, pero sólo era un cuento y sus sueños nunca se hacían realidad.


El teléfono la despertó al día siguiente. Salió de la cama de un salto y un escalofrío la recorrió cuando pisó el suelo helado descalza. Respondió al teléfono en la cocina.


—¿Sí? ¿Granja Blacksmith?


—Paula, ¿te he despertado?


Era maravilloso que lo primero que oyera nada más despertarse fuera su voz.


—No —no quería que pensara que se quedaba en la cama sin trabajar sólo porque él no estaba allí. Echó un vistazo al reloj del microondas—. ¿Has aterrizado ya? —eran las seis y media de la mañana en la Costa Este, o sea que era noche cerrada en Los Ángeles.


—No. Estamos en algún punto por encima de Nevada, cerca de Las Vegas.


Paula nunca había viajado en avión y de hecho la asustaba un poco el hecho de verse suspendida en el aire desafiando la gravedad.


—¿Va todo bien?


—Sí, claro. Cuando llegue el correo, necesito que busques los papeles del concesionario de coches. No quiero que se pierdan. Creo que le di la dirección de casa en lugar de la de mi contable.


—Ningún problema —ella clasificaba el correo, pero lo dejaba para que él lo viese todo.


Después se quedó callado.


—Eso era todo. ¿Va todo bien por allí?


—Ningún problema —¿acaso no se fiaba de ella?


—Tienes mi número de teléfono móvil por si necesitas algo, ¿verdad?


—Sí, está aquí al lado.


—Bien. Que paséis un buen día las dos.


—De acuerdo. Gracias.


—Te veré mañana —dijo, y colgó.


Ella dejó el aparato en el cargador. No le gustaba la idea de que estuviera en un avión. Le parecía imposible que alguien pudiera volar cruzando todo el país, ir a una fiesta y volver al cabo de treinta y seis horas.


Emma estaba empezando a despertarse, así que Paula se preparó para darle de comer en el sofá. Encendió la televisión y salió el canal de noticias meteorológicas. Ella ya sabía que estaban a diez grados en la granja y parecía que volvería a nevar. Según las noticias, en Los Ángeles estaban a veinticuatro grados y hacía sol. Se preguntó por qué Pedro no se quedaba allí más días. Para ella Pedro no tenía cabeza. Unos días con buen tiempo parecía el paraíso.


Aquel día, Paula iba a empaquetar en cajas las cosas de la casita de piedra para que los obreros pudieran empezar, pero después decidió limpiar a fondo la habitación de Pedro


Era más fácil hacerlo cuando no estaba en la casa. Se sintió un poco rara entrando allí sin que estuviera él.


Tan pronto como Emma se quedó dormida, Paula fue al piso superior y lo primero que hizo fue apartar el edredón para cambiar las sábanas. Al notar la esencia masculina de Pedro, Paula deseó enterrar la cara en las sábanas.


¿Cómo podía ser tan tonta?


Avergonzada por aquellos extraños deseos, recogió la ropa del cesto de ropa sucia, junto con las sábanas, y lo bajó todo al piso inferior.


Después subió y lo limpió todo, y cuando acabó, puso la lavadora.


Mientras daba de comer a Emma el teléfono volvió a sonar. 


Esta vez no se sorprendió al oír la voz de Pedro.


—¿Puedes hacerme un favor?


—Claro que sí.


—Creo que hoy está lista mi ropa del tinte. ¿Puedes pasar a recogerla?


Ella siempre recogía su ropa del tinte. De hecho, estaba lista desde hacía dos días, pero le había parecido un gasto de gasolina ir al pueblo sólo a recoger la ropa del tinte. A Pedro no le había interesado antes si su ropa estaba lista o no.


—Si, iré esta tarde —de fondo Paula podía oír la voz de Elena.


—Tengo que dejarte —dijo él—. Te veré mañana.


Paula colgó y volvió a centrar su atención en la niña. En ese momento se dio cuenta. Pedro no la llamaba para recordarle que hiciera las cosas, sino porque echaba de menos la granja. Echaba de menos estar en casa. A ella le gustaba considerar la Granja Blacksmith como un hogar.


Hacía unas pocas semanas ella había deseado que él no pasara mucho tiempo allí, pero ahora estaba muy contenta de que hubiera decidido instalarse.


Y tal vez, le decía una vocecilla en su interior, tal vez la echara de menos a ella también. Pero eso era una tontería. 


Él estaba en la gran ciudad con una mujer glamurosa, preparándose para asistir a una fiesta que aparecería en las noticias. ¿Por qué iba a echarla de menos?


En cualquier caso, estaba deseando que volviera a casa.


Después de una comida rápida, Paula abrigó a Emma, recogió un par de jerséis de Pedro para el tinte y se marchó al pueblo. Cada vez que conducía el coche le sudaban las manos, pero se estaba acostumbrando a aparcar y maniobrar por la ciudad.


La primera parada que hizo en el pueblo fue en la tienda de ropa de segunda mano. Como siempre, las dos señoras mayores de la caja empezaron a dar grititos al ver a Emma.


—¡Oh, qué mayor se está haciendo!


—Por eso estamos aquí —rió Paula—. Todo lo que tiene le queda pequeño.


Las señoras se echaron a reír y la más joven de las dos se ofreció para cuidar a Emma mientras Paula buscaba ropa.


—Mi hija vive en Seattle y echo mucho de menos a mis nietos.


—¿Está segura? —Paula conocía a las dos mujeres desde que se trasladó a la granja, pero no quería que se sintieran obligadas.


—No hay problema. Ahora la tienda está muy tranquila, y si empezamos a tener mucho trabajo, te la devolveremos.


A Paula le pareció bien y le pasó la niña a la sonriente mujer.


Sería mucho más fácil buscar ropa sin tener que cargar con Emma. En la sección para niños encontró un buzo para Emma; era un poco grande, pero así le duraría todo el invierno. Le compró también un peto y dos camisas. Vio también un vestidito rosa con encaje en el cuello y los puños. 


Emma estaría preciosa con él, pero cuatro cosas ya eran suficientes y lo dejó.


La mujer estaba sentada en una mecedora junto a la caja con Emma en brazos cantándole una nana y la niña parecía haber entrado en trance.


Paula no entonaba bien y no se sabía ninguna nana. Nunca se las habían cantado a ella, que recordase.


—¿No te llevas nada para ti?


Paula se encogió de hombros. Normalmente no pasaba por la sección de señoras cuando iba a la tienda. Todo le quedaba grande y además tenía que ahorrar dinero.


La mujer de la caja tomó la ropita de bebé que Paula había escogido.


—Ve a echar un vistazo. Ayer nos trajeron ropa de la talla más pequeña y hoy regalamos una prenda por cada dos. Tienes cuatro cosas, así que lo que elijas corre por cuenta de la casa.


Paula estuvo tentada de volver y comprar algo más para Emma, pero la tentación de elegir algo bonito para ella fue demasiado grande.


Sintiéndose muy egoísta, fue a la sección de jerséis de mujeres y encontró uno de color azul y cuello redondo que le llamó la atención. Paula lo sacó de la percha y lo miró de cerca. Era de manga larga y el tejido era muy fino y suave. 


Era tan bonito que no fue capaz de dejarlo de nuevo en su sitio. No se había comprado nada nuevo desde que se quedó embarazada de Emma.


Llevó el jersey hasta la caja y lo dejó en el montón con la ropa de bebé.


—¿Has visto los pantalones que van a juego? —preguntó la mujer mientras doblaba el jersey—. Están junto a la zona de los abrigos.


Paula se dijo que iría sólo a verlos. Encontró los pantalones enseguida. Aún tenían las etiquetas y eran de un tejido que parecía lana, aunque se podían lavar en la lavadora. En la etiqueta ponía que eran de su talla.


Pasó la mano por la tela y se dijo que quería ese pantalón. 


Raras veces tenía caprichos, pero esta vez quería tener el conjunto completo. Quería ponérselo y estar guapa.


Para que Pedro la viera.


Qué tontería.


—Muy bien. Entonces tienes que pagar cuatro prendas.


—Espere, creo que necesito algo más.


El vestido rosa para Emma la estaba llamando a gritos.


Decidió tirar la casa por la ventana y escogió también unos pantalones vaqueros, y unas botas calentitas para ella.


Si Pedro quería volver a llevarla a comer fuera, tendría algo decente que ponerse.


Sacó el monedero del bolsillo y pagó, ignorando el sentimiento de culpa por haberse gastado el dinero en ropa para ella.


Su trabajo parecía bastante asegurado con Pedro. Podía relajarse un poquito, pero no podía olvidar el hecho de que tenía deudas y no tenía ahorros. Tenía que pagar los plazos del hospital y la funeraria todos los meses.


Paula tomó la bolsa de ropa y a Emma. Aún tenía que ir al tinte y a la tienda. Le dio las gracias mentalmente a Pedro por haber comprado el todoterreno. Desde luego, le facilitaba mucho la vida.


Echó un vistazo al reloj del salpicadero y calculó la diferencia horaria. ¿Qué estaría haciendo en California en aquel momento? Probablemente estaría comiendo en un restaurante de moda, o en una comida de negocios. O tal vez sólo con Elena. Paula prefería imaginarlo con un grupo de gente con una conversación inteligente y buenos modales.


Ella deseó poderse imaginar a sí misma en esa mesa, pero sabía que no sabría estar con esa gente. Se desvanecería en la nada.


La idea era tan deprimente que Paula se rió de si misma por haber considerado la posibilidad de ser parte de la vida de Ian algún día.


Ella era su ama de llaves y, se decía a sí misma para convencerse, estaba contenta con eso.