miércoles, 2 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 32

 


Cuando Pedro la atrajo hacia sí, ella no protestó. Cuando sus labios se unieron, ella respondió buscando su lengua. Era todo lo que él necesitaba. Como un relámpago ardiente y cegador, el deseo estalló en todas las células de su cuerpo. Pedro ardía y el viento sólo conseguía avivar aquel incendio. Sin soltarla, se dio la vuelta para apoyarse de espaldas en la barandilla de forma que sus cuerpos se amoldaran. Paula se arqueó contra él, fundiéndose contra su pecho desnudo, abrazándolo hasta que Pedro sintió todas sus curvas suaves en contraste con su propia dureza.

Pedro apartó los labios de su boca para hacerlos viajar por su cuello hasta el hueco de su hombro y más abajo. Desabrochó los dos primeros botones de su vestido y, en un solo movimiento, sus senos quedaron expuestos a la vista.

Paula se sentía enfebrecida, de sus besos, de su ardor, de las caricias de sus dedos en los pechos. La acariciaba por encima del sujetador, trazando círculos sobre los pezones y mirando fascinado cómo despertaban a la vida. Abarcó los pechos con ambas manos, dibujando pequeñas órbitas con la yema de los pulgares con tanta ternura que ella no pudo evitar que un gemido se escapara de su garganta.

—Me he preguntado muchas veces qué aspecto tendrías así. Si serías la misma. Muchas, muchas veces.

—¿No soy la misma? —preguntó ella con voz ahogada.

—No. Ya no eres una muchacha, eres una mujer. Lo único que sigue igual es lo mucho que te deseo.

La besó mientras movía las manos sobre su espalda hasta llegar a las nalgas. Le levantó la falda y la apretó contra sí. Con la punta de un dedo le acarició íntimamente, sintió aquel calor húmedo a través de su ropa interior. Gimió.

Paula sintió que le fallaban las rodillas al oírlo. Le echó los brazos al cuello, abandonándose a la magia de sus labios.

Estaban fuera de control. A Pedro le parecía ser un volcán ardiente a punto de estallar. Tenía que sacarla de allí y llevarla a otra parte, a ser posible a la cama más próxima porque si no, tendría que hacerle el amor sobre las maderas astilladas del malecón.

Se separó de ella y la mantuvo a la distancia del brazo. Paula se agarró a él para no caer al suelo. Pedro le abotonó el vestido.

—Entremos en la casa.

Interpretando su silencio como una aceptación, la tomó de la mano y entraron en la cocina. Paula se detuvo y lo miró. Él vio la sombra de la duda pasar por su rostro.

—No pienses.

Paula se mordió los labios. Pedro tenía razón. No era el momento de pensar racionalmente. Era el momento de sentir, todo su cuerpo se lo decía temblando.

—¿Tu antiguo dormitorio o el mío?

Pedro

Volvió a besarla y silenció sus labios con el pulgar.

—El mío, entonces.

Paula se dejó conducir, pero cuando llegó al pie de las escaleras se detuvo mirando hacia arriba. Pedro subió el primer escalón y ella volvió a dudar. No estaba segura. El corazón le latía en los oídos mientras sentía una mezcla de excitación y temor ante la idea de hacer el amor con él. Había pasado mucho tiempo.

—Ven conmigo, Paula —susurró él.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 31

 


Paula no se había dado cuenta de su presencia. De repente, sintió una presión en la espalda mientras él le cubría las manos con las suyas. Se quedó inmóvil, la había atrapado, pero no tenía miedo. Cerró los ojos y dejó que fuera él quien eligiera el camino, sabiendo que cuando lo hiciera, ella estaría allí para él… ¿para qué?

—Este sitio me recuerda a ti, ¿lo sabías? Durante años no pude disfrutar de la playa por los recuerdos que despertaba.

Pedro

—No digas nada.

No estaba bien, sabía que no debía tocarla, que no debía desearla, pero la verdad era que la deseaba. Se dijo a sí mismo que sólo era la reacción física ante un viejo recuerdo, pero saberlo no era lo mismo que ignorarlo. Cuanto más la veía, más la deseaba y cada día era una nueva prueba para su fuerza de voluntad.

Debía separarse, iniciar una charla intrascendente, empezar con la comedia. Sin embargo, no tenía fuerzas para retomar la pelea en el punto donde la habían dejado. Cada fibra de su ser le exigía que dejara aquella farsa civilizada y la hiciera suya. Entrelazó los dedos con los de ella, más para contenerse él mismo que para sujetarla.

Había sentido el deseo muchas veces en su vida, pero aquél estaba multiplicado por mil debido a lo que había sentido por Paula, a lo que sentía por ella en ese momento. Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre su cabeza mientras intentaba dominarse. Era inútil. Su aroma le envolvía y sintió que su cuerpo respondía excitándose.

Era peligroso, una auténtica locura desearla, pero el deseo estaba allí y era tan real y vital como los latidos de su corazón. Deseaba tocar las suaves curvas de su cuerpo, acariciarla, absorberla. Hacía que se sintiera a salvo cuando todo lo demás era inseguro. Hacía que se sintiera fuerte en su interior, no en lo externo, donde ya conocía su propio valor. Pero lo mejor, o lo peor, era que le hacía sentir.

Pedro suspiró y se dejó llevar por la tentación. La apretó contra él, sintió sus nalgas contra la extrema erección que experimentaba. Hervía con el deseo de hacerle el amor. Allí, en aquel momento, sobre las maderas del malecón, con el viento enredándole los cabellos y el sol hundiéndose en el mar.

Paula sintió toda la longitud de su miembro a través de la tela fina del vestido y las entrañas le ardieron. La brisa fresca hacía que la falda golpeara contra sus piernas. No le importaba. Estaba bien protegida en el capullo que formaban sus brazos. Echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su pecho, disfrutando del calor de su cuerpo.

Era demasiado. Quería verle la cara, observar el deseo en sus ojos aunque él simulara no sentirlo. Se dio la vuelta con una sonrisa de anticipación en los labios. La sonrisa desapareció en cuanto vio su cara. Sabía que la deseaba, pero la fuerza del anhelo que reconoció en sus ojos era algo inesperado. Sintió un poco de miedo.

Pedro vio su deseo reflejado en los ojos de ella. La verdad, había dicho Paula. Bien, la verdad estaba tan clara como el cielo impoluto que los cubría. La deseaba. Y Paula lo deseaba.

Un hombre y una mujer.

Sin pasado.

Sin futuro.

Sólo el presente.

Así de sencillo.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 30

 


El descapotable de Paula pasó por el camino que llevaba a Maiden Point levantando una nube de polvo. Se detuvo al ver el cartel que anunciaba el proyecto de urbanización. El cartel nuevo era muy atractivo, lleno de colores vivos y letras elegantes, merecía la pena echarle una segunda ojeada.

Como al proyecto mismo.

Como al hombre que había detrás.

Aceleró y se dirigió al piso piloto en el edificio principal. Mientras aparcaba se dio cuenta de que el Jaguar de Pedro no estaba junto a la entrada, como era habitual.

La habían enviado a cazarle. La fiesta de Pablo no podía salir bien sin el invitado de honor. Le habían llamado a su oficina, pero el contestador les había informado de que se encontraría en las obras. Era obvio que Pedro se había olvidado de la fiesta. Puesto que no había teléfono en Maiden Point, Pablo había sugerido, delante de todo el mundo, que fuera Paula a recogerle. Sus protestas habían sonado débiles, incluso a sus propios oídos, así que allí estaba, sintiéndose como una estúpida.

Porque estaba claro que Pedro la había evitado desde la cena en su casa. Al principio se había sentido más que contenta con que se limitara a saludarla al pasar. Se dijo a sí misma que no quería verlo, que le hacía sentirse incómoda, demasiado consciente de ciertos sentimientos y sensaciones. Después del episodio de la cena había decidido que era demasiado peligroso estar a solas con él.

Pero conforme pasaban las semanas, empezó a preguntarse por qué se mostraba tan evasivo. ¿Qué ocultaba? ¿Qué hacía todo el día encerrado en la oficina? Siempre que se asomaba estaba hablando por teléfono. ¿Con quién?

Paula se fue sin entrar a la obra. El sentido común le decía que Pedro debía haberse ido a casa y que lo mejor sería volver a la fiesta y comunicárselo a Pablo. Pero, por el contrario, tomó la dirección de la vieja casona victoriana.

La puerta principal estaba abierta. Cuando nadie respondió a sus llamadas, entró. La brisa fría que se levantaba del mar creaba una corriente en el vestíbulo. Paula echó de menos la chaqueta que había dejado en el coche.

La cocina estaba desordenada. Había un emparedado a medio comer sobre la mesa. Echó un vistazo al malecón. Pedro estaba de rodillas parcheando con madera nueva la construcción decrépita. Ella tuvo que agarrase a la barandilla para mantenerse en equilibrio sobre sus tacones altos.

Pedro estaba desnudo de cintura para arriba. Cuanto más se acercaba, más atractivo le parecía. Tenía la piel bronceada por el sol y brillante de sudor. Los músculos se le hinchaban mientras introducía la madera nueva entre la vieja. Paula se detuvo para aprovechar la rara oportunidad de poder llenarse con su imagen.

Las manos trabajaban con gracia y eficiencia. Demasiado bien recordaba ella el tacto que tenían al acariciarla. Se echó a temblar. Era un magnífico ejemplar de hombre, tenía que reconocerlo a pesar de lo que hiciera o dijera. Nada podía cambiar aquella verdad.

Antes de que pudiera saludarle, Pedro arrojó unos cuantos trozos de madera al agua y se zambulló tras ellos. Ella se asomó al borde para verlo, pero parecía haber desaparecido. La brisa le levantó la falda amplia y Paula se la sujetó mientras se apoyaba en la barandilla a contemplar el día. Los últimos coletazos del verano, con un ligero olor a otoño en el aire, hacían unos días espléndidos en aquella área. Se dio la vuelta para buscarle.

Así fue como la vio Pedro cuando subió al malecón. El viento le agitaba ropas y cabellos. El sol comenzaba a declinar hacia el horizonte y su figura solitaria se erguía en un oscuro contraste contra el inmenso cielo sin nubes.

Pedro inclinó la cabeza mientras la observaba con una expresión seria. Tenía un aspecto maduro y apetitoso, como las sandías que llevaba estampadas en el vestido. Le gustaba así, cuando podía mirarla sin que lo supiera. Entonces no tenía que simular que no sentía nada por ella, algo que no podía permitirse cuando ella lo miraba con la expresión de desdén característica de los Chaves. En aquellas ocasiones, podía dejar que su imaginación volara hacia un tiempo donde ella le había mirado de una manera bien distinta. Sus ojos de avellana le habían hablado de cosas muy íntimas, cosas que había enterrado demasiado profundamente para resucitarlas. Era una lástima que ya no fueran tan elocuentes.

En silencio, caminó hacia ella.

«Una verdadera lástima».