viernes, 25 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 9






Paula miró su nuevo dormitorio, que no era muy diferente al del piso de abajo, pero tenía dos ventanas y parecía más grande e invitador, aunque quizá eso último se debía a las lámparas color rosa que daban una luz cálida a cada lado de la cama.


Ines les había dado la cena a todos antes de marcharse y había preparado las camas. Los ojos de Paula se habían llenado de lágrimas por enésima vez aquel día al pensar en la amabilidad que les mostraban unos desconocidos.


Como no era ninguna inválida, se había puesto unos vaqueros con la camiseta y se había instalado en un sillón con Ana. Noah y Karen estaban en la habitación de al lado, saltando de una cama a otra, a pesar de que ella les había dicho varias veces que dejaran de hacerlo.


El doctor Alfonso parecía tomarse bien las travesuras de sus hijos, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta su profesión. Sin embargo, había algo en él que indicaba que no se hallaba muy cómodo con la situación. Nada que ella pudiera describir claramente, era más bien una impresión.


—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? — preguntó más por decir algo que por auténtica curiosidad.


—Veamos —dijo Pedro, que estaba apoyado en la cómoda con los brazos cruzados—. Hay cuatro habitaciones abajo sin contar la zona de la consulta, y seis dormitorios y dos baños aquí arriba.


—¡Dios Santo!


Pedro sonrió.


—Ésta había sido la casa familiar del doctor Patterson. Era el más pequeño de nueve y sus padres ampliaban la casa siempre que podían.


—¿Y nadie de la familia quiso la casa a la muerte del doctor?


—No. Sus hermanos y sobrinos están ahora dispersos por todo el país.


—¿Y él no tenía hijos?


—No. Se casó dos veces, pero no tuvo hijos.


Paula guardó silencio un momento.


—¿Y usted vive solo aquí?


—Sí.


—¿Y por qué decidió ser médico rural? — preguntó ella.


Pedro sonrió.


—Porque de niño estaba enfermo a menudo.


—¿Usted?


—Sí. Alergia, bronquitis recurrente, un poco de todo. Cuando el doctor Patterson no estaba en la granja, era porque estaba yo aquí en su consulta. Así nos hicimos amigos y cuando empecé a mejorar de mis muchos achaques, él me llevó consigo en sus visitas y yo empecé a pensar que quería seguir sus pasos.


Sonrió.


—Mucha gente pensaba que estaba loco por querer un trabajo con pocos beneficios, muchas horas de esfuerzo y un sueldo inestable, pero nadie pudo disuadirme —miró su reloj —. Son casi las ocho, ¿quieres que acueste a los niños?


Paula abrió la boca para decir que no, pero comprendió que había una gran diferencia entre estar sentada en una silla o luchar con dos niños sobreexcitados que no querrían acostarse.


—Se lo agradecería mucho.


Pedro entró en la habitación contigua y Paula lo siguió con Ana en brazos.


—Sacad los cepillos de dientes de la maleta y lavaos los dientes —les dijo. Miró a Pedro, que había sacado un pijama y un camisón de la maleta—. Están tan contentos con los abrigos nuevos que no me atrevo a decirles que los devuelvan.


—Pues me alegro —repuso él —, porque ofenderías a Ines.


Oyeron risas en el cuarto de baño, seguidas de un grito.


—¡Noah! —gritó la mujer—. Espero que no le estés escupiendo pasta a tu hermana.


—¡No, mamá! —más risas. Paula suspiró y miró al médico.


—Supongo que tiene razón, pero...


—Si la situación fuera al contrario, tú habrías hecho lo mismo.


Los niños volvieron del baño con la barbilla empapada. 


Paula se la secó con un pañuelo de papel y los pasó a Pedro, quien se arrodilló delante de Karen y esperó con paciencia a que se desabrochara sola la rebeca. Cuando lo hubo conseguido y miró al hombre con una mezcla de victoria y adoración, a Paula se le encogió el corazón.


—¿Cree que podré ver a Nicolas dentro de unos días? —preguntó.


No sabía por qué lo había dicho, ni por qué eso le parecía una solución, pero así era. Pedro se encogió de hombros.


—Supongo que sí. Buscaremos a alguien que se quede un par de horas con los niños y te llevaré a verlo.


—No necesito que me lleve...


—Yo voy al hospital varias veces por semana a ver a mis pacientes. No tiene sentido que vayamos por separado.


—¡Oh! Supongo que tiene razón —ella se lamió los labios—. Y si Nicolas dice que no le importa, me gustaría ver su casa.


Pedro frunció el ceño.


—Ya le he dicho en la cena que esa casa no está en condiciones para ti y los niños.


—Ya lo sé —suspiró ella—. Pero tendré que decidirlo yo —bajó la voz para que no la oyeran los niños, que hacían dibujos en la condensación de los cristales—. No podemos quedarnos aquí siempre y no podemos volver a Arkansas. No tengo dinero y no me gusta la idea de vivir en el coche. Además, antes tampoco vivíamos en un palacio y si nos quedamos en casa de Nicolas, quizá él pueda venir a pasar la convalecencia en casa en vez de a ese sitio donde dijo usted.


Antes de que Pedro pudiera contestar, sonó su teléfono móvil, que llevaba en el cinturón.


—¿Sí? —escuchó un momento—. ¿Cuánta fiebre tiene? —una pausa—. Bien, estaré ahí en menos de tres cuartos de hora... No, no, el tiempo va a empeorar otra vez, no tiene sentido que saques al niño con el frío y la lluvia.


Colgó el teléfono y miró a Paula


—¿Estaréis bien?


—Claro que sí. Váyase tranquilo.


Pedro les dio las buenas noches y se marchó.


Y Paula observó acostarse a sus hijos y pensó que, si Pedro Alfonso estaba siempre tan ocupado cuidando de los demás, ¿quién cuidaba de él?








NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 8




—Hola, Aldo —Pedro se acercó con una sonrisa al anciano sentado en la sala de espera, sonrisa que dedicó a continuación a Ruth, la hija de Aldo, que estaba sentada a su lado y agarraba con firmeza el bolso de piel negro que tenía en las rodillas. El viejo iba a una revisión porque había tenido un brote de neumonía unas semanas atrás—. Adelante. ¿Cómo te encuentras?


Pasó con ellos a la consulta y procedió a examinar concienzudamente al anciano.


Cuando se quedó solo, se tomó un momento antes de llamar al próximo paciente. Se sentó en la silla detrás del escritorio y apoyó la mejilla en la mano. Por supuesto, no era la primera vez que oía una historia como la de Paula o era testigo de los efectos de la ignorancia y el abuso sobre la mente y el cuerpo. Y antes de animarla a hablar sabía ya que se metía en aguas peligrosas. Pero no había sido la historia en sí lo que más lo había alterado, sino el modo de contarla.


La voz firme de ella y el modo en que lo miraba, como desafiándolo a juzgarla.


No sabía por qué sentía algo parecido a admiración por una mujer que no se disculpaba por querer a un hombre que la había dejado con tres niños y sin nada, pero así era. Había entregado aquel amor libre y altruistamente, el amor ilógico e irresistible de la juventud. Y ahora, cuando ese amor la había dejado en un buen brete, su orgullo se resentía de tener que pedir ayuda a desconocidos.


Como una niña testaruda. Una niña testaruda y valiente con alma de mujer, una mujer que merecía mucho más de lo que la vida le había dado hasta el momento.


Una mujer que merecía un hombre que pudiera colocarla por encima de todo. Que pudiera ofrecerle algo más que sueños.
Una llamada en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Fue a abrir y se encontró con la sonrisa de Sara Metcalf, una paciente crónica de psoriasis.


—No quiero molestarlo, doctor, pero Aldo ha salido hace rato y...


—Sí, sí, perdona — Pedro se hizo a un lado para dejarla pasar, decidido a apartar de su mente todo lo que no tuviera que ver con su trabajo.



***


Una ventana pequeña encima de la bañera dejaba pasar luz suficiente para que Paula viera su imagen en el armario de las medicinas de encima del lavabo. Se lavó los dientes y se miró con atención. ¿Podía alguien considerarla guapa? Ella sólo veía una piel blanca y un pelo castaño, una boca que era poco más que una ranura en su rostro, una nariz demasiado larga, ojos demasiado separados. Y su cuerpo no sabía lo que era una curva.


Y no, no se menospreciaba ni sentía lástima de sí misma. 


Aquello eran hechos. Suspiró y volvió a la cama. Oh, bueno... al menos tenía todavía un ego al que le gustaba saber que un hombre podía considerarla guapa.


Y como en su vida no había tantas cosas buenas, no estaba de más que disfrutara con aquélla, aunque la hubiera recibido de segunda mano, como su ropa, y a través de alguien que no la veía para nada como mujer.


Bostezó. Después de todo, seguramente era mejor así.



****


El último paciente del día se marchó media hora antes de que Pedro empezara a oír el ruido de voces y pasos que señalaba el regreso de Ines y los niños. Entraron como una tromba en la consulta. Los niños llevaban abrigos nuevos, azul marino el de Noah, rosa brillante el de Karen.


—¡Mire lo que nos ha comprado Ines, doctor Pedro! —sonrió Noah—. Tiene montones de bolsillos.


Pedro, sentado frente a su escritorio, se quitó las gafas para mirar al niño, que terminaba un helado de cucurucho, y a Karen, que, tomada de la mano de Ines, le dedicaba una sonrisa cubierta de chocolate.


—Estoy guapa —dijo.


—Claro que sí —sonrió el médico. Hizo señas a Noah de que se acercara y le limpió la cara con un pañuelo de papel—. ¿Se puede saber dónde has metido a estos niños, Ines?


La mujer no se había molestado en quitarse el poncho, prueba inequívoca de que no pensaba quedarse.


—La chica de Verna Madison va a tener otro hijo y tienen cachorros de labrador en la casa, ¿los has visto ya? Son cinco.


—¿Puedo enseñarle mi abrigo a mamá? — preguntó Noah.


—Tu madre y Ana están durmiendo —repuso Pedro—, pero hay juguetes en la sala de espera. ¿Por qué no construyes algo que puedas enseñarle luego a tu madre?


Cuando salieron los niños, Pedro miró a la comadrona, que se ruborizó.


—Quería comprárselos —dijo—. Además, estaban a mitad de precio. Son de los del año pasado.


Pedro movió la cabeza.


—Me parece que alguien necesita ser abuela.


Ines suspiró. Su hija Daniela, a la que había criado sola, se había ido de Haven para asistir a la universidad, trabajaba ahora como abogado en un bufete de Nueva York y parecía decidida, no sólo a no volver a Haven, sino también a no dar nietos a su madre.


—Creo que de eso ya he desistido. Estoy orgullosa de mi hija, pero juro que, si me dice una vez más que una carrera es mucho más interesante que criar a un niño, le voy a retorcer el cuello.


Pedro se echó a reír.


—¿Qué vas a hacer con tus invitados? — preguntó la mujer.


—Todavía no lo sé —repuso el médico—. Aunque algo me dice que tú sí.


—Conociéndote, eres capaz de poner a los niños en sacos de dormir en el cuarto de Paula y la niña.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué tiene eso de malo?


—A veces me pregunto cómo pudieron pensar que eras lo bastante listo para darte esa beca —resopló Ines—. ¿Cómo vas a cuidar de la madre y la niña si ellas duermen aquí y tú estás arriba? Además, esos dos necesitan espacio propio y tú tienes dos dormitorios interconectados arriba que serían perfectos para...


—¡Por todos los santos, Ines! Respira, ¿quieres? —Pedro la miró con algo que se parecía mucho a miedo oprimiéndole el pecho. ¿Pero de qué tenía miedo? Cierto que hacía mucho que no tenía compañía, pero eso no podía ser tan desagradable. ¿O sí?


—Voy a hacer las camas — Ines se quitó el poncho y retrocedió hacia la puerta—. Tienes sábanas limpias, ¿verdad?


—En el armario al final del pasillo. ¡Eh, no soy ningún vagabundo!


—Pues lo pareces.


Pedro suspiró y sintió que alguien lo miraba. Se volvió con el ceño fruncido.


—¿Estás enfadado? —preguntó Karen.


Pedro sintió que se derretía por dentro. Colocó a la niña sobre la cadera, como hacía con los niños de tres años que acudían a su consulta. La diferencia era que aquélla no se iría a casa cinco minutos después.


—No, tesoro, no estoy enfadado.


Los ojos azules de ella lo observaron un momento. Luego Karen le echó los brazos al cuello. Y Pedro empezó a darse cuenta de que estaba en apuros.







NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 7





CUANDO Pedro llegó a la casa, Ines y los niños salían por la puerta de atrás. La comadrona se llevaba a los pequeños consigo a hacer su ronda y había esperado a que volviera el médico para no dejar sola a Paula. Todo parecía ir bien y Pedro agradecía profundamente a Ines que se llevara a los niños mientras pasaba consulta. Su enfermera-recepcionista se había casado y mudado a Nuevo México un mes atrás y todavía no la había sustituido.


Se sirvió una taza de café y se dirigió al grupo de cuatro habitaciones interconectadas que formaban su consulta. La casa hacía esquina y se encontraba a tres manzanas del centro del pueblo. En los años veinte, con el salón de atrás y el porche de verano habían hecho una consulta y una sala de espera con entrada propia. Más tarde, alguien había tenido la brillante idea de construir el sendero techado que unía la consulta original con el garaje separado, que desde entonces servía como segunda sala para examinar pacientes y cuarto de archivo.


El arreglo no tenía mucho sentido desde el punto de vista arquitectónico, pero servía a los propósitos de Pedro. Y eso era lo que importaba. Se asomó a la sala de espera de camino al cuarto de Paula y comprobó que todavía no había nadie. La puerta del dormitorio se hallaba entornada. Pedro la abrió con el hombro y vio que Paula dormía. Su intención era dejar las maletas y volver a salir, pero una de las maletas no se sostuvo bien de pie y cayó de golpe al suelo de madera.


Paula se movió en la cama y abrió los ojos confusa. La estancia olía a sol y ropa limpia, y al dulce olor de un bebé recién nacido.


—Un problema de este hotel —gruñó Pedro— es el mal servicio de habitaciones que tiene.


Paula sonrió perezosamente. El sol ponía un tono dorado muy atractivo en su cabello castaño. Paula sintió la garganta seca.


—Eso no es cierto —musitó ella. Se incorporó. Llevaba una camisa azul de él de franela y su pelo limpio suave la hacía parecer más joven que nunca. Bostezó y señaló las maletas—. Gracias.


—De nada. Siento haberte despertado.


Los ojos de ella parecían ahora de un color azul ahumado, reflejo de la camisa, sin duda.


—No importa.


Pedro carraspeó.


—¿Cómo te encuentras?


—Acabo de dar a luz. Aparte de eso, no muy mal.


—¿La hemorragia es normal?


—A mí me parece que sí, y a Ines también. Tengo algunos calambres, pero era de esperar.


—¿Quieres un analgésico?


Ella negó con la cabeza.


—No tienes por qué ser dura, ¿sabes?


Paula sonrió.


—Sí tengo.


Pedro no supo qué decir, así que se acercó a la cuna y miró el rostro rojo de Ana.


—Cuanto más la miras, más gusta, ¿verdad?


Paula se echó a reír.


—Le pasa como a su madre.


—Tú no tienes el rostro rojo y arrugado.


—No, supongo que no, pero tampoco soy una belleza como Karen. Creo que tendrá que quitarse a los chicos de encima desde los diez años.


Ana empezó a moverse y Pedro la sacó de la cuna.


—No te subestimes —comentó—. Nunca nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás.


Paula tomó a su hija en los brazos. El pelo le caía sobre los hombros en un centenar de capas brillantes y Pedro se vio envuelto en su olor, una mezcla de champú, su camisa limpia y... ella. El olor que hacía que Ana pudiera distinguir a su madre entre cientos de otras él también lo captaba.


La mujer desabrochó dos botones y guió a la niña hasta su pecho, alto y pequeño. Pedro se obligó a mirarle la cara, molesto consigo mismo por su reacción, tan poco profesional. Se retiró al extremo de la cama.


—De hecho —dijo—. Mi hermano ha comentado que eres muy guapa.


Paula levantó la cabeza.


—¿Su hermano?


—Hector. Es el dueño del Flecha Doble.


Siguió un silencio.


—¿En ustedes la amabilidad es cosa de familia?


Pedro sonrió.


—No especialmente. Lo que quería decir es que ninguno somos precisamente aduladores. Bueno, quizá Mario sí, pero...


—¿Cuántos son? —sonrió ella.


—Tres. Hector, que es año y medio mayor que yo, yo y Mario, el bebé.


—¿El bebé?


—Bueno, es ocho años más joven que yo.


—Y seguro que es mayor que yo, ¿verdad?


—Sí, supongo que sí.


—¿Y sus padres?


—Están los dos muertos.


—¡Oh! —ella se ruborizó—. Lo siento.


—Eran ya mayores cuando nos tuvieron a Hector y a mí. Cuando nació Mario, mamá ya tenía cuarenta y cinco años.


—¡Santo Cielo! —exclamó ella—. ¿Y Mario también vive aquí?


—Sí. Cría caballos. Se quedó con la granja de la familia. Era de los tres, pero nos está comprando nuestra parte a Hector y a mí.


Paula se colocó a la niña en el hombro para que eructara. Miró luego a su alrededor y una sombra cruzó por su rostro. 


Pedro siguió su mirada hasta el papel pintado viejo y los muebles que no se había molestado en cambiar porque su intención había sido dejar mano libre a Susana con la decoración cuando se casaran y después ya no le había parecido que valiera la pena molestarse.


—Como ya he dicho, este hotel tiene algunas carencias —comentó.


Paula lo miró con una sonrisa.


—¿Cómo acabó con una casa tan grande?


—Heredé la casa y la consulta del médico que vivía y trabajaba aquí antes —se encogió de hombros—. Y supongo que me conformo con que la casa no se caiga a pedazos.


—Muy propio de un hombre —ella miró a la niña, que mamaba ya del otro pecho—. Pero hay buenas vibraciones aquí, ¿sabe?


Pedro miró su reloj y acercó la silla del escritorio a la cama. 


Paula lo miró con curiosidad.


—Soy un buen oyente —dijo él.


Paula miró a Ana, que se había quedado dormida con el pezón todavía en la boca. La tentación de contar sus preocupaciones y aliviar así la tensión era abrumadora. 


Sabía también que una vez que empezara sena difícil parar. 


Pero no quería que se compadeciera de ella y sabía que lo haría si le contaba su historia.


Se abrochó la camisa y colocó a la niña al lado de su muslo para poder verla dormir. Así no tendría que mirar más de lo imprescindible aquellos ojos azules, donde sabía que vería cosas que no deseaba ver, como compasión o... juicios.


Pasó deprisa por la primera parte de su vida, cuando su madre, una chica joven, la dejó al cuidado del Estado cuando tenía tres años; su procesión por casas de acogida terminó a los doce años con Jose y Graciela Idlewild, quienes habían sido lo más próximo a unos padres que había tenido nunca.


Contó más detalladamente cómo, contra los deseos de sus padres adoptivos, se había enamorado a los diecisiete años de Javier Chaves, huérfano también, y cómo él, que entonces sólo tenía también dieciocho, le había hecho creer que con él tendría lo que más deseaba en la vida: una familia y un hogar propios. Tenía además sueños de triunfar, de ganar mucho dinero, y ella empezó a creer en sus deseos en parte porque era la primera persona que conocía que tenía sueños y éstos resultaban mucho más atractivos que la determinación y el trabajo duro.


Aunque mantenía la vista apartada, le contó todo aquello al doctor sin vergüenza por su parte, porque, aunque podía admitir la estupidez de la juventud, no sentía vergüenza por haber sido joven y haber tenido sueños, aunque los sueños de su juventud hubieran sido estúpidos.


—Excepto que en algún momento... —emitió un sonido que era mitad suspiro mitad carcajada—. Bueno, al fin me di cuenta de que Javier no se sentía inclinado a trabajar por ninguno de sus sueños. Simplemente esperaba que ocurrieran solos. Pero pase lo que pase, no hay nada en el mundo que pueda hacerme renunciar a mis hijos como renunció mi madre a mí.


El silencio del médico la impulsó a mirarlo. Se sentaba a horcajadas en la silla con los brazos en el respaldo y la barbilla en las manos escuchándola con atención.


—¿Aunque implicara seguir casada con un maltratador?


—Sé lo que parece, pero no siempre fue así. La primera vez que me quedé embarazada, Javier era el hombre más feliz del mundo. Y cuando las cosas iban mal, nunca era mezquino con Noah ni conmigo. Fue cuando me quedé embarazada de Karen cuando...


Los recuerdos dolían más de lo que había creído; pero si ya había llegado hasta allí, valía la pena terminar.


—El modo que tenía Javier de lidiar con los problemas era huir de ellos. Y al final lo hacía más y más —suspiró—. A veces desaparecía horas, otras veces días enteros.


—¿Y eso no te molestaba?


—Claro que sí, pero siempre volvía arrepentido y siempre traía algún dinero. Además, yo había aprendido a no preguntarle de dónde lo sacaba y siempre quería creer que todo iría mejor a partir de entonces.


Sus ojos se oscurecieron. Guardó silencio un momento.


—Supongo que pensaba que dependía de mí que el matrimonio sobreviviera, aunque ahora ya no lo veo así.


—¿Y qué ocurrió? —preguntó Pedro.


—Me quedé embarazada por tercera vez. Sé que parece irresponsable, pero no podía tolerar la píldora y Javier odiaba usar condones. En la clínica me dieron el diafragma, pero Javier se presentó una noche de repente y puede que no me lo pusiera bien, no sé... —tomó las manitas de la niña y sonrió al ver que se cerraban automáticamente en torno a su dedo—. Quería que abortara y yo le dije que no —tragó saliva—. No se lo tomó muy bien.


—¿Te pegó?


Paula asintió con la cabeza. Miraba fijamente a la niña e intentaba bloquear el recuerdo del rostro angustiado de Javier después de aquello.


—Amenacé con dejarlo allí mismo, pero él se echó a llorar y me dijo que lo sentía mucho y que no volvería a ocurrir. Era la primera vez que lo veía llorar y... llevábamos ya cuatro años casados y era el único hombre al que había querido. Además, todo el mundo se equivoca alguna vez, ¿no?


Hubo otro silencio. Paula miró a los ojos del médico y vio que no la comprendía.


—Tenía que darle otra oportunidad, ¿no lo entiende? Tenía dos hijos pequeños y Otro en camino. Y por un tiempo todo fue mejor. Encontró un trabajo, se quedaba con nosotros... hasta que llegó uno de sus amigos con una oferta de «algo seguro». Intenté disuadirlo, pero... Y por supuesto ese «algo seguro» no salió, y Javier se deprimió más que nunca. Tenía todavía su trabajo, pero era descargando mercancías y... no sé, creo que sencillamente se rindió.


Para entonces hablaba ya más para sí misma que para Pedro.


—No sabía qué hacer, ya no hablaba conmigo. Un día estaba en casa sin trabajar y dejé a los niños con él para ir a la tienda y cuando...


Apretó los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—¿Paula?


Ella respiró hondo y siguió hablando con voz temblorosa.


—Cuando volví a casa, Karen estaba escondida detrás del sofá llorando con fuerza. Javier estaba en el cuarto de los niños con Noah, que gritaba y gritaba... —cerró los ojos con fuerza—. Javier tenía todavía el cinturón en la mano.


Cuando abrió los ojos, se encontró con los del médico, llenos de furia. Bajó la vista hacia la niña.


—No sé cómo no aborté ese día, porque me puse a gritarle a Javier como una loca, le dije que saliera de mi casa y no volviera nunca, que si volvía a hacer daño a mis hijos lo mataría. No sabía que...


Movió la cabeza, incrédula todavía a pesar del tiempo transcurrido.


—Se llevó el coche y fue a un bar donde no había estado nunca; se emborrachó y se metió en una pelea. El otro le devolvió el golpe y Javier se golpeó la cabeza en el canto de una mesa al caer. Según todo el mundo, no tendría que haber muerto por eso, pero...


Guardó silencio. Pedro se levantó después de un momento y se acercó a la cama. Miró un momento a la niña antes de hablar.


—Y ahora te culpas de su muerte.


Paula pensó un momento en ello.


—No tanto como antes. Yo le dije que se fuera, sí, pero no que se emborrachara ni que se peleara. Y no fui yo la que pegó a Noah.


El timbre de la puerta lateral los sobresaltó a los dos.


—Ésa debe de ser mi primera víctima — dijo Pedro—. La consulta está en el cuarto de lado, así que si necesitas algo, sólo tienes que golpear la pared.


—Estaré bien —sonrió ella—. Váyase.


Pedro tocó la cabeza de la niña con dos dedos y salió de la estancia.