viernes, 26 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 38




Una semana después.


Pedro y Corky estaban sentados en el despacho del comisario mientras el gran jefe revisaba los informes que le habían entregado. El comisario Bailey Cooper era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con una barriga que le daba la vuelta al cinturón, bajo y de cabello gris. 


Quitándose las gafas de montura metálica, las dejó descuidadamente sobre un fajo de papeles.


—Parece que vosotros dos os habéis ganado unos cuantos enemigos por culpa de lo del hospital general Mercy.


—¿Quién se ha quejado? —quiso saber Corky—. ¿Javier Castle?


—Entre otros.


—¿Qué otros?


—El alcalde, para empezar. No le gusta que sus contribuyentes más respetados se vean acosados de esa manera. El gobernador también. Su hermano es cirujano de plantilla en el hospital. Y Paula Dalton Chaves es su ahijada.


—¡Políticos! —exclamó Corky—. Siempre se creen que están por encima de la ley. Son los más sinvergüenzas de todos.


—Pero no son asesinos.


—Eso es discutible —terció Pedro.


El comisario se llevó una mano a la frente, enjugándose el sudor.


—Mirad, chicos, sé que el descubrimiento de una jugosa aventura entre uno de estos señores médicos y una enfermera asesinada tiene su morbo, pero estamos buscando a un asesino en serie. Una stripper, una maestra de escuela, una jockey y una enfermera. Decidme por favor cómo encaja todo esto con el hospital general Mercy.


—No encaja —admitió Pedro—, pero carecemos de pista alguna de los tres primeros asesinatos. Todavía no hemos encontrado ningún vínculo entre esas tres víctimas.


—Todavía —replicó el comisario—. Esa es la palabra relevante ahora. Lo que tenéis que hacer es buscar ese vínculo. Si lo encontráis y resulta que os lleva al Mercy, entonces podréis poner patas arriba todo el hospital, si os apetece, y rebuscar en toda la basura que esconda. Hasta entonces, dejad en paz a la plantilla. Sobre todo a los médicos.


—¿Quiere decir que tenemos que dejar en paz a Javier Castle y a Mariano Chaves?


—Eso es lo que más me gusta de ti, Pedro. Enseguida percibes lo obvio. El caso es que tenéis cero puntos para conseguir una orden judicial que obligue a Javier Castle a hacerse la prueba del ADN. No tenéis nada concreto contra ese tipo.


—Pero...


—Estoy enterado del grado de fiabilidad de tus corazonadas. Pero procura presentármelas aderezadas con hechos.


Justo en aquel preciso instante, la especialista en perfiles criminales apareció en la puerta del despacho.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 37




Mariano cerró la puerta del despacho, volvió al escritorio y marcó el número de Javier Castle. 


Había conseguido dominar los síntomas externos, pero la rabia seguía allí, consumiéndolo, impidiéndole pensar. Deploraba aquellos momentos, aunque lo que más lamentaba era haberse dejado provocar por aquel policía. Respiró profundamente varias veces mientras dejaba sonar el teléfono.


El autocontrol era fundamental. El autocontrol y la apariencia. Una persona no se medía por lo que era, sino por lo que los otros veían en ella. 


Nadie podía conocer el grado de tormento interior que podía albergar el alma de un hombre controlado. A veces ni siquiera él mismo.


Mariano habló brevemente con la secretaria de Javier, y luego esperó a que su colega se pusiera al teléfono. Sabía que la advertencia que estaba a punto de hacerle no serviría de nada. 


Pedro Alfonso iría minándolo poco a poco, como un perro royendo un jugoso hueso, hasta que Javier Castle le soltara la historia completa de su vulgar aventura con la enfermera.


Lo cual era exactamente lo que Mariano estaba esperando que hiciera. Pero antes tenía que asegurarse de que Javier no fuera tan estúpido como para mencionarle la existencia del club.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 36




Pedro observó con detenimiento al doctor Mariano Chaves, escrutó su mirada, se fijó en la inclinación de sus hombros, en la posición de sus manos. A juzgar por todos los indicios, parecía absolutamente tranquilo y controlado ante la perspectiva de que un policía fuera a curiosear en mi vida privada. Eso, en sí mismo, ya era algo inusual. Incluso las personas inocentes mostraban cierta inquietud al verse interrogadas por un inspector de homicidios.


—Sé que es usted un hombre muy ocupado, doctor, y que preferiría ir directamente al fondo del asunto.


Mariano asintió con la cabeza.


—Tome asiento, inspector.


Pedro se sentó en la silla que le indicaba: el lugar habitual del paciente. Mientras que él se acomodaba en su elegante sillón, con las manos entrelazadas sobre el estómago.


—Podemos ir al fondo de su asunto cuando quiera —subrayó la palabra—. Ya sabe usted que el mío es atender a mis pacientes y hacer que sus corazones sigan funcionando.


—Y el mío atrapar a los asesinos para salvar vidas. Así que supongo que, en lo fundamental, nuestras ocupaciones no son tan diferentes.


—Tal vez no, según su particular modo de ver —Mariano se removió en su sillón, pero en ningún momento dejó de mirarlo a los ojos—. Si espera usted que le diga algo acerca de Karen Tucker que le sirva de ayuda en su investigación, lamentaré decepcionarlo. Es muy poco lo que puedo decirle de ella, excepto que era una enfermera muy capaz.


—Pero Karen y usted eran amigos, ¿no? —intentó distinguir alguna reacción en su rostro ante la pregunta. Nada. Ni siquiera un sospechoso parpadeo.


—La asignaron a la Unidad de Cuidados Intensivos, y frecuentemente yo ponía a pacientes bajo su cuidado.


—Según la relación de llamadas telefónicas que efectuó, los dos tuvieron ocasión de sostener conversaciones llamativamente largas durante las tres últimas semanas, algunas de ellas a horas bastante avanzadas de la noche.


—Karen era una mujer de carácter muy inestable, que estaba atravesando una situación difícil. Buscaba mis consejos. Yo nunca llegué a entender por qué, excepto que parecía sentirse cómoda hablando conmigo.


—¿Lo telefonean muchas enfermeras a su domicilio particular?


—Por supuesto que no. Karen estaba muy angustiada y necesitaba un amigo.


—Pero hace un momento ha dicho que usted no la consideraba precisamente una amiga.


—Está usted rizando el rizo, inspector. Karen no era una mujer a la que voluntariamente hubiese querido dedicar mi tiempo libre, pero cuando me pidió ayuda, me esforcé por ayudarla. Habría hecho lo mismo por cualquier otro miembro de mi plantilla.


—Debía de estar muy angustiada para renunciar a su trabajo aquí y cambiar de hospital, siendo una enfermera tan competente...


—Si quiere que le sea sincero, yo mismo le pedí que abandonara el hospital Mercy.


—¿Por qué?


—Por razones que no deberían ser aireadas en este hospital.


—No creo que a Karen le importe.


—Por desgracia, no solamente atañen a Karen. Se relacionó con uno de los médicos de la plantilla, un hombre casado. Él estaba dispuesto a romper la relación y ella simplemente no podía soportarlo.


—¿Le dijo con quién se estaba viendo?


—No.


—¿Se lo preguntó usted?


—Todo lo contrario. Insistí en que no me lo dijera. No quería que semejante revelación malograra mi respeto por un profesional con quien trabajo y en quien confío profesionalmente, como es el caso de todos mis colegas de este hospital. Como ya le dije antes, mi principal preocupación, aparte de mi esposa, son mis pacientes.


—Pero usted visitó a Penny Washington el otro día y le preguntó si conocía el nombre del amante de Karen.


—Eso fue después de que Karen muriera asesinada. Si Penny hubiera sabido quién era ese hombre, yo habría intentado convencerla de que se lo dijera a la policía.


—¿Mantenía Karen fuertes lazos de amistad con los otros médicos de la plantilla?


—Se llevaba bien con todo el mundo. El doctor Castle solía llamarla «Campanilla» porque siempre parecía estar revoloteando de un paciente a otro, procurando levantarles el ánimo.


—Hábleme del doctor Castle.


Mariano sacudió la cabeza.


—Se equivoca, Javier Castle jamás tuvo ninguna aventura con Karen. Es absolutamente fiel a su mujer. De hecho, está embarazada de su primer hijo.


—¿Le confesó Karen que estaba embarazada?


—No creo que lo estuviera.


—Pues lo estaba. De cuatro meses, según la autopsia.


—A mí nunca me dijo una palabra. Pero eso explica su resistencia a separarse de su amante.


—Eso lo habría dificultado todavía más —convino Pedro—. En todas sus conversaciones con Karen, ¿alguna vez ella le dio algún motivo para sospechar que alguien quería matarla?


—Rotundamente no. Si hubiera sospechado que estaba en peligro, habría insistido en que llamara de inmediato a la policía. Todavía me cuesta creer que haya sido asesinada.


—¿Se vio con ella alguna vez fuera del hospital?


—Nunca. Y si está sugiriendo lo que me temo que está sugiriendo, se equivoca de medio a medio, inspector. Yo me tomo muy seriamente mis votos matrimoniales.


—Yo no estaba sugiriendo nada. Pero dada su firme postura a la hora de negar cualquier relación sentimental con la víctima, supongo que no le importará someterse a una prueba de ADN.


—¿Con el fin de demostrar que yo no soy el padre del feto de Karen?


—Exacto.


—Si me niego, entiendo que se apresurará a conseguir una orden judicial para obligarme a ello.


—Llegado el caso, sí.


Pedro había supuesto que Mariano protestaría. Que invocaría sus derechos y criticaría el carácter absurdo de la petición. Pero no lo hizo. 


En lugar de ello se limitó a esbozar una mueca, encogiéndose de hombros.


—No veo razón alguna para ponerlo en esa tesitura, inspector Alfonso. Pasaré por el laboratorio del hospital y haré que preparen una muestra. De esa manera quedará fehacientemente demostrado que yo no tuve nada que ver con el embarazo de Karen.


—Le estaría muy agradecido.


Mariano se levantó, alisándose su bata blanca y pasándose una mano por su espesa mata de pelo.


—Dígame... ¿qué hará si el resultado de la prueba es negativo? ¿Repetirá la prueba del ADN con cada uno de los médicos de este hospital?


—No. Solo con aquellos que resulten sospechosos —Pedro se levantó también. Se alegró de ser varios centímetros más alto que Mariano. Habría detestado tener que alzar la cabeza para mirarlo.


El médico se apoyó en una esquina del escritorio, con aspecto despreocupado.


—Le deseo suerte, pero me temo que está perdiendo el tiempo buscando al asesino en este hospital. De todas formas, espero que lo encuentre. Nadie se merece morir como Karen.


Aquella frase no pudo menos que extrañar a Pedro. Eran muy pocos los detalles del asesinato que habían sido filtrados a los medios.


—¿Cree usted que esa fue una manera particularmente cruel de morir, Mariano?


—¿A manos de un asesino, y tan joven? Incluso sin saber el tipo de arma que utilizó contra ella, desde luego que la calificaría de brutal.


Una hábil corrección… si acaso el comentario anterior había sido realmente un desliz. En aquel instante sonó el intercomunicador del escritorio.


Mariano pulsó un botón y su secretaria lo informó de que acababa de llegar el primer paciente del día. Una clara invitación a Pedro para que se marchara. No le importó. 


Por el momento, no iba a sacarle más información a Mariano.


—Ah, inspector.


Pedro ya tenía una mano en el picaporte. Se volvió para mirar al médico.


—Estoy dispuesto a colaborar plenamente con lo de la prueba del ADN. Pero espero algo a cambio.


—¿Qué?


—No vuelva a ver ni a hablar con mi esposa.


—¿En interés de la investigación, quiere decir?


—En interés de lo que sea.


—Lo siento, Mariano. Yo no hago tratos de ese tipo. No me gusta.


Un brillo de furia asomó a los ojos oscuros del médico mientras cerraba los puños con fuerza. 


Pedro asistió con asombro a aquella transformación. Un segundo antes aquel hombre había estado perfectamente tranquilo, pero ahora tenía las venas del cuello tensas, a punto de reventar. Era la misma rabia de la que le había hablado Paula.


Había visto antes aquellos ataques de furor en muchos criminales.


Y sin embargo, dudaba que Mariano fuera un asesino. Era el hombre que dormía cada noche con Paula. El solo pensamiento le provocó un escalofrío.