domingo, 15 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 31




—Parece que usted no lo entiende. Necesito alquilar el Mercedes gris —hay que respirar hondo, se dijo Paula.


—Lo siento mucho, señora. El coche está reservado para este fin de semana —le dijo la mujer que atendía la agencia de alquiler de coches.


—Pues deles un Mercedes de otro color —sugirió Paula, preguntándose por qué tenía que ser a ella a la que se le ocurrían las soluciones.


—No tenemos otro modelo de otro color.


—Pues ofrézcales un modelo superior. Yo pagaré la diferencia —dijo Paula, enseñando su tarjeta de crédito.


—Alquile usted un modelo superior —le sugirió ella.


—No, necesito el Mercedes gris.


—Lo siento.


—Dígales que pueden alquilar el coche que quieran. Yo se lo pagaré.


La mujer miró a Paula con cara de extrañeza. 


Paula la disculpó. Estaba desesperada.


La mujer levantó el teléfono. Paula estaba convencida de que iba a llamar a los agentes de seguridad.


—Por favor—suplicó Paula, poniendo su mano en la de la mujer—. Este fin de semana voy a conocer a los padres de mi novio —logró decir—. Y ese coche me trae muy buenos recuerdos.


—Ohhh —la mujer lo dijo en un tono que Paula supo que había asociado exactamente a qué clase de recuerdos se refería.


Paula se ruborizó.


—No, no...


—No diga nada más. Lo entiendo —le dijo la mujer, con una sonrisa—. Le dejaré que alquile ese coche.


—Muchas gracias.


—Pero le va a costar bastante.


—Lo que sea.


—Muy buenos recuerdos debe tener usted.


Paula se acordó de la tarde en la que Pedro la besó por primera vez.


—Sí.


—Seguro que se va a arrepentir cuando vea lo que tiene que pagar —le dijo la mujer.


Pero Paula no lo hizo. Mantuvo la respiración hasta que aprobaron el cargo en la tarjeta. Pero, al final, consiguió el coche.


Aquella experiencia le había enseñado una lección. En cuanto pasara el fin de semana compraría un coche, un coche de acuerdo con sus posibilidades.


No iría más a alojarse al hotel Post Oak. 


Seguiría en los cursos de la universidad. Y no pasaba nada si de vez en cuando iba a un concierto. ¿Por qué le tenía que gustar la misma música que a Pedro? No tenían que estar de acuerdo en todo.


Se sintió mucho más tranquila, cerró la tienda, metió el equipaje en las maletas que le había dejado Connie y se fue a casa de Pedro.


El trayecto hasta llegar a la parte norte de Woodlands, un lugar situado entre bosques de pinos, que hicieron en menos de dos horas, fue mágico. Aunque era viernes por la tarde y había mucho tráfico, Pedro estaba muy contento y le contó lo que había dicho Roberto.


—Quiere contratarte —le dijo Pedro, riendo a carcajadas—. Pero ya le he dicho que tienes tu propio negocio.


Paula estuvo tentada a decirle que ese año las cosas no habían sido como el año anterior. 


Aunque la semana anterior había ido todos los días a la tienda, era evidente que todas las chicas habían hecho ya sus compras. Paula ni siquiera se anunció en el periódico local.


Estaba claro que la media página que utilizaba para anunciarse había sido más eficaz de lo que ella pensaba.


Pronto llegaría la época de las bodas y lo mejor sería anunciarse. Empezó a pensar con preocupación en todo ello, pero decidió dejarlo para otro momento.


—¿Sabes lo mejor de seguir con Bread Basket? —le preguntó Pedro, recostándose en el asiento del conductor.


—Que los vecinos tienen un sitio para reunirse, o que por fin van a quitar esas horribles banderas —respondió Paula.


—Sí, claro. Pero yo he estado imaginando cómo van a reaccionar los que pensaban que Alfonso and Bernard no iban a dar una solución —le dijo sonriendo—. Seguro que ya tenían preparada una campaña. Así aprenderán.


Era evidente que Pedro se sentía muy satisfecho y que saboreaba la victoria. Siguió hablando de sus planes con ese cliente y del éxito que tuvieron en otras campañas publicitarias. Paula escuchó. Era capaz de estar escuchando las historias de Pedro todo el día.




CENICIENTA: CAPITULO 30




—¿Estás nerviosa? —Pedro estacionó su coche junto al edificio donde estaban las oficinas de Bread Basket, cerca del aeropuerto de Houston.


—Sí —admitió Paula—. Yo creo que no debería estar aquí, contigo. Yo no sé nada de publicidad.


—Yo sí quiero que estés conmigo —respondió Pedro—. Y sabes más de lo que tú te piensas. Tú has sido la que nos has aconsejado en esta campaña y sabes mucho más que yo —le agarró la mano y se la apretó—. Además, te he echado mucho de menos.


—Y yo también. —Paula se acercó a él. Pedro suspiró y le soltó la mano.


—Más tarde. Te lo prometo.


Paula se dio cuenta que una mujer había abierto la puerta del gran edificio y se dirigía hacia ellos.


—El señor Warren quiere verlos en el edificio número tres —les dijo, indicando con el dedo el edificio situado a su derecha.


—Gracias —Pedro saludó y arrancó el coche.


Paula pensó que iba demasiado elegante.


Llevaba otro vestido de diseño, esta vez de color rojo, no tan caro como el Chanel, con zapatos de tacón alto. Marcos le había hecho el peinado, que había denominado como el peinado corporativo.


La mujer que les había indicado dónde se iba a reunir, llevaba falda negra y una blusa de fibra estampada.


Pedro, yo creo que lo mejor es que espere en el coche.


—Estás nerviosa —le dijo riéndose—. Oh, Paula —le dijo, muy cariñoso—. Sé que esto es tan importante para tu futuro, como lo es para el mío. Por eso quiero que vayamos ahí juntos, a luchar contra ellos.


Futuro, juntos. Paula se agarró a aquellas palabras cuando Pedro le presentó al señor Warren y se reunieron en una modesta sala de reuniones.


Era una sala de color gris y blanco en la que Paula parecía un tomate gigante. Los tres hombres que había con el señor Warren también la vieron como un tomate gigante. Miró a Pedro, que interceptó la mirada de uno de los que la miraban, mientras ponía los carteles de la campaña en la pizarra.


¿Era posible que estuviera celoso?


Se sintió muy femenina, respondiendo a las preguntas que le hacían, bajando la mirada.


De pronto, Pedro empezó a mover su batuta mágica. Paula quedó impresionada y completamente convencida con las ideas de Pedro. Logró comunicarles que tenían que dar un nuevo rumbo a la empresa, sin que se sintieran insultados.


Cuando empezó a hablarles de los espacios en el centro comercial, que había sido idea de Paula, Pedro la invitó a que fuera misma quien lo expusiera, como represéntate de los pequeños comerciantes.


Paula no había imaginado que tuviera que hablar. Pero la fe que tenía Pedro en ella, la impulsó a encontrar las palabras adecuadas.


Se dirigió hacia la mesa desde donde había hablado Pedro, sonrió y miró a los cuatro hombres.


—Esta zona de la ciudad es una zona donde la gente siente que pertenece a una comunidad. 
Nosotros no somos tan competitivos como otros pequeños comercios. Nos apoyamos. No queremos arruinar al vecino. Eso es lo que la dirección de Bread Basket no entiende.


Paula miró a Pedro, para ver su reacción. 


Asintió y se sentó en el borde de la mesa, indicándole con claridad que continuara con la exposición. Y sintiéndose más segura, les habló de la necesidad de un centro de reuniones y de los beneficios que podría obtener su negocio con ello.


Paula habló con el corazón en la mano y casi no tuvo pensar en lo que decía. Se limitó a repetir lo que le había dicho a Pedro el día que estuvieron tomando un zumo de naranja en el bar.


—Como pueden ver, caballeros —concluyó Pedro, colocándose al lado de Paula—. Los comerciantes de la zona están dispuestos a colaborar con ustedes. La cuestión es si ustedes están dispuestos a colaborar con ellos —los cuatro hombres guardaron silencio—. Les dejaremos solos para que lo piensen.


Se comportaba de una forma tan profesional, que Paula no pudo saber qué era lo que pensaba de su discurso. Pero su actitud cambió, nada más cerrar la puerta y entrar en la sala de al lado, donde había una máquina de café.


—¡Estuviste maravillosa! —le dijo dándole un abrazo y un beso en la boca—. Y tan natural. Los tuviste en la palma de tu mano.  Posiblemente estén incluso dispuestos a pagar para que los pequeños comerciantes se reúnan en sus instalaciones.


—¿De... de verdad piensas eso? —Paula creyó que se iba a derretir.


—Lo sé —le dijo, agarrándola por los hombros—. Hemos formado el equipo perfecto y creo que... —le dijo, sonriendo.


—¿Qué crees? —preguntó Paula, casi sin respiración.


—Creo que voy a beber algo frío —se buscó algo de cambio en el bolsillo—. ¿Te apetece algo?


Sí, quería que terminara lo que había empezado a decir. Pero era mejor tener paciencia.


—Mira, tienen mosto. Hace mucho tiempo que no bebo mosto.


Pedro echó unas monedas en la máquina de refrescos y pulsó el botón. La máquina les dio una lata.


—¿Siempre se hace la espera tan larga? —dijo, con un nudo en la garganta.


—Siempre —Pedro sacó una lata también para él—. Pero todo va a salir bien, ya verás.


—Ya sé lo mucho que te juegas en la campaña de Bread Baket y lo que has trabajado en ella. ¿Por qué no me advertiste que tenía que hablar? —preguntó Paula, bebiendo un trago de mosto. ¿Por qué siempre elegía bebidas que si le caían en la ropa dejaban mancha?


—Estuviste muy convincente cuando me lo contaste por primera vez, en el gimnasio. Y no quise que perdieras esa frescura.


—Pues has asumido un gran riesgo. Podría haber dicho lo menos indicado o a lo mejor no haber podido abrir la boca.


—Juzgo muy bien a las personas —Pedro dio un trago de su refresco—. Sabía que no me ibas a decepcionar.


Y Paula se juró que nunca lo haría.


Veinte minutos más tarde, los directores de Bread Basket habían dado su autorización.


Paula se sintió en las nubes mientras volvían en el coche.


—Esto te lo debo a ti, Paula —le dijo Pedro, emocionado—. Fuiste muy convincente.


Paula sonrió de oreja a oreja.


Pedro le guiñó el ojo y le abrió la puerta.


—Y esa minifalda también ayudó lo suyo.


Paula se tiró del borde y se metió en el coche.


Pedro soltó una carcajada.


—¡Vaya forma de empezar el fin de semana! —se quitó la corbata y se fue a la puerta del conductor—. Mis padres nos esperan para cenar, así que te dejo hasta las cuatro y media para que prepares las maletas.


Paula, que ya las había preparado el día anterior, asintió.


Pedro, antes de meterse en el coche, se quitó la chaqueta.


—Perfecto —cuando se sentó, se acercó a ella y la besó.


Paula pensó también que todo era perfecto.


El único problema fue que el coche de Pedro no arrancó.


Al cabo de quince minutos, cerró de golpe la parte delantera.


—No me lo puedo creer —olía a cables quemados—. Me dijeron que habían arreglado el problema. Y yo les pagué para que lo arreglaran —tenía las manos en las caderas y miraba muy contrariado al vacío.


Paula consideró que era una ocasión perfecta para verlo enfadado. Su enfado lo expresaba más con la mirada que con la voz.


—Llamaré a Roberto y le diré que nos venga a buscar. Parece que vamos a tener que utilizar otra vez tu coche —le dijo con una expresión más relajada—. Lo siento. Pero la parte positiva es que tendré un coche nuevo la próxima vez que nos veamos.


“Y yo también lo siento”, pensó Paula.




CENICIENTA: CAPITULO 29




Un día, en medio de todo ese ajetreo, se acordó de que no tenía maletas. Un juego de maletas. Y no podía comprar maletas nuevas porque le había dicho a Pedro que viajaba mucho.


Estaba a punto de agonizar, cuando Connie apareció por la puerta.


—Conozco esa expresión. ¿Qué pasa ahora?


—Maletas —Paula le contó lo de la invitación.


—De eso no te tienes que preocupar —le dijo Connie, dejando la pila de libros en el mostrador—. Tengo los exámenes finales.


—¿Ya ha empezado la época de exámenes?


—Sí, estamos en mayo y tengo un montón así de libros que estudiar —dijo Connie, indicándole la cantidad con ambas manos—. No te enfades. Te agradezco mucho las horas extras que he tenido que hacer últimamente, pero el colegio es lo primero.


—Claro, por supuesto —Paula miró los libros, sabiendo lo que quería decir.


Connie había estado trabajando, en vez de en clase. Paula no había ido mucho por la tienda. 


Ni siquiera sabía quién había alquilado vestidos. 


Cuando Connie no había podido quedarse y Paula se había tenido que marchar, había cerrado la tienda.


No era la mejor forma de llevar un negocio, pero había estado tan ocupada con el asunto de Pedro y de la visita a la casa de sus padres que casi se había olvidado de la tienda.


Y tenía que pagar la tarjeta de crédito. Tendría que prestar un poco más de atención a su negocio.


Pero la tienda era algo que pertenecía al pasado. Pedro era el futuro. Tendría que trabajar más si quería sobrevivir en el futuro. Pero, en ese momento, le era casi imposible hacerlo. 


Pero, después del fin de semana en casa de los padres de Pedro, se podría a trabajar en serio.


—Pues ven cuando puedas —le dijo Paula a Connie—. Y cierra la tienda cuando te tengas que ir.


—¿Estás segura, Paula? —le preguntó Connie, mordiéndose el labio—. Yo no creo que sea capaz de llevar esto sola.


—Estás haciendo un trabajo magnífico.


—No es cierto —le dijo Connie, mientras abría una caja de cartón—. Estos son los vestidos a los que diste el visto bueno, antes de marcharte al hotel el jueves —sacó un vestido de muchos colores—. Siento comunicarte que a la chaqueta le falta un botón. Como no pongamos un broche o algo parecido...


Era imposible venderlo o alquilarlo como estaba, pero Paula se tuvo que tragar cualquier protesta. 


Era culpa suya por dejar sola a Connie cuando había ropa que revisar.


—La chaqueta tiene unos colores tan vivos que ni yo misma me hubiera dado cuenta de que faltaba un botón.


Por la cara de alivio que puso Connie, Paula supo que había dicho lo más adecuado.


—Yo incluso creo que si encontramos el broche, incluso estará mejor —las dos miraron la chaqueta. Era preciosa. A lo mejor era lo que tenía que llevar para pasar un fin de semana en el campo—. ¿Por qué no buscas uno? —preguntó Paula.


—Sí, pero primero vamos a ver el plan de trabajo —Connie se fue detrás del mostrador y sacó el diario—. El dieciocho hay un baile de gala. Para esa fecha habré preparado los exámenes finales. Pero la semana siguiente es matadora. Yo no voy a poder venir. Y si la tienda está cerrada, nadie va a poder alquilar los vestidos.


Paula la miró. Qué amable era Connie, preocupándose de todos aquellos detalles. No se daba cuenta de que había cosas mucho más importantes.


—¿No tendrás un juego de maletas?