domingo, 10 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 26



La enfermera los condujo a una habitación. Allí encendió un monitor y enchufó el sensor de oxígeno que Damian llevaba en el dedo. Pedro vio el número noventa y cuatro, pero no entendía qué significaba. Cuando el número bajó a noventa y dos, la máquina empezó a pitar, lo que no creía que fuera buena señal. En algún momento, la enfermera salió de la habitación para ir a buscar a un médico y Damy buscó a su madre.


Paula lo acomodó sobre su regazo y se sentó en la camilla junto a él. Comenzó a mecerse y a hablarle en voz baja a Damian, que estaba más despierto y ansioso por saber dónde se encontraba y qué iba a pasar con él.


—¿Me van a poner una inyección? No quiero una inyección.


Pedro caminaba de un lado a otro.


—No te preocupes por eso, chiquitín —le dijo Paula a su hijo. Miró entonces a Pedro—. Oye, ¿te has dado cuenta de que Pedro nos ha llevado de paseo en su camioneta? Genial, ¿no?


Damian lo miró.


—Me gusta tu camioneta —dijo, con los ojos vidriosos.


Pedro sabía que Paula estaba tratando de distraer a su hijo.


—Cuando te mejores, tenemos que ir a hacer wampum en el barro con mi camioneta —dijo—. Es muy divertido.


—Wa… ¿qué es eso? —le preguntó Damian, tosiendo.


—Es cuando salimos a andar por caminos de tierra después de la lluvia y dejamos que los charcos de barro salpiquen la camioneta. En Texas, los charcos de barro son grandes de verdad.


—Me… —tosió— encantaría.


La enfermera regresó con un médico.


—Hola, amigos. Soy el doctor Shields. Este debe de ser Damian.


El doctor Shields hizo un montón de preguntas mientras auscultaba los pulmones de Damian y examinaba sus oídos y su garganta.


—Empecemos tratamiento con Albuterol —dijo mirando a la enfermera—. Cuando termine con el primero, lo enviaremos a rayos X para echar un vistazo.


Teresa salió de la habitación y el doctor Shields comenzó a explicar lo que estaba sucediendo.


—¿Damy nunca ha tenido asma, algún tipo de alergia?


—No, no.


—¿Ha comenzado a ir a la guardería este año?


—Sí.


—Me temo que las guarderías exponen a los niños a todo tipo de enfermedades nuevas e interesantes. Voy a darle un tratamiento para abrirle las vías respiratorias, para que le sea más fácil respirar. Una vez que le haya bajado la fiebre, probablemente se relajará y mejorará la saturación de oxígeno. Tiene una infección de oído, te daré antibióticos para que le des en casa, pero quiero que lo vea su pediatra a finales de esta semana.


La cabeza de Pedro empezó a dar vueltas.


—¿Tiene asma?


—Lo dudo, ya que es la primera vez que padece estos síntomas. Hay muchas enfermedades acechando en esta época del año. Las alergias no se dan solo en primavera. Los vientos que soplan aquí causan estragos en muchas personas, incluso en aquellas que no tienen asma. Para estar seguros, que su médico haga un seguimiento. Tomaremos una radiografía de tórax para asegurarnos de que no pasamos nada por alto y les daremos una copia en un disco para que se lleven a casa.


—Está bien —dijo Paula.


—Seguiré mi ronda. Pongamos a Damian más cómodo. Vuelvo en un rato, y Teresa regresará en unos pocos minutos para empezar el tratamiento.


Pedro tendió su mano y estrechó la del doctor.


—Gracias.


—De nada.


—¿Necesito una inyección? —preguntó Damian que estaba en brazos de Paula.


—No por esta vez. A menos que tú quieras —dijo el doctor Shields, expectante, tomándole el pelo al niño.


—¡Ni loco!


Las palabras de Damian hicieron reír a todos.


En cuestión de minutos, Damian tenía un tubo de plástico con mascarilla que expulsaba vapor en la boca, e inhalaba así el medicamento para que llegara a sus pulmones.


La tensión en los hombros de Pedro se redujo, y el ceño fruncido de Paula y las arrugas de preocupación en su rostro se desvanecieron.


Pronto Damian quiso sentarse en la camilla sin que su madre lo sostuviera. Paula lo acomodó y se sentó al lado de Pedro. 


Pobre Damy, pensó Pedro. Se debe de haber sentido como si estuviera bajo un microscopio con los dos mirándolo, atentos a su próximo movimiento. Cuando Damian terminó de inhalar el medicamento por el tubo de plástico, la enfermera regresó y apagó el oxígeno.


Un administrativo entró en la habitación y pidió información sobre el seguro de Paula, que ella le facilitó rápidamente. 


Todo el proceso de documentación de su seguro de salud financiado por el Estado, y la facturación de la parte que le correspondía de los gastos de Damy se desarrolló con rapidez, y quedó todo listo.


Para ese entonces, Damian se había acurrucado a su lado y había cerrado los ojos.


—Gracias por venir, Pedro—dijo Paula, que estaba sentada a su lado.


Él bajó la mirada hacia el rostro cansado de Paula y le puso el brazo alrededor.


—Me alegro de que me hayas llamado.


Para su sorpresa, Paula se acomodó en sus brazos.


—Mónica está lejos y todavía no tengo mi auto.


—¿Cuándo se ha vuelto a estropear?


Tendría que haberle dicho a Max que arreglara todos los problemas de su automóvil.


—¿Recuerdas mi maldita cita?


Jamás la olvidaría.


—¿El sábado?


—El auto murió en el camino a casa. Caminé los últimos cinco kilómetros.


Maldita sea. Se estremeció pensando en ella caminando sola por la noche. Pedro la apretó más contra él, para quitarle todas sus penas.


—Debiste habérmelo dicho.


Ella bostezó.


—¿Para que vinieras a rescatarme de nuevo? Eso ya no sucede. No siempre soy tan terriblemente inútil.


—¿Bromeas? Usted alimenta mi ego, señora. No hay nada mejor para mí que hacer que desaparezcan todas las cosas malas que le suceden.


Damian se había quedado dormido y por primera vez desde que Pedro entró por la puerta del apartamento de Paula, no parecía que lo estuviera pasando mal.



—Sí lo haces. Que el mal desaparezca. Esta noche había empezado a entrar en pánico. Si no hubieras contestado…


—Eh, sí he contestado y estamos bien. Damian ya se encuentra mejor.


Pedro se acomodó y comenzó a acariciar el brazo de Paula de arriba abajo hasta que madre e hijo cabecearon y se quedaron dormidos.




NO EXACTAMENTE: CAPITULO 25






Pedro se metió en la ducha y se quejó del agua fría. No había nada remotamente satisfactorio en una ducha fría. 


Para lo único que servía era para enfriar sus hormonas enfurecidas que estaban en un ciclo de continua ebullición cuando Paula estaba presente.


Había estado muy vulnerable esa noche. En retrospectiva, le alegraba que ella se hubiera apartado. Abandonado a sí mismo, él no lo habría hecho. Se habrían disfrutado mutuamente en la cama, pero había visto el dolor en los ojos de Paula; ella se habría arrepentido.


Habría tenido razón al hacerlo. Una vez que durmieran juntos, aquella pseudoamistad volaría en pedazos y Pedro se aferraría a Paula tan fuerte como pudiera. No más citas siniestras con abogados que la tomaran por una chica fácil. 


No más la farsa de que no le importaba si otro hombre la miraba con deseo. Pedro Alfonso era muchas cosas, pero no compartía sus mujeres, y ninguna había significado tanto para él como Paula.


Pedro dejó que el agua fría le corriera por el rostro antes de girar para que se escurriera por su espalda. Sus motores comenzaron a enfriarse, pero aún le ardían las entrañas. 


Solo que ahora el combustible que los alimentaba era una ira incendiaria hacia Bruno, la serpiente traicionera. ¿Cómo se atrevía a esperar algo en una primera cita con una mujer a la que apenas conocía?


¿Cómo podía haber confundido a Paula con ese tipo de mujer? Paula era amable y cariñosa, y merecía respeto. 


Pedro sabía que se preocupaba por sus sentimientos y por eso decidió no dormir con él esa noche. No quería que él se enamorase de ella, porque no estaba dispuesta a corresponderlo. Pero Paula no se daba cuenta de que ya era demasiado tarde.


Pedro cerró el grifo y salió de la ducha. Agarró una toalla y se secó. Demasiado tarde. Pedro estaba perdido. Y también estaba Damy… Dios, se había encariñado con el niño. El hecho de que su verdadero padre se hubiera ido sin mirar atrás una sola vez indignaba a Pedro.


Envolvió sus caderas con la toalla y se pasó los dedos por el pelo mojado.


—Ten paciencia —se dijo a sí mismo en el espejo. La paciencia estaba totalmente sobrevalorada.



****


Paula se sobresaltaba cada vez que una pickup se detenía en el aparcamiento del restaurante. Y la decepción era enorme cuando Pedro no bajaba de ninguna de ellas.


Había trabajado un par de horas extra cada mañana para uno de los camareros de día, y así hacerle las cosas más fáciles a Mónica, que tenía que llevar y traer a Paula del trabajo, ya que tenían un auto menos. Su vehículo estaría listo en un par de días, pero los gastos extras le estaban haciendo mella a su presupuesto de Navidad.


Damy se merecía mucho más de lo que le podía ofrecer. Un hombre como Bruno habría podido proporcionarle alguna ayuda financiera, pero se habría quedado corto en el aspecto emocional.


¿Qué era peor —se preguntaba—, un hombre a quien le importaba más que nada en el mundo, pero que solo se quedaría por un rato, o un hombre a quien no le importaba en absoluto? ¿El dinero duraría más que los recuerdos? ¿El dolor duraría más que el dinero?


Era medianoche en su primera noche libre desde la desastrosa cita con Bruno. Pedro no había llamado, ni había pasado a visitarla. Mónica había terminado el semestre y estaba disfrutando de un muy merecido descanso con un viaje a Big Bear, donde el nivel de la nieve se medía en metros en lugar de centímetros. Mónica no esquiaba, pero disfrutaba de la nieve y de los chicos que se desplazaban en masa hacia ella.


Paula se quedó mirando el techo de su dormitorio, sin poder dormir. Damy se había ido a dormir temprano con un poco de tos. Paula se levantó de la cama, se echó una bata sobre los hombros y se puso sus pantuflas. De camino a la cocina en busca de un poco de leche tibia para ver si le ayudaba a dormir, oyó toser a Damy en su dormitorio.


Al abrir la puerta, vio que se había quitado el edredón. Entró y fue a taparlo. Al ver que su frente estaba sudando, se detuvo. Al colocar el dorso de la mano sobre su cara, se dio cuenta de lo caliente que estaba.


Damian comenzó a toser de nuevo, y esta vez sus ojos se abrieron, vidriosos y desenfocados.


—Hola, chiquitín.


Los ojitos de Damy se llenaron de lágrimas al instante.


—Me siento mal, mamá.


Paula lo sentó en la cama, y empezó a toser aún más fuerte. Bajo el pijama, su piel ardía de fiebre.


—Espera aquí —le dijo antes de salir corriendo hacia el baño en busca del termómetro.


—A ver, chiquitín. Vamos a ver cómo estás.


Le introdujo el termómetro entre los labios y se lo puso bajo la lengua. Damian tosió encima del aparato mientras le quitaba el pijama caliente de su cuerpecito. El frío de la habitación lo tenía temblando, pero Paula recordó lo que Mónica había dicho de los niños que llegaban enfermos a la clínica: no es cruel dejar a un niño que arde de fiebre en ropa interior. Es mucho peor dejar que la fiebre suba y el calor se acumule dentro.


Damy seguía tosiendo, solo que no sonaba como si tuviera flema. Incluso hacía un ruido chirriante cuando tomaba aire.


Por dentro, Paula comenzó a entrar en pánico. Por fuera, sonrió y acarició la cabeza de Damy. Su auto estaba en el taller y Mónica estaba fuera de la ciudad.


Era tarde en plena noche, y el único lugar abierto era la sala de emergencias del Upland Community.


Paula le sacó el termómetro de la boca a Damian y ladeó el tubo de vidrio hasta que vio la línea roja: cuarenta grados. 


Ahora era el momento de entrar en pánico.


Corrió al baño y localizó el antitérmico para niños. Leyó la caja para ver cuánto debía darle. La tabla de peso indicaba que hacían falta dos comprimidos, así que se puso dos en la mano y se apresuró a regresar al lado de Damy.


Damian gimió cuando le dio la medicina, su cuerpo se estremeció, y su tos no se detuvo.


—Ten, bebé. Toma estos.


—¿Saben mal?


—Saben bien, pruébalos. Harán que te sientas mejor.


Pero cuarenta grados no estaba bien. Tenía que llevarlo al médico. La tos le preocupaba incluso más que la fiebre. 


Deseó que su hermana estuviera allí para ayudarla. Paula corrió a su habitación, tomó un teléfono inalámbrico y regresó volando junto a Damian. Su madre estaba demasiado lejos. Sus dedos volaron sobre los números, sin dudar ni un momento. 


Pedro respondió al primer timbre.


Pedro, gracias a Dios que te he encontrado.


—¿Paula? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?


Había pánico en la voz de Pedro, y eso hizo que el suyo se intensificara.


—Es Damian.


Damy comenzó a toser de nuevo.


—Está enfermo y mi auto está en el taller. Necesita…


—Quédate tranquila. Voy para ahí.


—Date prisa.


Pero él ya había colgado el teléfono.


Paula le puso rápidamente una camiseta a Damian, y lo sentó en el sofá con la ayuda de unos almohadones. En su habitación, se puso la ropa que había llevado el día anterior y tomó su bolso del tocador.


De vuelta en la sala de estar, le quitó el cerrojo a la puerta y después tuvo que esperar. Los ojos de Damian se cerraban a ratos, entre sus accesos de tos. Paula nunca se había sentido tan impotente en toda su vida.


Mecía a su hijo hacia adelante y atrás mientras él se aferraba a Tex. Paula hacía lo posible por ignorar el temblor de su cuerpo. Esa parte de la maternidad realmente era horrible. ¿Por qué no podía ser ella la que se pusiera enferma? ¿Por qué Damy?


Oyó a Pedro correr por el pasillo antes de que la puerta se abriera. Allí estaba, gracias a Dios. Paula sintió deseos de llorar de alivio. Pedro ralentizó sus pasos y se agachó para tomar a Damy en sus brazos.


—Hola, compañero —dijo, saludando primero a su hijo.


Damy trató de sonreír, pero solo consiguió toser.


—Ves, esa tos es mala —dijo Paula, alarmada.


Pedro negó con la cabeza.


—Chsss, yo me ocupo. Toma tu bolso y cierra la puerta.


—Está bien —dijo ella, siguiendo sus instrucciones y caminando a su lado.


El aire frío de afuera le pegó con fuerza. Pedro abrió la puerta del acompañante y aseguró a Damian en el asiento del medio con el cinturón de seguridad. Paula se sentó junto a él y Pedro dio la vuelta corriendo y se sentó en el asiento del conductor.


—¿Dónde queda el consultorio de emergencias más cercano? —preguntó.


Paula le dio instrucciones y Pedro arrancó. No conversaron, no sonrieron. Pedro parecía tan preocupado como ella.


Pedro entró al hospital llevando a Damy en brazos. Había bastante gente en la sala de espera, en su mayoría estaban dormidos, parecían esperar a sus familiares.


—Hola —dijo la señora que estaba detrás del vidrio blindado, con una sonrisa, mientras ponía frente a ellos una hoja de registro.


Paula escribió el nombre de Damian de forma automática.


—Tiene más de cuarenta de fiebre y dificultad para respirar a causa de la tos.


La señora la miró con un gesto comprensivo y dijo:
—Llamaré a la enfermera.


Paula miró a Pedro, que no se había sentado. Damy tosió en su hombro.


—¿Por qué se demoran tanto? —preguntó, aunque no hacía ni un minuto que la mujer se había ido.


Cuando regresó a la ventanilla, había otra señora mayor con un estetoscopio alrededor del cuello y un bolígrafo en la mano. Miró a Damian a través del vidrio e hizo un gesto con la mano mientras decía:
—Vengan aquí atrás.


Al dar la vuelta, Paula y Pedro fueron hacia la ajetreada sala de emergencias y los instalaron en una pequeña habitación.


Pedro se sentó junto a la mesa y puso a Damian en su regazo. Paula agarró una silla y se movió más cerca.


—Soy Teresa, una de las enfermeras. ¿Cuánto hace que Damian está enfermo?


—Solo hace unas pocas horas. No se sentía bien antes de irse a la cama, pero no tosía así.


Teresa colocó un sensor en el dedo de Damy y lo ajustó con cinta.


—¿Qué temperatura tenía en casa?


—Cuarenta. Le he dado Tylenol justo antes de venir.


—Bien. La mayoría de los padres solo vienen corriendo y no piensan.


Teresa le hizo una serie de preguntas. Cuánto pesaba Damian, enfermedades previas, vacunas, alergias a medicamentos. Paula respondió todo mientras la enfermera escribía a toda velocidad.


Ella desconectó el sensor de la máquina pero lo dejó conectado al dedo de Damy.


—El oxígeno en sangre está bajo; es bueno que hayan venido.


—¿Eso es malo? —preguntó Pedro.


—Si no se hace nada es malo —confirmó—. No se preocupe, nos encargaremos de su hijo.


Ni Paula ni Pedro corrigieron a la enfermera.


—Su temperatura sigue siendo alta, treinta y nueve. Voy a darle un poco de ibuprofeno.


—¿Se puede si ha tomado antes Tylenol?


—No hay problema. Ambos medicamentos tienen el mismo objetivo, pero funcionan de manera diferente. Muchos niños tienen fiebre alta, y se las bajamos usando ambos medicamentos todo el tiempo.


Teresa se levantó e hizo un gesto para que la siguieran.


—Vamos, papá, venga conmigo.


Pedro siguió a la enfermera con Damy en brazos, y Paula siguió a Pedro.






NO EXACTAMENTE: CAPITULO 24






—Permíteme que lo lleve a la cama —susurró Pedro.


Luego levantó al niño con sus fuertes brazos, lo apoyó contra su pecho, y se dirigió a la habitación de Damy.


El corazón de Paula iba a mil. ¿Qué estaba haciendo Pedro en su apartamento, y dónde diablos estaba Mónica?


Dos horas antes, Paula se había dado cuenta de que había dejado su teléfono en casa; había estado a punto de pedir el teléfono del restaurante para llamar a su hermana. Pero no lo hizo, y continuó con su desastrosa cita hasta que no pudo soportarlo más.


De pie en la puerta, Paula observó a Pedro arropar a Damy en la cama como si lo hubiera hecho mil veces. Damian se dio la vuelta, aún dormido, arrastrando consigo a Tex, la serpiente. Pedro salió silenciosamente de puntillas, pasando entre Paula y el marco de la puerta para llegar al pasillo. Ella cerró la puerta y le indicó que la siguiera.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó de nuevo.


—Mónica me ha llamado. Su amiga, la chica que estaba aquí esta noche…


—¿Lynn?


—Correcto. La madre de Lynn ha tenido un accidente y Mónica ha ido a llevarla al hospital. Tu hermana no creyó que fuera un buen lugar para Damy y tú estabas sin teléfono, así que me llamó a mí.


—¿Por qué tú?


«¿Quién más?», pensó Paula. Su madre vivía demasiado lejos y no venía a ver a Damian muy a menudo, pero vendría en caso de emergencia.


—Yo estaba cerca y disponible. Fue idea de Damian.


La explicación era razonable, pero a Paula no le hacía ninguna gracia ver al hombre que se había inmiscuido sin saberlo en su cita, incluso antes de que empezara. Pedro le lanzó una sonrisa. Sus hoyuelos aparecieron. Maldita sea.


Había pensado en esa sonrisa durante la última media hora. 


Durante los últimos treinta minutos, mientras caminaba desde donde había dejado su auto de nuevo averiado, ese pedazo de chatarra.


—¿Podría pasar algo peor esa noche? —dijo mientras apartaba la mirada de la relajada sonrisa de Pedro y sus brillantes ojos grises.


—¿Qué has dicho? —preguntó Pedro.


—Nada, nada.


Paula tomó sus zapatos de donde los había dejado y abrió el cerrojo y la cadena para que Mónica pudiera entrar cuando llegara.


—¿Estás bien? —le preguntó.


Su voz ya no tenía un tono risueño y, de repente, Paula se encontró al borde de las lágrimas. No, no estaba para nada bien.


Pero, maldita sea, no necesitaba que su corazón lastimado, y sus probablemente lastimados pies, alertaran a Pedro sobre su estado. Parecía que siempre estaba en deuda con Pedro y hacía apenas un mes que lo conocía.


—¡Muy bien! —le dijo, casi ladrando.


—No pareces estar muy bien, Paula.


—Y ¿cómo sabes si estoy bien o no? Te conozco desde hace, ¿cuánto?, ¿un mes? Un mes, y mi familia ya te llama cuando hay una crisis —reconoció verbalizando su frustración y sus sentimientos.


—Me gustaría pensar que somos amigos —dijo Pedro acercándose más a ella.


¡Qué pedazo de patraña! Paula no fantaseaba con sus amigos. Durante toda la noche había estado comparando a Pedro con Bruno.


Pedro tenía hoyuelos y unos ojos sonrientes, genuinos. Los ojos de Bruno no tenían gracia y ni siquiera eran convincentes. Pedro habría sido puntual. Bruno había llegado tarde.


Pedro prestaba atención a sus deseos y no habría pedido la comida para ella como lo había hecho Bruno. Pedro le preguntaba sobre su vida, la había conocido a través de largas conversaciones y no basándose en una batería de preguntas que la hacían sentir como si estuviera en el banquillo en un tribunal de justicia.


Y lo más importante, Pedro nunca habría dicho o sugerido lo que Bruno había intentado una vez que habían terminado de cenar. Pedro era demasiado caballero, demasiado buena gente. Respetaba sus deseos, incluso cuando no creía en ellos. El hombre del momento se acercó a ella y le levantó el mentón para que lo mirara.


—Somos amigos, Paula.


—De verdad, Pedro. ¿Es eso lo que somos…, amigos?


—Claro.


—Solo amigos. ¿Quieres decir que, si me quitara la ropa en este momento y me ofreciera ante ti, no aceptarías?


Primero, las palabras hicieron que los ojos de Pedro se abrieran grandes. Una corriente cálida de deseo iluminó su rostro. El efecto disparó un calor abrasador hasta lo más profundo de Paula. Después, aquellos chispeantes ojos grises se entrecerraron.


—No soy un santo, Paula, y tú sabes lo que siento por ti. —Su voz ronca confirmó lo que su expresión ya había revelado.


—Los amigos no duermen juntos. —Sus palabras eran débiles.


—Una sola palabra y convertiré esta amistad en una relación más rápido de lo que una serpiente de cascabel ataca a su presa.


Lo haría, ella sabía que lo haría. El fuego en su mirada decía más que cualquiera de sus palabras.


—¿Con qué fin, Pedro?


Paula se apartó de él, sintió el ardor de las lágrimas en sus ojos.


—¿Cuál es mi problema? Tiene que haber algo más por ahí que fantasear con botas de cowboy y abogados que piensan que soy fácil porque soy camarera y tengo un hijo.


Pedro la agarró del brazo y la giró hacia él. Su rostro se puso frío como piedra. Todo el fuego y el calor desapareció.


—¿Qué has dicho?


—Nada. —Trató de apartarse, pero él no la dejaba.


—¿Te ha hecho daño, Paula? Por Dios, más vale que no lo haya…


—No. Mi orgullo. Mi ego. Pero no físicamente.


¿Por qué no podía encontrar una clase de hombre que tuviera una estabilidad financiera como Bruno, pero que también tuviera todas las cualidades de Pedro? Un sollozo escapó de su garganta y Paula dejó caer la frente sobre el pecho de Pedro. El consuelo de sentir su calor hizo que algunas lágrimas corrieran por sus mejillas. Pedro puso la otra mano alrededor de ella y la atrajo hacia sí.


Tenía ganas de llorar, una larga sesión de llanto con pañuelos y ojos hinchados. Bruno había dominado la cena, había hablado de su trabajo, su dinero, y después le había
preguntado si quería ir a su casa un par de horas para «terminan la cita».


A ella le sorprendió la propuesta, no sabía muy bien cómo reaccionar. Paula Hasta ese momento no se había percatado de su ego grande como una montaña. No podía creer que lo estuviera rechazando. No tenía ni siquiera interés en tener una segunda cita con ese tipo, mucho menos en acostarse con él.


Con toda la dignidad de la que fue capaz, Paula estimó el precio de lo que había comido, arrojó unos billetes sobre la mesa y salió del restaurante. Cuando su auto se quedó a mitad de camino, gritó y pataleó, con golpes al tablero incluidos. En realidad, la caminata a casa con tacones probablemente había ayudado a aplacar un poco su ira.


Después, encontrar a Pedro sentado en el sofá, Damy acurrucado en su regazo, dio lugar a una nueva ola de emociones.


Pedro era tan… Pedro.


Allí estaba, llorando en sus brazos, unos brazos que no le correspondía disfrutar.


Paula levantó la cabeza de encima de su camisa blanca y vio la mancha de rímel en su hombro.


—Soy un desastre. Mira cómo he dejado tu camisa.


Pedro tomó su cara con ambas manos y la obligó a mirarlo a los ojos.


—No es más que una camisa.


Se dio cuenta de que era una camisa de vestir y que Pedro no iba vestido con los vaqueros y el sombrero de siempre. ¿La llamada de Mónica había interrumpido una cita?


Quería preguntar, pero en realidad no quería saber. Pedro le secó las lágrimas con el dedo pulgar.


—¿Quieres que le pegue una paliza al tal Bruno?


Se echó a reír, a pesar de sí misma.


—Es abogado.


—Probablemente pelea como un muñeco.


—Te denunciará y saldrá ganando.


Las palabras de Pedro eran como una agradable inyección de testosterona.


—Te agradezco el ofrecimiento.


La sonrisa de Pedro se desvaneció lentamente mientras la abrazaba. Sus ojos recorrían su rostro, sus pulgares pasaron de enjugarle las lágrimas a acariciarle el contorno del labio inferior. Era como si estuviera tratando de memorizar sus facciones, apreciando cada detalle, cada línea, y guardándolo todo en su memoria.


Paula se descubrió estudiándolo. Los ojos grises tenían manchitas plateadas que resplandecían de vez en cuando. 


Al pasar el dedo a lo largo de su mandíbula, se pinchó con su barba de un día. Estaba bien afeitado la mayor parte del tiempo, pero sus mandíbulas tenían un atractivo más masculino cuando estaba así. Le gustaba. La parte recia de Pedro que le daba ganas de pelearse por ella y patearle el trasero a Bruno.


Su mirada se centró en los labios suaves de Pedro, junto a su barbilla que pinchaba.


Labios besables. Quería tener esos labios contra los suyos más que nada en el mundo. Paula tembló en sus brazos y se mordió el labio inferior. Todo su rostro parecía estar haciéndole una pregunta, sus manos se tensaron, ella se inclinó hacia adelante y puso sus labios sobre los de él. No hubo fuego lento, largo hervor ni vapor. Hubo solo un fuego instantáneo. Pedro inclinó la cabeza y el beso se hizo más profundo. La mano de Paula estaba en su pelo, disfrutaba de tocar su textura sedosa, de tocarlo a él. Sus lenguas se disputaban el control y se exploraban mutuamente.


Pedro era perfecto. Fuerte y duro en todos los lugares correctos y suave y tierno en los demás. Su boca atacó la de ella, mientras sus manos le acariciaban lentamente la espalda y la cintura. El deseo y la necesidad de este hombre, este soñador, socavó su voluntad. Sus pezones ya se endurecían, convirtiéndose en firmes capullos, y su cuerpo murmuraba melodías.


La mano de Pedro bajó por su espalda hasta que sintió que le asía su trasero. El gesto íntimo le trajo alivio y frustración. 


Alivio porque las manos de Pedro estaban sobre ella, y no solo en un sueño. Frustración por la certeza de que no debería estar disfrutando tanto de sus besos, sus caricias. 


Pedro despegó sus labios de los de ella y comenzó a explorar su cuello, sus orejas. Ella abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. Su ropa de repente comenzó a apretarla, a quemarla. Amigos con derecho a roce. Podrían hacerlo…, ¿no?


Pero no podían. No sería justo para Pedro. Sería fácil para ella llevarlo a su cama fría y solitaria, y después, ¿qué?
¿Qué ocurriría mañana? Paula odiaba no poder eliminar los pensamientos que acechaban en su mente y simplemente disfrutar del tacto de ese hombre. Y, ¿si no funcionaba? ¿Cómo sobreviviría la amistad?


Paula se dio cuenta de que su mano se había deslizado dentro de la camisa de Pedro y estaba aferrada a su piel desnuda. Retiró la mano.


Pedro —susurró.


Él paró de besarle el cuello y la miró a los ojos.


—No deberíamos… estar haciendo esto.


No ahora, no después de ese infierno de cita, no con sus emociones a flor de piel. Necesitaba pensar, tomar calculadas decisiones acerca del hombre que tenía en sus brazos.


—Deseas esto tanto como yo —Pedro verbalizó lo obvio. Imposible negarlo.


—No quiero arrepentirme, Pedro. Provocas tantas emociones dentro de mí, que no puedo ver con claridad.


—Cariño, somos dos.


—Pero… nos arrepentiríamos. Tal vez no hoy, pero sí mañana o al día siguiente.


Cuando Pedro estuviera satisfecho y partiera para perseguir su próximo sueño, tendría una montaña de remordimientos.


—Yo nunca, jamás, me arrepentiré del tiempo que paso contigo.


Sus sobrias palabras la hicieron darse cuenta de cuánto se arrepentiría.


—Valoro nuestra amistad… Si hacemos esto, ya no habría amistad.


Paula sabía que él no podría negarlo. Pedro gimió y la besó en la frente antes de despegarse de ella. Su cuerpo se enfrió al instante, la realidad se enraizaba ya en su corazón, apretándolo fuerte.


Pedro agarró su chaqueta e introdujo sus brazos en las mangas. En la puerta, se volvió hacia ella.


—Tienes mi número.


Lo que significaba que le tocaba hacer el próximo movimiento.


—Gracias.


Pedro asintió con la cabeza, le echó una larga mirada apasionada y salió por la puerta.