sábado, 2 de febrero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 31



Paula ayudó a Marina a recoger los platos de la cena. Estaba preocupada, preguntándose qué habría retrasado a Pedro. Solía llamar cuando iba a llegar tarde, pero esa noche... nada.


No deseando preocupar a su amiga, Paula se guardó sus pensamientos. De pronto se le ocurrió que quizá Holmes había regresado temprano y le había hecho la entrevista para el puesto de presentador esa tarde. Pero su optimismo se desvaneció, por lógica. La entrevista sería al día siguiente, como estaba previsto. Sintió un escalofrío de miedo y se preguntó si Pedro habría tenido un accidente.


—Voy a poner la televisión —dijo Paula, echando una ojeada al reloj. Se puso en pie y fue a la sala.


—Iré en un minuto —replicó Marina, guardando las sobras de comida.


Paula buscó el control remoto y conectó el Canal 5. Las noticias ya habían empezado y esperó con cierta angustia.


—Un accidente acabó con una vida en la 1-94 —anunció el presentador. Dio paso a un vídeo que mostraba la autopista, coches de bombero, ambulancias y coches de policía.


Paula frunció los ojos, intentando identificar la marca del vehículo carbonizado. Sus ojos de llenaron de lágrimas cuando la cámara retrocedió y Pedro miró a los espectadores: «Una vida se perdió trágicamente esta noche en una autopista de Detroit. Habla Pedro Alfonso desde la escena...». Era un accidente, sí, pero no de Pedro, él solo estaba cubriendo el reportaje.


—Así que ahí es donde está —dijo Marina, dejándose caer en un sillón— Se ha perdido una buena lasaña.


—No se perderá nada —Paula negó con la cabeza y sonrió—. Se la tomará a medianoche —volvió a centrarse en las noticias.


Pedro ganaría mucho prestigio si se convertía en presentador pero, de repente, Paula se preguntó si se había planteado lo que perdería. 


Había escuchado su voz y observado su entusiasmo cuando relataba las noticias que cubría. Pedro estaba al pie del cañón, cubriendo cada tragedia o victoria. Incendios, accidentes, rescates...


Marina se excusó y salió de la habitación. Poco después, el relampagueo de unos faros en el exterior llamó su atención. Momentos después, los pasos de Pedro resonaron en la cocina. 


Paula se levantó y fue a la cocina a calentarle la cena y darle algo en qué pensar.


Al día siguiente, mientras los cámaras recogían los cables y guardaban el equipo, Pedro tomó unas notas en una libreta y subió a la furgoneta. 


Miró el reloj, aprensivo. El rodaje había durado más de lo previsto y lo último que deseaba era llegar tarde a la entrevista con Holmes.


—¿Casi listos? —preguntó por la ventanilla.


—Otro minuto —gritó su compañero. Pedro apoyó la cabeza en el asiento y escuchó el ruido que hacían al guardar el equipo. En ese momento lo molestó, probablemente por los nervios ante la entrevista. 


Muchas cosas dependían de ella. Se frotó la nuca y se preguntó si se estaría engañando. 


Nunca antes lo había irritado el ruido que hacían los cámaras al cargar. El sonido le encantaba, significaba que había cubierto un reportaje más. 


Había estado en el centro de la atención pública y había vivido un drama.


Ser reportero para Pedro era mucho más que presentar una noticia. Significaba formar parte de la vida de la gente en el momento en que se desarrollaba la situación. Le importaba la gente, su bienestar, sus alegrías y sus penas.


Los comentarios de Paula resonaron en su mente. La noche anterior, mientras cenaba, lo había cuestionado, pinchado y retado. Le recordó su amor por la acción, por estar junto a la cámara con la vida desarrollándose a su alrededor... No detrás de una mesa, sino rodeado de llamas, risas y lágrimas. Comprendió que ella tenía razón, había hecho diana. 


—Listos —dijo el conductor, subiendo y arrancando el motor—. Sé que tienes una entrevista.


Pedro se limitó a asentir. Pensó en la multitud que se reuniría para el desfile. Habría gente en las aceras para oír a las bandas y ver las carrozas, dispuestos a celebrar el centenario del instituto de Roya! Oak. Había prometido reunirse con Paula en el desfile un par de horas después.


 Pero antes, estaba la entrevista.


La camioneta, por fin, se acercaba a la carretera que los conduciría al estudio. Pedro sabía que llegaría a tiempo pero, en vez de relajarse, notó que sus hombros se contraían. Mientras se frotaba la nuca, para borrar la tensión, sus oídos captaron el sonido de una sirena distante. 


Después fueron dos sirenas. Había aprendido a reconocerlas, eran la policía y el servicio médico de urgencias de la localidad. Una tercera sirena se unió a las otras, acercándose.


—Parece bastante serio —dijo el cámara que estaba sentado en el asiento de atrás.


Pedro, inquieto, vio un coche de policía, una UVI móvil y un coche de bomberos girar dos calles por delante de ellos. Alzó los ojos y vio el humo que ascendía hacia el cielo. Un incendio en un barrio residencial.


—Tú decides, Pedro —dijo Jerry Drummond, el conductor—. ¿Qué quieres hacer?




FINJAMOS: CAPITULO 30





La idea del matrimonio flotó en la mente de Paula. Hacía años que había renunciado a la idea del amor y el matrimonio. Había estado demasiado ocupada y desilusionada. Muchos de los hombres que había conocido resultaron ser insustanciales, buscaban solo un rato de diversión o una aventura. Las aventuras y las relaciones de una noche no encajaban en el estilo de Paula. Pedro no le había pedido una noche de amor, ni una aventura.


Pedro tenía un aspecto relajado y esperanzado. Paula, observándolo, se maravilló de lo que habían deparado las últimas semanas. Una nueva profesión para él. Un nuevo hogar y negocio para ella. ¿Qué mas? Solo podía soñar. 


Nunca habría imaginado que el enorme y pesado adolescente se convertiría en un caballero guapo y con talento que la hacía sentirse amada y feliz. Paula decidió que era el momento de sorprenderlo.


—¿Estas listo para mis noticias?


—¿Noticias? —Pedro la miró con curiosidad. Ella, juguetona, se limitó a asentir. Él frunció el ceño—. ¿No pensarás irte ya a Cincinnati?


—No… vuelvo a Michigan.


—¿Vuelves? —él lanzó hacia delante y escrutó su rostro—. No te burlas de mí, ¿verdad?


—¿Me burlaría yo de ti? —sonrió Paula.


Un segundo después, Pedro estaba arrodillado junto al sillón. Paula le acarició la mejilla.


—Voy a venderle a Louise mi parte del negocio y abrir una tienda de catering aquí. Espero que me des buenas referencias...


—¿Referencias? Haré más que eso —se puso en pie, tomó sus manos y la obligó a levantarse. 


Sus labios se encontraron, cálidos e intensos. Paula enredó los dedos en su cabello, deleitada entre sus brazos fuertes y protectores.


—Dime más, quiero detalles —pidió Pedro, mirándola a los ojos.


Ella, en sus brazos, le contó todo lo que había ocurrido. Él la escuchaba, embelesado, y cuando acabó de hablar le dijo.


—Igual que el nombre de tu empresa. Esto es un buen principio... en muchos sentidos.


—Sí. Un buen principio.


—Para nuestras profesiones —añadió él—, y para nosotros. Pero esta vez iremos despacio. Estamos empatados. Avanzaremos sin prisa, pero sin pausa, hacia adelante... hasta la meta.


—¿Cuál es nuestra meta? —preguntó ella, moviendo la cabeza. Fútbol. El hombre había dejado el juego, pero el juego no había dejado al hombre.


—El amor.


—¿El amor por la vida? ¿El amor por los animales? —pinchó ella.


—Del uno por el otro —dijo él—. Formamos un equipo. Tú y yo.


En esa tonta analogía estaba todo lo que Paula quería oír. Como un imán, clavó los ojos en él. 


Su corazón sucumbió ante el suyo, inevitablemente, como la marea ante la luna. 


Imaginó un futuro brillante como el sol de julio.


Claro, resplandeciente y bello.




FINJAMOS: CAPITULO 29




En cuanto Marina entró por la puerta, Paula le comunicó la noticia. 


—Vuelvo a casa, Marina. Vuelvo a Royal Oak definitivamente —simplemente decirlo le quitó un peso de encima.


—¿Qué? —Marina se quedó parada un segundo. 


Después continuó hacia el salón y se sentó.


—Hablé con Louise. Ha accedido a comprarme mi parte de la sociedad —explicó Paula.


—¿Lo has hecho por teléfono?


—Por supuesto, tengo que ir allí a arreglarlo todo —Paula se rió—. Pero es fiel a su palabra.


—¡Uf! Te mueves como un rayo, chica.


—Es verdad —Paula se puso en pie con energía renovada—. Estoy disparada. Después de que Pedro se fuera a trabajar esta mañana, miré los anuncios del periódico e hice algunas llamadas. Puede que haya encontrado un local.


—¿Ya? Estás de broma.


—No —dijo Paula—. Hablé con una mujer que quiere vender su local. Es un bajo con cocina, donde hace caramelos. Está desencantada por la cantidad de trabajo que implica. Quiere dejarlo.


—Está desencantada —Marina echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa.


—¿Qué me dices de ti? ¿No exige mucho tiempo el catering?


—Llevo años en eso. Estoy acostumbrada. Además, también me vendería su equipo. Y...


—Redoble de tambor —interrumpió Marina—. Alzó las manos y simuló que tocaba un tambor. Paula sonrió.


—Tiene un buen precio. Justo lo que puedo permitirme.


—Ni siquiera sabía que estabas planteándote la idea de volver aquí —Marina la miró fijamente, pasando del regocijo al asombro.


—Quería un cambio, pero no me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos esto —se acercó a la ventana y miró al exterior—. Andar por estás calles, ver el vecindario; no sé... todo me hace sentirme bien. Hogar, dulce hogar.


—¿Sabe Pedro algo de esto? —Marina se puso en pie y se acercó a ella.


Paula negó con la cabeza. ¿Cómo podía compartir su entusiasmo con él cuando Pedro pasaba por una situación profesional terrible? 


Marina la miró a la cara y le puso una mano en el hombro —¿Te ha pedido Pedro...?—preguntó.


—No. En realidad no —interrumpió Paula, anticipando la pregunta—. Pedro es una de las razones por las que me siento bien aquí... y verte a ti, pero es mucho más que eso.


—Adivina qué —Marina se tapó el rostro con las manos y se alejó. Dejó caer los brazos y la miró con expresión de ansiedad—. Parece que volveremos a ser amigas en la distancia —se dejó caer en el sillón—. Estoy a punto de irme. He progresado en mi escritura pero..., no sé, creo que necesito Nueva York. Venir a casa supone un respiro para mí, pero después mis pies se inquietan.


—Tus zapatitos rojos empiezan a bailar... —dijo Paula, sentándose en el brazo del sillón.


—Y me digo que no hay lugar... como Nueva York —Marina la miró con ojos brillantes.


—Pero volverás. De visita.


—Eso seguro —asintió Marina, rodeando la cintura de Paula con un brazo—. Sobre todo si la gente a la que quiero está aquí. ¿Qué harás ahora?


—Tengo que hablar más con Louise —excitada, Paula se levantó y abrió los brazos—. Está dispuesta a comprar mi parte. Ya está buscando ayudantes. Le encanta invertir dinero, pero no es chef.


—¿Qué harás si esa mujer vende el local antes de que Louise y tú lleguéis a un acuerdo?


—Creo que será rápido, además, tengo suficiente dinero ahorrado para dar una entrada —sintiéndose más optimista que en años, Paula tenía ganas de bailar por la sala. Dio unos giros y se dejó caer en el sofá—. Hagamos algo festivo.


—¿Decorar una carroza, por ejemplo?


—La carroza. Se me había olvidado —Paula sonrió—. Supongo que puede considerarse festivo.


Aunque Paula se reía, sentía cierta angustia y deseó de corazón que Pedro hubiera tenido mejor día del que anticipaba.


Pedro salió del aparcamiento del estudio de televisión y condujo hacia Delaney. Paula había dicho que iría a participar en la decoración de la carroza, y probablemente seguía allí. Cuando llegó al garaje encontró un hueco justo delante del edificio, como si estuviera destinado a él.


La camioneta de plataforma estaba a un costado del garaje, pues era demasiado grande para la puerta. Pedro echó una ojeada a la gente. 


Aunque saludó a varias personas, buscaba a Paula.


Poco después, su cabello largo y oscuro captó su atención; estaba en medio de todos. Al verla, anheló tomarla entre sus brazos y darle las noticias. Pero no era el lugar adecuado y deseó reservarlas para más tarde. Paula alzó la vista y lo saludó con la mano.


—Parece que casi habéis acabado —dijo, inspeccionando la colorida carroza que se alzaba ante él. En el centro de la plataforma había un Superman con una capa que ondeaba al viento y un traje formado con flores de plástico rojas, blancas y azules. Paula lo miró interrogante—. Después, dijo él contestando a la pregunta silenciosa.


Aunque ella hizo un gesto de decepción, no lo presionó y señaló la figura de Superman.


—El tema de la carroza son los héroes populares y los superhéroes —Paula agarró su mano y entrelazó los dedos con los suyos—. Yo quería ponerte a ti ahí arriba.


—Gracias —dijo Pedro con ojos chispeantes, deseando besar sus sensuales labios entreabiertos—. Pero no me merezco ese honor. Superman sí que es un héroe de verdad.


—Tú eres mucho más real que Superman —le susurró Paula al oído, poniéndose de puntillas.


—Vámonos de aquí —dijo él, rodeando su cintura con un brazo, henchido de felicidad.


—Aún queda algo de trabajó.


—Entonces, acabemos de una vez —replicó él, acercándose a la estructura.


—Vale —Paula le dio una grapadora—. Podremos irnos enseguida.


—¿Qué alimaña quiere que extermine, señorita? —farfulló él, sujetando la grapadora como si fuera un revolver. Paula soltó una risa.


—¿Qué tal si pones algunas flores mas allí? —señaló una zona a la izquierda de la base.


Él rodeó la carroza y, mientras Paula le pasaba las flores, Pedro grapaba. En pocos minutos, se retiró y admiró su obra.


—Tiene buena pinta —dijo Paula, sonriéndole y copiando su imitación de vaquero—. Eso bastará, socio —hizo una reverencia y agitó las pestañas con coquetería.


Paula parecía más contenta que por la mañana, y eso intrigó a Pedro. En su cara no se veía la tensión de los últimos días, y sus ojos brillaban como estrellas. Se preguntó qué le había levantado tanto el ánimo.


Recordó su entrevista con Holmes. Cuando salió del despacho de su jefe, Pedro se sintió más tranquilo que en meses. Tenía un objetivo, una dirección; la incertidumbre quedaba atrás.


La multitud comenzó a diluirse. Los trabajadores recogieron sus herramientas y empezaron a cruzar la calle. Pedro agarró la mano de Paula y tiró de ella, deseando escapar de allí.


—Increíble —un voz rugió tras ellos. Juntos, se volvieron hacia el sonido—. Pedro Alfonso y Paula Chaves de la mano —continuó el hombre—. ¿Qué más puede ocurrir?


—Muérete de envidia —gritó Pedro, sin detenerse. 


—Para que luego digan que los milagros no existen —añadió Paula por encima del hombro.


No hubo respuesta y Pedro apretó la mano de Paula con sensación de plenitud. No se había encogido, como solía hacer cuando la gente se burlaba de su relación. Era un gran progreso.


—¿Dónde aparcaste tú? —preguntó Pedro cuando llegaron a su coche. Estrechó los ojos y miró la larga fila de vehículos aparcados.


—Vine con Marina. Ella ya se ha marchado, pero supuse que tú aparecerías.


—Ya sabía que algún día confiarías en mi —aunque lo dijo en broma, Pedro estaba encantado con el cambio. Abrió la puerta del coche—. ¿Qué te parece ir a comer algo?


—Suena bien —contestó Paula—, pero ¿no quieres hablar antes? —se metió en el coche.


—Podemos hablar en el restaurante. No he comido en todo el día —replicó él.


Cuando el chef depositó la aromática mezcla de ternera, pollo y verduras de la parrilla en el cuenco de Paula, Pedro echó dos dólares en un vaso de cristal. Uno de los cocineros soltó un grito, agarró la cuerda que colgaba sobre la parrilla y tocó una campana que resonó por todo el restaurante. Paula recogió su plato, fue hacia la mesa y se sentó.


—Odio esa campana. Una cosa es dar propinas, pero que un tipo se cuelgue de esa cuerda y grite como Tarzán es otra cosa muy distinta. Todo el mundo se da la vuelta y mira.


—Es parte de la diversión —Pedro le dio una palmadita en el brazo—. Además, hace que los que no dan propinas se sientan fatal.


A Paula no le parecía divertido. Cuando estaba muy animada, disfrutaba con la campana y eligiendo los ingredientes de la parrillada, pero no era el caso esa noche. Pedro no le había dicho nada, y eso le hacía pensar que la situación era terrible. No le había dado sus buenas nuevas, porque no podía mostrar su alegría si él se había quedado sin trabajo.


Paula echó arroz en su plato y lo cubrió con la mezcla de carne y verduras. Se llevó el tenedor a la boca y lo probó.


—Mmm. Es la mejor parrillada de la ciudad.


—No puede ser mejor que esto —dijo Pedro, centrándose en su mezcla de carne y especias. 


Sacó una tortilla de maíz de la cesta, la cubrió con la carne y la enrolló.


Aunque sonreía, Paula percibió cierta ansiedad y se preguntó si eso implicaba malas noticias. 


Especuló sobre todas las posibilidades mientras intentaba comer, pero no podía tragar. 


Frustrada, Paula dejó el tenedor y cruzó los brazos.


—¿Por qué me tienes en vilo? —preguntó.


—Ha sido una locura de día, Paula —Pedro dejó la tortilla en el plato. No he comido y me moría de hambre —se limpió los labios con la servilleta—. Sé que si empezamos a hablar, no pararemos. Me concentro mejor con el estómago lleno.


—¿Son buenas o malas noticias?


—Buenas noticias. Fantásticas —una sonrisa tierna curvó sus labios. Paula se inclinó hacia él.


—Entonces, ¿no te han despedido? ¿La amenaza de Patricia no significaba nada?


—¿Ves?, sabía que querrías saberlo todo. ¿Cómo puedo comer y hablar al mismo tiempo?


—Habla con la boca llena. Me da igual —le dio una palmadita en la mano, como una mamá que diera permiso a un niño.


—Holmes le dijo a Patricia que estaba demasiado estresada y le sugirió que se fuera a Europa de viaje. Se reunirá con ella en París dentro de dos semanas.


—Ojalá alguien me regañara así —suspiró Paula—. Esa mujer es una malcriada.


—Eso es lo que dijo Holmes —deslizó la mano por la mesa y acarició la de Paula—. Pidió disculpas por su comportamiento.


—Estás de broma —Paula se echó hacia atrás.


—No. En palabras de su padre: «Patricia es muy terca y le gusta atar a la gente y dominarla».


—Ya te dije que era un hombre agradable.


—Estoy de acuerdo —Pedro se reclinó en la silla con una sonrisa y soltó un resoplido—. Luego, pasó varios minutos alabando mi capacidad y mi encanto.


—Tiene razón. Eres muy capaz


—¿Solo? ¿Qué me dices de mi encanto? —protestó Pedro guiñándole un ojo.


—Ya eres demasiado creído —reconvino Paula.


—Pediré la cuenta —Pedro llamó al camarero—. Después seguiremos hablando.


Sabiendo que todo iba bien, Paula aceptó. 


Hambrienta, envolvió el resto de su comida en una tortilla y le dio un bocado, saboreando la especiada mezcla de sabores. Cuando terminaron de comer, Pedro sacó la cartera y dejó el dinero sobre la mesa.


—Podemos irnos cuando quieras —dijo.


—Ya mismo —aceptó Paula.


Él se puso en pie y le retiró la silla. Paula se puso el jersey y lo siguió. Cuando salieron, una brisa fría los azotó. Paula tiritó.


—¿Está Marina en casa? —preguntó Pedro, poniéndole un brazo sobre los hombros.


—No creo. Un antiguo novio suyo la invitó a cenar. Me dijo que no la esperara levantada.


—Entonces podemos ir a casa. Lamento decirlo, pero prefiero hablar contigo a solas —dijo Pedro


El comentario dejó a Paula pensativa.


Cuando llegaron a casa, Pedro fue a la cocina.


—¿Te apetece un refresco o, mejor aún, una copa de vino?


—¿Vino? ¿Celebramos algo?


—Podría ser —sacó una botella de la nevera y dos copas de un armario.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula, siguiéndolo al salón. Él dejó las copas sobre la mesa de café y sirvió el vino. Paula se sentó en un sillón.


—Estas son las buenas noticias —dijo Pedro, ofreciéndole una copa—. Como Holmes se irá a Europa dentro de dos semanas, ha adelantado las entrevistas para el puesto de presentador.


—¿Cuándo? —preguntó ella, aceptando la copa.


—El viernes —Pedro se sentó en el sofá, frente a ella y tomó un sorbo de vino.


—¿Este viernes? —preguntó Paula. Él asintió con la cabeza—. Eso es fantástico, Pedro.


—No te alegres demasiado. El viernes es dentro de dos días. ¿Quién sabe lo que ocurrirá? Mañana entrevista a mi competencia, y el jueves tiene un viaje fuera de la ciudad.


—Después de todo lo que has hecho por la cadena, no creo que te dé deje lado.


—Ya veremos. Simplemente no me fío de lo que oigo. Al oírlo hablar a él, parece que el puesto está asegurado, pero...


—¿Asegurado? Entonces debemos de haberlo convencido de que casi eres un hombre casado.


—No lo sé —le guiñó un ojo—. En cualquier caso, prefiero no entusiasmarme demasiado.