jueves, 20 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO FINAL




Tras una noche sin dormir durante la que se vio tentada a llamar a Pedro unas cien veces, Paula finalmente salió de la cama. Le esperaba por delante una larga conversación con los Brock.


Tres horas más tarde, estaban reunidos en su despacho.


—Quienquiera que sea este tipo, es bueno. No ha vuelto a seguirles y ha evitado caer en ninguna trampa. Mi consejo ahora es que vayan a la policía para que les respalden cuando vayan a hacer la entrega del dinero.


—La prensa. Van a descubrirlo de todos modos —dijo la alcaldesa mirando su taza de café.


Tomas Brock había estado dando vueltas por el despacho, pero ahora estaba sentado en una silla junto a su mujer.


—Está decidido —siguió diciendo la alcaldesa—. Iremos a la policía. Y es más, si hace falta, hablaremos ante los medios, convocaremos una rueda de prensa. Si mi vida privada se va a hacer pública, al menos se hará bajo mis términos.


Ahí estaba otra vez esa fuerza que tanto había admirado Paula en ella.


—Aún puedo hacer algo bueno en Knightsville como alcaldesa.


—Puedes hacer cosas buenas en muchos otros aspectos —le dijo su marido, angustiado ante la probabilidad de que su esposa tuviera que dejar el trabajo que tanto amaba.


Entonces, Paula vio a esa mujer tan poderosa, con tantas responsabilidades, abrazarse a su marido y buscar consuelo.


Y sintió una punzada en el corazón.


Amy Brock dejó el café sobre la mesa. Parecía aliviada. La inquietud y la ansiedad estaban desvaneciéndose de su rostro.


—Pensé que sería el fin del mundo perder estas elecciones y habría hecho lo que fuera por evitarlo. Era lo peor que podía imaginarme, pero perderte a ti, Tomas… eso sí sería lo peor que podría pasarme. Superaremos esto juntos.


Él le apretó la mano.


—Vamos, te llevaré a casa.


Los Brock salieron del despacho de la mano. 


Estaban enamorados. Lo estaban de verdad. ¿A quién le importaba si les gustaba juguetear en lugares públicos? Había cosas mucho peores.


Sintió un profundo dolor. No quería una aventura con Pedro. No quería que la palabra «relación» la intimidara. Quería lo que acababa de ver: dos personas compartiendo sus vidas. Le gustaba cómo Pedro lo había descrito.


El amor de Pedro y el amor que ella sentía por él no la hacían débil. En realidad, la hacían más fuerte.


Pedro no era Kevin. Él le había demostrado una y otra vez que podía confiar en él: había guardado el secreto de la alcaldesa, amaba a sus hijas e incluso había protegido a su ex mujer.


De pronto, se sintió impaciente por hablar con él. 


Ardía en deseos de estar con él. No quería esperar hasta que llegara la tarde y el programa terminara.


Cerró la oficina y se puso en marcha hacia la cadena de televisión. Tendría que pedirle perdón de rodillas; él le había dicho que la amaba y ella había sido cruel.


Seguro que le había hecho mucho daño.


Tenía que pedirle muchas disculpas, pero merecería la pena a cambio de verlo sonreír, de saber si aún la amaba.


Paula cruzó las puertas de cristal olvidando los controles de seguridad. Había querido sorprenderlo, pero tendría que sentarse y esperarlo. Apenas pasaron unos minutos hasta que la recepcionista la anunció, pero a ella le pareció una eternidad.


Vio a Pedro doblar la esquina. Estaba muy guapo, pero se le veía cansado.


Le sonrió. No pudo evitarlo. Paula le ofreció una sonrisa que dijo: «Te amo y no me importa que todo el mundo lo vea».


Él pareció impactado y después miró a la recepcionista.


—Viene conmigo —se agachó y firmó lo que parecía un registro de invitados.


Caminaron por el pasillo el uno al lado del otro. 


¿No habían hecho exactamente lo mismo unas semanas atrás? Entonces, ella había estado nerviosa porque estaba a punto de quedar como una idiota en un programa de televisión. Ahora estaba nerviosa porque, si no lo hacía bien, le perdería para siempre.


Pedro cerró la puerta de su despacho. En condiciones normales, Paula habría examinado el lugar con la mirada para sacar pistas sobre el hombre que lo ocupaba, pero en esa ocasión no necesitó hacerlo. Ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre Pedro Alfonso.


Él se apoyó contra la puerta. Su expresión no decía mucho, pero sus ojos ardían de curiosidad.


—Quiero estar contigo —bueno, no era lo que había imaginado que diría de camino a la cadena, no había planeado decirlo con esa brusquedad, pero ya que había empezado, tenía que continuar—. Pedro, me han hecho mucho daño. Tuve un ex que me engañó y por eso me dedico a investigar infidelidades… y a ver la peor cara del amor. Soy una cínica. Hasta que no he estado contigo, no pensaba que pudiera existir de verdad el amor entre una mujer y un hombre.


—¿Hasta que no has estado conmigo?


Ella asintió y le puso las manos sobre los hombros. Sintió el calor de su cuerpo.


—Podemos llamar a esto como quieras. Podemos decir que tenemos una relación o que estamos juntos. Cuando me pediste que te diera más, te dije que no podía. Me equivoqué. Puedo dártelo todo. Te quiero, Pedro.


Él cerró los ojos ante esas palabras y al verlo, ella se estremeció. Lo había hecho feliz.


Pedro rozó sus labios con un tierno beso. Un beso que portaba una promesa.


—Tengo tantas cosas que contarte. ¿Te apetece hacer un pequeño viaje luego? —le preguntó él.


—¿Esta noche? —había planeado algo de sexo ardiente, no montar en un coche.


Pedro asintió.


—Hay dos personas a las que quiero que conozcas —le dijo con sinceridad en la mirada.


Sus hijas. Pedro quería llevarla a conocer a sus niñas. Ése era un gran paso y no tenía que decir más. Al pedirle eso le estaba diciendo que veía un futuro con ella.


Que quería compartir su vida con ella. Su familia.


¿Era eso lo que ella quería? Sería duro. Las madrastras tenían muy mala fama en las películas, pero… a ella le gustaba mucho la purpurina.


Con una sonrisa, Paula le dio la mano y él la apretó con fuerza.


—Me gustaría mucho.


Fin




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 32




Paula Chaves tenía una relación.


¡Maldita sea!


Sólo le había llevado dos días darse cuenta. Por supuesto, había acabado con ella el domingo por la noche, pero al menos la había tenido durante un tiempo.


¿Cómo había ocurrido?


Se había preocupado demasiado de las reglas de una aventura y se había olvidado de recordarse los peligros de ese hombre.


Pedro Alfonso la amaba y ésa era una realidad devastadora.


Ella lo amaba también y se sentía destrozada por dentro sin él. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo había burlado todos los sistemas de defensa que tenía?


Y tras ese amor vendría también esa sensación de inseguridad.


Sería cuestión de tiempo y pronto se vería en la puerta de su apartamento con alguna excusa, como que le devolviera el sombrero que se había dejado allí, con tal de estar a solas con él y volver a oírle decir que la quería.


Paula Chaves quería seguir con esa relación.


Había intentado volcarse en el trabajo, pero dos intensos días con los Brock no habían dado ningún resultado. No habían reconocido al hombre de la foto y después ella había probado a vigilarlos para ver si el chantajista continuaba siguiéndolos. Su plan era encontrarlo y después llamar a la policía.


Él les había dado un plazo para reunir una impresionante cantidad de dinero o de lo contrario le entregaría las fotografías a los medios. La desesperación de los Brock por encontrarlo antes de que su secreto quedara revelado había quedado palpable y hasta parecían haber envejecido cinco años en ese poco tiempo. La alcaldesa Brock, una mujer a la que Paula admiraba, se había mostrado cada vez más reservada y cautelosa porque sus secretos estaban a punto de ser desvelados.


Y los secretos le hacían pensar en Pedro.


Él seguía siendo un hombre con muchos secretos, pero ¿qué le quedaba por contar? ¿Qué estaba intentando proteger? ¿A quién?
¿Cuál era la única cosa que ella les recordaba a las mujeres antes de que comenzaran una relación? Que encontraran todos los trapos sucios porque siempre los había. Y ella también tenía que descubrir con quién estaba tratando.
¿Adónde iba Pedro por las noches? ¿Qué hacía?


Tal vez había llegado el momento de poner en práctica sus habilidades como investigadora.


Por fin, una cierta sensación de alivio se llevó parte de su inquietud. Por fin tenía un plan. No tenía que ver a los Brock hasta el día siguiente y sus otros casos no le corrían prisa hasta el final de la semana.


Podía pasar el resto del día poniéndose al día de la vida de Pedro. Si tenía que estar enamorada de él, al menos se armaría con toda la información que pudiera.


Fue hasta su apartamento y se sorprendió al verlo bajar las escaleras en dirección al coche.


Pero lo que le resultó más sorprendente todavía fue el movimiento de una cabeza agachándose bajo el asiento de un coche que se encontraba algo más alejado.


Tamborileó sobre el volante mientras esperaba a que el semáforo cambiara.


Tuvo una corazonada. Alguien más estaba espiando a Pedro, al igual que había sucedido con los Brock. En esa ocasión, Paula no haría caso omiso y descubriría el porqué.


Pedro salió del aparcamiento y entró en la autopista. Un coche marrón fue tras él.


Paula sonrió. La caza había dado comienzo.


Encendió la radio y se relajó en el asiento. 


Estaba acostumbrada a esa clase de situación. Había esperado que el coche marrón fuera sólo una coincidencia, que girara en otra dirección, pero no tuvo esa suerte.


A los cinco minutos, dio gracias por no tener que preocuparse de perderlo entre el tráfico porque por la dirección que seguía Pedro, supo que estaba dirigiéndose a la cabaña. ¿Cómo era posible? No tenía sentido. Se alejó un poco del coche marrón. No había razón para hacer sospechar al conductor o conductora.


El coche que seguía a Pedro también dejó más distancia, como si conociera el camino.


No era una buena señal.


A medida que avanzaban, tanto el coche marrón como Paula fueron manteniendo más la distancia con el coche de Pedro porque cuando el tráfico disminuyera y él saliera de la autopista, su presencia se haría más notable.


Paula decidió darle unos diez minutos de adelanto para llegar a la cabaña. Por suerte, después del fin de semana anterior, conocía la zona y podía dejar el coche junto a la carretera e ir caminando hasta la casa.


Siguió ese plan y, cuando finalmente divisó a lo lejos la cabaña de madera, vio a Pedro y se ocultó tras unos arbustos. Respiró hondo varias veces para calmarse. Se sentía tensa, pero tenía que pensar que se encontraba en su terreno, eso era lo que mejor sabía hacer y por eso llevaba ventaja, además de porque conocía la cabaña. Sin embargo, el tiempo que había pasado allí había estado tan ocupada con ese hombre que no se había fijado en cuáles eran los mejores lugares para esconderse.


Y al parecer, tampoco se había dado cuenta de muchas otras cosas porque lo que estaba viendo en ese mismo instante era a Pedro con una pala.


Cavando.


¿Qué…?


¿Estaba enterrando algo? ¿O sacando algo?


Sin duda eso resultaba muy sospechoso. Allí estaban esos trapos sucios que se esperaba. Un hombre no llegaba a la edad de Pedro sin acumular trapos sucios. Dejó escapar un suspiro de tristeza.


Se movió en silencio, se agachó dispuesta a pasar allí escondida todo el tiempo que fuera necesario.


Pero para lo que no estaba preparada era para ver a la mujer que se ocultaba tras otro arbusto.


¿Con cuántas mujeres estaba saliendo Pedro?


Esa era la razón por la que Paula no quería una relación, por la que no quería enamorarse. No quería enfadarse, ni sentirse celosa, ni dolida.


Pedro dejó de cavar, se agachó y sacó del suelo un pequeño saco negro.


Y fue en ese momento cuando la mujer que estaba detrás del arbusto se levantó y su melena roja se sacudió en el aire. Paula la miró. 


Amalia. La ex mujer de Pedro. La había visto una o dos veces al principio del noviazgo, aunque después de eso había dejado de ir a visitar a sus padres los fines de semana durante casi un semestre para no tener que cruzarse accidentalmente con la feliz pareja.


Cuando llego el Día de Acción de Gracias de su primer año en la universidad, Paula se dio cuenta de que estaba siendo ridícula. Se recordó que Pedro le gustaba tanto como para sentirse feliz por él y que podía verlos a los dos por la calle y saludarlos con una sonrisa, pero cuando estaba en segundo curso, él había dejado de ir a Thrasher y ella se había sentido triste y aliviada a la vez.


Se suponía que su relación con Amalia había terminado. Él le había asegurado a Paula que así era. Tomó aire. Lo había creído.


Pedro, dámelas —gritó Amalia.


Pedro enganchó el saco en la parte trasera de sus vaqueros con expresión de resignación. Se había esperado la presencia de Amalia y tal vez por eso estaba intentando llevar el saco a un lugar más seguro.


—Las necesito, Pedro.


—Son mi garantía, Amalia. Teníamos un trato, ¿lo recuerdas? Yo no las entregaba a la policía y tú te alejabas de mí y de las niñas.


Amalia comenzó a llorar y su hermoso rostro se puso colorado.


—Estoy asustada, Pedro. Esta vez sí que estoy metida en un buen lío. Hartón sabe que soy yo la que robó las monedas. Va a mandar a alguien para que me mate.


Pedro sacudió la cabeza y, desde su escondite, Paula pudo ver su rostro tenso por la frustración.


—Amalia, ¿te has oído? Tienes que dejar atrás esta vida que llevas. Tienes que cambiar. Un juez lo tendría en cuenta a la hora de dictar sentencia. Podrías terminar los estudios en la cárcel, hacer algo que no fuera esto.


Pedro, ¿puedes dejar de decirme esa chorrada de que puedo ser una mejor persona? En nuestro matrimonio ya me lo dijiste bastante. Antes eras mucho más divertido.


Qué fría podía ser esa mujer. Ni siquiera le había preguntado a Pedro por las niñas.


La expresión de Pedro se volvió adusta.


—Casarme contigo acabó con toda la diversión.


Las lágrimas de Amalia cesaron de pronto y su lenguaje corporal se suavizó. Le acarició un brazo. Qué arpía. ¿Intentaba seducirlo?


—Lo sé, y lo siento, pero deja que te lo compense. Podemos salir al extranjero, vender las monedas. Podríamos vivir como reyes durante años.


Él se encogió de hombros.


—¿Hasta qué? ¿Hasta que se acabara el dinero o hasta que nos encontrara la gente de Hartón? ¿Y dejarles a Ana y a Jorge las niñas para que las críen?


—No lo sé —la voz de Amalia perdió su tono seductor y ahora sonaba asustada y cansada—. No he planeado tanto las cosas.


—No, voy a entregarle esto a la policía. Eso es lo que debería haber hecho desde el principio en lugar de ofrecerte ese trato. No me gusta ser cómplice de un delito.


—Sí, como si Hartón fuera un ciudadano modelo. Quién sabe qué hizo para conseguirlas. Seguro que la policía me daría una medalla por habérselas robado.


—No es un argumento nada convincente. Tengo que devolverlas.


Amalia agarró el brazo de Pedro con las dos manos.


—No puedes hacer eso —le dijo desesperada—. Si lo haces, ya no tendré nada. Por favor, dame las monedas, Pedro. Jamás volverás a verme. Tengo que desaparecer.


Eso bastaría. Paula sabía que Pedro le daría las monedas.


Cuando se sacó el saco del bolsillo trasero, Amalia contuvo el aliento.


—Sabes que no puedes volver a los Estados Unidos. Si te las llevas y las vendes, mantenerte alejada será tu única oportunidad.


Amalia asintió.


—Lo sé.


Aún tenía el saco en la mano.


—Siempre queda la opción de que te entregues.


La ex mujer de Pedro se encogió de hombros.


—¿Me sentaría bien el color naranja?


Él, decepcionado, dejó caer los hombros. Paula entendía ahora su atracción por Amalia. Había querido salvarla. Salvarla como su tío lo había salvado a él.


Pero Amalia no quería que nadie la salvara.


Le quitó el saco de la mano y cerró los ojos por un instante.


—Gracias, Pedro. Gracias.


La mezcla de miedo y alivio en su voz era innegable.


—Cuídate —dijo.


Parecía que Amalia quería besarlo, pero en lugar de hacerlo, le dirigió una triste sonrisa y se dio la vuelta. Se detuvo unos pasos más adelante para volver a mirarlo.


—Puedes venir conmigo. Podríamos divertirnos mucho.


—No. Mi sitio está aquí —dijo él con rotundidad.


—¿Estás con alguien?


Lo vio negar con la cabeza y levantar la pala para rellenar el agujero.


Ahí estaban los trapos sucios de Pedro.


Lo observó unos minutos más hasta que él desapareció dentro de la cabaña.