miércoles, 20 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 6







No podía aguantarlo más. Solo llevaba veinticuatro horas fuera de la oficina, pero Paula Chaves, la mujer que podía concentrarse en libros de contabilidad y archivos, y revisar páginas y páginas de informes de vigilancia sin más sustento que una taza de café, tenia un serio hormigueo en las braguitas. Por cortesía de Pedro.


Tampoco la había ayudado escuchar cómo Elisa le relataba por teléfono su sesión privada con Ted. Su amiga se había explayado en los detalles íntimos, pero no le había dicho que fuera una cobarde por haber perdido la oportunidad de acostarse con el vecino. ¿Cuántas veces, a su edad, tenía la posibilidad de hacer algo tan estimulante y prohibido como sentarse con un hombre a oscuras a ver una película erótica? Entonces, ¿por qué se sentía tan reacia a subir las escaleras y descubrir lo que estaba haciendo Pedro en ese momento? Stanley Davison había salido de casa con una pequeña bolsa de viaje, y Paula había avisado a Ted para informarlo de que la casa estaba vacía y que podían proceder a la instalación.


Oficialmente, no tenía nada que hacer por el momento.


Pero ¿qué podía hacer con su tiempo libre y un sofisticado equipo de vigilancia?


Solo tenía dos opciones para apaciguar su obsesión. Podía salir por ia puerta e ir a ver lo que estaba haciendo en persona, o podía sucumbir a la tentación y observarlo con las cámaras.


Finalmente, soltó un suspiro de rendición y subió las escaleras.Tal vez, si aprendía un poco más de él, podría reunir el valor suficiente para seducirlo. El instinto le decía que Pedro Alfonso era un buen tipo, y, a excepción de lo sucedido con su ex marido, el instinto nunca la había engañado. Aunque si hubiera vigilado en secreto a Leonel, tal vez habría descubierto la rata que era. «Vive y aprende», sonaba la voz de su madre en sus oídos.


Sonrió y tecleó los códigos de acceso en el ordenador. Si observaba a Pedro una vez más y descubría algún detalle íntimo, quizá pudiera superar el bloqueo que la había inmovilizado cuando lo vio examinar su colección de películas eróticas.


Como el equipo de Ted cambiaría la configuración de las cámaras y los micrófonos para la nueva instalación en casa de Stanley, Paula guardó los códigos de Pedro en un archivo privado, bajo el nombre «Mírame».


Se puso a mirar habitación por habitación, buscando a su presa. Media hora antes, lo había visto hablando con Stanley, pero al estar de espaldas a ella no pudo leerle los labios.


No estaba en el porche trasero, ni en la cocina, ni la sala de estar ni el dormitorio, aunque la televisión estaba encendida y emitía un culebrón. Tampoco estaba en el desván, mucho más polvoriento y oscuro que la noche anterior.


Por último, comprobó el garaje, y entonces vio que se abría la puerta que lo comunicaba con la casa. Pedro entró y miró a su alrededor.Apartó las herramientas que había en el banco de trabajo, y abrió y cerró algunos cajones. No parecía estar buscando nada en particular. Entonces sus movimientos se aceleraron, y la expresión de disgusto se
tornó en frustración, como si quisiera algo que no podía encontrar. O peor aún, algo que no podía tener.


Vio que le daba una patada a un cubo. Paula había aprendido que Pedro era un hombre capaz de controlar sus acciones a voluntad, y quizá también sus emociones, pero en aquellos momentos se movía como un animal enjaulado, desesperado por liberarse de unos grilletes invisibles. A Paula le temblaron los dedos cuando lo vio asomar la cabeza por la puerta y mirar hacia su propia casa, como si estuviera buscando algo en esa dirección. Pero lo que hizo fue doblarse por la cintura, poner las manos en las rodillas y empezar a... ¿reír? En efecto, cuando se estiró de nuevo estaba riendo a pleno pulmón.


Era sorprendente ver a un hombre reírse solo con aquella facilidad. Sin duda era alguien que no reprimía sus emociones y que no se tomaba a sí mismo muy en serio. 


Una prueba más de que Pedro Alfonso sería el amante perfecto.


Antes de que Paula pudiera pestañear, lo vio salir por la puerta. Hacia su casa.



****


—¿Corres?


—¿Perdón?


Paula se apoyó contra puerta. Respiraba con dificultad, como si hubiera acudido corriendo a abrirle,o como si hubiera estado haciendo alguna clase de ejercicio físico. Se secó el sudor de la frente, haciendo que Pedro buscara más signos de humedad por otras partes de su cuerpo.


Como en el borde de su labio superior, en sus hombros descubiertos, entre los pechos... lo suficiente para formar una sombra en el top de algodón azul.


—Voy a correr un poco —explicó él—.Y he pensado que tal vez quisieras acompañarme.


— ¡Es más de la una! Nadie en Florida corre a esta hora del día, a menos que quieras pillar una insolación. 


Pedro se echó a reír.


—No es para tanto. Hay mucha sombra.


Ella le echó una escéptica mirada con las cejas arqueadas, y él reconoció que había exagerado un poco. Aun a la sombra de los centenarios robles que se alineaban en la acera, correr a esa hora era abrasarse. Pero Pedro necesitaba salir de su casa cuanto antes. En otras circunstancias se habría ido a la playa, o a montar en canoa por el río Hiusborough, o a conducir por la interestatal hasta que se le apaciguaran los ánimos.


No podía recordar un tiempo en el que no hubiera renido que luchar contra lo que su padre llamaba en broma «el síndrome del movimiento perpetuo». Pedro siempre necesitaba moverse, desplazarse, hacer algo. De ío contrario se volvía irritable, destructivo y hasta mezquino. De niño, su inquieta personalidad le hizo pasar muchas horas en el despacho del director de cualquier academia militar.


De adulto, se había asegurado de que su comportamiento apenas molestase a aquellos que lo rodearan... aunque desde hacía un tiempo no paraba de cuestionar su decisión de sacar el arma y abrir fuego en su ultima operación policial, y se preguntaba si podría haber controlado la situacíón de otro modo.


Pensaba que era normal darle vueltas a un asunto, siempre y cuando no indujera a duda en uaa situación difícil. De modo que se lanzó al único punto en el que no tenia la menor duda: su atracción hacia Paula Chaves. Paula, la razón por la que sentía la irrefrenable necesidad de patear el pavimento bajo el sol del mediodía.


Jamás había sentido una frustración semejante con una mujer a la que no hubiera besado... Una frustración que muy pronto remediaría si ella no paraba de pasarse la lengua por los labios mientras consideraba su oferta.


—Lo siento, Pedro. Ni siquiera corro cuando hace frío.


Él la miró con apreciación. Era imposible mantener una figura tan fuerte y esbelta sin sudar un poco.


—¿En serio? Entonces, ¿qué ejercicio haces?


Ella sonrió, consiente del sentido implícito de la pregunta.


—¿Te gustaría saberlo?


—La verdad es que sí. Mucho.


Paula lo miró con ojos entrecerrados. No solo no parecían importarle las insinuaciones, sino que además le gustaban. 


A Pedro le encantaba aquella mujer.


Y entonces, sin la menor discreción, se fijó en sus poderosos muslos y en su trasero. Pedro se quedó encantado. Tal vez la decisión de correr con cuarenta grados de temperatura hubiera sido la acertada.


—¿Por qué no vas a correr y a sudar un poco? Si luego no necesitas atención médica, te lo enseñaré.


Paula cruzó la piscina a nado por vigésima vez, dio una vuelta debajo del agua y se impulsó en la pared para seguir nadando. Los pulmones, con el aire contenido, empezaban a quemar. Sacó la cabeza hacia un lado y tomó una rápida respiración sin aminorar la velocidad.


Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero estaba decidida a nadar al menos medio kilómetro. Llevaba dos semanas sin hacer ejercicio, hasta que la sugerencia de Pedro le hizo ponerse el bañador, Estaba baja de forma, y mientras se esforzaba por completar un largo, se preguntó si no debería haber empezado con un ritmo más suave. Pero ella era una persona a la que gustaban las facilidades. Todo lo que quería se convertía en su obsesión. No siempre era lo más saludable, pero no podía luchar contra su naturaleza... como tampoco podía luchar contra la atracción del vecino de enfrente.


Sacó de nuevo la cabeza para tomar aire, y entonces oyó un chapoteo y recibió un torrente de agua. Dos fuertes manos fa agarraron por la cintura.Tras darle un segundo para que se llenara de aire los pulmones, la sumergieron bajo el agua. 


Pedro no la mantuvo sumergida mucho tiempo. Pronto la soltó y dejó que saliera a la superficie para respirar mientras él nadaba hacia el borde con poderosas brazadas, ¿Cómo era posible que se moviera con tanta energía después de estar una hora corriendo bajo el implacable sol de Florida?


Lo vio pararse en el borde y echarse el pelo hacia atrás. La piel le brillaba, como si fuera algún dios marino.


—¡Vaya! ¡Esto sí que es una buena forma de acabar una carrera!


Nadó de espaldas hacia ella, ofreciéndole una sobrecogedora visión de sus pectorales, brazos y hombros


—¿No preferirías nadar en vez de correr?


Él se detuvo y se volvió, quedando su rostro a solo unos centímetros de ella.


—No lo sé. Para mí la natación es puro recreo, mientras que al correr puedes sentir cómo trabajan los músculos. Sin dolor no hay progreso. Pero al estar en el agua contigo siento que me vuelven todas las energías.


—¿Ah, sí?


Paula oyó que se cerraba la puerta de un coche y que un motor se ponía en marcha. Estupendo. Ted y su equipo habían acabado. Al día siguiente podría volver al trabajo asignado, o en cuanto Stanley volviera a casa.


Pero, de momento, tenía a Pedro casi desnudo en la piscina de su jardín.


—¿Quiénes eran esos? —preguntó él con una inocente expresión de curiosidad.


—¿Quiénes? —a Paula le dio un vuelco el corazón.A aquel hombre no se le escapaba nada.


—La furgoneta que estaba aparcada ahí fuera. AAA-Team Electronics. Nunca he oído hablar de ellos. —Pues son los mejores. He tenido problemas con la instalación eléctrica. La acaban de arreglar.


—No han estado aquí mucho tiempo.


—Ya... Han terminado enseguida. No quería que interrumpieran mi baño. Te prometí que te enseñaría cuáles eran mis ejercicios físicos.


Le hizo un guiño y lo salpicó ligeramente, orgullosa y preocupada a la vez por haber hablado con tanta facilidad. 


Era un buen talento para una investigadora privada, pero no tan bueno para una amante potencial.


—He preparado limonada —hizo un gesto hacia la garrafa helada que estaba sobre la mesa, bajo la sombrilla—. ¿Te apetece un poco?


Él se humedeció los labios, pero negó rotundamente con la cabeza.


—Ahora no. Estabas entrenando. No debería haberte interrumpido.


—¿Me estabas observando antes de tirarte a la piscina?


—Nadas muy bien.


Paula metió la cabeza en el agua y la sacó inclinada hacia atrás, para apartarse el pelo de la cara. Una sensación de calor se arremolinó en su interior.


—Me encanta nadar. Es el único ejercicio que hago con regularidad.


—¿El único? —le preguntó con la ceja arqueada. A Paula no le resultó difícil captar la insinuación. .. y solo lo conocía de un día.


—Tienes una mente maliciosa —lo reprendió.


—Algunas mujeres dicen que tengo una mente sucia.


—No creo que el sexo sea algo sucio. ¿Y tú?


—No si se hace bien.


Paula no tenía la menor duda de que su vecino sabía cómo practicar bien el sexo. La pregunta era: ¿tenía ella el valor para descubrirlo?


Nadó hacia atrás, y se sentó en la escalera, con el agua resbalando por los hombros.


—No sé mucho de ti —le dijo—. Quizá no deberíamos hablar de sexo hasta que hayamos cubierto los pormenores. Por ejemplo... ¿Cómo te ganas la vida? ¿O eres rico?


Él se irguió frente a ella, obligándola a mirar cómo el agua se deslizaba por su musculoso cuerpo, y le tendió la mano. : —Pedro Alfonso, explorador de los Yankees. los pítchers son mi especialidad. Estoy soltero y nunca me he casado.Tengo una mascota que venía incluida con la casa. Soy Escorpio y mi color preferido es el rojo —con la mano que ella no había estrechado le acarició un mechón que le caía sobre el hombro.


Paula lo miró a los ojos y decidió que su color favorito era el verde. Verde esmeralda, con motas negras y brillos ambarinos.


—Sí, el rojo me gusta mucho... —continuó él, y volvió a meter la mano bajo el agua—. Excepto en los extractos de mi cuenta bancaria, que suelen estar en negro. Me encanta la comida japonesa, aunque no soporto el sushi, y el caviar. Me gusta que el vodka esté muy frío, y tengo una increíble debilidad por las mujeres a las que les sienta mejor un bañador de una sola pieza que un biquini.


Paula se miró el bañador que había elegido. Había creído que era bastante discreto, hasta que vio los ojos de Pedro ardiendo de deseo, y agradeció en silencio no haberse puesto el biquini.Aun con los pechos y el cuello cubiertos de lycra,la piel desnuda de los hombros, brazos y espalda le vibraba ante la intensa mirada de Pedro. 


—Eso se mucha información —concluyó él. —¿Hay algo que te haga arrepentirte por haberme invitado?


Paula negó con la cabeza. Por suerte Pedro no podía suponer que ella también conocía su afición por el taekwondo y los culebrones. No le gustaba la falta de honradez, pero no sabía cómo aclarar aquello.Tal vez no tuviera que hacerlo, o tal vez se le ocurriera un modo para ser honesta con él en el futuro. Pero no sobre Stanley, claro. 


No podía echar a perder el caso solo por ser amable con un amante potencial.


Entonces se le ocurrió algo en lo que sí podría ser completamente sincera. Su interés por Pedro. Su lujuria y deseo. No tenía por que disimular eso.


Casi tenía las palabras en la boca cuando él empezó a salir lentamente de la piscina, con el agua chorreando por sus piernas endurecidas y su moldeado trasero.


—¿Qué tal si nos sirvo a ambos una limonada mientras tú acabas de nadar?


—Ya he acabado —dijo ella.


—Dijiste que podía mirar —respondió él mientras se secaba la cara con una toalla.


—Ya me has visto antes de tirarte a la piscina —replicó ella, consciente del desafío que ardía en aquellos ojos verdes. 


—Pero no sabes lo que estaba mirando —le recordó con un sugerente susurro; el tipo de susurro que un hombre pronunciaba justo antes de introducirse en una mujer.,. Se sentó en la tumbona y tomó un sorbo de limonada—. Saber que alguien te está mirando lo cambia todo, ¿no crees?





LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 5




Mientras caminaba, Paula cerró los ojos para bloquear su aprensión. Siempre había fastidiado la espontaneidad por su manía de juzgar a los hombres.


«Sigue la corriente, Paula. Dijiste que ibas a tener una aventura con él, y no podrás hacerlo sin flirtear un poco».


Por suerte, conocía lo suficiente su nueva casa para ir de la cocina a la sala de estar sin tropezar con ningún mueble.
No podía creer que estuviera haciendo aquello. De momento...


Ai menos, podía pensar con claridad mientras atraía hacía las escaleras al hombre más sexy que había conocido en su vida.


Cuando las pisadas de Pedro se detuvieron tras ella, al pie de la barandilla de roble, a Paula le dio un vuelco el corazón. Si lo llevaba arriba, descubriría las cámaras... y un vicio que no era el que tenía pensado enseñarle.


¿Y si ya lo sabía?, pensó con temor. ¿Y si solo había coqueteado con ella para que le permitiera entrar en la casa y de ese modo confirmar sus sospechas?


Había apagado los monitores antes de bajar, pero una mirada bastaría para descubrir la intención de todo ese equipo.Y puesto que Pedro era amigo del hombre al que supuestamente tenía que estar vigilando, se vería en una situación muy embarazosa.


Abrió los ojos y se giró para mirarlo.


—Ya casi estamos —le dijo con una entonación musical que disimulaba su miedo.


—Eres una mujer valiente —respondió él—. Casi toda la gente que conozco esconde sus vicios.


Ella meneó las caderas, intentando parecer despreocupada e impertinente. Él había usado la sinceridad para desarmarla, por lo que podía probar con la misma táctica.


—No todos los vicios se dan en el dormitorio.


—Cierto.Yo prefiero la cocina.


Ella lo miró con las cejas arqueadas y tardó unos segundos en reaccionar.


—¿Tu debilidad es el paladar?


—Mi debilidad es el apetito —respondió palmeándose el estómago, liso y musculoso bajo la camiseta.


Se suponía que ella no sabía que se tomaba cajas de donuts para desayunar, ni que se entrenaba duramente para quemar las calorías.


Ni tampoco que dormía desnudo. Lo miró de los pies a la cabeza. —No pareces un hombre que pueda controlar su apetito.


Pedro se mordió los labios, y Paula supo que le estaba resultando muy difícil mantener una conversación inocente entre todas aquellas insinuaciones. Solo se conocían de diez minutos, pero había duda de que había una atracción mutua.


—Tengo algunos métodos para controlar mi apetito —contestó.


Ella se encogió de hombros. También tenía sus propios métodos para saciar su apetito, pero si las cosas salían aquella mañana como había decidido, no necesitaría más consolaciones en solitario durante una buena temporada.


—Por desgracia, no todos tenemos esa suerte —reconoció, y encendió la luz del dormitorio—. Este es un apetito que no he podido saciar, y me cuesta una pequeña fortuna.


Cruzo el arco de entrada y esperó a que la siguiera. Cuándo él entró, los ojos se le abrieron como platos al ver la enorme pantalla de televisión que dominaba la pared. Había sido un regalo de tío Noah para celebrar su primer trabajo de campo.


Solo su tío apreciaba la colección heredada de Paula. Su único vicio; o, más bien, el único vicio que podía compartir con un hombre al que había conocido quince minutos atrás,
Vídeos. Estantes y estantes llenos de vídeos. Desde películas clásicas, hasta cintas pirateadas y grabaciones de televisión. Paula no se enteró de que su tío Noah había transportado allí el material destle la oficina, hasta que esa mañana entró en la habitación para buscar el número del mecánico que arreglaba su coche. Aquella habitación era la única que disponía de un ventilador de pared en toda la casa, de modo que era el sitio perfecto para guardar las cintas a la temperatura adecuada. Gracias a ello aquel estudio sería su medio de escape de la tensión profesional.Y solo su tío Noah vería semejante lujo como una necesidad.


—Parece que te gustan las películas —comentó Pedro, echando una ojeada a ía colección de Alfred Hitchcock. 


—Ya te lo dije. Es un vicio.


—¿Las has visto todas?


—No —respondió con una sonrisa—. De hecho, no he sacado ninguna de su funda desde hace más de un año.


Pedro agarró una película de ciencia ficción. Era muy reciente y aún conservaba el envoltorio de plástico.


—Pero las sigues comprando. Paula se acercó y le quitó la película de la mano.


—Sí, así es. No puedo evitarlo. No sé cómo voy a sobrevivir al paso del vídeo al DVD —le indicó una fila de randas más pequeñas y delgadas, meticulosamente alienadas en una estantería sobre el televisor.


—Si no las ves, ¿por qué las coleccionas? 


Paula lo pensó antes de responder. La verdad no era nada escandalosa, pero no quería compartir nada con un desconocido. Con Pedro solo quería mantener una relación sexual, y si se lo contaba, le estaría abriendo una puerta que luchaba cada día por mantener cerrada.


—La costumbre... Mi padre empezó a coleccionarlas hace años. Cuando murió, las heredé todas, y las conservo en su recuerdo.


Pedro se fijó en un estante de la esquina, dándole a Paula la posibilidad de recuperarse. Orlando Alfonso había sido un fanático de las películas, y sus gustos variaban desde lo artístico hasta lo prohibido, y hasta Paula se ruborizó cuando descubrió su colección erótica. Una colección que ella misma había doblado en el último año de soledad.


Cuando Paula reunió el valor suficiente para preguntarle a su madre por los curiosos gustos de su padre, Margarita Alfonso se limitó a esbozar tina sonrisa con una mirada distante de satisfacción.Aquella respuesta le bastó a Paula, y quedó agradecida de que su madre albergara tan buenos recuerdos de su padre, cuya muerte había llegado demasiado pronto.


Ninguno de sus tres hermanos ni su hermana protestaron cuando fue ella quien heredó las películas. Patricio se quedó con el revólver que su padre uso en la Guardia Nacional. 


Santiago recibió la chaqueta de cuero y la Harley Davidson que su padre había conducido durante veinte años. lan heredó la colección completa de objetos de béisbol, incluido el ticket rasgado de la primera visita de Orlando a Camden Yard. Y Maite, la pequeña de la familia, tuvo el tutu rosado con destellos plateados que su padre le compró tras su primer año de baile. Ella se lo había confiado cuando se marchó a Paula a estudiar con los profesionales, y en su testamento Orlando se lo había devuelto.


Y Paula se quedó con las películas, incluidas las grabaciones en ocho milímetros de excursiones familiares y eventos especiales.


De todos los cinco hijos, solo Paula compartía el amor de su padre por las películas. Orlando Chaves llevó ese amor a su carrera profesional, escribiendo reseñas para las noticias, antes de que la leucemia le robara las fuerzas. Cuando no pudo seguir escribiendo, pasó sus últimos meses rodeado de lo que más quería: su familia y sus cintas. Paula ahogó un gemido. ¿Se sentiría su padre orgulloso de que usara ese legado como medio de seducción?


Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que Pedro tenía en las manos una copia de Nueve semanas y media.


—Tal vez no lo creas —le dijo—, pero nunca he visto esta.


Paula pensó que debería invitarlo a verla, preparar palomitas de maíz, apagar las luces y ver adonde los llevaba ese título tan provocativo.


—Si quieres puedes llevártela prestada... Ya sé dónde vives por si tengo que reclamarla —dijo en tono jocoso. Por suerte


Pedro tuvo la delicadeza de fingir decepción.


—No creo que sea este el tipo de película que un hombre deba ver solo —dejó la cinta en su sitio y se metió las manos en los bolsillos.


—Puede que no —corroboró ella.


A eso siguió un largo silencio, tan denso que casi podía palparse en el aire.


—Supongo que debería marcharme ya —dijo él—.Tendrás muchas cosas que desempaquetar.


Ella asintió, a pesar de que ya estaba todo desempaquetado.


—Parece que no van a acabarse nunca —mintió, sintiéndose una cobarde.


Pedro se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo Paula le bloqueaba el paso, y no había modo de pasar a su lado sin tocarla. Tragó saliva con dificultad. Paula se humedeció los labios y se apartó lentamente. Cuando él llegó a la puerta de la calle y la abrió, se dio la vuelta y sonrió. Paula se sintió sacudida por una ola de deseo.


—Estaré en casa —le dijo—.Avísame si necesitas algo... como compartir algún otro vicio.


Su mirada burlona y el tono de su voz incitaron a Paula a salir de su cascarón, fuera del mundo que se había creado con cintas de vídeo que no veía y fantasías que no reconocía... desde que pillara a su marido con la amante de turno.


—Oh, no. la próxima vez te toca a ti compartir un vicio.


Pedro asintió con una sonrisa devastadora.


—Suena bien. Pero deberías ir con cuidado, Paula Chaves. Tengo una colección completa.


Salió y cerró la puerta, pero Paula no pudo callarse la respuesta.


—Oh, sí, apuesto a que la tienes.



*****


Ella no tenía antecedentes, ni siquiera una multa de aparcamiento, A Pedro no lo sorprendió, ya que Paula Chaves no le pareció el tipo de mujer que fuera contra la ley.


Dejó de hablar por el teléfono móvil, sintiendo una punzada de culpa por haber investigado a su hermosa vecina. Sabía que tenía otros métodos para averiguar cosas sobre ella, pero aun así le encargó la búsqueda a la División de Vehículos y al juzgado municipal. No tenía ningún coche a su nombre, lo cual era extraño, pues Tampa no se caracterizaba por el transporte público.


Los archivos judiciales la tenían registrada como testigo en un caso domestico de dos años atrás, y, justo antes de eso, como demandante de su propio divorcio.


De modo que la búsqueda no había sido un fracaso total.


Se quedó de pie en el porche trasero, con el teléfono en una mano, mientras Crash, el gato que había heredado junto a la casa, se frotaba contra sus zapatillas deportivas. Pedro movió el píe, acariciando al animal, sabiendo que el juego del felino no duraría mucho. El gato estaba tan sobrealimentado que pronto se cansaba de moverse y se tumbaba a dormir. Cuando se mudó a la casa, pensó que el gato le serviría de distracción en las largas horas que Stanley pasaba fuera. Para un hombre con una supuesta lesión de espalda, Stanley Davison pasa mucho tiempo fuera de casa.Jake y él habían decidido que seguirlo en sus paseos por la ciudad en su Mercedes era arriesgado, de modo que Pedro limitó esa vigilancia a una o dos veces por semana.


Las actividades conocidas de Stan eran los almuerzos en el Bine Star Diner, las visitas a un vivero, alguna visita a la biblioteca y sus sesiones de fisioterapia... todo ello financiado con el dinero del ayuntamiento. Pedro sabía que, estando en público, Stan no cometería ningún desliz que hiciera dudar de sus lesiones. Los estafadores solo se relajaban en casa o durante las vacaciones, y eso era lo que Pedro debía grabar.


Lástima que los únicos momentos íntimos que Pedro quería grabar fueran con su hermosa vecina de enfrente.


Cerró los ojos y se forzó a permanecer en el porche trasero.


Si cedía a la tentación de ir a ía parte delantera solo conseguiría empeorar las cosas. Después de salir de casa de su vecina, la había visto descorrer todas las persianas, bañando de luz el interior y permitiendo a él seguir sus movimientos. Se pasó un largo rato hablando por teléfono. 


Pedro se preguntó cómo se ganaría la vida, si tenía familia, si tendría alguna relación... y si había rechazado la insinuación de ver juntos la película porque estaba tan excitada como él.


—¿Vas a podar tus rosas de nuevo? 


Pedro reaccionó inconscientemente como un policía y se dio la vuelta. Stanley había salido por fin de su casa. Solia dormir mucho, pero ¿hasta tan tarde? Pedro se guardó el móvil en el bolsillo trasero y echó un discreto vistazo al reloj mientras agarraba la gaseosa del barandal. Eran casi las once de la mañana, —No. No tengo por qué ocuparme de ellas todos los días, ¿verdad? Quizá acabe plantándolas en casa mi madre.


Stan se echó a reír. Parecía una risa sincera. Un signo de que Pedro empezaba a hacer progresos. Había creído que las rosas serían la clave, pero la verdadera llave fue la compasión que Stanley sentía hacia un hombre adulto con una madre problemática. En el caso de Pedro era una madre ficticia, ya que Silvia Alfonso había muerto en accidente de coche cuando él solo tenía dos años. La madre de Stan, sin embargo, vivía en Nueva York, y no parecía tener nada malo que decir de su hijo, quien, gracias a la indemnización, le había pagado una plaza en un lujoso retiro de Long Island. Pero Stan seguía quejándose, y Pedro supo usar esas quejas como medio de acercamiento. Y había tenido éxito, igual que la cesta de limones con Paula.


—Una vez a la semana ya es suficiente acción para las rosas —dijo Stan mirando su propio jardín, que empezaba a dar muestras de abandono—. Supongo que yo también debería hacer algo. Esto empieza a parecerse a una jungla.


—¿Necesitas ayuda? No tengo nada que explorar esta semana.


Pedro había fingido ser un explorador de la de béisbol por varias razones. No solo le permitía tener otro punto de conexión con Stan, un fanático de ese deporte, sino que además le daba la excusa perfecta para tener en casa todo un equipamiento de vigilancia, como prismáticos y cámaras. Sin mencionar su afición y conocimientos de béisbol. —No, hoy no toca trabajo de jardinería —dijo Stan—.Tengo otra florecilla que cultivar esta tarde —esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un adolescente que hubiera conseguido una cita con ía reina del baile.


—¡Vaya con Stan.—exclamó Pedro, exagerando su impresión—. ¿Quién es?


Stan se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no engañó a Pedro. Cuando bajó del porche para acercarse a la valla junto a Pedro, lo hizo con la rigidez propia de un hombre con graves lesiones. Los médicos habían opinado que no tenía nada, pero el médico personal de Stan había diferido completamente, y al final fue su dictamen el que ganó. —Todavía no puede decirse nada, no vaya a ser que se estropee —respondió—. He quedado con ella para comer.


—¿Vas a llevarla a algún sitio romántico?


—He dicho que he quedado con ella, no que vaya a llevarla a ningún sitio. No quiero presionarla.


Pedro asintió y tomó un trago de gaseosa. —Bien pensado.


—¿Y tú? Puede que lo que necesites para salir de tu aburrimiento sea un poco de romanticismo. 


Lo último que Pedro quería era hablar con aquel estafador de su nula vida amorosa, pero no podía permitirse ser rudo ni esquivo.


 —En estos momentos estoy entre varias mujeres.


—¿Has visto ya a nuestra nueva vecina? —preguntó Stan metiéndose las manos en los bolsillos —. La vi esta mañana cuando salió a cerrar los aspersores. No esta mal.


«Nada mal», pensó Pedro, pero no dijo nada. —Esta mañana estaba con una amiga que es más mi tipo —continuó Stan—.Con más curvas y carácter. Ardiente... Me pregunto si debería llevarle flores a la vecina e intentar que nos presentara.


Pedro sabía que se estaba refiriendo a Elisa, pero no le gustó la idea de que alguien como Stan se acercara Paula, y mucho menos con flores.


—Conocí a su amiga esta mañana.Tiene novio.


—Lástima —dijo Stan frunciendo el ceño—. Bueno, si todo sale bien, yo también tendré novia. 


Hizo un gesto de despedida y se volvió hacia el porche, para subir por la rampa recién instalada. Aunque Pedro se alegraba de que se marchase, se dio cuenta de que no podía desperdiciar aquel nuevo paso en la relación con Stan. 


Solo le quedaban unas pocas semanas por delante, y aún tenía que conseguir algo.


—Esta tarde voy a ver el partido de Chicago — le gritó desde el porche—. ¿Quieres venir y lomar algunas cervezas? 


Stanley negó con la cabeza. —Me encantaría, vecino, pero después de comer tengo que ir a la biblioteca y luego a rehabilitación. Y he quedado para cenar con un amigo. No volveré hasta tarde. Gracias por la invitación. ¿Lo dejamos para otro día?


Pedro asintió y vio cómo Stan se metía en la casa. Otra tarde sin hacer nada... Entró y llamó a Jake por teléfono. —Stan tiene una cita. ¿Podrías pasarte por el Blue Star y vigilarlo?


—Sí, justamente lo que quería hacer —se quejó Jake—.Vigilar la vida amorosa de ese cretino.


—Seguramente sea más excitante que la nuestra —dijo Pedro acercándose a la ventana. —No hables por los demás. Pedro se detuvo antes de abrir una rendija en la persiana, Jake y él tenían la misma edad y muchas cosas en común. Los dos habían estado en el Ejército, y los dos lo habían abandonado para entrar en la policía. Y ambos eran solteros y con una merecida reputación de seductores.


Los dos preferían los casos difíciles y perseguir a los criminales antes que embarcarse en una relación estable con una mujer. Pero, últimamente, Jake mostraba signos de inquietud, que Pedro atribuía a la falta de sexo... Los mismos signos que él mostraba en esos momentos. En el caso de Jake la situación se agravaba por la presencia de una misteriosa escritora en la academia de policía donde impartía clases los sábados por la tarde. Y en el caso de Pedro, era por Paula. —Vaya... ¿Al fin te has atrevido a cazar a Daniela Míchaels?


Jake carraspeó un par de veces y no dijo nada. —¿Le has pedido salir? —insistió Pedro.


—No exactamente.


—Entonces, ¿qué? —Pedro se apartó de la ventana y se dejó caer en el sofá—.Aquí me muero de aburrimiento,Tanner. Como no haga algo pronto, voy a acabar enganchado a los culebrones de la tele. ¿Sabías que Tad ha vuelto a sus viejos trucos? ¿Y que el tío Chandler son en realidad dos personas? Pues sí, son gemelos. Chico, yo no tendría que saber toda esa bazofia.


Solo había visto un episodio de All My Children, y ya estaba contando el tiempo que faltaba para la una. —Me estás asustando, Pedro.


—Qué me vas a contar.


—Tal vez seas tú quien necesite una mujer.


Pedro cerró los ojos y recordó el olor a limón.


—¿Sabes qué, socio? Puede que tengas razón.