domingo, 17 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 3





Paula y Jorge llegaron a casa de los Webster poco después de las nueve. Ella sólo podía pensar que Jorge pretendía llevar lejos a Santy y anhelaba el fin de la velada, para poder quedarse a solas con sus pensamientos y convencerse de que su plan funcionaría.


Una fila de coches de altos vuelos, Bentleys, BMWs, Ferraris, ocupaba la calzada. Los focos iluminaban la enorme mansión. Tomas detuvo el coche ante la entrada y abrió la puerta trasera de la limusina Mercedes. Jorge bajó y le ofreció una mano. Ella la ignoró. Él frunció el ceño un milisegundo y luego sonrió.


—Te llamaré al móvil cuando estemos listos para volver a casa, Tomas —dijo.


—Sí, señor —asintió Tomas.


Jorge rodeó la cintura de Paula con un brazo y, posesivo, la atrajo hacia así, obligándola a caminar junto a él. Era una representación que había perfeccionado. Los Chaves: pareja felizmente casada. Marido amantísimo. Esposa mimada.


Ramiro y Silvia Webster estaban en el umbral. Ramiro un ex levantador de pesas que había dejado que se le ablandaran los músculos, solía llevar trajes un poco apretados como si fuera incapaz de admitir que ya necesitaba una talla mas. Silvia, cinco centímetros más alta que su marido, era la viva imagen de la elegancia; llevaba el pelo oscuro recogido con un pasador de diamantes y un vestido rojo de seda que acariciaba cada una de sus ejercitadas curvas.


La casa de los Webster, una de las mejores de Atlanta, tenía piscina interior, pista de frontón y un inmenso salón de baile, donde se celebraba la fiesta. Una prueba de que la discreción era muy lucrativa.


—Hola, Jorge, Paula —Ramiro le dio la mano a Jorge y luego se inclinó para rozar la mejilla de Paula con los labios. Sus ojos se encontraron, pero él movió la cabeza, evitando su mirada, mientras saludaba a Silvia.


Riendo por algo que Jorge le había susurrado al oído, Silvia se volvió hacia Paula.


—Vamos a por algo de beber y te hablaré del fabuloso modisto que he descubierto. Opino que sus creaciones te quedarían perfectas.


—Luego te buscaré —dio Jorge, con voz grave.


Paula siguió a la otra mujer por el vestíbulo. La escalera estaba decorada con poinsetias rojas. De la barandilla colgaban guirnaldas de hojas de magnolia, que también adornaban la entrada al salón de baile. Las lámparas de araña creaban destellos en las botellas de Dom Perignon y las copas de cristal. Un cantante, vestido de esmoquin, entonaba una melodía de Sinatra, situado ante una pequeña orquesta.


—Me encanta el abrigo —comentó Silvia, acariciando la manga del visón de Paula.


—Gracias —Paula se lo entregó a un mayordomo. Ella lo odiaba. Y se despreciaba a sí misma por llevarlo puesto, cuando siempre le había repugnado la idea de que mataran animales por su piel. Pero, sobre todo, odiaba el abrigo porque había sido una de las extravagantes disculpas de Jorge. Una de muchas.


—Te eché de menos en el desfile de modas de ayer —Silvia le pasó una copa de champaña—. Algunos de los modelos náuticos eran para morirse.


—¿No me digas? —Paula tomó un sorbo, sin mirarla.


—Ojalá pudiera permitirme tu indiferencia —Silvia emitió un ruidito de desagrado—. Pero tú estarías fantástica aunque te pusieras un saco encima.


Paula se preguntó qué habría dicho Silvia si le contara lo que ella veía al mirarse al espejo.


—¿Encontraste algo para tu crucero a St. Barts? —preguntó, obligándose a hacer conversación.


—Unas cuantas cosas —Silvia se animó—. Pero ahora estoy penando en la gala del Hospicio Martin, el día dos. Sigues pensando en ir, ¿verdad?


Lo cierto era que ella lo había olvidado. Jorge le había llevado la invitación y sugerido que fuese con Silvia. Era bueno dejarse ver en ese tipo de eventos. Paula habría preferido hacer una donación anónima, pero él no quería que desperdiciase la oportunidad de obtener el reconocimiento público.


—Yo… sí —contestó.


—Es una gala benéfica, claro, pero tengo entendido que Neiman ha reservado parte de su colección de primavera para donarla.


—Que generoso —comentó Paula.


Silvia procedió a contarle cómo Carol Estings virtualmente le había arrancado de la mano un bañador de Dolce & Gabbana la semana anterior, cuando estaban de compras en Saks.


Paula emitió los ruiditos de interés apropiados, mientras deseaba poder acelerar el paso del tiempo. Dejar atrás el inevitable desenlace de la noche. Incluso si se quedaba sola en una esquina, algo serviría de detonante. Un camarero que le sonriera al pasar, un hombre casado que le preguntase dónde quedaba el cuarto de baño.


No tenía por qué tener sentido. Rara vez lo tenía. El desenlace era inevitable.


LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 2





La fiesta sorpresa no lo fue en realidad.


Pedro Alfonso se dijo que debía estar agradecido a sus colegas de la oficina del fiscal del distrito de Atlanta por despedirlo con buenos deseos y no con maldiciones.


En realidad habrían sido más lógicas las maldiciones, teniendo en cuenta lo insoportable que había estado los últimos dos meses.


Aun así, deseó que no hubieran celebrado la fiesta. 


Marcharse de allí ya era lo bastante difícil como para encima hacerlo con una sonrisa.


Desde el pasillo, oyó risitas y murmullos en su despacho. 


Cuanto antes entrara, antes acabaría todo. Suspiró y obligó a sus pies a moverse.


—¡Sorpresa!


El saludo estalló en sus oídos, seguido de algunas quejas por el tiempo que había tardado en regresar de la sala de archivos.


—A cualquiera podría darle artritis por estar tanto tiempo en tensión —dijo Kevin Travers, moviendo la cabeza. Tenía el pecho ancho como un tonel y una voz a juego. En su papel de fiscal de distrito, la utilizaba para intimidar siempre que lo creía oportuno—. Entra, Pedro, y corta esta tarta —tronó.


—¿La has hecho tú? —preguntó Pedro, acercándose a la mesa y levantando el cuchillo.


—La hizo Ana—Kevin sonrió y le dio una palmada en la espalda—. Y me dijo que me asegurase de que comías un trozo.


—Estás casado con una de las mejores cocineras de Atlanta. Comería cualquier cosa hecha por ella —Pedro miró los rostros que había llegado a conocer tan bien en los últimos nueve años. En su mayoría, eran buena gente. 


Echaría de menos trabajar con algunos de ellos, sobre todo con Kevin. Compartían la misma filosofía sobre cómo debería funcionar el sistema, y a ambos les desagradaba que, con frecuencia, no lo hiciera.


—No deberíais haber hecho esto —dijo Pedro al sonriente grupo.


—Cambia de opinión sobre marcharte y descolgaremos los globos, nos comeremos la tarta y simularemos que esta fiesta sorpresa nunca ocurrió —sugirió Eleana Elliott, la secretaria de Kevin. Estaba apoyada en un archivador, en una esquina del despacho, observándolo. Llevaba unas de esas gafas de marco oscuro que daban un aspecto aún más inteligente a aquéllos que ya lo eran de por sí.


Se oyeron murmullos de aprobación.


—No empecemos con eso otra vez —Kevin alzó una mano—. Pedro renuncia a ser funcionario. Dejad de darle la lata. Se supone que esto es una fiesta. Así que corta la tarta, Alfonso.


Alguien puso música y la atmósfera se aligeró. Algunos empezaron a bailar.


Pedro paseó entre la gente, agradeciéndoles sus felicitaciones por su nuevo trabajo. Aunque sabía que la mayoría de ellos lamentaba verlo marchar, una parte de sí mismo lo obligaba a hacerlo. Si quería mantener la cordura, no podía quedarse.


Una hora más tarde, alguien dijo que hacían falta más vasos. Pedro se ofreció a ir a buscarlos, agradeciendo un momento de escape. Fue al despacho contiguo, encontró vasos tras el escritorio, se sentó y se recostó, cerrando los ojos. No lo echarían de menos durante unos minutos. 


Llevaba varias noches durmiendo un máximo de cuatro horas, normalmente en el sofá de su despacho, mientras ponía en orden todos los asuntos pendientes. Estaba agotado.


—Eh, sabes que yo tampoco quiero que te vayas.


Pedro alzó la cabeza. Kevin estaba la puerta, con un hombro apoyado en la jamba.


—Sólo porque echarás en falta mis cafés.


—Cualquiera puede traerme el café de Starbucks —rezongó Kevin.


—Sí, pero yo traigo justo el que te gusta.


—Cierto —Kevin entró, se sentó frente a él y colocó las manos detrás de la cabeza—. ¿Qué planes tienes? ¿Encontrar una buena mujer? ¿Formar un hogar?


—No me quejo de mi estado civil actual —Pedro apoyó un codo en el brazo de la silla.


—Tu estado civil está bien para divertirte los sábados por la noche, pero tu cama debe de estar bastante fría el resto de la semana.


—No lo he notado.


—Ya lo notarás un día de éstos —rezongó Kevin.


—Me va mejor solo. Además, no quiero ser responsable de nadie que no sea yo mismo.


—A mí eso me parece bastante solitario.


Pedro no contestó. No podía negar que a veces se sentía solo.


—Quizá sea bueno que te vayas de aquí —añadió Kevin tras un breve silencio—. Desde que llegaste te has dedicado a cada caso como si tu propia salvación dependiera del resultado.


—Tal vez fuera así —musitó Pedro.


Kevin suspiró con expresión de cansancio.


—Hicimos cuanto pudimos por esa niña, Pedro. Tú lo sabes.


Las palabras quedaron en el aire. Desde que se dio el veredicto, era la primera referencia que hacían al caso. 


Pedro se irguió en la silla.


—Sí. Eso me repito continuamente.


—Lo hicimos.


—Me relajé demasiado —dijo Pedro con voz grave—. Pensé que tenía el caso bien atado. Y por eso, ese desgraciado quedó libre.


—El jurado lo creyó a él.


—Aún era una niña —comentó Pedro con tristeza. Catorce años. Más joven que su hermana. Lo asaltaron malos recuerdos y puso fin a sus pensamientos.


—¿Crees que no me destroza ver a seres despreciables como Dayton escaparse sin pagar sus culpas? Hago cuanto puedo, dentro de las reglas del sistema; eso, al menos, es algo.


Ahí estaba. Esas palabras venían a implicar que Pedro se estaba rindiendo. Y tal vez era cierto.


Nueve años antes, había llegado a la oficina del fiscal de distrito ardiendo de necesidad por cambiar las cosas. Hacía poco más de un mes, había admitido que, a fin de cuentas, no había cambiado nada.


La decepción lo envolvió, invisible, asfixiante.


La realidad lo había golpeado con fuerza al escuchar el veredicto en el caso de Mary-Ellen Moore. Se sintió incapaz de seguir haciendo su trabajo. Algo en su interior se había cerrado para siempre. Cada día se despertaba convencido de que habría recuperado la energía y pasión que había sentido por su trabajo.


Pero cuanto más anhelaba ese viejo fuego, más parecía extinguirse.


No podía olvidar el rostro de la chica. Las fotos de la escena del crimen eran una descarnada prueba de su inocencia. Los labios entreabiertos como si le hubiera asombrado descubrir que el mundo podía acabar de forma tan horrible. El vestido rasgado. Una sandalia desaparecida. La última imagen de su hermanita, años atrás, destelló en su mente; fue como si un cuchillo le rasgara las entrañas. Se pasó la mano por los ojos.


—Hice un promesa a esa familia —dijo—. Les prometí que ese bastardo pagaría por lo hecho.


Pedro


—Ese fue mi error, ¿no? Nunca hagas una promesa que no puedas cumplir —recogió los vasos y se puso en pie—. Será mejor que regresemos. Tengo que ir a otra fiesta.


—Sí —contestó Kevin, dándose una palmada en las rodillas—. No debes hacer esperar a tu nuevo jefe.


—Las primeras impresiones… —Pedro se esforzó por sonreír.


—Échanos de menos un poquito, ¿de acuerdo? —Kevin le apretó el hombro con suavidad.


—No creo que pueda evitarlo.


LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 1





Paula Chaves odiaba la Nochevieja. Era el día del año en que la gente celebraba lo pasado y daba paso a lo nuevo, y cambiar de año era un innegable recordatorio de que había dejado pasar doce meses más. Un año más, nada había cambiado. O, más bien, no lo había cambiado ella.


Sentada ante el tocador de nogal, apenas reconocía su reflejo en el pesado espejo veneciano. Con un dedo, acarició el desvaído cardenal que tenía bajo la mandíbula. Abrió un cajón, sacó un tubo de crema correctora y se puso un poco. 


La sombra verde amarillenta se rindió temporalmente, casi invisible.


—Paula, ¿estás preparada? —la voz de su marido llegó desde abajo. Suave, educada. Con un leve tinte de irritación.


A ella se le contrajo el estómago, pero no mostró emoción alguna. Se había acostumbrado a la inexpresiva desconocida del espejo. La mujer que nunca sonreía, de ojos vacíos y apagados. Se planteó no terminar de maquillarse. Seguiría odiando su aspecto porque ella podía ver a través de la máscara. Aunque el resto del mundo no lo hiciera.


Se oyeron pasos en la escalera. Jorge apoyó un hombro en el umbral de la puerta. Llevaba un esmoquin negro y una almidonada camisa blanca. La expresión de su rostro moreno era plácida.


—¿Por qué tardas tanto? —preguntó—. Vamos tarde.


—¿Por qué no vas solo hoy? —Paula se obligó a mirar a su marido a los ojos—. No me encuentro bien.


—No puedo hacer eso —él cruzó la habitación y enredó un mechón de su pelo en el dedo. Algo chispeó en sus ojos marrones—. ¿Qué pensaría la gente?


—¿Qué importa lo piensen?


—Ramiro y Silvia nos esperan —afirmó él.


—¿Y Lorena? —aunque ella sintió un destello de ira en su interior, su voz sonó tranquila. Él se quedó inmóvil, alzó una ceja y esbozó media sonrisa.


—Según Ramiro, sigue en la escuela. ¿Desde cuándo estás tan interesada en ver a Lorena?


—No lo estoy —replicó ella con voz neutral. La ira de Paula desapareció con tanta rapidez como se había iniciado. 


Santy estaba en su habitación, viendo un DVD. No quería que los oyera discutir.


Se levantó del taburete y fue al vestidor. La luz se encendió cuando abrió la puerta. Cerró los ojos y luchó contra la desesperación que la atenazaba. Una y otra vez el mismo baile, sus vidas daban vueltas en un círculo sin salida. 


Acatar para no pelear.


—¿Paula? —dijo Jorge en el umbral del vestidor con voz tensa.


—Terminaré de arreglarme enseguida —contestó ella, descolgó el vestido sin mirarlo siquiera.


Jorge se lo arrancó de la mano y lo tiró al suelo como si fuera basura. Después la atrajo hacia él, agachó la cabeza y besó su mandíbula, justo en el cardenal, después su barbilla y, por fin su boca.


—Eres tan bella… —dijo, apartándola para mirarla—. Sigo pensando que llegará el día en que te mire y te vea de otra manera. Pero aún no es así.


Ella se sintió como un pájaro enjaulado de bello plumaje. Un solo chasquido y el pájaro cantaba.


—Por cierto —le susurró él al oído—. Creo que te alegrará saber que he matriculado a Santiago en la Escuela Cade Country.


Esas palabras la golpearon como un ladrillo en el pecho. Sus pulmones se quedaron sin aire.


—¿Qué significa eso? —preguntó, con una mano en la garganta.


—Es un internado de Connecticut —explicó él con voz racional, como si lo que decía fuera lo más lógico del mundo—. Han ampliado las plazas y podrá incorporarse a mediados de febrero. Lo llevaremos cuando regrese de mi viaje a República Dominicana.


Paula lo miró atónita. Cuando recuperó el habla, su voz sonó como si fuera de otra persona.


—Santy no se va a ningún sitio. No puede. Es demasiado pequeño…


—Tiene nueve años —interrumpió Jorge, brusco—. Creo que le irá bien pasar algún tiempo lejos de ti. Lo proteges demasiado y ya es hora de que deje de estar tan enmadrado.


Ella se rodeó la cintura con los brazos, como si eso pudiera paliar la súbita avalancha de dolor que sentía. Había aprendido hacía mucho que discutir con Jorge era perder el tiempo. Se mordió el labio para no gritarle.


Él dio un paso adelante y la apartó, obligándola a apoyarse en la pared para no caer. Miró los vestidos con impaciencia, eligió uno negro y se lo tiró.


—Ponte éste —ordenó—. El otro parece vulgar.


Ella llevó el vestido al cuarto baño; como era habitual, la ira y la impotencia le quemaban la garganta como bilis. Se obligó a controlarse y reservar sus energías. Tenía que concentrarse en el futuro, en cómo poner su plan en práctica cuanto antes. Repasó mentalmente los pasos que debía seguir.


Tenía la dirección de correo electrónico. Sólo faltaba utilizarla.


Lo haría al día siguiente. Esa vez lo haría. Ya no tenía otra opción




LA VIDA QUE NO SOÑE: SINOPSIS




Tenía la vida con la que soñaban la mayoría de las mujeres… o eso parecía.


El marido de Paula Chaves, al que todo el mundo creía perfecto, era en realidad un monstruo y sus supuestos amigos de la alta sociedad no hacían más que protegerlo, a él y a sus oscuros secretos. La mansión en la que vivía sólo era una cárcel de oro para ella y para su hijo, Santy. Tenía que escapar de allí. Sólo necesitaba que Pedro Alfonso dejara de meterse en su vida.


El antiguo fiscal había visto cómo muchas mujeres sufrían la violencia y sabía que había cosas que nunca podría resolver, como el asesinato y violación de su hermana. Le había fallado. Pero no fallaría también a Paula…