sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 5





Pedro sostuvo a Daniela delante de él. En los últimos meses había hecho muchas cosas nuevas, pero eso se salía por completo de su ámbito. Por primera vez en la vida, iba a cambiar un pañal sucio.


Miró a Pau, quien servía azúcar en las tazas como si estuviera ajena a él. Lo último que deseaba era quedar como un tonto ante ella dos veces en un mismo día. Tenía cierto grado de orgullo, aparte de que por lo general se consideraba un hombre competente.


Pero no se sentía tan seguro cuando se trataba de seres humanos. Y no sólo bebés. Cada vez que veía a Paula, parecía que la lengua se le hacía un nudo y de su boca no salía nada como lo había pensado.


Sacó un pañal de la bolsa y depositó al bebé sobre la manta. 


Le quitó el pijama y una especie de ropa interior de cuerpo entero y luego el pañal sucio. Se detuvo, inseguro, completamente fuera de su elemento. Daniela, que había estado chupándose dos dedos, se los sacó de la boca y comenzó a gritar otra vez en protesta contra el frío. Oyó que Pau iba a la nevera y regresaba junto a la encimera. Se negó a alzar la vista para comprobar si lo miraba.


—Aguanta, aguanta —musitó, tratando de recordar cómo le había quitado el pañal mojado con el fin de ponerle el nuevo de la misma manera—. ¿Siempre lloran tanto los bebés? —gruñó, acercando el pañal.


Paula fue a su lado y apoyó una mano en su brazo.


—Es el único modo de que disponen para transmitir lo que está mal —explicó.


La mano de ella en su brazo proyectó calidez, tranquilidad y amistad.


—¿Sabes cómo se hace? —le preguntó, alzando el pañal.


—Nunca antes he puesto uno… en un bebé —repuso, apartando la vista.


—¿Y qué quieres decir con eso? —bromeó, desconcertado por la expresión sombría que había aparecido en su cara.


—A un muñeco —respondió con labios firmes—. Le he puesto pañales a un muñeco.


Algo en su voz le llegó dentro y captó su atención.


Un desafío y, al mismo tiempo, un estado defensivo que no había esperado. Pero llegó a la conclusión de que no quería ahondar en las razones que Paula podía o no tener para algo. Lo que no significaba que fuera insensible a sus sentimientos, fueran cuales fueren.


—¿Podemos descifrarlo juntos?


Volvió a mirarlo.


Pedro


Él no pudo evitar posar la vista en sus labios. Eran rosados, con una forma bonita y de aspecto muy suave.


Se dijo que debía ir con mucho cuidado en ese terreno.


—¿Qué parte va atrás? —movió el pañal blanco.


—Creo que ésta —repuso, deslizando el pañal debajo del culito de Daniela, con las extensiones adhesivas en la parte de apoyo—. Y crema para pañales. Tiene que haber algo, ¿no?


Lo observó rebuscar en la bolsa y sacar un tubo. Cuando se lo entregó, los dedos de ambos se rozaron y ella retiró la mano con celeridad. El contacto pareció ir directamente a sus entrañas y contuvo el aliento una fracción de segundo.


—No muerde —bromeó Pedro.


Pau forzó una sonrisa. Quizá no, pero no estaba tan segura de él. Titubeó y la aceptó. Vertió un poco en sus dedos, soslayando la sensación extraña de saber que Pedro la observaba.


—No querrás que se le irrite la piel, ¿verdad? Porque entonces… —le subió la parte delantera del pañal y fue a pegarla con las tiras. Pero las dobló y se pegaron sobre sí mismas.


—Diablos, eso lo podría haber hecho yo —comentó él detrás de ella.


A Pau se le inflamaron las mejillas al percibir el humor en la voz y se puso a reír. Si pensaba en ello, debía reconocer que era una situación cómica. Oyó la risita cálida de Pedro detrás y luego sintió su cuerpo… ese cuerpo muy duro y cálido… pegado contra ella cuando la rodeó con los brazos para sacar otro pañal de la bolsa.


—Espero que esta vez lo hagamos bien —murmuró. Notó los labios tan cerca de su oído que sintió el calor del aliento de él. Contuvo un escalofrío delicioso.


—Más nos vale. De lo contrario, te vas a quedar sin pañales en un abrir y cerrar de ojos —volvió a deslizar el pañal por debajo de Daniela y en esa ocasión pegó bien las tiras a la cintura—. ¡Tachan! —se apartó de esa voz y cuerpo sexys. 
Evitó su mirada y con timidez alisó el jersey hasta cubrirse las caderas—. Ahora sólo tienes que volver a vestirla.


Fue a tirar el pañal sucio y a lavarse las manos.


Pedro sacó ropa interior y un pijama limpios y con cuidado vistió a la pequeña. Luego la depositó en el asiento y suspiró, ordenando todo antes de ocupar su sitio a la mesa.


—No he dispuesto ni de dos momentos para tomarme un respiro. Y ahora he de darte las gracias otra vez.


—No ha sido nada —repuso ella con suavidad.


Pedro entrecerró los ojos. Pau había bajado la guardia un momento, pero había algo en su voz, algo en la forma en que en ese instante rehusaba mirarlo a los ojos. Había sucedido varias veces ese día. Dicha evasión le revelaba que había muchas cosas que desconocía sobre Paula Chaves. Fuera lo que fuere, era asunto de ella. Bebió un sorbo de café.


El problema inmediato estaba resuelto, pero empezaba a ver que surgirían más. Carecía de artículos para bebés y apenas le quedaban un puñado de pañales y unos pocos biberones. 


Esa noche aún debía ocuparse de algunas tareas del rancho… y en los días siguientes le esperaban más arreglos de los que podía imaginar. Barbara había sido una necia al dejar al bebé allí. El lugar de Daniela estaba con su madre, no con él.


Pau observó a Pedro por encima del borde de la taza. Casi podía ver cómo giraban los engranajes en su cabeza mientras pensaba en lo que hacer.


Estar con Daniela, sentir el cuerpo diminuto en sus brazos, resultaba tan agridulce que le llegaba directamente al alma, pero la alternativa había sido quedarse en casa y preocuparse por cómo cuidaría Pedro del bebé al tiempo que se ocupaba de su rancho. Ya se lo veía exhausto y tenía ojeras de agotamiento y preocupación.


—No puedo darte las gracias de manera adecuada, Pau. Por dos veces hoy he estado al borde de mi límite.


Ella sabía que involucrarse en esa situación era un error. Pedro necesitaba centrarse en lo bueno.


—Lo estás haciendo bien —respondió—. Pocos hombres tienen la paciencia de calmar a un bebé en brazos.


—Pero eso es todo —se mesó el pelo—. No soy tan paciente. Yo… no quiero perder la paciencia con ella.


Pau estaba segura de que no lo haría. Alargó la mano por encima de la mesa y le apretó el brazo.


—Creo que estás experimentado algo por lo que pasan todos los padres nuevos —indicó—. Quieres hacerlo todo bien. Ya puedo ver lo mucho que te preocupas por la pequeña, Pedro. Harás lo que sea mejor.


—Ojalá tuviera tu seguridad.


Le sonrió, deseando acabarse el café y largarse de allí. En ese momento no sabía qué era más peligroso… Daniela y su fragancia dulce o el sombrío atractivo sexual de Pedro.


—Estarás bien.


Se terminaba el café cuando él le preguntó abiertamente:
—¿Y si te quedaras a ayudar?


Dejó la taza con fuerza sobre la mesa.


—¿Qué?


—Sé que es una imposición enorme, pero necesito localizar a Barbara, y ocuparme de las tareas del rancho, y no puedo llevármela al granero conmigo ni dejarla aquí sola. Me gustaría contratarte para que me ayudaras.


El calor le encendió las mejillas. Pedro no parecía la clase de hombre que admitiera flaquezas, y el hecho de que le pidiera eso era reconocer que se hallaba desbordado. Pero ella no era la solución.


—No estoy segura de servir como niñera —repuso, notando la tensión en su voz y reconociendo la fuente de la que procedía.


—Escucha, sólo sería temporal.


—Estoy segura de que en la ciudad habrá servicios profesionales que puedan ofrecer a alguien más cualificada.


—No puedo llevar este rancho y vigilarla al mismo tiempo. Necesito ayuda. Y si eres tú… —tosió y miró el asiento de Daniela—. Cuantas menos personas sepan sobre esto, al menos por ahora, mejor. No puedo estar seguro de que alguien no realice la llamada telefónica. Sólo quiero mantenerla segura y hacer lo correcto.


—¿Confías en mí, entonces?


—¿Existe algún motivo por el que no debería?


—No —movió la cabeza—. Sólo me siento sorprendida, eso es todo.


—Ahora mismo, estás tan metida en esto como yo.


Vio que él sonreía y ella no supo si sentirse aliviada o asustada. En cierto sentido, eso era lo que siempre había querido. Desde el instituto había sabido que quería tener niños, un hogar.


Volvió a pensar en sus amigos y en su familia. Le recordarían que ésa no era su casa ni su familia. Tendrían razón. Pero quizá había llegado la hora de enfrentarse a sus dolores. Y Pedro… podía ver que era un hombre orgulloso, pero no tanto como para anteponer las necesidades propias a las de Daniela. ¿Cómo darle una negativa por respuesta cuando los motivos que lo impulsaban eran tan honestos?


Miró a su alrededor. Dios sabía que la casa necesitaba un toque femenino y que era triste cocinar para una persona. 


Ella lo sabía por propia experiencia.


—De acuerdo —respondió. Teniendo en cuenta su situación de desempleo, sería una tonta si lo rechazara. Pero sólo lo haría un tiempo, hasta que él pudiera arreglar las cosas. No podía crear un vínculo. Y sería muy fácil querer a ese bebé. 


Sabía que podría amar a Daniela sin siquiera intentarlo.


Él suspiró de forma sonora.


—Gracias —manifestó aliviado—. No te haces idea de lo agradecido que te estoy.


—Hemos de hacer dos cosas —musitó ella—. Primero, Daniela necesita pañales, fórmula para recién nacidos, ropa. ¿Esto es lo único con lo que te la dejó su madre?


Pedro asintió.


Paula suspiró. Si iba a enfrentarse a sus miedos, bien podía acometerlos todos. Quizá había llegado el momento de pasar página. En Calgary tenía una habitación llena de cosas para bebé sin usar. ¿Por qué las guardaba? ¿Cómo un altar para Guillermo? La entristeció pensar en ello. Si se las prestaba a Pedro, al menos servirían para un uso práctico. Podría realizar un viaje rápido a Calgary, recogerlas y contarle a él que se las había dejado una conocida que no las necesitaba.


Él bebió un poco de café.


—Si buscas algo a corto plazo, sé dónde podría pedir prestadas algunas cosas. No es necesario que compres nada que quizá no vuelvas a utilizar. Tendría que hacer un viaje a Calgary mañana…


—Yo puedo ocuparme de Daniela en tu ausencia. No quiero desestabilizar tu vida por completo, Pau.


—Gracias, Pedro—le alegraba ir sola. Le ahorraba muchas explicaciones en ambos extremos. Si no iba con Daniela, podría evitar las preguntas en la casa de sus padres. Y si Pedro se quedaba ahí, no debía explicarle que poseía un ajuar completo para bebé—. Mientras tanto, tal vez consigas dar con Barbara.


—Estoy de acuerdo —se frotó el mentón en gesto pensativo—. No puedo evitar pensar que se encuentra en algún tipo de problema —se levantó y fue a dejar la taza en el fregadero, luego apoyó las manos en la encimera—. Encontré su número, pero no contesta. La dirección carecía de un número de calle. Aunque parece ser de Red Deer.


Red Deer. Ella tuvo una idea que quizá les solucionara todos los problemas. Se levantó y recogió el teléfono inalámbrico de la base.


—¿Puedo? Tal vez consiga localizar una dirección.


—Desde luego.


Marcó un número, luego apretó más teclas para hablar con una extensión y esperó que Joana trabajara esa noche.


Tuvo suerte, pero la solicitud quedó sin respuesta. Cortó la comunicación y meditó unos momentos.


—No tuvo al bebé en Red Deer —explicó ceñuda—. De lo contrario, habría quedado un registro en el hospital. 
Probemos con Calgary.


—Creía que no daban información de los pacientes —comentó él, apoyándose en la encimera.


Estaba tan sexy que tuvo que tragar saliva. Se dijo que sólo se sentía cansada y que la oscuridad exterior hacía que la cocina resultara más acogedora de lo que realmente era. 


Aún podía sentir la forma de Pedro pegada contra su espalda y trató de soslayar la reacción de su cuerpo ante el recuerdo.


—Se supone que no lo hacen —volvió a activar el inalámbrico—. Yo solía trabajar en urgencias. Tengo amigos que me harán un favor, eso es todo.


Él sonrió y Pau contuvo el aliento. Fue una sonrisa pausada, traviesa, que no le había visto hasta ese momento. La clase de sonrisa que podía hacerle cosas extrañas y maravillosas a las intenciones de una mujer.


Pedro la estudió y el teléfono se volvió resbaladizo en su mano a medida que su nerviosismo se incrementaba. Desde Eduardo no había estado tan a solas con un hombre.


De hecho, se había esforzado en evitarlo. Y en ese momento él la sometía a una especie de hechizo.


Estaba allí por Daniela, nada más. Se comportaba como una buena vecina, aparte de que la oferta paliaría momentáneamente su situación económica precaria.


—¿Quieres que haga la llamada o no? —en su voz se proyectó una nota de irritación. Hacia él y hacia sí misma por preocuparse tanto por lo que pensara Pedro Alfonso. Su madre decía que, si viera un pájaro herido, querría cuidarlo. 
Siempre la había irritado la burla y la crítica que había en esas palabras. ¿Es que era algo malo? Tantas veces había sentido que censuraban sus elecciones sólo porque no encajaban con las expectativas de otros—. Si tienes una idea mejor…


La sonrisa de Pedro se desvaneció.


—Haz la llamada.


Marcó el número que conocía de memoria.


Cinco minutos después colgaba con la dirección apuntada en un bloc de notas.


—Dio a luz en Calgary. Tengo su dirección en Red Deer. 
Daniela tiene cinco semanas y tres días.


—Creo que deberíamos pasar a verla antes de que te marches a Calgary, ¿no te parece? —la miró.


Paula asintió con un nudo en el estómago. Barbara no estaría allí. Al mirar a Pedro, pudo ver que ambos lo sabían. Lo único que sucedería al día siguiente sería la confirmación de lo que ya habían conjeturado.


—Hay otra cosa —Pau dejó el papel en la encimera—. Te nombró a ti como el familiar más próximo.


Pedro se quedó boquiabierto.


—¿Sí?


—O está diciendo la verdad o ha planeado esto desde el principio. De algún modo…


—No tiene sentido, ¿verdad? Si no pensara quedarse con el bebé, habría venido a verme antes. O lo habría entregado en adopción.


Los dos pensaban en los mismos términos.


—Yo también lo creo.


—Lo que significa que, lo más probable, Daniela es realmente mi sobrina.


Pau jugueteó con el bolígrafo.


—¿Cómo puedes estar tan seguro?


Pedro frunció el ceño.


—Sin ver a Barbara, sin hablar con ella… supongo que no podré estarlo. Los dos sabemos que no esperamos encontrarla mañana, ¿cierto? Pero no puedo imaginarla inventándose todo esto, Pau.


Ella tampoco. Demasiadas cosas encajaban.


—No ha mencionado el nombre del padre.


—Me da la impresión de que lo está haciendo sola —repuso él con voz cansada.


—Yo también.


—Entonces, lo mejor es encontrarla y hablar con ella, ¿verdad? —fue a la nevera, evitando la mirada de Pau—. ¿Has cenado? Yo no he probado bocado. Puedo prepararnos un sándwich o… —se irguió con un envase de rosbif en la mano.


A ella toda la conversación le resultaba surrealista. Esa mañana había estado trabajando en un encargo de contabilidad. Y esa noche contemplaba la idea de cenar unos sándwiches con Pedro Alfonso al tiempo que trataba de ayudarlo a descubrir qué hacer con un bebé.


Él cerró la puerta de la nevera sosteniendo en la mano la carne, mostaza y un envoltorio con lechuga. Ella volvió a declinar cuando él alzó la mano en gesto de invitación. Ya había cenado. Y los últimos cuatro kilos que quería perder no iban a desprenderse solos.


—No has mencionado a más familia.


—Porque no la hay —sacó un plato y colocó dos rebanadas de pan en él.


—De modo que, si Barbara es tu hermana, tal como afirma… —dejó la frase sin concluir.


—Entonces es la única familia que tengo —confirmó Pedro.


A pesar de que las llamadas de su madre la volvían loca, al menos no estaba sola. Sabía que podía ir a casa y que le prepararía rollitos de primavera caseros y su padre la convencería de que se quedara a ver el partido de hockey. 


No podía imaginarse no tenerlos allí.


—¿Puedo hacerte una pregunta, Pau? —inquirió mientras se ocupaba con la preparación del sándwich.


—Supongo —mientras fuera una que no quisiera contestar. Y había muchas de ésas.


—¿Por qué aceptaste ayudarme?


No quería responder, simplemente porque había tantas respuestas posibles. Pero, si iban a cuidar de Daniela, ¿no debería al menos hacer el intento de mostrarse amigable? 


Sin duda podría soslayar el modo en que el pulso se le desbocaba cada vez que él estaba cerca o cómo se sonrojaba siempre que la tocaba.


—Escucha, voy a ser sincera en esto —comenzó—. Cuido la casa de los Cameron porque estoy en una de esas encrucijadas de la vida. He perdido el trabajo en una reducción de empleo y… —sintió que las palabras no querían salir de su boca, pero se obligó a soltarlas—. También me divorcié hace poco, de modo que acepté el encargo para que me cuadrara el presupuesto. He estado haciendo algunos cursos en línea para mejorar mi preparación. Pero en su mayor parte, estoy aquí, en este rincón apartado de Dios, conmigo misma por única compañía y sintiéndome bastante inútil, después de todo. Cuando apareciste hoy, quise ayudar. Porque Daniela es inocente. Y porque así puedo volver a sentirme algo útil. Por lo que, como podrás ver, tú también me estás ayudando.


Pedro había dejado de masticar y puesto el sándwich en el plato durante la explicación de ella. Una vez terminada, ocultó su sorpresa, terminó el bocado que tenía en la boca y tragó.


—Apuesto que eso te ha resultado bueno —comentó, sonriendo.


—Lo ha sido. No tengo por costumbre ir por ahí contando mi vida —le devolvió una sonrisa insegura. A medida que pasaban los segundos, se dio cuenta de que se encontraban allí de pie, sonriéndose abiertamente el uno al otro, con un grado más de familiaridad. Avergonzada, giró con las manos en los bolsillos. Pedro Alfonso podía ser muy seductor cuando quería. Y apostaba que ni siquiera se daba cuenta de eso.


—Lamento lo de tu matrimonio.


Sus palabras eran sinceras y ella suspiró.


—Yo también. En primer lugar no deberíamos habernos casado. Se nos daba muy bien fingir que éramos lo que queríamos el uno del otro. No es un mal hombre, simplemente… no era el hombre adecuado —perder a Guillermp había sido el último golpe para un matrimonio ya hundido. Eso era el verdadero dolor, la parte que no iba a compartir con Pedro.


—Ésta tampoco es mi forma habitual de conocer a las personas —reconoció él—. De hecho… Tiendo a mantenerme apartado la mayor parte del tiempo.


—No lo había notado —lamentó mostrarse sarcástica, aunque su intención hubiera sido la de bromear. Fue una reacción al primer encuentro que habían tenido. Se apresuró a cambiar el giro de la situación pasando la pelota al campo de él—. Hay que ser justos. Ahora te toca a ti contarme algo de tu vida.


Se quedó un momento pensativo.


—No suelo hablar de mí.


—Yo tampoco de mí, pero me abrí. Me lo debes —enarcó una ceja y esbozó una sonrisa provocativa.


Con Daniela dormida apaciblemente, parte de la tensión se había disuelto y de pronto sólo eran un hombre y una mujer. 


Y a pesar del comienzo tormentoso que habían tenido, él empezaba a resultar un buen hombre. Resultaba agradable hablar con alguien que no pensara de ella «pobre Pau» cada vez que conversaban.


—El hecho de que estoy dispuesto a creer que Barbara es mi hermanastra te cuenta algo sobre mi vida familiar, ¿no crees?


—Doy por hecho que tus padres no estaban divorciados, entonces.


Pedro movió la cabeza.


—No. Si Barbara es mi hermana, se debe a que mi padre tuvo una aventura con la madre de ella —dejó el resto del sándwich en el plato y lo apartó—. Sé que la madre de Barbara lo pasó mal para llegar a fin de mes. Puedes apostar que mi padre no le ofreció ninguna ayuda. Si es verdad que él fue su padre, las dejó solas. Mi padre…


Pero entonces calló, se levantó y fue a tirar el contenido del plato a la basura.


—Lo siento —eran las únicas palabras que se le ocurrían decir a Pau. Cualquier otra cosa sonaría trillado y forzado.


Él se detuvo a su lado, lo bastante cerca como para que faltara un par de centímetros para que se tocaran. Olía a café, a aire fresco y a cuero… una combinación varonil que le mareó los sentidos. Esa poderosa proximidad la hizo contener el aliento.


—Nada cambiará quién era mi padre. No era un hombre muy bueno. Aunque no sea el padre de Barbara, sé que podría haberlo sido.


Paula giró la cabeza y miró a Daniela, dormida apaciblemente, y el corazón se le encogió. De algún modo, sus padres habían encontrado la fórmula mágica. Siempre habían tenido un matrimonio bueno y fuerte. Otro motivo por el que su fracaso dolía tanto.


—¿Y qué me dices de ti, Pedro? —descubrió que quería saber, por el bien de Daniela y el suyo propio. Apoyó la mano en la manga de él—. ¿Eres un buen hombre?


Bajó la vista a los dedos que se posaban en su brazo. Luego sus ojos capturaron los de ella. Y de nuevo experimentó un nudo en el pecho, aunque por un motivo del todo diferente. Había algo tenso y misterioso en él, todo mezclado con una sensación de inaptitud. Hosco o sonriente, Pedro Alfonso no se parecía a ningún otro hombre que hubiera conocido.


—Lo dudo —contestó—. Sospechaba que los rumores acerca de mi padre eran ciertos, pero jamás pregunté, ignoré todo el asunto. ¿Qué indica eso sobre mí? Escondí la cabeza en la arena, como mi madre.


La confesión le suavizó el corazón.


—Pero no eres como él —musitó—. Eres demasiado bueno para eso.


Se apartó de la mano de ella.


—Ojalá pudiera estar tan seguro como tú.




BUENOS VECINOS: CAPITULO 4




El resto de la tarde y mientras se preparaba un sándwich de jamón y queso para cenar, luchó consigo misma. La comida era un placer que rara vez se permitía ya. Los meses de crítica de Eduardo la habían empujado a encerrarse más en su dolor. Y como un ciclo desagradable, cuanto más se aislaba, más se había satisfecho con comida. Los comentarios cortantes de él acerca de su figura habían representado sólo una parte hiriente de la desintegración de su matrimonio.


Colocó el plato en el lavavajillas y limpió las migas de la encimera. El problema era que no podía quitarse de la cabeza a Pedro y a Daniela. Recordar cómo había muerto Guillermo había hecho que deseara huir de la situación a la máxima velocidad que pudieran llevarla sus piernas. Al mismo tiempo, sabía que quien sufriría mientras él se adaptaba a la situación impuesta sería la pequeña.


Se acercó a las ventanas que daban a los campos del sur y se preguntó cómo le estaría yendo en ese momento… si Daniela estaba gritando.


Se pasó las yemas de los dedos y experimentó una combinación de sorpresa y normalidad al descubrir que lloraba. Nunca había tenido la oportunidad de oír los gritos de Guillermo. La ausencia de éstos le había partido el corazón.


Sacó un pañuelo de papel y se secó la humedad.


¿Qué iba a hacer Pedro cuando tuviera que trabajar? ¿Había logrado alimentarla de forma apropiada? No era justo para Daniela pasar por el proceso de aprendizaje de él. 

Y lo único que le impedía ayudarlos era el miedo estúpido que la atenazaba. ¿Acaso no debería anteponer el bienestar de la pequeña a sus recelos?


Volvió a secarse los ojos y, antes de poder reconsiderarlo, recogió la chaqueta del perchero y realizó el breve trayecto a través de la hierba que la separaba de la casa de él.



* * *


Pedro caminaba por el salón con Daniela al hombro y los labios húmedos de ella pegados a su cuello. En poco tiempo había adquirido un gran respeto por las madres que parecían manejar esas situaciones con aplomo.


Una llamada a la puerta quebró el silencio y Daniela adelantó las manos, sobresaltada. Un rápido vistazo le mostró que había vuelto a abrir los ojos. Contuvo la irritación y fue a abrir, rezando para que se tratara de Barbara para decirle que todo había sido un error.


Pero en su lugar encontró a Paula Chaves en el porche desvencijado.


—Oh —dijo y la vio fruncir el ceño.


—Veo que estás decepcionado —comentó ella y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.


Pedro tuvo que luchar contra la expansión que experimentó su pecho al volver a verla.


Esa tarde había sido un idiota. Había ido a verla pensando únicamente en conseguir ayuda, pero apenas había necesitado treinta segundos con ella para que sus prioridades cambiaran y sólo pudiera ser consciente de esa presencia perturbadora, de cómo las pestañas oscuras resaltaban los ojos azules o el modo en que el jersey le acentuaba las curvas. No estaba en absoluto decepcionado. 


Aunque debería estarlo.


—Para nada —musitó con voz ronca—. Sólo esperaba que fuera Barbara, nada mas.


—Lo solucionaría todo, ¿verdad? —le ofreció una sonrisa leve. La mirada de él se posó en sus labios carnosos—. ¿No vas a invitarme a pasar?


Por supuesto. Se hallaba allí quieto como un idiota, pensando en lo bonita que se la veía en esa chaqueta de lana. Se apartó y le sostuvo la puerta para que entrara.


Al instante vio su casa tal como la verían los ojos de ella… el marcado contraste con la impecable morada de clase alta de los Cameron. Procedían de dos mundos diferentes. La expresión de ella no podía dejarlo más claro.


—No he dispuesto de mucho tiempo para prestarle atención al interior —explicó, y luego se dio una patada mental por disculparse. ¡No tenía por qué hacerlo, por el amor de Dios! 


Era su casa y comprada con su propio dinero. Podía hacer con ella lo que le apeteciera. Sería un ranchero pobre si antepusiera arreglar el interior de la casa a la dirección del negocio.


—Imagino que has estado ocupado —respondió ella suavemente.


—Algo así —se obligó a apartar la vista del brillo de esos ojos que no se mitigaba ni siquiera a la tenue luz de la lámpara.


—Sólo quería ver cómo te iba con Daniela


—Puedo bajarla exactamente siete minutos. Después de eso, se pone a llorar otra vez —acomodó el peso de la pequeña en el brazo—. Así que no paro de alzarla —inesperado y poderoso, el deseo volvió a golpearlo cuando ella le miró los brazos.


—A los bebés les gusta que los tengan acurrucados —murmuró Pau—. Piensa en ello. Si hubieras pasado los primeros nueve meses de tu vida en un lugar que siempre era cálido y acogedor, también querrías tener eso en el exterior.


Se dio cuenta de que se hallaba delante de la puerta con la chaqueta y los zapatos puestos. Se dijo que debería invitarla a pasar. Ese día ya lo había ayudado. Quizá podría volver a hacerlo.


—Lo siento… Paula. Por favor, dame tu chaqueta y pasa. He logrado preparar café. Puedo ofrecerte una taza.


Ella se mostró complacida y sonrió. El corazón de Pedro experimentó un ligero vuelco ante el modo en que le cambiaba el rostro, desterrando la seriedad y haciendo que casi volviera a parecer juvenil. Se quitó la chaqueta y la puso en su mano libre.


—Un café suena estupendo. Y, por favor, llámame Pau.  Paula es como me llama mi madre cuando está disgustada por algo que he hecho.


Se la veía tan dulce con esos ojos azules y la sonrisa tímida, que respondió sin pensar.


—¿Tú? —ella rió, el sonido más hermoso que había oído en mucho tiempo.


—Sí, yo. No permitas que el aspecto angelical te engañe, Alfonso.


Giró y la condujo a la cocina mientras apretaba los labios. 


Desde luego que era un aspecto angelical. Eso ya lo había cautivado dos veces ese mismo día. Pensando en la pequeña que llevaba al hombro, decidió que con una complicación bastaba. No saldría nada bueno de coquetear con Pau Chaves. Haría bien en recordarlo. Su vida estaba allí, en esa casa y ese rancho. Todo lo demás era pasajero, capaz de entrar y salir sin previo aviso. Había levantado su vida de esa manera a propósito. Lo último que quería era mostrarse tonto e impulsivo y terminar tan infeliz como lo habían sido sus padres.


Mientras sostenía la cabeza de Daniela, trató de acomodarla de nuevo en su asiento. Apenas le permitió sacar unas tazas del armario cuando la pequeña reanudó sus chillidos.


Suspiró. Uno de los motivos por los que nunca aspiraría a la paternidad.


—¿Le has dado el biberón ya?


La voz de Pau le sonó a crítica y se encrespó, sabiendo muy bien que se trataba de una pregunta legítima que, de todos modos, hizo que se sintiera inepto.


—Sí, se lo he dado. También ha eructado.


Los gritos se aquietaron cuando ella la alzó en brazos. Pedro giró en el instante en que Daniela callaba por completo.


—Quizá está incómoda. ¿Tú qué dices, pequeña? —dirigió la conversación al bebé.


—¿Qué crees que le pasa? —inquirió él, dejando la cafetera en su base caliente.


El rostro de Pau mostró una expresión extraña, parecida a una mezcla de culpabilidad y pánico. Pero se desvaneció con rapidez.


—No sabría decirlo —contestó.


—Pero esta tarde te mostraste tan diestra con ella.


—Sólo fue suerte. Simplemente… recordé unas pocas cosas.


Pedro llevó el café a la mesa.


—Me engañaste. Diste la impresión de saber exactamente lo que hacías —tanto, que hizo que se sintiera inepto, algo que despreciaba, ya que le gustaba tener el control.


Paula caminó por la cocina con Daniela en brazos. Pasado un rato, admitió:
—La verdad es que nunca antes he cuidado de un bebé. Las cosas que pensé eran cosas sobre las que había oído hablar. No que conocía por experiencia propia —alzó el mentón, zanjando el tema.


—Yo no tengo idea de lo que necesitan los bebés —reconoció él—. La alimenté, le palmeé la espalda como me indicaste, la llevé a dormir, pero cada vez que la dejaba…


Casi gimió. Claro. Había olvidado una cosa importante. 


Había estado tan concentrado en recordar todos los pasos, que había olvidado por completo comprobarle los pañales. 


Aunque tampoco con eso tenía idea de lo que debía hacer.


—Probablemente ya es hora de que le cambien los pañales, ¿verdad? —agregó, intentando sonar casual. Ésa era la oportunidad perfecta. Paula debía de saber cómo hacerlo. 


Podía observarla para aprender para la próxima vez.


Pero ella rodeó la encimera y depositó a la pequeña en sus brazos.


—Aquí tienes, tío Pedro—observó con ligereza—. Te toca el turno de los pañales. Yo me ocuparé del café. ¿Con leche y azúcar?


«Santo cielo», pensó él, mirando la carita fruncida de Daniela, hecho añicos su astuto plan.