jueves, 17 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 15




Cómo es que estás tan contenta, Paula? –le preguntó su tía mientras la joven colocaba con precisión un lirio en el centro de flores que estaba preparando–, llevas toda la mañana cantando, tarareando y apenas puedes dejar de sonreír.


Paula la miró con un aire de misterio en los curvados labios y el brillo en los ojos de una mujer correspondida por el hombre al que ama.


–Oh, no sé, siento que las cosas están empezando a irme bien.


Su tía enarcó una ceja.


–¿No tendrá esto que ver con Patricio Owen?


Paula suspiró.


–¿Ya habéis estado mamá y tú haciendo especulaciones?


–Bueno, me dijo que esta tarde ibas a reunirte con él para hablar de más actuaciones con él y tu hermano Dany ha llamado hace un rato para decir que viene para recoger a Marcos.


–Dany tiene una cita en una agencia de rafting y pensó que a Marcos le gustaría ir con él –se apresuró a explicar su sobrina.


–Sí, claro, dejándote libre para…


–Será más fácil hablar de negocios si no tengo que estar preocupándome de Marcos, tia, eso es todo. Solo vamos a hablar.


Sin embargo, su tía parpadeó repetidamente.


–Ah, nunca se sabe a dónde te puede conducir una simple conversación, Paula. En fin, lo cierto es que me alegro mucho por ti, ya era hora de que desplegaras tus alas.


Por suerte en ese momento entró una clienta y su tía regresó tras el mostrador. Paula estaba empezando a sentirse realmente incómoda por todo aquel chismorreo en su familia. 


Comprendía que el que Isabella Valeri se hubiera interesado en ella hubiera levantado entre ellos una enorme expectación, y también que el que hubiera cantado esos dúos con Patricio Owen en Alfonso’s Castle les pareciera algo casi increíble, pero ninguna de aquellas dos cosas tenía que ver con la felicidad que sentía en ese momento.


¿Debería hablarles de su relación con Pedro Alfonso? Lo cierto era que todavía se sentía reacia a compartirlo con ellos, ya que, a pesar de que la invitación de él para pasar juntos el domingo le confirmaba su interés en ella, no sabía hasta qué punto quería que siguieran avanzando. Tal vez ella estaba siendo simplemente una novedad en su vida, desencantado como había quedado de la falsedad de Marcela.


También había que decir que haber pasado juntos una tarde y dos noches no se podía calificar realmente de «relación» en el sentido estricto de la palabra. Tal vez después del domingo…


Dany llegó en ese momento, alegre y dicharachero como siempre, como un terremoto. Recogió a Marcos, que estaba jugando en el patio de atrás y salió con él sobre sus hombros, llevándolo a la aventura.


Durante el resto de la mañana, un buen número de clientes mantuvieron a Paula y a su tía ocupadas, junto con una serie de encargos para la maternidad del hospital Cavalry. A Paula le encantaba hacer ramos para las madres y, cuando estaba escogiendo las flores para uno de ellos, de pronto entró su tía en la trastienda con un anuncio realmente sorprendente:
–Paula, está ahí fuera la prometida de Pedro Alfonso y pregunta por ti.


Paula se quedó sin habla.


–Marcela Banks, la diseñadora de moda –añadió su tía pensando que no la recordaba.


Paula estuvo a punto de corregir a su tía diciéndole que él había roto su compromiso, pero se dio cuenta justo a tiempo. 


Aquello podía haber dado pie aún a más especulaciones por parte de su familia.


–¡Qué raro! ¿Qué será lo que…?


–Según parece te oyó cantar en la fiesta que se celebró en Alfonso’s Castle y quería hablar invitarte a almorzar para hablar de las canciones que quiere que cantes en su boda –le dijo su tía, obviamente emocionada por el éxito de su sobrina–. Estás en racha, Paula. ¡Vamos!, ¿a qué esperas?, ¡márchate!


–Pero… –balbució la joven atónita. ¡Si se suponía que aquella boda había sido cancelada!


–Deja eso, no te preocupes por los ramos, no van a irse a ningún lado… –dijo su tía entregándole su bolso y empujándola hacia la tienda–. ¡No puedes perder una oportunidad así!


¿Le había mentido Pedro? Con un millón de dudas angustiosas zumbándole en la cabeza, sus piernas la llevaron hasta la parte delantera de la tienda, para enfrentarse cara a cara con la mujer que se suponía ya no tenía lugar en la vida de Pedro, la mujer que supuestamente ya no tenía derecho a anunciarse como su prometida, la mujer que no podía estar planeando una boda que supuestamente no iba a celebrarse.


Marcela Banks estaba frente al mostrador, observando sin demasiado interés los distintos ramos y macetas expuestos para atraer la atención de los viandantes. Su sofisticada belleza se clavó en el ánimo de Paula como un témpano de hielo. Llevaba un traje pantalón de seda con un dibujo de rayas verdes y grises que resaltaba el peculiar color de sus ojos, y llevaba el dorado cabello recogido, dejando al descubierto su largo cuello de cisne y las líneas clásicas de su rostro.


Cuando vio salir a Paula, le dedicó una sonrisa altiva y ligeramente condescendiente, haciéndola sentir insignificante, a pesar de que tenían aproximadamente la misma altura, y muy vulgar en comparación con su ropa de diseño.


–¡Ah, aquí estás, querida Paula! –exclamó Marcela. Sonó como si hubiera estado perdiendo su valioso tiempo buscándola durante horas–. Desapareciste del salón de baile aquella noche antes de que pudiera hablar contigo…


El brillo de la sortija de compromiso al gesticular Marcela con la mano dejó a Paula paralizada, como inmovilizan los hipnotizadores ojos de una cobra a su presa por el miedo. 


Aquello eliminó de un plumazo todas las ilusiones que había forjado en su mente. Pedro la había llevado a los jardines, y la había besado, y le había hecho el amor apasionadamente…, pero el anillo seguía en el índice de Marcela Banks.


–Tu tía me ha dicho que no tiene inconveniente en dejarte tiempo para almorzar conmigo, así podremos hablar de tus honorarios y los temas que cantarás –continuó Marcela como si diera por hecho que Paula fuera a plegarse a sus deseos–. ¿Nos vamos? –dijo dirigiéndose a la puerta–. Me han dicho que hay una pequeña cafetería muy agradable bajando la calle.


Marcela abrió la puerta y se quedó mirando a Paula con un aire de arrogante expectación. Esta sintió deseos de plantarse donde estaba y negarse a formar parte de sus planes, pero la dolorosa necesidad de aclarar la situación la impulsó a acceder. Al avanzar hacia la otra mujer y salir a la calle, no pudo evitar observar un brillo de satisfacción en sus ojos, y se mordió el labio inferior para dominar la ira que la invadía. Pedro no podía amar a aquella mujer, se dijo con furia, era solo apariencia, pura apariencia…


No podía creer que aquello estuviera ocurriendo, que ella hubiera ido a buscarla a la floristería, que le hubiera dicho que quería hablarle de la boda… ¿Quién estaba mintiendo?, ¿y con qué propósito?


Marcela parloteó sin parar de los dúos que había ejecutado con Patricio Owen mientras caminaban calle abajo, pero Paula apenas podía prestarle atención, consumida por las turbulentas emociones que la azotaban. Marcela escogió una mesa en un rincón, e inmediatamente llamó a una camarera. Sin molestarse en mirar el menú, pidió una ensalada y un café solo para sí.


Paula, como por inercia, pidió un capuchino y un sandwich de jamón y queso, aunque dudaba que pudiera tomar un bocado siquiera. En cuanto la camarera se hubo marchado, Marcela dejó caer su máscara y tumbó a Paula con un puñetazo de sarcasmo:
–Imagino que la pasión entre Pedro y tú todavía se mantiene, ¿no es así?


Paula se quedó boquiabierta por el shock, pero Marcela suspiró con ironía sacudiendo la cabeza:
–Ah, la tentación de la carne… Nos azota cuando menos lo esperamos. En fin, espero que no estés haciéndote ilusiones, para Pedro estas cosas solo son un capricho pasajero.


–¿Acaso sabes… lo mío con Pedro? –musitó Paula trémula.


Marcela se rio con cinismo:
–Pues claro que sí, querida. Viéndoos bailar el sábado por la noche era obvio que no podía quitarte las manos de encima. Y a mí no me gusta que me haga el amor cuando está pensando en otra persona, así que le dije que se desahogara.


Paula sintió que se le revolvía el estómago. Habían estado discutiendo acerca de ella como un simple objeto de deseo antes de que él fuera a la habitación de la niñera y… Tenía ganas de vomitar. Él no había ido allí para ver a Marcos como le había dicho, había ido allí premeditadamente para seducirla…


–Pero, entonces… Tú esperas que él vuelva contigo… –acertó a decir Paula tratando de parecer calmada.


–Naturalmente, nuestra relación es muy abierta –dijo Marcela encogiéndose de hombros como si no le importara nada lo que Pedro y ella habían hecho–, un pequeño desliz no significa nada cuando en el fondo hay algo sólido.


–¿Y tú también… tienes… «deslices»? –inquirió Paula entre atónita y asqueada. La otra mujer volvió a encogerse de hombros con indiferencia.


–Bueno, si se presenta alguien apetecible… De hecho, Pedro estaba molesto conmigo el sábado por la noche porque yo estaba prestando más atención a otro hombre y porque se sentía frustrado por no acabar de lanzarse. Según parece tenía algo así como mala conciencia ante la idea porque eras la protegida de su abuela. Pero yo le dije que tú eras una mujer adulta y que si tú también lo deseabas, ¿por qué no satisfacer esa necesidad?


Paula estaba cada vez más pálida, y sintió que algo se marchitaba en su interior.


–En fin, –continuó Marcela–, solo estamos tomándonos un descanso el uno del otro.


–¿Por qué me cuentas esto?


Marcela la miró fingiendo estar dolida.


–Porque me da la impresión de que aconsejé mal a Pedro. Pensé que eras solo una viuda ávida de un poco de atención por parte de un hombre, pero ¿qué mujer no soñaría con cazar a alguien como Pedro Alfonso? Me temía que estuvieras haciéndote ilusiones de poder pescarlo, y creí que era mi deber advertirte antes de que nos metas en una situación que podría resultar muy embarazosa.


Lágrimas de rabia y de dolor quemaban los ojos de Paula, pero las contuvo:
–Así que pretendes decirme que esto es solo una aventura, una pasión pasajera que acabará apagándose, y que me limite a disfrutar mientras pueda, ¿es eso?


–Bueno, sé que es duro, querida, pero tienes que tratar de ser razonable… ¿O qué habías creído? No pretendo ofenderte pero… ¿Pedro y tú? –le dijo con una sonrisa burlona–. ¿En serio lo creíste posible, Paula?


¿Cómo podía haberse engañado de aquel modo? La sortija de compromiso, destellando con el mismo aire de burla que los ojos de Marcela, era la prueba de que él se había divertido con ella. Nunca había pretendido romper su relación, nunca había tenido intención de tener un futuro junto a ella…






UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 14




Pedro encontró a Paula en la cocina aliñando una ensalada.


–Marcos quiere que subas a darle su beso de buenas noches –le informó Pedro sonriendo. Nunca habría pensado que podría ser tan divertido leerle una historia a un niño. La cara de Paula se iluminó con una sonrisa.


–¿Ya se ha chocado el señor Frumble contra las embarcaciones de los demás participantes de la «Regata de Busytown»? –le preguntó.


–Oh, sí, ya lo creo, con verdadera saña…


Paula se rio.


–Gracias,Pedro. Te estaba oyendo desde aquí y debo decir que le dabas mucha expresión a la lectura.


Ella sí que era expresiva, maravillosamente expresiva… Los ojos, la boca, su voz, los hombros, las manos… Incluso su cabello, que se balanceaba al gesticular o moverse ella, era poesía, poesía en movimiento, unos versos vibrantes, evocadores, intensamente emotivos.


Y la ropa que llevaba era muy, muy sexy: Para empezar, un ceñido top azul pastel con cuello de pico, que moldeaba sus generosos senos, y ofrecía una tentadora vista de ellos. Y después, una falda larga y amplia de una tela muy fina, con un dibujo de flores azules y verdes, a través de la cuál se adivinaban las torneadas piernas de la joven. Era una de esas faldas románticas, con volantes, algo que Marcela no se hubiera puesto jamás, pero que a Paula la hacía parecer aún más femenina.


La joven se limpió las manos en un paño de cocina y le dijo:
–Ya está todo listo. ¿Querrías abrir la botella de vino mientras subo a ver a Marcos?


–Claro.


Cuando pasó a su lado, Pedro sintió deseos de atraparla entre sus brazos y besarla apasionadamente, pero se contentó con observar el natural cimbreo de sus anchas caderas y el provocativo trasero, algo respingón. De pronto su mente conjuró una excitante imagen de ella con una tanga debajo de la falda.


Tratando de dejar a un lado tan turbadores pensamientos, tomó el sacacorchos que había junto a la botella de vino tinto que él había llevado, un excelente Cabernet Sauvignon que iba bien con la mayoría de platos italianos. Aunque Paula era australiana de nacimiento igual que él, el componente hereditario era muy fuerte, y había supuesto que prepararía sin duda algo del sabroso recetario italiano.


Descorchó la botella y la llevó al comedor para llenar las copas que había sobre la mesa. Al entrar, se quedó pasmado por todas las molestias que Paula se había tomado: unos bonitos manteles individuales, cubertería de plata, vajilla de porcelana, velas aromáticas y un artístico centro de mesa formado por hojas tropicales y orquídeas de Singapur, sin duda arreglado por ella misma. Por algo era florista… Florista… y cantante. Aquella gloriosa voz parecía salirle del alma, y sería un crimen querer silenciarla, pero le sacaba de sus casillas que tipos como Patricio Owen trataran de aprovecharse de ella, de su talento.


Ciertamente un talento como el suyo merecía ser dado a conocer, para que muchas más personas disfrutaran de él. 


No debía entrometerse en las oportunidades que pudieran
ofrecérsele, pero si esas oportunidades llegaban de la mano de Patricio Owen…


–¿Cenamos?


Paula acababa de entrar en ese momento, llevando en cada mano un cuenco de ensalada. Pedro, aún con la botella en la mano, se volvió a mirarla, y la cálida luz que Paula parecía irradiar lo hizo sonreír.


–¿En qué más te ayudo? –le preguntó dejando la botella en la mesa.


–¿Podrías sacar el pan del horno? Está hecho con queso, bacon y especias, pero si prefieres pan normal…


–No, no, suena delicioso –aseguró él sacudiendo la cabeza.


Pedro disfrutó enormemente de la cena: La increíble lasaña de champiñones y berenjenas, la ensalada, el tiramisú, el café… Pero, sobre todo, la compañía de su encantadora anfitriona. Adoraba su naturalidad, su voz aterciopelada, la sensualidad natural que emanaba de ella. Y era un placer verla comer, disfrutar de la comida, no como Marcela, todo el tiempo preocupada por su línea.


En aquellos momentos más que nunca se dio cuenta de la fascinación que ejercían sobre él los labios de la joven: la amplia curvatura que adquirían al sonreír, cómo los humedecía de vez en cuando con la punta de la lengua… Y entonces recordó la sensualidad con que aquella misma boca había recorrido su cuerpo la noche en que habían dado rienda suelta a su pasión. Lo había estimulado con tanta sensibilidad, con un erotismo tan intenso…


Estaba excitándose cada vez más, y se le estaba haciendo muy difícil mantener el control sobre sí mismo. Seguramente Paula, al igual que él, se habría dado cuenta de que aquello no era solo deseo sexual, sino una fuerte atracción en todos los planos. Claro que no podía negar que ansiaba algo más que una agradable charla a la luz de las velas. La expectación lo estaba consumiendo de tal modo que, llegados a un punto, expulsó cualquier otro pensamiento fuera de su mente y, sin darse cuenta, se quedó callado.


Los ojos ambarinos de Paula parecían oro líquido a la luz de las velas. Sus labios estaban ligeramente entreabiertos, pero de ellos tampoco salía palabra alguna, y entonces Pedro advirtió que estaban temblando levemente, y que su respiración se había tornado entrecortada. La joven parpadeó y bajó la mirada a la mesa, sin poder resistir más los ardientes ojos azules de él fijos en ella.


–¿Quieres más café? –preguntó con voz ronca. Como si también el asiento la quemara, Paula se puso en pie y alargó la mano para tomar su taza. Pero Pedro se levantó también, agarrándola de la muñeca y haciéndola girarse hacia él.


Paula alzó la vista buscando en sus ojos la respuesta a la pregunta que martilleaba en su cerebro: ¿La deseaba tanto como ella a él? Pedro la atrajo hacia sí, Paula le rodeó el cuello con los brazos y él la estrechó aún más contra su cuerpo, deleitándose en sus curvas femeninas, ansiando más.


Y entonces, al fin, un beso derribó lo que quedaba en pie del control que a lo largo de toda la velada habían estado manteniendo. La llama de la pasión se encendió al instante, alimentada por el tacto y el aroma del otro, por la ardorosa respuesta a cada estímulo. Pedro quería sentir su piel, tener sus senos desnudos frente a él, sus piernas abiertas para recibirlo.


Sin querer esperar más, tiró hacia arriba del top de Paula para sacarlo de la cinturilla de la falda, e introdujo las manos por debajo para buscar el cierre del sujetador. Al sentirlo, la joven separó sus labios de los de él:
–Aquí no, Pedro –gimió.


–Pero Paula… –protestó el con la voz ronca, sintiendo que todos los nervios de su cuerpo estaban en tensión.


–Yo también lo deseo –le dijo ella. Puso la palma de la mano en su mejilla y le transmitió con la mirada la misma ansiedad que él sentía–, pero aquí no… Ven conmigo.


Paula deslizó las manos lentamente hacia abajo por el tórax de Pedro, en una especie de promesa de lo que le aguardaba y se apartó de él. Como un Ulises embrujado por el canto de las sirenas, Pedro la siguió a través de la puerta del comedor hacia el pasillo. Paula estaba sacándose el top, y el cabello le cayó desordenadamente sobre los hombros desnudos. La lisa superficie de la espalda, interrumpida solo por las tiras blancas del sujetador, que Paula desabrochó hábilmente en un único movimiento, brillaba como el satén.


Pedro la seguía hipnotizado, desabrochándose impaciente los botones de la camisa. Aun enfebrecido por el creciente deseo, recordó de pronto el comentario de Marcos acerca de la ropa en el suelo. Paula llevaba en la mano cada prenda que iba quitándose, y él decidió hacer lo propio. Paula se desabrochó la falda. Cayó flotando en torno a sus muslos y se deslizó suavemente hasta sus tobillos. La joven la levantó del suelo, se quitó las sandalias y siguió caminando, quedándose solo con unas braquitas de algodón blancas, que marcaban las suaves líneas de sus nalgas.


Aquello era más erótico, más excitante que cualquier striptease, pensó Pedro. Se desabrochó los pantalones, cada vez más tirantes por la erección que estaba teniendo, y tropezó al sacárselos, casi cayendo al suelo. Paula estaba entrando ya en un dormitorio al final del pasillo, y vio encenderse la tenue luz de la lámpara de una mesilla de noche. ¡Dios, cómo ansiaba verla desnuda!


Cuando entró en la habitación, Paula había dejado su ropa sobre una silla y estaba de cara a él, su voluptuosa figura recortada por la luz de la lámpara detrás de ella. Parecía una diosa pagana, tan femenina, tan sensual, tan hermosa…


Pedro se dirigió hacia ella despacio, sosteniéndole la mirada, y el deseo lo sacudió con una intensidad que lo sorprendió. 


Dejó sus ropas sobre las de ella, cubriéndolas, como quería cubrirla a ella con su cuerpo.


Puso las manos en la cintura de la joven, deleitándose en la curvatura de sus caderas, mientras Paula recorría los músculos de sus brazos y hombros, maravillada por su fuerza física. Pedro se acercó más a ella, y las aureolas oscuras de Paula rozaron su tórax. Se acercó aún más, y sintió gozoso la suave presión de sus hermosos senos.


¿Podría sentir ella los latidos de su corazón desbocado?


Paula balanceó la parte inferior de su cuerpo, frotando su vientre contra la creciente erección y apretó sus muslos contra los de él. Pedro sintió como si todo su cuerpo estuviera recibiendo millones de pequeñas descargas eléctricas. Nunca antes se había sentido tan consciente de su propia masculinidad, ni de la complementariedad entre hombre y mujer.


Volvió a besarla, con la pasión acumulada tras días de espera. La boca de Paula era como una cueva profunda en la que encontrara nuevos tesoros cada vez que se adentraba en ella.


Tomándola en brazos, la llevó a la cama, ansiando besar cada centímetro de su glorioso cuerpo.


Se deleitó en el tacto y sabor de sus magníficos pechos y pasó su boca por el vientre de la joven, excitándose con los eróticos espasmos de placer que provocaron el reguero de besos y el sensual barrido de su lengua en esa zona.


Al fin alcanzó la unión entre sus muslos. Las piernas de Paula temblaron al adentrarse él en el territorio más oculto de su cuerpo, acariciando y lamiendo sus pliegues.


El calor húmedo que desprendía era embriagador, y los excitantes gemidos con que respondía cada vez a sus estímulos lo estaban volviendo loco.


Pedro, por favor… –suspiró Paula hundiendo los dedos en su cabello y arqueándose hacia él–. Por favor, te necesito ahora…, ahora…


Las palabras de Paula fueron como clarines que lo llamaran a la acción, y contestando a su ruego, se adentró en ella con una embestida rápida y segura, dejándose envolver por un placer sin igual. Comenzaron a moverse juntos siguiendo un ritmo acompasado.


Pedro se concentró en el delicioso abrazo de los pliegues de ella en torno a su virilidad, contrayéndose y expandiéndose.


Trató de dar a Paula más y más placer, llevándola de un clímax a otro, encantado de oír sus eróticos gemidos hasta que, finalmente, no pudo seguir controlando su propia necesidad.


Se oyó a sí mismo gemir aliviado al hundirse en ella. Hubo en su interior una especie de explosión que lo transportó a un lugar cálido, y se dejó caer, totalmente agotado. Después permaneció satisfecho dentro de ella, rodeado por los suaves brazos y piernas de Paula, la cabeza apoyada en el mullido cojín de sus senos.


¿Qué más podía desear un hombre? Le había dado un placer que nunca había conocido antes, estaba en un estado de total felicidad. No era una exageración, se dijo sonriendo, era la pura verdad. Después, durante un rato no pensó en nada. Descansar junto a la mujer amada era probablemente la mejor manera de emplear el tiempo.



****


Al cabo de unos minutos, fue Paula quien se movió primero, girando la cabeza para mirarlo. En su rostro había una expresión de satisfacción, y la sonrisa en sus labios le recordó todas las sensaciones de que habían gozado juntos.


–Gracias, Pedro –murmuró–, ha sido increíble.


–No, eres tú la que eres increíble –respondió él trazando el contorno de sus labios con el índice–. Haces que dé rienda suelta a mis instintos y los siga sin restricciones.


–No quiero ninguna restricción, me has dado más placer del que nunca hubiera imaginado.


–Lo mismo me ha ocurrido a mí… Yo diría que formamos una buena pareja.


–… En la cama –apuntó ella irónica.


–Oh, yo no lo limitaría a la cama –replicó él con una sonrisa burlona–. Después de haber probado tu lasaña, no me importaría que me invitaras más veces a cenar.


–Me alegra que te gustara.


–A mí me gusta todo lo tuyo, Paula…


Pero ella ladeó la cabeza, como si no lo creyera.


–Pero no soy demasiado sofisticada, ¿verdad?


–La gente le concede demasiado valor a la sofisticación –reconvino Pedro–. A mí me encanta estar contigo, Paula, porque tú eres natural, eres auténtica. ¿Quieres ser como Marcela o como Patricio Owen?


–¿Qué ocurre con Patricio Owen? –inquirió ella frunciendo el ceño.


–Paula, por favor… Patricio Owen es un manipulador. Utiliza a todo el mundo, y sobre todo a las mujeres. No me gustaría que te hiciera daño.


Ella frunció más aún el ceño.


–¿Quieres decir en lo personal…, o en lo profesional?


Pedro sabía que a ella no le haría gracia que se entremetiese en su vida, y que parecería celoso y posesivo, una imagen que no iba con él en absoluto, pero…


–No sé, me quedé preocupado el otro día cuando pasó por tu casa tan casualmente.


–Venía por motivos de trabajo, unas galas que quería proponerme –le explicó ella.


–¿Vas a volver a trabajar con él? –no pudo evitarlo, las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas.


–No lo sé, le dije que no era el momento para discutirlo. 
Tengo una cita mañana con él, después del trabajo. No me pareció que hubiera nada de malo en escucharlo… –explicó la joven con una mirada ansiosa.


–No, tienes razón –la tranquilizó él. Patricio Owen era un tipo totalmente amoral, pero si su interés por Paula era en parte profesional, tal vez no le pondría las manos encima, sobre todo si ella le daba a entender que no lo permitiría–. Pero si te ofrece un trato, asegúrate de que sea limpio, Paula. No te vendas por menos de lo que vales.


Ella se rio con modestia.


Pedro… Él es un profesional, y yo solo una aficionada…


–Tú tienes una voz maravillosa. Preferiría oírte a ti antes que a él mil veces.


–Gracias, pero yo…


–Nada de peros –le dijo él tomándola por la barbilla–. Cuando cantasteis en la fiesta, la auténtica estrella fuiste tú, fue tu voz la que encandiló al público. Lo único que quiero decir es que no tomes una decisión precipitada.


–No lo haré –prometió ella–. Pero dime, ¿tú crees que debería seguir mi carrera como cantante? –le preguntó muy seria.


–Yo no soy quién para decírtelo, Paula. Tú debes saber lo que quieres para tu futuro.


Ella no dijo nada. Parecía que esperaba una respuesta más concisa, pero, ¿qué más podía decir él? No iba a ponerse de parte de Owen, desde luego, pero tampoco quería coartar los deseos de ella.


Se inclinó sobre la joven y la besó. Ella respondió con tal intensidad, que la necesidad de poseerla de nuevo sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, Paula lo persuadió en silencio, sutilmente, de que la dejara hacer a ella, y pronto Pedro se encontró tan extasiado por sus caricias y sus besos que no quiso tomar las riendas.


Cada movimiento de ella, cada roce, lo excitaba tremendamente. Paula le estaba haciendo el amor con tanta dedicación, que parecía que quisiera imprimir su esencia en él, como se marcan las reses a hierro candente. Pedro jamás se había sentido tan deseado.


Finalmente Paula se sentó a horcajadas sobre él, controlando el ritmo, llevándolos hasta cimas insospechadas de placer y manteniéndolo allí con ella, como si no quisiera dejarlo ir jamás. Su cabello golpeaba sobre sus senos, y aquella imagen tan incitante despertó los instintos más primitivos de él. La hizo rodar sobre el colchón y se colocó sobre ella, queriendo ser él quien la poseyera, imprimir él su marca en ella, y la llevó al clímax con un gozo salvaje.


Minutos después descansaba otra vez sobre ella, y se dijo que ninguna otra mujer lo había hecho sentir así jamás. No quería marcharse, pero el sentido común le recordó que al día siguiente ambos tenían que trabajar.


–¿Estás libre el sábado, Paula?


–Me temo que no –respondió ella con un suspiro de fastidio–. Tengo que cantar en una iglesia por la tarde, y después en una fiesta. Y por la mañana iré a casa de mis padres a dejarles a Marcos.


–¿Y el domingo?


–No, el domingo estoy libre.


–¿Querrías pasarlo conmigo?


Ella se quedó dudando.


–¿Y Marcos?, ¿también podría venir?


Pedro se había olvidado del pequeño, que en ese momento estaría durmiendo en su cuarto, al otro extremo del pasillo. 


Aunque ansiaba tenerla para él solo, sabía que no era la clase de madre que ignorara a su hijo, y además Marcos era un chico estupendo.


–Claro, ya sé… Tengo que ir a inspeccionar una plantación. Almorzaríamos con el capataz y su esposa, y tienen un par de críos. Marcos podría jugar con ellos, ¿qué me dices?


Ella se acurrucó a su lado sonriente.


–¡Estupendo!


Pedro sonrió también, y se dijo que el domingo, mientras Marcos jugaba, la llevaría a dar un largo paseo. Nunca había hecho el amor en el campo, pero siempre había para todo una primera vez.