martes, 4 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 9





Paula se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. 


Retiró las sábanas, se levantó de la cama y miró a su alrededor sin comprender nada, hasta que se dio cuenta de que no estaba en su apartamento, sino en un lugar desconocido mucho más elegante y lujoso. Un lugar que nada tenía que ver con lo que ella conocía.


Entonces lo recordó todo. El despido. La proposición de Pedro. El sorprendente roce de su mano. El beso, aún más sorprendente. Y, por último, la llegada a su casa con Kiko. Volvieron a llamar.


—Un momento —dijo.


Abrió la puerta del dormitorio, pero allí no había nadie; estaban llamando a otra puerta, más lejos. Comenzó a caminar hacia allí hasta que descubrió que era en la puerta principal de la casa. E insistían bastante. Paula se quedó allí unos segundos, pensando en si debía o no abrir. Decidió que era mejor no hacerlo, puesto que no era su casa. Por desgracia, la inesperada visita tenía llave y la utilizó.


La puerta se abrió y apareció una mujer.


—¿Pedro? —la mujer vio a Paula y abrió los ojos de par en par—. Vaya, lo siento mucho. Nonna me dijo…


—¿Qué ocurre, Elisa?


Paula cerró los ojos al reconocer la voz de Nonna. Aquello no iba bien.


—Creo que hemos llegado en un mal momento —explicó Elisa—. Pedro tiene visita.


Nonna respondió algo en italiano, tras lo cual se abrió la puerta de golpe y entró la matriarca de la familia.


—¿Paula? Qué sorpresa encontrare aquí.


—Para mí también lo es —admitió Paula.


—¿Qué demonios ocurre? ¿Es que uno no puede dormir tranquilo? —se oyó la voz de Pedro y luego apareció él en lo alto de la escalera que llevaba al segundo piso—. ¿Mamá, Nonna, qué hacéis aquí?


Allí estaba, con las manos apoyadas en la cadera, el pecho desnudo y unos pantalones deportivos anchos. Paula lo miró, hipnotizada. Jamás había visto nada tan hermoso.


—Ay, Dios.


Las palabras salieron de su boca sin que ella pudiera impedirlo y, junto a ellas, su sentido común y todas las neuronas de su cerebro. Pero lo más humillante fue que la madre de Pedro la oyó y sonrió.


Pero… el cuerpo de Pedro era una obra de arte, así de simple. Tenía los hombros anchos, los brazos musculados, aunque eso ya lo había sospechado el día anterior cuando la había levantado del suelo y la había llevado al sofá de su oficina. Y su abdomen era una tableta de chocolate que no le habría importado nada pasarse la noche saboreando.


—Veníamos a hablar contigo para ver cuándo podíamos conocer a Paula —explicó Elisa—. Pero ¡sorpresa! Ya la hemos conocido.


Pedro se pasó las manos por el pelo y, por el modo en que movió los labios, Paula imaginó que estaba maldiciendo entre dientes.


—Voy a vestirme y bajo enseguida —se fijó en Paula—. Te recomiendo que hagas lo mismo.


—Ah, sí —miró con horror los pantalones cortos y la camiseta vieja que llevaba—. Discúlpenme.


Se encerró en el dormitorio, donde la esperaba Kiko, acurrucada en un rincón.


—¿Qué te parece si salimos al patio otra vez, a ver qué te parece a la luz del día? —le propuso.


Sacó a la perra y estuvo con ella hasta estar bien segura de que la valla resistiría cualquier intento de huida. Después se puso la primera ropa limpia que encontró, aunque no pudo evitar que estuviera arrugada al haber estado metida en la mochila.


Una vez fuera del dormitorio, Kiko y ella siguieron el aroma del café. Encontró a Pedro y a las dos mujeres hablando acaloradamente en voz baja y en italiano, por lo que solo pudo imaginar el tema de la conversación. Se callaron en cuanto la vieron, pero la tensión era evidente.


Paula sonrió y fingió no notar nada.


—Quería darte las gracias otra vez por ofrecerme que me quedara aquí. De no ser por ti, seguramente Kiko y yo habríamos tenido que pasar la noche en la calle después de que nos echaran del apartamento.


—¿De qué habla? —preguntó Nonna bruscamente.


—Es lo que trataba de explicarte —empezó a decir Pedro.


—Preferiría que me lo explicara Paula —lo interrumpió su abuela de inmediato.


—En mi apartamento no está permitido tener animales, ayer descubrieron que tenía a Kiko y nos echaron. Por suerte Pedro insistió en que viniéramos aquí. Si no hubiese sido por él… —se encogió de hombros—. No disponía de tiempo para encontrar un lugar en el que aceptaran perros, así que Pedro pensó que lo mejor era que pasáramos aquí la noche. Es una suerte que el patio tenga una valla tan alta. A prueba de Kiko.


Pedro hizo una mueca.


—Después de anoche, no sé si alegrarme o no.


—¿Anoche? —preguntó Elisa con desconfianza.


—Había luna llena —respondió Pedro mirando a Kiko, como si eso lo explicara todo.


—¿Te importaría que le diera algo de comer? —intervino Paula rápidamente—. Necesitaría un poco de carne cruda para mezclársela con el pienso, si es posible.


—Claro —Pedro fue hasta la nevera y buscó en el interior—. Antes de que llegaras, Nonna y mi madre me estaban diciendo que les gustaría pasar el día contigo para conocerte mejor.


Con la cabeza metida en el refrigerador, Paula no podía interpretar su voz ni la expresión de su rostro.


—Pensaba buscar trabajo —dijo ella.


—Ya tendrás tiempo para eso el lunes —respondió Pedro, con un paquete de carne en la mano—. Además, es posible que pueda ofrecerte algún empleo en Alfonsos.


—Me parece que no…


—Perfecto —dijo entonces Elisa con una amable sonrisa en los labios—. Este compromiso es tan repentino que me ha dejado de piedra.


—Ya somos dos —admitió Paula con total sinceridad.


—Bueno, entonces tendremos tiempo de recuperarnos de la sorpresa —sugirió Elisa.


Paula miró a Pedro, que estaba cortando la carne.


—No lo creo, a menos que el señor Organizar y Conquistar tenga pensado cambiar de personalidad.


Las dos mujeres se miraron y luego sonrieron.


—Parece que conoces muy bien a Pedro, lo cual es impresionante teniendo en cuenta que no os habíais visto nunca hasta ayer —comentó Nonna.


—Puede que sea porque no se molesta en esconder ese rasgo de su personalidad —respondió Paula.


—Por si no os habéis dado cuenta, estoy aquí delante, oyendo lo que decís —dijo Pedro.


Mezcló la carne con el pienso para perros bajo la atenta mirada de Kiko y luego lo puso en un cuenco en el suelo. Kiko lo olfateó detenidamente antes de dar cuenta de la comida.


—Tienes un perro muy peculiar —dijo Elisa, frunciendo ligeramente el ceño—. Si no fuera una locura, diría que es un…


—Era de mi madre —la interrumpió Paula.


Pedro intervino enseguida para salvar a Paula.


—Supongo que tendré que cuidar de Kiko.


Paula lo miró aliviada. Había veces que resultaba muy útil que se hiciera cargo de las cosas.


—¿Te importa?


—¿Crees que me devorará?


—No lo creo.


Pedro enarcó una ceja.


—No pareces muy segura.


Paula se sonrojó.


—Es muy buena, ya lo verás.


Elisa decidió no darle tiempo de buscar una excusa para no salir con ellas, puso en pie a todo el mundo y llevó a Nonna y a Paula hacia la puerta. Una vez allí, se despidió de su hijo con un cariñoso beso que él devolvió con el mismo cariño y, unos segundos después, estaban las tres metidas en el coche de Elisa rumbo a la ciudad. Paula no pudo evitar mirar hacia atrás, a la casa de Pedro.


—No te preocupes, Paula —le dijo Elisa, que había visto el gesto—. Cuando quieras darte cuenta, estarás de vuelta sana y salva.


Claro. Lo que le preocupaba era lo que pudiera ocurrir hasta entonces. ¿Cómo demonios se había metido en aquel lío? 


Hasta hacía unas horas había sido libre como un pájaro, sin ningún tipo de compromisos y sin hombres. Con un solo objetivo en la vida: encontrar a su padre.


Y ahora… Ahora tenía un prometido con una familia enorme y se suponía que tenía que pasar el día haciéndose amiga de dos desconocidas. De la excuñada de Laura, ni más ni menos. Todo eso sin mencionar el extraño dolor que tenía en la palma de la mano. Se lo frotó y, por algún motivo, al verla, Nonna y Elisa sonrieron de nuevo.


Paula lanzó un suspiro. Qué familia tan extraña. Casi tanto como la suya.




PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 8





Ya preparada para marchar, Pedro la observó sin apenas creer que todas sus pertenencias cupieran en media mochila, ya que la otra mitad eran las cosas de la perra.


—¿Nos vamos? —le preguntó, después de que ella hubiera echado un último vistazo al apartamento.


Paula asintió y, después de tirar la basura y darle las llaves al señor Connell, lo ayudó a meter a la perra en el asiento de atrás del coche y ella ocupó de nuevo el delantero.


—¿Dónde vamos? —quiso saber cuando él puso el motor en marcha.


—A mi casa.


Paula se tomó un momento para asimilar la noticia.


—Pensé que conocías un lugar donde podíamos quedarnos Kiko y yo.


—Sí, mi casa.


—Pero…


—Si fueras tú sola, podría haberte encontrado otra cosa, pero con tu perra… por llamarla algo, es imposible. Así que solo hay una opción.


—Tú casa.


—Exacto.


Apenas había tráfico, así que apenas veinte minutos después, Pedro estaba metiendo el coche en el garaje de su casa, adonde entraron por la cocina.


Paula se quedó en la puerta.


—¿Puede entrar Kiko?


—Claro. Ya te dije que aquí era bienvenida.


—Gracias.


Fue entonces cuando Pedro vio bien a la «perra» bajo las potentes luces halógenas de la cocina. Era un animal precioso, esbelto y con un bonito pelaje gris y blanco que terminaba en una cola gruesa y rizada. Miraba a su alrededor con evidente resquemor. Pedro tenía la sensación de que, de no haber sido por Paula, hacía mucho que Kiko se habría rendido a su triste destino.


—¿Y ahora qué? —le preguntó Paula, mirándolo con el mismo recelo que la perra.


—¿Qué necesita para estar cómoda?


—Tranquilidad y espacio. Si se siente encerrada, mordisquea todo lo que encuentra.


Pedro cerró los ojos, imaginando lo que podría hacer con alguna de las antigüedades que había en la casa.


—Tu apartamento estaba en perfecto estado y no era precisamente espacioso.


—Es que para ella era su guari… su refugio —corrigió rápidamente.


—Ya. Dime una cosa, Paula. ¿Cómo demonios conseguiste meterla en tu apartamento?


—De madrugada y sin hacer ningún ruido.


—¿Y nadie la veía cuando la sacabas a pasear? ¿Nunca se quejaban porque ladrara o aullara?


—Intentaba salir siempre cuando estaba oscuro, pero supongo que sí que hacía ruido porque nos han echado —dedujo, encogiéndose de hombros—. Pero no importa. A Kiko no le gusta mucho la ciudad y yo no tenía intención de quedarme mucho, solo hasta que terminara la búsqueda. Después íbamos a mudarnos a un lugar más tranquilo.


—Buena idea. Supongo que serás consciente de que, si alguien te descubre con ella, la matarán.


—Tengo los papeles.


Pedro la miró enarcando una ceja e hizo una pausa.


—Te acuerdas de lo mal que mientes, ¿verdad?


Por primera vez apareció en su rostro una sonrisa.


—Estoy intentando mejorar.


En la mente de Pedro surgió de pronto la imagen de su difunta esposa.


—No, por favor. Me gustas mucho más como eres —hizo una pausa y luego le ofreció algo de comer.


—No, gracias.


—¿Y Kiko querrá comer algo?


—No, estará bien hasta por la mañana.


—Entonces vamos. Puedes utilizar una habitación que hay en esta planta que tiene una puerta al patio.


—¿Está vallado?


—Sí. Mi primo Nicolò tiene un San Bernardo que es un experto en huir y aquí no consigue huir.


—Veamos sí también funciona con Kiko.


Pedro no quiso perder más tiempo con la conversación porque era evidente que Paula estaba agotada, así que la llevó a la habitación que le había mencionado, que era al menos tres veces más grande que su apartamento. Al entrar la vio cojear un poco.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Sí —se frotó el muslo—. Me rompí la pierna de niña, pero solo me molesta cuando estoy muy cansada.


—A mi hermano Ramiro le pasa algo parecido.


—Lo siento por él —dijo y luego dio una vuelta sobre sí misma, observando la habitación—. Esto es increíble.


—Nada es demasiado bueno para mí prometida.


Ella lo miró unos segundos, como tratando de interpretar la expresión de su rostro, pero luego se limitó a decir:
—Gracias, Pedro.


Él no pudo resistirse. Se acercó a ella y le levantó la cara suavemente, lo que provocó una especie de gruñido de desaprobación por parte de la perra.


—Necesita tiempo para confiar en ti —explicó Paula.


—No sé por qué, pero me da la sensación de que tú también —dijo Pedro, acariciándole la mejilla.


—Puede que tengas razón.


Se inclinó sobre ella y le rozó suavemente los labios. De la boca de Paula salió un leve gemido casi inaudible, pero que denotaba pasión, deseo y placer. Y quizá también cierto arrepentimiento. Pedro deseaba locamente estrecharla en sus brazos y perderse en su suavidad. Ella se acercó un poco más, pero en realidad lo que la hizo moverse fue el agotamiento, más que el deseo.


—Supongo que no es un buen momento —susurró mientras se apartaba, muy a su pesar.


—La historia de mi vida —respondió Paula.


Pedro apoyó la frente en la de ella.


—Además le prometí a Primo que no te desabrocharía ni un botón más esta noche.


—Pensé que te había dicho de aquí en adelante, no solo esta noche —opinó ella—. Y creo recordar que tú estuviste de acuerdo.


—En realidad lo que le prometí fue que no te tocaría hasta haberte puesto un anillo en el dedo —dijo, dando un paso atrás, y esbozó una pícara sonrisa—. En cuanto llegue el lunes voy a ponerte ese anillo y entonces puedes prepararte para que te desabroche todos los botones.




PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 7





—Por fin ha llegado, señorita Chaves. Empezaba a pensar que se me había escapado —la voz procedía del apartamento del encargado del edificio, de donde salió un hombre corpulento de unos sesenta años que miró a Paula con gesto severo—. ¿Tiene el dinero del alquiler?


—Aquí tiene, señor Connell —Paula le dio los billetes que llevaba en el bolsillo del chaleco.


El hombre contó el dinero, asintió y luego hizo un gesto hacia las escaleras.


—Tiene diez minutos para recoger sus cosas.


Paula se puso en tensión.


—Señor Connell, le prometo que a partir de ahora le pagaré siempre con puntualidad. Yo nunca…


—Sabe bien que no se trata de eso —le dijo con algo más de dulzura, pero enseguida recuperó la dureza, pero dio la sensación de que tuvo que hacer un esfuerzo—. Ya sabe cuáles son las normas sobre animales. Dentro de diez minutos voy a llamar al servicio de control de animales y creo que tendrán algo que decir sobre su… perro.


Paula se quedó pálida al oír eso.


—No se preocupe, señor Connell. Nos marcharemos enseguida.


Pedro tuvo la impresión de que al conserje no le habría importado romper las reglas por Paula, si hubiera tenido la menor posibilidad.


—San Francisco no es un buen lugar para ese animal, señorita Chaves. Necesita más espacio.


—Lo sé.


Pedro se aclaró la garganta antes de intervenir.


—Quizá se pueda solucionar subiendo un poco el alquiler —sugirió—. ¿Sería posible añadir una fianza por los posibles desperfectos que pudiera ocasionar el perro?


Connell lo miró fijamente, comprendiendo de inmediato lo que pretendía decirle.


—No es una cuestión de dinero —dijo finalmente, negando con la cabeza—. El problema no es ése, ni que se haya retrasado con el alquiler. La señorita Chaves es una persona honesta, al menos en lo que se refiere al alquiler —añadió con una mueca—. Porque con respecto al animal…


—No tenía otra alternativa —se apresuró a decir Paula—. Era la única manera de salvarla.


Pero no parecía dispuesto a dejarse convencer.


—Me temo que tendrá que salvarla en otra parte.


—¿Y no podría dejar que me quede hasta mañana?


Apenas había terminado de decir la pregunta cuando el hombre volvió a menear la cabeza.


—Lo siento. Si de mí dependiera, no habría el menor problema, pero me arriesgo a perder el trabajo si los propietarios se enteran de que sabía que tenía un animal y creen que yo no hice nada al respecto.


—Lo comprendo. No tardaré nada en recoger mis cosas y marcharme.


Pedro no le sorprendió que Paula se rindiera tan pronto. 


Era la persona con el corazón más blando que había visto nunca.


Pedro soltó aire y dijo algo que sabía que acabaría lamentando, principalmente porque iba a hacer que fuese casi imposible cumplir con lo que le había prometido a Primo.


—Sé de un lugar donde puedes quedarte.


Paula lo miró con los ojos brillantes, llenos de esperanza.


—¿Y Kiko también?


—¿Así es como se llama tu perro?


—Es Tukiko, pero yo la llamo Kiko.


—Sí, puedes traerla. Además hay un patio enorme.


—¿De verdad? —parpadeó para controlar las lágrimas—. Muchísimas gracias.


Se volvió hacia Connell y lo sorprendió dándole un abrazo que él aceptó. Después de eso, Pedro la siguió hasta el tercer piso de aquel edificio viejo y decadente y, al final de un largo pasillo, Paula abrió la puerta de un diminuto apartamento.


—Ya estoy en casa, Kiko —dijo al entrar—. Vengo acompañada, así que no te asustes.


Pedro miró a la oscuridad del apartamento, pero no vio nada.


—¿Tiene miedo a los desconocidos?


—Sí, y no le faltan motivos porque ha sufrido muchos malos tratos.


Más que oírla, Pedro sintió la llegada de la perra y se le erizaron los pelos de la nuca. Después vio el brillo de sus ojos con la luz que llegaba desde el pasillo y oyó su aullido en la penumbra.


—Siéntate, Kiko —le ordenó Paula con voz firme.


La perra obedeció de inmediato, momento que Pedro aprovechó para buscar el interruptor de la luz y apretarlo. «La madre del…». Aquello no estaba bien. Nada bien.


—¿Qué clase de perro es? —preguntó, tratando de parecer tranquilo.


—Un husky siberiano.


—¿Y?


—Con malamut de Alaska.


—¿Y? —insistió Pedro, seguro de que o el padre o la madre de aquel animal aullaba en lugar de ladrar y vivía en manadas en la montaña.


Paula lo miró fijamente y aseguró con firmeza que eso era todo.


—Maldita sea, Paula, sabes muy bien que no es cierto —miró a la perra con el mismo recelo que ella lo miraba a él—. ¿De dónde la sacaste?


—Mi abuela la rescató de una trampa cuando era aún un cachorro. Tenía una pata rota. Mi abuela le dio todo el cariño del mundo, pero sigue teniendo mucho miedo a la gente. Antes de morir, me pidió que cuidara de ella y no pude negarme. Mi abuela fue la que me crió. No podía hacer otra cosa.


—¿Hace cuánto que murió tu abuela? —le preguntó, sintiendo compasión por ella.


—Nueve meses. Pero antes de eso pasó un año enferma. Desde entonces me ha sido bastante difícil mantener un trabajo al mismo tiempo que cumplía con su deseo —reconoció con cansancio—. He tenido que mudarme a menudo y aceptar cualquier empleo. Pero nos las arreglamos. Eso no quiere decir que no tenga ambiciones. Por ejemplo, me encantaría trabajar para alguna organización que ayude a los animales como Kiko. Pero debo hacer algo antes.


—Encontrar a tu hombre misterioso.


—Sí.


—Paula….


—Ahora no tenemos tiempo, Pedro —lo interrumpió de inmediato—. El señor Connell me ha dado diez minutos y ya hemos perdido al menos la mitad. Tengo que hacer el equipaje.


—¿Dónde está tu maleta? —Pedro decidió dejarlo estar por el momento.


—En el armario.


En lugar de una maleta, encontró una estropeada mochila y poco más. Paula tardó apenas dos minutos en recoger su ropa y algunas cosas del baño. Tampoco fue necesario mucho tiempo para que tirara a la basura lo poco que tenía en el frigorífico y recogiera las cosas de Kiko, después de darle de comer.