miércoles, 18 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 26

 


—¡Para! —gritó Mel.


—¿Qué pasa? —preguntó su padre pisando el freno. Miró a derecha e izquierda para descubrir por qué había gritado. En la calle principal de Katoomba, todo parecía normal.


—Pau acaba de entrar ahí con dos de sus amigos —la niña señalaba un salón de tatuaje—. Yo también quiero ir.


Él vaciló. Trató de ganar tiempo.


—¿Qué hay del jardín botánico y el picnic?


—Le pasa algo, parecía triste. Es mi amiga y me consoló cuando yo estaba triste —dijo la niña con labios temblorosos.


—¿Cuándo estuviste triste? —preguntó él tragando saliva.


—La semana pasada.


—¿Por qué? —¿se lo diría? Contuvo la respiración.


—Porque la señora Benedict me había pegado.


Pedro aparcó. Aquello seguía haciéndole hervir la sangre. ¡Pero Mel había confiado en él!


—No volverás a esa casa, cariño.


Mel lo miró, pero Pedro fue incapaz de saber iba a enfadarse o a echarse a llorar.


—Me has dicho que hoy soy la princesa Melly y que mis deseos son órdenes.


—Así es —si su hija no quería hablar de aquello, no iba a obligarla.


—Pues quiero ver a Pau.


¿Cómo explicarle que podía darle órdenes a él, pero no a Paula? ¿Y por qué Paula estaría triste? La idea lo distrajo, oportunidad que aprovechó Mel para salir corriendo del coche hacia el salón de tatuaje, antes de que pudiera impedirlo.


—¡Maldita sea! —exclamó mientras salía corriendo detrás de ella. Entró en el salón justo a tiempo de ver a Mel abrazando a Paula por la cintura.


—¿Qué es esto? —Pau, a su vez, abrazó a Mel, pero miró a Pedro con ojos inquisitivos.


—Perdona —Pedro se encogió de hombros e hizo una mueca. Sintió dolor al ver que su hija se pegaba a Pau como una lapa—. Se ha escapado. Te vio y creyó que estabas triste —no supo qué más decir, porque se percató de que Mel tenía razón: Pau estaba triste. No sabía cómo se había dado cuenta, porque nada en su actitud lo revelaba.


Dos hombres salieron de la parte trasera del salón; uno era el que había besado a Paula en la mejilla. Ella les sonrió débilmente.


—Ésta es mi amiga Melly… y su padre, Pedro. Son Marcos y Jeremias. Melly me vio y quiso saludarme —se agachó para estar a la altura de la niña—. Estoy un poco triste, pero me pondré bien, ¿vale?


—Vale —asintió Mel.


—Perdonad, pero tengo trabajo —dijo Paula mientras se incorporaba.


—¿Vas a hacerle un tatuaje a alguien? —preguntó Mel antes de que Pedro pudiera evitarlo.


—Sí.


Pedro se preguntó por qué lo reconocía de mala gana. Era evidente que no quería que estuvieran allí.


—¿Puedo ver cómo lo haces?


—No creo que sea una buena idea, Melly —apuntó Paula.


—No me importa —dijo el hombre llamado Jeremias.


—¿Es usted a quien le va a hacer el tatuaje? —preguntó Mel admirada.


—Me voy a hacer un tatuaje de mi hija pequeña aquí —Jeremias se tocó la parte superior del antebrazo izquierdo.


—¿Dónde está? ¿Podemos jugar juntas?


—Está muy lejos.


—¿Le va a doler?


—Sí.


—¿Le servirá de ayuda que le agarre de la mano?


—Sí —Jeremías miró a Pedro y tomó a la niña en brazos.


Éste se dio cuenta de que bastaría una sola palabra o mirada suya para que Jeremias la dejara en el suelo inmediatamente, pero algo en la cara y la actitud de aquel hombre, algo en el modo en que Paula lo miraba, le hizo permanecer inmóvil.


Fueron todos a la parte de atrás del salón. Paula tardó casi dos horas en tatuar a Jeremías. Pedro nunca había visto nada igual. Bajo los hábiles dedos de Pau, cobró vida la cara de una niña. No se trataba simplemente de un tatuaje. Era una fotografía indeleble en el brazo de Jeremías, una obra de arte.


Mel observaba los movimientos de Pau en silencio. Agarrada a la mano de su padre, se la acariciaba de vez en cuando. Al final, se sentó en su regazo y apoyó la cabeza en su hombro. Él la abrazó con fuerza sin saber por qué. Su respiración le indicó que se había quedado dormida.


Pau dejó las herramientas y se estiró. Agarró un espejo para que Jeremias viera el tatuaje.


—Gracias —dijo él.


—Que viva para siempre en tu corazón —susurró ella mientras lo besaba en la frente.


Fue entonces cuando Pedro se dio cuenta de por qué abrazaba a Melly con tanta fuerza.


—Cuídala —le dijo Jeremias señalando a la niña con la cabeza.


Jeremías y Marcos se marcharon. Pedro lanzó un largo suspiro. Puso su mano sobre la de Pau.


—Ha sido lo más increíble que he visto en mi vida —no sonreía. No podía. Pero quería que supiera cuánto admiraba su talento y generosidad.


Cuando ella giró la cabeza, se dio cuenta de la tensión que había soportado durante las dos horas anteriores, la enorme responsabilidad para que el trabajo saliera lo mejor posible, para no equivocarse. Estaba pálida y las arrugas se le marcaban alrededor de los ojos y la boca. Pedro le pasó el brazo por los hombros.


—Te llevo a casa —por un momento creyó que Pau se apoyaría en él, pero se puso rígida y trató de separarse.


—Gracias, pero me va a llevar Marcos. Que pases un buen día.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 25

 


—Muy bien, princesa Melly… —Pedro sostuvo la puerta de la panadería del señor Sears—, ¿qué desea?


—La princesa Melly quiere ir de picnic —dijo la niña con los ojos brillantes.


—¿Adonde? ¿Al parque? ¿A uno de los miradores?


Habían estado en la montaña rusa por la mañana. Mel se había reído a carcajadas, por lo que Pedro se sentía alegre y ligero. En un par de ocasiones, la niña se había replegado en su concha, pero había vuelto a salir.


Pau tenía razón. Lo de la princesa Melly funcionaba de maravilla. Su hija se había sentido desarmada inmediatamente; por eso y por los viajes en la montaña rusa, por no hablar de la compra de los vaqueros. Mel sólo le había pedido un par, pero a Pedro se le ocurrió de pronto que no tenía ninguno que le valiera, por lo que compraron tres pares. A Mel casi le había dado un ataque de alegría. Se había puesto un par inmediatamente.


—Un picnic en el jardín botánico —anunció la princesa Melly.


—Excelente —Pedro se frotó las manos mientras recorrían el mostrador para ver qué tenía el señor Sears—. ¿Qué nos llevamos para el picnic?


Ella lo miró con sus grandes ojos, idénticos a los suyos, según decía todo el mundo.


—La princesa Melly quiere un rollito de salchicha ahora —lo tomó de la mano, como si eso sirviera de elemento de persuasión añadido—, pero eso le quitará las ganas de comer. Así que podemos tomar tarta de manzana y limonada para comer.


—Es una idea estupenda —le aseguró Pedro sonriendo—. Así que tarta de manzana para comer —por una vez no iba a pasar nada.


Su hija volvió a sonreír. Pero la responsabilidad de adulto de Pedro entró en acción.


—Pero su humilde servidor —se llevó la mano al pecho— tiene un apetito voraz. ¿Me permitiría pedir unos sándwiches vegetales para llevárnoslos?


Ella asintió solemnemente. Pedro compró lo que querían y se sentaron a una mesa junto a la ventana para tomarse los rollitos de salchicha y un chocolate caliente.


El rugido de unas motos los interrumpió. Varias Harley Davidson circulaban por la calle brillando al sol. Había por lo menos una docena, la mayoría de ellas con pasajero en el asiento de atrás. Todos vestían de cuero negro. Pedro comenzó a reírse con innegable satisfacción. Los motoristas aparcaron a ambos lados de la calle y se dirigieron a la librería de Pau.


Esta salió a recibirlos. Pedro sintió como si algo le estallara en el cerebro cuando vio que el más grande y fornido de los recién llegados tomaba en brazos a Pau y daba vueltas con ella como si no pesara más que un gatito. Al dejarla en el suelo, ¡la besó en la mejilla! Sintió que lo invadía algo oscuro y mezquino.


Pau no le había dicho que tuviera una relación sentimental con alguien en Sidney, pero, por otro lado, tampoco es que hubieran hablado de lo que había hecho desde que se marchó.


—Papá…


Él bajó la vista y se encontró a su hija mirándole la mano con el rollito que había aplastado. Trató de sonreír.


—Vaya. No me doy cuenta de la fuerza que tengo.


Melly soltó una risita. Pedro se limpió la mano con una servilleta y volvió a mirar por la ventana. Recordó todos los besos que Paula y él se habían dado ocho años antes. No recordaba haberla besado en la mejilla con frecuencia. ¡En la mejilla! Ese beso no era el de un amante impaciente por ver a su novia tras una semana de separación. Pedro fue incapaz de explicarse el alivio que experimentó. En realidad, sí podía explicárselo, pero no estaba dispuesto a hacerlo.


Algunos de los amigos de Paula entraron con ella en la tienda. Otros se pusieron a pasear como turistas ociosos. Lo más probable era que fueran un grupo de gente que compartía la pasión por las motos: carpinteros, dueños de una librería o panaderos, como Pedro, Paula o el señor Sears.


Pedro echó una mirada alrededor de la panadería; no era el único que se había quedado paralizado. La llegada de más de una docena de motos al pueblo había hecho que cesaran las conversaciones. El señor Sears se había puesto rojo como un tomate.


Pedro sonrió. Después de cómo había tratado a Paula se merecía que se vengara de él. Aunque su venganza no iba a aumentar la popularidad que tenía en el pueblo. Diversas personas ya estaban volviendo a sus coches, intimidadas por la combinación de ruido y cuero.


De repente, Paula apareció sola en la puerta de la panadería.


—Hola, Pedro.


—Hola, Pau.


—Melly, ¿cómo estás? —Pau le sonrió con alegría.


—Hoy soy la princesa Melly.


—No es de extrañar —dijo Paula después de lanzar un silbido—. Hoy pareces una princesa.


—Papá dice que estoy tan guapa como una princesa todos los días —dijo Melly sin mucha convicción.


—Creo que tiene razón —le guiñó un ojo—. Me encantan tus vaqueros.


Mel sonrió de oreja a oreja y a Pedro se le formó un nudo en el estómago.


—Me gustaría quedarme a charlar un rato, pero tengo visita. Que lo paséis bien.


—Lo haremos —asintió Mel.


—Hola, Carmen. Hola, señor Sears.


Éste corrió hasta el extremo del mostrador donde se hallaba Paula.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó en voz baja—. ¿Tratas de que todos nos quedemos sin trabajo?


—Tengo a unas veinte personas que quieren tomar té, —ella no bajó la voz—, lo cual para su panadería, al menos, va a resultar muy buen negocio. Quiero una tarta de zanahoria grande, un bizcocho de fresa y… ¿qué me recomienda?


—Llévate la tarta de naranja y semillas de amapola, Paula —intervino Pedro sin poder evitarlo—. Es insuperable.


Ella se volvió a mirarlo. El color de sus mejillas se acentuó.


—Entonces, una tarta de naranja y semillas de amapola —dijo volviéndose hacia el señor Sears.


Pedro pensó que, si pudiera, el panadero echaría humo por las orejas, pero colocó cada tarta en una caja de cartón con el mismo cuidado que una madre trataba a su bebé. Al ponerlas en el mostrador, agarró a Pau de la muñeca. Pedro echó la silla hacia atrás y se levantó.


—Si el nivel de este pueblo sigue bajando —dijo el señor Sears entre dientes—, nos arruinaremos todos. Y será por tu culpa.


—No, por la suya —respondió ella con toda la frialdad que pudo.


Con un solo giro de la muñeca se libró de su mano. Pedro se volvió a sentar. No necesitaba su ayuda.


—Llevo una librería, señor Sears. Tengo que atraer clientes de algún sitio. Hasta que la librería retome el nivel habitual de ventas y los rumores sobre tráfico de drogas comiencen a desaparecer, me temo que tendrá que acostumbrarse a mis visitas de fin de semana. Tienen moto y pueden viajar. Y, además, creen que apoyar librerías independientes es una buena causa. Y tenga en cuenta que este grupo sólo es la punta del iceberg. Usted verá —agarró las tartas y saludó a todos con ellas salvo al panadero—. Que pasen un buen día. Volveré esta tarde a por más provisiones. ¿Quién sabe cuántas personas más se presentarán hasta entonces? —y dicho eso salió de la panadería.


En cuanto la puerta se cerró, todos comenzaron a hablar. Pedro la observó con deleite mientras volvía a la librería. Andaba como si el mundo fuera suyo. Estaba muy sexy. Había que reconocer que tenía clase.


—Pau es amiga mía —dijo Mel atrayendo su atención.


Al oír a su hija, se calmó. No quería que se encariñara de Paula. Sólo la perjudicaría.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 24

 

A mediodía, la señora Lavender dijo que se iba a sentar a su banco habitual para atormentar a Boyd Longbottom. A las doce y cuarto, Pedro cruzó la calle corriendo para ir a la panadería. Al volver, se paró ante el escaparate para ver los nuevos libros. Paula estaba detrás de una estantería y lo vio.


«Date la vuelta y vete», se dijo, pero su cuerpo se negó a obedecer las órdenes del cerebro. «Cierra al menos los ojos». Tampoco obedeció esa orden. Recordó que Pedro y ella intercambiaban sus dibujos y los alababan o criticaban o sugerían formas de mejorarlos. ¿Le gustaría a Pedro el nuevo escaparate? No lo sabía.


Él no alzó la vista para buscarla en el interior. Al final se marchó. La opresión en el pecho de Pau cedió, pero nada pudo llenar el vacío que la invadió.


Después de las tres y media sonó el teléfono. Paula se abalanzó a responder, contenta de dejar de pensar en que Melly no estaba allí. Ni lo estaría al siguiente… ni ningún otro. No sabía por qué se sentía sola, pero así era.


—Hola —la voz de su socio la saludó al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás?


—¡Marcos! —sonrió—. Ahora que estoy hablando contigo, mejor. ¿Cómo están Bonnie y los niños?


—Te mandan un beso. Dime, ¿te han recibido en el pueblo con los brazos abiertos?


—Sí y no. El negocio podía ir mucho mejor, pero la gente de aquí no viene a comprar.


—¿Te lo están poniendo difícil?


—Corre el rumor de que soy traficante de drogas.


—¿Qué? —la carcajada que soltó Marcos la animó—. ¿Tú? ¿Con tu historial sin mancha? Supongo que el rumor será una maravilla para el negocio.


—Por supuesto.


—Oye, tengo un trabajo para ti, y tengo un plan.


La sonrisa de Paula se hizo más ancha mientras lo escuchaba.