Los días que siguieron a la caída de Olivia, fueron de verdadera locura. Los ciudadanos más ancianos declararon que nunca habían visto tantos turistas en la ciudad. Paula no se quejaba. Turistas significaban dinero y, puesto que la mayoría de sus ganancias anuales se producían durante ese período de vacaciones, tenía que aprovecharse de ello. El problema era que le quedaba poco tiempo para Pedro. El hombre había pasado a verla varias veces y hasta se había llevado a Olivia a su casa una tarde a jugar con Moro.
Su pierna estaba mejor, aunque parecía cojear más. Paula le había preguntado por ella en una ocasión, pero sintió que él no deseaba hablar del tema, así que no insistió.
Había decidido tomarse la tarde libre. Tanto Solange como Pamela habían insistido en ello. Había pasado unas horas comprando regalos con su hija y había invitado a Pedro a cenar. Tenía planes para los dos una vez que se hubiera acostado la niña. Se moría de ganas de volver a hacer el amor con él, de sentir su cuerpo musculoso contra el de ella.
—Mamá, ¿quieres ver lo que le hemos comprado a Pepe?
—Pero si ya lo he visto.
—Vamos a verlo otra vez.
Paula sonrió.
—De acuerdo, pero luego tengo que preparar la cena.
Olivia la precedió hasta el dormitorio, donde estaban los regalos de Pedro en la cama, esperando a ser envueltos. La niña le había elegido un pequeño cuadro de un águila. La elección de Paula era más tradicional; le había comprado un jersey de punto del mismo color que sus ojos.
—¿Cuándo podemos envolverlos? —preguntó la pequeña.
—¿Por qué no ahora mismo?
—De acuerdo.
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