sábado, 9 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 14






Al final de la primera semana, el marcador estaba muy ajustado. Como había dicho Paula, la llamada sobre Harvey había contado, pero también contó la que hizo ella a Pedro al día siguiente.


Paula se había imaginado que contaría, pero aun así quiso saber su opinión sobre una presentación que iba a hacer en la Cámara de Comercio. Pensó que los buenos directores no creen que lo saben todo ni intentan hacer las cosas solos. 


Además, había leído que las mujeres tendían a tener un estilo de dirección que incluía a los demás. Raul la había escuchado pacientemente y había asentido con la cabeza durante su exposición, pero le dijo que el jurado, en el que había varias mujeres, había decidido penalizarla por la llamada.


El reloj avanzaba muy lentamente el viernes por la tarde y Paula contaba los minutos que faltaban para ver a sus hijas, para ver a Pedro, pero sólo para pasarle por las narices que estaba demostrando ser una competidora más que digna.


La sonrisa se le borró de los labios cuando abrió la puerta del apartamento. Pedro estaba sentado en el sofá, como siempre, pero no estaba solo. 


Estaba abrazando a una mujer, a una rubia impresionante, que estaba todo lo cerca que podía estar de él sin estar sentada en su regazo. 


Salvo que se equivocara muchísimo, Paula comprendió que había interrumpido algo muy íntimo.


—¡Qué bochorno, Pedro! —exclamó la mujer, que no dejó que Pedro se apartara—. Nos han pillado besándonos en el sofá como un par de adolescentes.


La rubia no parecía nada abochornada y se limitó a limpiar la marca de carmín de la mejilla de Pedro. Paula captó el mensaje como si Pedro llevara la palabra «mío» escrita en la frente.


—No sabía que estuvieras acompañado —dijo Paula cortantemente.


Pedro señaló a la rubia.


—Es Celina Matherly. Ha pasado por aquí después de que las niñas se acostaran.


—Tú debes de ser Paula Chaves. Pedro me ha informado… de la situación. Espero que no te importe que haya venido a visitarlo. Es que hace una semana que no lo veo…


Celina acarició el muslo de Pedro y jugueteó con el borde de los pantalones cortos. Paula no supo por qué se sintió traicionada, pero se sintió traicionada. Él no la había mentido. Nunca habían hablado de las demás personas que hubiera en la vida de cada uno. Pedro y ella no estaban saliendo, estaban compitiendo. Aun así, no podía pasar por alto su decepción ni que la expresión de Pedro se pareciera mucho a la del sentimiento de culpabilidad. Conocía esa expresión por el último año de su matrimonio con Kevin.


—Bueno, yo me retiro. Encantada de conocerte, Celina. Buenas noches, Pedro.


Incluso con la puerta cerrada podía oír la risa de aquella mujer.


—Le verdad es que me siento mucho mejor después de conocerla —dijo Celina.


Paula se miró en el espejo que colgaba de la pared. Durante los últimos días se había sentido joven y hermosa. En ese momento se sentía cansada y triste.


Celina se fue pasadas las dos de la madrugada. 


Paula lo supo porque estuvo despierta mientras escuchaba los susurros y se llamaba idiota en todos los tonos.



THE GAME SHOW: CAPITULO 13




A medianoche, Paula abrió la puerta de su apartamento lo más silenciosamente que pudo. Podía haberse ahorrado el esfuerzo. Pedro estaba sentado en el sofá con unos pantalones cortos y una camiseta, hojeando una revista económica que ella había sacado de la biblioteca a la vez que Harvey. Tenía que devolver las dos cosas antes de que la multaran y se alegró de que Pedro estuviera despierto para recordárselo.


—Hay que devolver la revista a la biblioteca el jueves que viene. Lo mismo que la película y algunos libros infantiles. Maca te dirá cuáles.


Pedro dejó a un lado la revista.


—Claro, no nos gustaría deber dinero también a la biblioteca… —Pedro hizo un gesto de arrepentimiento, como si se hubiera dado cuenta de la vergüenza que sentía ella por la cantidad de facturas que estaban a punto de vencer—. Perdona. Eso no venía a cuento.


—Todo vale… en la guerra.



—Las niñas han pasado una buena noche —el tono era de tregua.


—Entonces, las has acostado bien…


—Sí. Chloe cayó temprano.


—¿Y Maca?


—Le dejé que viera Harvey.


Ella sonrió como si supiera lo que había pasado.


—Bueno… —añadió Pedro—. Yo también quería verla…


—El colegio empieza dentro de un par de semanas y tienes que empezar a conseguir que se acueste a las ocho y media. Es muy difícil levantarla aunque duerma mucho.


—Los niños tienen que disfrutar los veranos —Pedro se encogió de hombros—. Yo siempre los disfruté.


—Ah, por cierto. Llamó tu madre.


Pedro se puso tieso, casi rígido.


—¿Dejó algún mensaje?


—Quería saber si vas a ir al cumpleaños de tu padre el mes que viene.


Se hizo un silencio un poco abrumador.


—Pensó que yo era una asistenta —siguió Paula—. Dijo que se alegraba de que hubieras contratado a alguien y de poder hablar con una persona en vez de con una máquina.


—Lo siento.


—No me importa. Me pareció que tenía algo de razón. Yo también detesto hablar con los contestadores automáticos. ¿Tu familia sabe algo del programa?


Pedro negó con la cabeza.


—Me pareció que no tenía sentido decírselo. No hablo con ellos muy a menudo.


—Y a juzgar por el tono de tu madre, los visitas menos todavía.


Pedro la miró intensamente.


—Eso no es asunto tuyo.


—Perdona. Tienes razón.


Paula rebuscó en la bolsa de cuero que le servía de bolso y portafolios y sacó una botella de vino.


—He pensado que a lo mejor te apetecía un vaso. Tómalo como una oferta de paz.


Pedro miró la botella y luego la miró a ella, que notó que se sonrojaba ante un análisis tan directo.


—Traeré los vasos —dijo Pedro al cabo de unos segundos.


Los dos parecieron más tranquilos cuando el vino estuvo servido. Paula se puso unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas. 


Se alegró de quitarse las medias y la ropa de trabajo que había tenido que ponerse otra vez después del baño.


Su ropa nueva estaba en el armario que había en la habitación de invitados de la casa de Pedro. Había discutido largo y tendido con Sylvia sobre ese asunto, pero la productora había sido inflexible. Si Paula se empeñaba en dormir todas las noches en su apartamento, tendría que ir a casa de Pedro por la mañana para prepararse para ir a trabajar, aunque fuera mucho más cómodo ir desde su propio apartamento. El viaje a casa de Pedro y a la oficina suponía una hora y media más en su ajetreado día, pero aprovechaba la tranquilidad de la limusina para repasar algunos documentos y leer algunas publicaciones económicas.


—Ya sé que no debería preguntarlo, pero, ¿cuánto cuesta una botella de éstas?


—Claro que no deberías preguntarlo —la mirada era burlona, no de reproche—. Conozco tu presupuesto. Si compras una botella como ésta, tus hijas pasarán hambre durante una semana.


Ella suspiró.


—Me lo imaginaba. Bueno, brindo por Me pongo en su lugar. Si no fuera por él programa, quizá nunca hubiera sabido cómo viven los que viven bien.


Paula estaba sentada en el sofá y alargó el brazo para brindar. Pedro estaba sentado en la butaca de enfrente y se inclinó. Los vasos chocaron y los dos dieron un sorbo antes de volver a sus posiciones normales.


—Ha sido un detalle que la trajeras. Cuando he ido a hacer la compra, no me ha quedado dinero ni para una botella de vino barato.


—Me ha parecido lo mínimo que podía hacer, al fin y al cabo, la he birlado de tu cocina. Compraré otra para reponerla —Paula sonrió maliciosamente—. Al fin y al cabo, sé que puedes permitírtelo.


—¿Te gusta mi vida?


A ella le parecía que las reuniones interminables eran mareantes; los montones de papeles, desalentadores; la toma de decisiones, agobiante… Se encogió de hombros.


—Todavía no he tenido que pedirte ayuda… —le recordó Paula.


—La llamada de Harvey no cuenta.


—Yo creo que sí.


—Podría haberlo resuelto yo solo. Sólo quería ser amable. No le caigo muy bien a Maca…


—Entonces, podríamos decir que ha sido una forma de ganarte a Maca.


—Así es.


—Así tendrías más oportunidades de poder ponerte en mi lugar.


—No tiene nada de malo.



—Entonces, la llamada cuenta.


Pedro frunció el ceño y dio un sorbo de vino.


—Ya veremos qué dice Raul cuando nos reunamos con él mañana por la mañana.


El ruido de un autobús que pasaba por la calle ahogó la conversación.


—¿Cómo puedes dormir con tanto ruido? —le preguntó Pedro.


—Suelo estar tan cansada que ni lo oigo. Además, te acostumbras. Puedes acostumbrarte a muchas cosas si tienes que hacerlo —añadió con cierta melancolía inducida por el vino.


—Algo muy interesante para que lo diga una mujer que está dispuesta a ascender en el mundo empresarial.


—Efectivamente, quiero llegar a tener un despacho en la planta más alta. Por eso acepto pasar por esto. Sé lo que es importante de verdad a largo plazo.


—Tus hijas.


—Sí. Mis hijas están en el centro de todas mis decisiones. Por eso voy a clases nocturnas para sacar el master.


—Perfecto, pero, ¿por qué aceptaste el trabajo en el almacén? Eres licenciada y no creo que eso sea un requisito para controlar las existencias.


—No, pero quería trabajar en Danbury's y cuando hice la solicitud tenía pocas alternativas. Podía trabajar en el almacén o en las plantas de ventas.


—Se te darían bien las ventas. ¿Cuánto cuesta convencer a una mujer para que se compre un vestido muy caro que no necesita? —se burló Pedro.


Ella no hizo caso de la pregunta.


—Elegí el trabajo en el almacén porque el sueldo es fijo. No puedo arriesgarme a depender de las comisiones. Tampoco puedo permitirme la ropa y los accesorios que llevan los vendedores para mejorar su imagen.


—Eres una mujer con los pies en la tierra.


Por algún motivo, eso no le pareció un halago a Paula.


—Aunque nunca llegue a consejera delegada, mis hijas podrán contar conmigo —Paula suspiró cansinamente—. Trabajaré en el almacén hasta que me jubile si así tengo un sueldo seguro.


—Algunos dirían que eso es conformismo.


Pedro lo dijo con la esperanza de volver a ver la chispa de genio en aquellos ojos oscuros. No le gustaba esa Paula cansada y que parecía derrotada. Él quería ganar, pero no quería apalear a un cachorrillo para conseguirlo. 


¿Dónde estaba el perro de presa que había visto tantas veces?


—¿Conformismo…? No, es supervivencia.


Lo dijo mirando a su vaso, como si no pudiera mirarlo a la cara al reconocer eso. Luego, echó una ojeada al apartamento.


—Tengo más que la mayoría de la gente y lo agradezco, pero quiero más que esto para mis hijas.


Pedro había estado convencido de que iba a decir que quería más para ella misma, pero debería haberlo sabido. 


Paula siempre pensaba única y exclusivamente en sus hijas.


THE GAME SHOW: CAPITULO 12





Entró en el cuarto de baño y encontró lo que estaba buscando: una bañera con hidromasaje. Estaba encastrada en el suelo y rodeada de mármol italiano por todos lados. La cabeza volvió a traicionarla. En aquella bañera cabían dos personas. Dejó la copa de vino en el borde y abrió el grifo.


El teléfono sonó cuando acababa de quitarse la última prenda de ropa. Soltó una maldición, se cubrió con una toalla y fue a contestar.


—Residencia Alfonso, dígame…


—Hola, Paula. Soy Pedro.


Se tapó mejor con la toalla, como si él pudiera verla, pero sintió un arrebato de pánico que hizo que se olvidara de todo pudor.


—¡Las niñas! ¿Ha pasado algo?


—No. Siento haberte asustado —Pedro se aclaró la garganta—. Es que no encuentro a Harvey. He buscado por todo el apartamento y no veo ni rastro de él.


Paula dejó escapar una carcajada. La preocupación había dado paso al alivio.


—Macarena dice que es su favorito —terminó Pedro.


—Sí, es un conejo.


Paula volvió al cuarto de baño con el teléfono inalámbrico, se sentó en el borde de la bañera y metió los pies, que no estaban acostumbrados a que los torturaran con zapatos de tacón.


—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar Harvey? Ella dice que tú lo sabes —Pedro bajó la voz—. Me parece que no está dispuesta a irse a la cama sin él.


Paula dio otro sorbo de vino mientras se planteaba si le evitaba ese trance.


—¿Lo considerarías como un fallo de tu sistema?


A Paula le pareció oír un juramento en voz baja.


—No te preocupes, sólo quería hacerle un favor a la niña. En cualquier caso, está agotada.


—No sabes mucho de niños, ¿verdad?


—No hace falta ser un especialista en cuidados infantiles para querer que una niña de siete años se acueste con su peluche favorito —le espetó Pedro en un tono defensivo.


—No era una crítica, Pedro, sólo era una observación.


La conversación prometía ser larga y Paula se quitó la toalla y se metió silenciosamente en la bañera. Al menos eso era lo que querría haber hecho, pero, accidentalmente, pulsó el botón que ponía en marcha todos los chorros.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Pedro.


—Nada.


—Suena como si… ¿estás en mi bañera? —el tono era de incredulidad.


Ella ni siquiera pensó en mentirle.


—Efectivamente. Además, estoy bebiéndome una copa de tu vino francés —giró la copa entre los dedos—. ¿Te da envidia?


A ella le pareció oírle decir que tenía envidia de la bañera.


—¿Qué has dicho, Pedro?


—Nada. ¿Qué tal está?


—¿El vino o el baño?


Pedro miró el tazón de té helado que tenía en la mesa que había delante del sofá. La cara de Bugs Bunny tenía chorros de vapor condensado y él estaba a punto de cocerse, pero la idea de un baño caliente le pareció muy tentadora.


—Los… dos…


—Naturalmente, no soy una especialista en vinos franceses, pero me parece excelente y el baño… ¿qué voy a contarte…? Es el paraíso. Es posible que me quede durante la próxima hora.


—Yo nunca me he dado un baño en esa bañera.


—¿Nunca?


—No. Caben dos personas.


Ella hizo un ruido que podía ser un sorbo de vino o que expresaba que ya había comprobado la última afirmación.


—Ya me he dado cuenta.


Pedro contuvo un gruñido. Si la semana anterior una mujer atractiva le hubiera dicho eso, él habría batido todos los récords de velocidad para llegar a su casa. Sin embargo, la semana anterior él no era responsable de dos niñas pequeñas ni tenía unas cámaras que grababan todos sus pasos. Además, Paula no era solamente una mujer atractiva, era su enemiga.


—Volviendo a Harvey, ¿tienes alguna idea de dónde puedo mirar?


—¿Te gusta James Stewart?


—¿Podríamos atenernos al asunto que nos ocupa, por favor?


—Es lo que hago. Harvey es una película de James Stewart.


Pedro cayó en la cuenta.


—La del conejo invisible de dos metros y medio que sólo podía ver el personaje de James Stewart…


—Vaya, ya vas enterándote. La semana pasada la sacamos de la biblioteca pública. Maca la ha visto dos veces.


—¿Le gusta James Stewart?


—Una de las cadenas que podíamos ver antes de que la antena se estropeara emitía películas clásicas todos los domingos por la mañana.


—Tiene siete años y le gusta James Stewart…


A los siete años, una niña debería ver dibujos animados, pero no se lo dijo a Paula. Le había parecido, por el tono de voz, que ya se sentía bastante culpable por la madurez prematura de su hija.


—Sólo intenta no irse a la cama —le explicó ella.


—Pero estaba llorando con lágrimas de verdad —le replicó él convencido de que ella estaba equivocada.


Pedro las había visto caer por las mejillas de Maca y había sentido un espanto como no había sentido nunca en su vida.


—Todos los niños saben soltar unas lágrimas, Pedro. Te lo aseguro, a la edad de Chloe ya son maestros en el arte de fingir. Bueno, si eso es todo, me gustaría seguir con el baño antes de que se me enfríe el agua.


Pedro oyó otra vez los chorros justo antes de que se cortara la línea y decidió que Maca no era la única que disfrutaba jugando con sus sentimientos



THE GAME SHOW: CAPITULO 11




Ese amago de beso obsesionó a Pedro durante casi toda la mañana, tanto que Arlene tuvo que darle un golpecito en el hombro para recordarle que era la hora del descanso. 


Necesitaba algo más que el café amargo de la máquina para despejarse, pero tuvo que conformarse.


—¿Qué tal es ser padre soltero? —le preguntó Arlene.


Estaba sentada a la mesa enfrente de él, y le sonreía con unos labios de color rubí.


Pedro no podía evitar que le gustara aquella mujer. No merodeaba a su alrededor ni lo trataba como a un rey destronado. Aun así, mientras Joel estuviera al lado con la cámara, no pensaba reconocerle que tenía una adversaria muy dura de pelar.


Se encogió de hombros.


—No tiene una vida fácil, pero la mía tampoco lo es.


Él, sin embargo, sabía muy bien que la vida de Paula era mucho más ajetreada y exigente de lo que se había imaginado. Como excusa para su vanidad, se decía que había entrado poco motivado a sus nuevas circunstancias. 


Acostumbrarse a los grandes cambios como ése llevaba su tiempo. Las niñas no lo conocían ni confiaban en él. Chloe lo miraba fija y desconcertantemente. Macarena, independiente y cabezota como su madre, no estaba dispuesta a concederle ni el beneficio de la duda. Lo criticaba sutil o abiertamente por todo, desde la forma de hacer los sándwiches de queso hasta la forma de limpiar la sartén. 


Pedro no se había podido imaginar que una niña de siete años iba a conseguir minar su confianza en sí mismo. Aparte de sus méritos profesionales y académicos, siempre había pensado que sabía ganarse a la gente, que sabía hacer amigos y vencer a sus adversarios sin demasiado esfuerzo. 


Sin embargo, se había topado con Paula y sus hijas y eran un obstáculo que exigía lo mejor de sí mismo, lo cual le atraía. No por la quisquillosa mujer ni por sus precoces hijas…


Sin embargo, esa madrugada, cuando meció a Chloe y ella, por fin, apoyó su cabecita en su hombro, él había sentido algo que no había sentido jamás. Pensó en la foto de los dos niños sonrientes que llevaba en la cartera. Quizá lo hubiera vivido si Laura y Damian no lo hubieran traicionado.


Le quedó un regusto amargo en la boca y lo atribuyó al café.


—Es hora de volver al trabajo —Pedro se levantó bruscamente.


Arlene lo miró atónita.


—Para el carro. Todavía quedan nueve minutos. Te aseguro que no tengo ninguna prisa.


Pedro tiró a la basura el vaso de papel.


—Nos veremos en la planta.


A mediodía, Paula y Pedro se reunieron con Raul en la sala de reuniones de Danbury's, donde se había preparado un almuerzo ligero. El día anterior, como había sido el primero, habían grabado algunos cortes que mostrarían en el programa piloto de Me pongo en su lugar. Ese día, empezarían oficialmente las reuniones diarias con el presentador del programa para comentar las estrategias y comprobar quién estaba haciéndolo mejor según un jurado invisible que estudiaba el vídeo.


Se miraron impasiblemente con los acontecimientos de esa mañana todavía candentes.


Paula se lamió los labios en un gesto de ansia competitiva. 


El concurso acababa de empezar, pero quería tomar la cabeza y no abandonarla. Una remontada en el último momento sería más teatral y efectista, pero quería sentir la confianza de ser el punto de referencia.


—Todavía es pronto, pero por el momento los dos os habéis adaptado bastante bien a la vida del otro. Os jugáis mucho, evidentemente, hay medio millón de dólares para el ganador —el atractivo presentador se dirigió a Paula—. No está mal la recompensa por un mes de trabajo, ¿eh?


Ella se limitó a sonreír y el presentador se volvió hacia la cámara para que cortara.


Raul era de la edad de Paula, pero parecía mucho más joven con aquella ropa informal pero a la última moda y las carísimas zapatillas de deportes. Tenía un arete de plata en una oreja y una sonrisa encantadora, pero se tomaba muy en serio su papel de presentador.


—¡Pero qué os pasa! Estáis ahí sentados como estatuas. Estamos en la televisión, esto no es la radio. Tenemos que ver alguna expresión en vuestras caras. Tenéis que decir cosas que saquen de quicio al contrario.


—Eso es muy fácil —farfulló Pedro.


—Perfecto, perfecto —Raul sonrió—. Recordad que es una competición, no una velada de té. Estáis jugando para ganar, no para empatar. Ya sabéis, tenéis que ir a la yugular, aquí no se hacen prisioneros.


Hizo que pareciera una batalla campal. Aun así, Paula intentó hacer lo que le dijeron y comprobó que era más fácil de lo que se había imaginado, sobre todo cuando Pedro empezó a dar una versión insulsa de la vida de ella.


Discutieron acaloradamente durante casi una hora. Cuando terminó la reunión, los dos se miraban con furia y Raul parecía encantado de la vida.


Paula entró en casa de Pedro. Vern había guardado la cámara y había dado por terminada la jornada, pero ella sabía que había cámaras instaladas por todos lados.


La casa de Pedro, a medio decorar, no tenía personalidad ni calidez. Le pareció que lo mismo podía decirse de su jefe. 


Aunque si era sincera, tenía que reconocer que tenía más sustancia de la que se había imaginado. Eso la preocupaba. 


No quería que la atracción que sentía por Pedro pasara de ser algo superficial. Podía olvidarse de una cara guapa y un buen cuerpo. Kevin también tenía las dos cosas. Sin embargo, la amabilidad, la paciencia y la inteligencia eran virtudes que no se apreciaban cuando una estaba enamoriscada.


Ya eran más de las nueve. Le quedaban menos de tres horas para poder volver a su apartamento a ver a sus hijas, como si fuera una Cenicienta.


Había estado en una reunión hasta tarde. Luego, fue a un cóctel que daba el alcalde, donde se codeó con lo más granado de la clase empresarial, casi todos hombres. Intentó que no se notara que estaba pendiente del reloj. Se presentó como la sustituta de Pedro y se ahorró todos los detalles más relevantes. Tuvo que ser algo más creativa para explicar la presencia de un equipo de filmación, pero se agarró a lo que se había inventado Sylvia: que la cadena PBS estaba haciendo un documental sobre las mujeres que ascendían en el mundo empresarial.


El teléfono de la cocina sonó y se asustó. Descolgó y vaciló.


—Residencia Alfonso, dígame… —dijo por fin.


—Hola, ¿podría hablar con Pedro?


Era una voz de mujer. El tono cortés y la forma de decir el nombre de Pedro le indicó que era su madre.


—Lo siento, pero no está en este momento.


—¿Con quién hablo?


Paula volvió a vacilar. No sabía si Pedro había explicado la situación a sus familiares y amigos.


—Soy la señorita Chaves —contestó inexpresivamente—. ¿Quiere dejarle algún mensaje?


Paula oyó un profundo suspiro.


—Así que al final mi hijo me ha hecho caso y ha contratado a alguien para la casa… La verdad es que prefiero hablar con una persona que con una máquina. Soy su madre. Sólo quería saber si vendrá al cumpleaños de su padre el mes que viene.


—Le daré el mensaje.


Paula se sentía a la vez divertida y ofendida por que la hubiera tomado por una empleada doméstica. Aun así, cuando colgó, se quedó pensando en el tono resignado de aquella mujer. Era como si supiera perfectamente cuál iba a ser la respuesta de su hijo y lo invitara sólo por cortesía, costumbre y… esperanza.


Se reprendió por hacer conjeturas ridículas. La vida y los problemas de Pedro no eran de su incumbencia. Ella ya tenía bastante como para preocuparse por un hombre que quizá la considerara atractiva, pero que, desde luego, no la consideraba tan capaz y trabajadora como él mismo.


Vio una botella de vino francés en la encimera y decidió servirse una copa. No tenía que conducir y la limusina la dejaría en su casa a la hora convenida. Esa botella no tenía tapón de rosca y se puso a buscar un sacacorchos.


El primer sorbo le confirmó lo que suponía. El vino caro era mucho mejor que el que ella podía permitirse. Cerró los ojos y sonrió. Se le había ocurrido una idea.


Los caprichos no entraban entre las costumbres de una madre soltera. Ya no se acordaba de cuándo había hecho algo para sí misma que no fuera darse una ducha muy rápida y sin dejar de estar pendiente de Chloe y Macarena. Subió las escaleras y fue al dormitorio principal. Era muy lujoso aunque discreto. Tenía una cama cubierta con un edredón muy acogedor de color crema. No tenía cabecero. Tampoco había cuadros en las paredes y en la mesilla sólo se veía, aparte de la lámpara, el mando a distancia de la televisión, que ella supuso que estaría oculta en una cómoda que había enfrente de la cama.


Si Sylvia no hubiera cedido, ella quizá hubiera dormido allí, en la cama de él. Aunque lo más probable era que hubiese dormido en alguno de los dormitorios que daban al vestíbulo. 


Aun así, la puntualización no sirvió para evitar que le pasara por la cabeza una imagen mucho menos casta de lo que habría sido la realidad. 


Lo achacó al estrés, a dos años de abstinencia y a una copa de vino de verdad; dio otro sorbo.