jueves, 11 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: EPILOGO




Nueve años después


¿MAMÁ? —la pequeña Maria, de ocho años, estaba ayudando a Paula a recoger la cocina tras la comida del domingo.


— ¿Qué, cielo? —preguntó Paula distraídamente mientras limpiaba la encimera.


— ¿Cómo os conocisteis papá y tú?


—Has oído esa historia cientos de veces, Maria. Papá me contrató poco después de que yo saliera de la universidad.


—No digo eso. Lo que quiero saber es por qué te casaste con él después de llevar tanto tiempo trabajando para él.


Paula puso en marcha el lavavajillas y apretó contra el costado a su hija, la cual se parecía a su padre, aunque tenía los ojos y el pelo castaño de su madre.


—Esa es una buena pregunta. Apuesto a que tu padre podrá contestarla. Ven, vamos a ver.


Paula sabía dónde encontrar a Pedro: tumbado en la cama, viendo un partido de fútbol en la televisión. Había utilizado la excusa de que tenía que tumbarse con los chicos porque era el único modo de que Baltazar, de cinco años, y el pequeño Benjamin, de dos, se echaran la siesta sin armar jaleo.


Pedro había ascendido a Marcelo, a Rich Harmon y a un par de jefes de obra, de modo que pasaba mucho menos tiempo en la oficina. Paula actuaba como consultora de la empresa y seguía ayudándolo a tratar con algunos de los clientes más difíciles, pero rara vez iba a la oficina.


Maria y ella entraron en el dormitorio. Como cabía esperar, los niños estaban profundamente dormidos, acurrucados a ambos lados de Pedro. Maria se subió impetuosamente a la cama. Pedro se llevó el dedo a los labios y señaló a sus hermanos. La niña asintió con la cabeza, pero estaba demasiado impaciente para esperar. Susurrando, dijo:
—Mamá me ha dicho que me cuentes por qué decidisteis casaros.


Pedro había estado mirando a su hija con adoración indulgente, una expresión que ponía a menudo cuando estaba con sus pequeños. Paula vio que sus ojos se achicaban ligeramente al oír la pregunta de la niña.


—Mamá te ha dicho que me lo preguntes, ¿eh? —dijo suavemente, pero le lanzó a Paula una mirada significativa.


Maria asintió.


— He estado mirando las fotos de la boda. Parecías muy felices juntos. Así que me preguntaba por qué esperasteis tanto tiempo para casaros, si os queríais tanto.


—Hum —dijo él—. Buena pregunta. En aquel entonces, yo tenía tanto trabajo que apenas me daba cuenta de lo que pasaba a mí alrededor. Entonces, un día, tu madre y yo tuvimos que hacer un viaje de negocios y tomamos un avión.


— ¡Pero si a mamá le da miedo volar…! — dijo Maria entornando los ojos.


— Tienes razón. Así que, mientras íbamos en el avión, mamá se asustó mucho, mucho, me echó los brazos al cuello y se puso a gritar como una loca —puso voz de falsete—: «Sálvame, por favor, sálvame». Entonces fue cuando la vi de verdad por primera vez, con él corazón, no solo con los ojos. Y pensé: «Dios mío, qué hermosa eres. ¿Dónde has estado todo este tiempo?». Decidí que la salvaría de todo lo que le daba miedo y que la mantendría siempre a mi lado. Y eso hice. Así que, ya ves, así es como tu madre y yo decidimos casamos — sus ojos rebosaban alegría cuando, mirando a Paula, le preguntó—. ¿No es así, hermosa dama?


—Eres tú quien está contando la historia, no yo —contestó ella, intentando contener la risa.


—Así que la salvaste, y mamá se puso su precioso vestido de novia y tú, tu traje, y tuvisteis un boda muy, muy bonita —Maria señaló con la cabeza la fotografía de la boda que había sobre una mesita.


—Sí, así es. La salvé como el príncipe de uno de tus cuentos de hadas.


Maria se tumbó en la cama y lanzó un profundo suspiro.


—Y fuisteis felices y comisteis perdices —dijo con satisfacción.


Los ojos de Pedro lanzaron un mensaje apasionado a Paula, advirtiéndole que, esa noche, se las pagaría por haberlo metido en aquella encerrona.


—Sí, mi niña, así es: fuimos felices y comimos perdices.



FIN

BAJO AMENAZA: CAPITULO 33




ARTHUR se apartó de Paula como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella, por su parte, permaneció donde estaba. Había olvidado que le había dado a Pedro una llave del apartamento.


Creyó que él iba a lanzarle otra sarta de acusaciones. Pero, al menos, esa vez tendría parte de razón. Si no hubiera estado tan aturdida por las revelaciones de Arthur y la escena del día anterior, le habría hecho gracia que su celoso marido la descubriera en brazos de otro hombre.


Pedro presentaba un aspecto horrible. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, el pelo revuelto y la cara sin afeitar. 


Se quedó en medio de la habitación y miró las cajas que había por todas partes antes de fijar los ojos en Arthur. Su presencia pareció desconcertarlo.


—Eh... hola, Arthur. Siento haber irrumpido así —dijo, lanzando a Paula una rápida mirada antes de dirigirse de nuevo a Arthur—. Supongo que no esperaba que Paula tuviera compañía.


Había adoptado un tono de disculpa, lo cual los sorprendió a ambos. Arthur empezó a balbucir inmediatamente.


—Eh, soy yo quien debe disculparse — sonrió con nerviosismo—. Por presentarme así, tan de repente. Estoy seguro de que los dos estáis muy ocupados —había empezado a retroceder hacia la puerta con cada palabra, hasta que se topó con ella al acabar la frase—. Así que... eh... creo que será mejor que me vaya —añadió débilmente—. Y... esto... nos veremos el lunes.


Abrió la puerta bruscamente y salió casi corriendo del apartamento. El ruido de la puerta al cerrarse llenó el silencio que dejó su partida. Paula no estaba preparada para enfrentarse a Pedro. Estaba demasiado enojada, demasiado dolida, demasiado triste para hablar con él en ese momento.


Pedro no se había movido desde la marcha de Arthur. Su rostro parecía palidecer por momentos. Paula le señaló la silla que Arthur había dejado libre y dijo:
— Siéntate, no vaya a ser que te caigas. Te haré un poco de café.


Pedro se sentó. Paula entró en la cocina, pensando que había hecho bien en no empaquetar la cafetera y el café. Se concentró en medir el café y el agua.


No era justo, pensó. Pedro le había roto el corazón, había pisoteado sus sentimientos... y para colmo, tenía la desfachatez de presentarse en su casa con el aspecto de un animal extraviado. Un animal extraviado y resacoso, pero adorable de todos modos.


El problema era que lo conocía demasiado bien. Con los años, había llegado a conocer sus distintos estados de ánimo, cada una de sus expresiones, y a veces casi le parecía que podía leerle el pensamiento. Por eso la habían sorprendido tanto sus espantosas acusaciones del día anterior. Nunca antes lo había visto en aquel estado. Y, desde luego, no quería volver a presenciar una escena semejante.


Sabía que se sentía avergonzado por su comportamiento y que estaba arrepentido. Pero ella no podía fingir que no había pasado nada.


Sin embargo, no sabía qué hacer. Era la primera vez en su larga relación que Pedro volvía contra ella su cólera y su desconfianza. Por muy arrepentido que estuviera, Paula no quería tener que volver a afrontar otra escena como aquella en el futuro.


Llenó un vaso de agua, sacó un frasco de aspirinas y le tendió ambas cosas. Pedro tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla y los ojos cerrados. Los abrió cuando Paula puso el vaso de agua y el frasco de pastillas sobre la mesa, a su lado.


—Gracias —musitó, tomando el frasco.


Paula se dio la vuelta sin mirarlo a los ojos. Recogió su vaso de refresco y lo apuró de camino a la cocina. Entonces recordó: ya había empaquetado la vajilla. Tuvo que abrir tres cajas antes de encontrar la que contenía las tazas de café. 


Sirvió el café bien cargado en una y se la llevó al cuarto de estar. Pedro se levantó y tomó la taza. Paula se dio la vuelta y cruzó la habitación para sentarse en una de las sillas de madera de la cocina.


Pedro se sentó de nuevo y probó el café humeante. Al cabo de un momento, miró a Paula y habló.


—Gracias por no echarme a patadas.


— ¿A qué has venido?


Él hizo amago de hablar, pero se detuvo. Tomó otro sorbo de café y empezó a decir algo... y de nuevo se detuvo. Por fin, se encogió de hombros y dijo:
—Quería impedir que te fueras.


—No tengo elección. Debo dejar el apartamento antes del lunes —apartó la mirada de él. Nunca lo había visto tan derrotado.


— ¿Qué piensas hacer? —preguntó él suavemente.


—Aún no lo sé.


Guardaron silencio mientras Pedro se bebía el café. Cuando su taza estuvo vacía, la colocó cuidadosamente sobre la mesa y, alzando los ojos, clavó su intensa mirada en los de Paula.


—Lo que hice ayer... lo que dije... todo ello... es imperdonable —se pasó la mano por la boca—.Sé que actué como un loco. Me puse completamente en ridículo —sus ojos se ensombrecieron—. No sé cómo decirte cuánto lo siento.


A Paula no se le ocurrió qué contestar. Estaba segura de que decía la verdad.


El silencio volvió a extenderse entre ellos. Pedro se levantó y se acercó a la ventana, con las manos en los bolsillos. 


Paula se preguntó si sabría cómo marcaba aquella postura la forma de sus glúteos. De espaldas a ella, Pedro dijo:
—No recuerdo casi nada de lo que pasó ayer.  Afortunadamente. Porque lo poco que recuerdo me pone enfermo: las cosas que te dije..., la forma en que te hablé... A ti, nada menos.


—Dijiste lo que creías que era cierto.


— No —dijo él, sacudiendo la cabeza lentamente —. Dije lo que temo que sea cierto.


—Ya veo. Crees que tengo una aventura con Rich Harmon —dijo ella en tono indiferente, intentando sobreponerse a la opresión que sentía en el pecho y a las lágrimas que pugnaban por emerger.


El se dio la vuelta y sacó las manos de los bolsillos. Se agarró al quicio de la ventana para mantener el equilibrio.


—No —dijo apretando los dientes—. No creo que tengas una aventura con Harmon... ni con ningún otro.


—Entonces no entiendo lo de ayer — consiguió decir ella.


Pedro se recostó contra la pared como si necesitara apoyo, y la observó. Paula sabía lo que veía: una mujer pálida, sin maquillaje, con el pelo recogido en una coleta, vestida con una camiseta polvorienta y unos vaqueros descoloridos.


— ¿Alguna vez te has preguntado por qué, en todos estos años, nunca demostré un interés personal hacia ti?, ¿por qué nunca te pedí que saliéramos?, ¿por qué nunca flirteé contigo?


Ella lo pensó un momento. Había estado tan ocupada ocultando sus sentimientos hacia él que, en realidad, no se había dado cuenta.


—Si alguna vez me extrañó —dijo finalmente—, fue solo un pensamiento pasajero. Trabajabas muchas horas. No tenías tiempo para hacer vida social.


—Me refiero a cuando salía del trabajo.


—Supongo que pensé que se debía a que sabías que los amores de oficina están abocados al fracaso.


Pedro sonrió por primera vez desde que había llegado.


—Se debía a que eres la clase de mujer que no solo conoce el significado de una expresión como «estar abocados al fracaso», sino que además sabe utilizarla en una frase
— ella frunció el ceño. Había conseguido desconcertarla—. El día que te conocí, comprendí que no pertenecíamos al mismo mundo. Tú eras culta, educada, provenías de un nivel social que yo solo podía contemplar desde lejos. Eras una de esas damas clásicas, destinadas a casarse con alguien igualmente culto y educado que se moviera en los círculos de la alta sociedad. Nunca me permití jugar con la idea de que pudieras pensar en mí como en algo más que tu tosco y grosero jefe — Paula lo miró, asombrada—. Tú te merecías a alguien mucho mejor que yo; lo sabía cuando te contraté. Lo sabía cuando me aproveché de tus miedos para convencerte de que te casaras conmigo; pero lo hice de todos modos —se apartó de la pared y volvió a sentarse—. Una de las cosas que recuerdo de ayer es que te dije que no confiaba en ti —se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas—.No es cierto. Lo que pensé cuando oí que Harmon y tú habíais estado comiendo en el parque fue que al fin te habías dado cuenta de que al casarte conmigo habías cometido un terrible error. Afrontémoslo. Rich Harmon es mucho más de tu estilo que yo.


Paula no sabía si reír o llorar. ¿Cómo era posible que pensara aquellas cosas? En todos esos años, no se había dado cuenta de la pobre opinión que Pedro tenía
de sí mismo. Su mente voló raudamente en todas direcciones, revisando todo lo que le había dicho el día anterior a través de ese nuevo filtro.


—Dejé que el miedo a perderte se apoderara de mí. Te pediría que me perdonaras, .pero sé que no merezco tu perdón. No te merezco, porque ni siquiera me había dado cuenta de que llevaba ocho años enamorado de ti. Dime lo que quieres, Paula. Si quieres el divorcio, no me opondré. Si crees que no puedes seguir trabajando para mí, también lo entenderé.


Así que era eso. Pedro había ido a pedirle perdón y a ofrecerle la libertad, si la quería. Paula dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas.


—No quiero el divorcio. Quiero matarte por ser tan estúpido. Quiero darte una patada en el trasero. Pero no, no quiero poner fin a nuestro matrimonio.


Él se levantó de la silla y se arrodilló a su lado.


— Si me perdonas —dijo tomándola de la mano mientras con la otra le enjugaba una lágrima—, te prometo que lo de ayer no volverá a ocurrir. Prometo no dudar nunca de ti, ni sospechar de ti, ni pedirte explicaciones o negarme a escucharte —se le quebró la voz —. Si me perdonas, seré el mejor marido que pueda ser.


Ella sonrió a través de las lágrimas.


—Eso está muy bien. Si sigues así, te convertirás en un santo.


— ¿Significa eso que me perdonas?


Ella se levantó y tiró de él para que se pusiera en pie.


—Si te digo que sí, ¿te irás a casa y dormirás un rato? Tienes un aspecto horrible.


Él deslizó los brazos alrededor de su cintura.


— Solo si vienes conmigo. He descubierto que no me gusta dormir sin ti.


Ella miró la habitación y luego a él.


—De acuerdo. De todos modos, el apartamento tiene que estar vacío antes del lunes.


Él la condujo hacia la puerta, agarrándola firmemente por la cintura.


—Y lo estará, aunque para ello tenga que traer una cuadrilla —abrió la puerta y, cuando estuvieron en el pasillo, se volvió hacia ella y dijo—. Por cierto, ¿qué estaba haciendo Arthur aquí, si no te importa que te lo pregunte?


Ella se echó a reír y lo agarró de la mano. Mientras se dirigían hacia el ascensor, dijo:
—Nunca habría imaginado a Arthur en el papel de Cupido, pero espera a saber lo que me ha contado.