martes, 7 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 6





Pedro estaba sintiendo emociones nuevas y, desde luego, no le agradaba. Aquella invitación a cenar había sido un error desde el principio al fin, pensó mientras Paula y él se despedían y se dirigían al coche, él con la caja bajo el brazo y Paula con una bolsa que contenía varias latas de comida para perros que la señora Rothman había insistido en darles. 


Por supuesto, rescatar a los cachorros había sido la guinda.


Después de ayudar a Paula a sentarse y dejarla con la caja encima del regazo, Pedro rodeó el coche y se sentó al volante.


Paula Chaves era bonita, dulce, inteligente, vulnerable y una mujer que no tenía cabida en su vida. No, de ninguna manera. Las mujeres como Paula exigían compromisos, responsabilidades, ataduras, problemas… Él no quería nada de eso.


Dentro del coche, los cachorros empezaron a gemir, a arañar y a moverse como locos.


—Creo que echan de menos a su madre —dijo Paula mientras él se ponía el cinturón de seguridad—. Deben de estarse preguntando qué demonios les está pasando.


Pedro los comprendía. Aquella misma mañana, la vida le había parecido sencilla. Había pensado en despedirse de Paula con un adiós tras unas palabras de agradecimiento y la entrega del reloj. Nada más.


En ese caso, ¿por qué la había invitado a cenar?


Pedro fue a poner en marcha el motor, pero una de las perritas utilizó a una de sus hermanas como trampolín en un intento por salirse de la caja y Paula lanzó un grito antes de disculparse.


—Perdona.


Pedro no pudo evitar sonreír.


—¿Cómo vas a volver de mi casa a la tuya sin que los cachorros se salgan de la caja? —le preguntó Paula, ladeando la cabeza—. ¿No sería más fácil llevarlos a la tuya y dejarlos ahí antes de que me lleves a casa? Aunque también podría pedir un taxi por teléfono. O si lo prefieres, puedo quedármelos yo en mi casa y llevarlos mañana al refugio.


Pedro se la quedó mirando. A ninguna de las mujeres con las que había salido durante los últimos cinco años les habría importado cómo se las arreglaría él para volver a su casa con los cachorros ni qué pasaría con ellos. Sólo les importaba sus uñas, pelo, ropas y ese tipo de cosas.


Pedro sacudió la cabeza.


—Creo que tienes razón. Será mejor que los dejemos en mi casa antes de que te lleve a la tuya. El calentador está en el cuarto de lavar, allí estarán calientes; además, en el garaje tengo unos maderos que puedo utilizar para hacer una barrera y que no se escapen.


Paula asintió.


—Bien, hagamos eso —entonces, Paula lanzó una queda carcajada—. Pero date prisa, ésta está empeñada en salirse de la caja.


Pedro sonrió.


—Siempre hay alguno que destaca.


Cuando Pedro puso en marcha el coche, Paula dijo:
—Son preciosos, ¿verdad? Me encanta el olor de los cachorros.


—No olían tan bien antes de que la señora Rothman los limpiara —comentó Pedro aún sonriendo.


Paula volvió a reír y Pedro se preguntó por qué aquella risa tenía el poder de excitarle sexualmente. Aunque, de ser sincero consigo mismo, debía reconocer que llevaba luchando contra la atracción que sentía por esa mujer desde el primer día que la vio. Sus suaves y generosas curvas, su pálida y pecosa piel, y esa masa de cabellos rojizos…


Salió a la carretera y, conduciendo mecánicamente, se sumió en sus pensamientos. A veces, al entrar en la oficina, con sólo ver a Paula sentada delante de su mesa de despacho, se había visto presa de sus fantasías sexuales, cosa que le había irritado y preocupado. También le había asustado.


Ahora ya no sabía qué era lo que sentía. Por supuesto, quería acostarse con ella, de eso no había duda. Pero no quería una mujer en su vida. Y ahora que ella le había confesado que se marchaba por culpa de un hombre, era incapaz de negar ser víctima de un pequeño ataque de celos. Durante la cena, se había dado cuenta de que no conocía a Paula tan bien como había creído.


Ella le había dicho que ese hombre no estaba casado y él la había creído. Paula no era una mentirosa. Pero de lo que no dudaba era del egoísmo de ese hombre. Estaba claro que Paula llevaba saliendo con él tiempo, y que ese hombre la dejara marcharse así era imperdonable.


Otra carcajada de Paula le sacó de su ensimismamiento y volvió el rostro a tiempo de verla empujando a la más grande de las perritas hacia el fondo de la caja.


—Ya hemos llegado —dijo él, dejando la carretera para adentrarse en el sendero que conducía a la puerta de su casa.


—Menos mal —contestó Paula—. ¿Cómo vas a llevarlas mañana al refugio? No creo que puedas hacerlo en esta caja.


—Ya encontraré algo donde meter a los cachorros. Si no, puede que logre convencer a alguien del refugio para que venga a recogerlos.


Una vez dentro de la casa, Pedro dejó a Paula en el cuarto de lavar con los cachorros y fue al garaje a por unos maderos. Cuando volvió, la encontró arrodillada en el suelo con las pequeñas perras saltando a su alrededor.


—Son preciosas —Paula alzó los ojos y a él se le aceleró el pulso—. Creía que eran del mismo tamaño, pero ésta es más grande que las otras, y ésta es más pequeña. Y estas otras dos son del mismo tamaño.


Pedro asintió.


—Se han hecho pis en el suelo —observó Paula.


—Sí, no pueden evitarlo, son cachorros —Paula tomó en los brazos a una de las pequeñas perras—. Sois muy pequeñitas, ¿verdad? Y echáis de menos a vuestra mamá. No hagáis caso de lo que dice Pedro.


Pedro luchó contra un súbito deseo de llevarla al piso de arriba, a su habitación, demostrarle lo que era puro placer y hacerla olvidar a ese sinvergüenza que la había decepcionado. En vez de hacer eso, se contentó con dejar los maderos en el suelo antes de colocarlos de tal manera que cercaran a los cachorros y les impidieran salir de ahí.


Entretanto, Paula fue a la cocina a por comida y agua para los animales. Y en el momento en que regresó y puso los platos en el suelo, los cachorros se lanzaron a ellos.


Pedro y Paula se quedaron unos minutos observándoles, riéndoles las gracias. Él siempre había tenido un perro en casa de sus padres cuando era pequeño, pero siempre habían sido perros grandes: labradores y pastores alemanes.


Al volver la cabeza hacia Paula, Pedro la vio conteniendo un bostezo. Se miró el reloj y le sorprendió lo tarde que era.


—¿Por qué no te quedas a dormir aquí? —preguntó él de repente.


—¿Qué?


Paula parecía tan sorprendida como él se sentía, pensó Pedro. ¿Por qué se le había ocurrido invitarla a pasar allí la noche?


—He dicho que por qué no te quedas a dormir aquí —repitió él con voz queda—. Es muy tarde y se te nota cansada. Lo más lógico es que duermas aquí.


La vio abrir y cerrar la boca. Al fijarse en su expresión, se dio cuenta de que iba a rechazar la invitación y se apresuró a añadir:


—La señora Rothman siempre tiene listo el cuarto de invitados.


La vio tragar saliva.


—No puedo.


—¿Por qué?


—Porque… Porque tengo muchas cosas que hacer mañana por la mañana.


Eso no era todo. Pedro estaba seguro de que Paula iba a ver a ese hombre por la mañana. ¿Acaso no se había dado cuenta todavía de que ese sinvergüenza la estaba utilizando?


—Yo te llevaría a primera hora de la mañana. No olvides que tengo que ir a trabajar. Y quizá, de paso, podríamos dejar a los cachorros en el refugio. Me vendría bien. Es más, sin ti no sé si podré hacerlo.


Paula se lo quedó mirando fijamente, sus ojos azules llenos de una emoción indeterminada. Sintiendo que tenía que insistir, dijo con voz suave:
—La verdad es que para mí puede ser un verdadero problema llevar a los cachorros por la mañana solo —y para hacer más énfasis, decidió mentir descaradamente—. Tú estás acostumbrada a los perros, yo no.


Pedro la vio empequeñecer los ojos y se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.


—¿No me habías dicho que tus padres siempre han tenido un perro?


Pedro sonrió.


—Sí, es verdad. Pero yo me marché de casa hace más de diez años; además, estas perritas no se parecen en nada a los perros que había en mi casa cuando yo era pequeño.


—La señora Rothman ha dicho que cree que son un cruce entre Jack Russell y fox terrier, y ésos no son precisamente perros pequeños.


—Pero todavía son cachorros —insistió Pedro.


La vio cerrar los ojos durante un segundo.


—Está bien —respondió ella, aunque no parecía del todo convencida—. Me quedaré. Pero tengo que irme por la mañana muy temprano.


—Claro. Yo tampoco quiero llegar tarde al trabajo porque mañana va a ser un día duro. Susana no está tan acostumbrada como tú a todo lo que hay que hacer en la oficina, aunque se la ve interés y trabaja mucho.


—Sí, ¿verdad?


Pedro, a juzgar por el tono de voz de Paula, se dio cuenta de que aún estaba enfadada por la encerrona.


—¿Te apetece un café o cualquier otra cosa antes de acostarte?


—¿Tienes chocolate en polvo?


—¿Chocolate en polvo? —preguntó él sorprendido.


Paula se ruborizó.


—Suelo tomarme un vaso de chocolate caliente en la cama —dijo ella en tono defensivo.


—Lo siento, no tengo chocolate, pero te puedo ofrecer un vaso de leche caliente. ¿Te apetece?


Paula asintió. A Pedro le pareció que ella estaba triste y sintió una punzada de resentimiento mezclado con enfado. 


Le enfadaba que tuviera que ver con un hombre tan poco aconsejable como el hombre con el que había estado saliendo; al mismo tiempo, le disgustaba que una persona a la que consideraba tan sensata como Paula permitiera que un hombre la tratara tan mal. Cuanto antes se marchara de Yorkshire, mejor. Y, sin embargo, él no quería que se fuera. Y de eso se acababa de dar cuenta aquella noche.


Sintiéndose confuso, Pedro la llevó a la cocina. Paula se sentó en un banco mientras él calentaba dos vasos de leche en el microondas.


—Yo también voy a tomar leche —comentó Pedro.


Ella asintió, pero no dijo nada.


—Te agradezco mucho que te quedes aquí y me ayudes con los cachorros mañana.


Por fin, Paula sonrió.


—No podría abandonar a un hombre a su suerte con cuatro cachorros, ¿verdad?


—Verdad —Pedro no había notado hasta ese momento lo bonitas que eran las piernas de Paula, quizá fuera porque ahí, encima del taburete, se le veían más que de costumbre—. La suerte es que los cachorros de perro no necesitan pañales.


—Los pañales de ahora ya no presentan problemas, ni siquiera para el hombre más incompetente. Ya no hay que sujetarlos con alfileres ni doblarlos de cierta manera… Están hechos a prueba de tontos.


—Está bien, te creo —dijo él con ironía.


—No me digas que eres de esos hombres que opinan que cambiar los pañales a un niño es cosa de mujeres.


—No, no lo creo —respondió Pedro.


—¿Seguro? —insistió ella arqueando las cejas.


—Seguro. Si una pareja decide asumir la enorme responsabilidad de traer hijos al mundo, entonces lo considero una responsabilidad compartida; o, al menos, debería serlo. En mi opinión, la crianza de los hijos es asunto de ambos padres y por igual.


Pedro sacó los vasos de leche del microondas y le dio uno a Paula.


—Ah.


—¿No me crees? —preguntó él mirándola.


—Yo no he dicho eso —protestó Paula con voz queda.


—No es necesario, lo veo en tu cara.


—No puedo cambiarme la cara —entonces, Paula sonrió—. Así que eres un hombre moderno, ¿eh?


—Eso es lo que pienso respecto a las responsabilidades de criar a un hijo; sin embargo, no lo quiero para mi.


Ella asintió.


—Claro, entiendo. Tú te mantienes al margen. Consigues lo que quieres cuando quieres y haces tu vida.


—¿Es así como me ves? —preguntó Pedro luchando por controlar su genio.


Paula se lo quedó mirando con expresión inexpugnable.


—Es la imagen que tú proyectas.


—No lo creo.


Paula se encogió de hombros.


—Quizá debieras escucharte a ti mismo, Pedro.


—No necesito hacerlo. Sé cómo soy y lo que pienso. No soy un sinvergüenza carente de escrúpulos, Paula.


—Bien, te felicito.


Pedro estaba enfadado con ella y, al mismo tiempo, quería besarla.


—Nos conocemos desde hace un año y, desde entonces, nos hemos visto prácticamente todos los días. Hemos hablado y reído juntos, ¿en serio me ves así? —preguntó él con intensidad.


Paula titubeó. Después de quedarse mirando su vaso de leche unos momentos, volvió a alzar los ojos hacia él. 


Entonces, con voz suave, dijo:
—No quiero que te enfades, Pedro, pero creo que quien más ha hablado de sí misma durante este último año he sido yo, no tú. No te lo estoy echando en cara, simplemente estoy estableciendo un hecho. Y antes de protestar, piénsalo.


Pedro se sentó en otro taburete, sintiéndose realmente sorprendido.


—Eres un hombre muy reservado, Pedro. Aunque ahora, después de lo que me has contado sobre tu relación con Ana, entiendo que no quieras tener una relación estable con una mujer. Pero sólo relaciones sexuales sin más… —Paula se aclaró la garganta.


—Las mujeres con las que me acuesto saben cómo pienso —declaró Pedro.


—Sí, lo sé, ya me lo has dicho.


Se hizo un tenso silencio. Pedro estaba haciendo un increíble esfuerzo por aparentar estar relajado y no darle importancia al asunto. Sin embargo, de repente, dejó de fingir y dijo simplemente:
—No me gusta la forma como me ves, Paula.


La expresión de ella cambió y su voz se tornó ronca cuando murmuró:
—Lo siento, no debería haber dicho nada. Tu vida es tu vida y yo no tengo derecho a criticarte.


¿Estaría Paula pensando en ese hombre y en cómo había permitido que él le destrozara la vida? Al momento, su enfado se disipó y fue sustituido por el deseo de consolarla.


—Es muy probable que seas la persona con quien más intimidad tenga —dijo Pedro en voz baja—. Así que, por supuesto, tienes derecho a opinar.


Pedro vio una sombra cruzarle la expresión y sintió una creciente cólera hacia ese desconocido que le había destrozado el corazón.


—Eres demasiado buena para él. Lo sabes, ¿verdad? —añadió Pedro.


—¿Qué?


Los ojos de Paula se agrandaron y él se dio cuenta de que no le había comprendido.


—Encontrarás a otro, Paula, y todo esto no parecerá más que una pesadilla del pasado.


La vio suspirar antes de sacudir la cabeza.


—Yo no apostaría por ello, Pedro. Por ejemplo, tú tampoco has encontrado a otra. Además, estábamos hablando de ti, no de mí —Paula se acabó la leche y se levantó del taburete—. ¿Te importaría enseñarme la habitación donde voy a dormir?


Pedro sintió un estremecimiento. La deseaba. La deseaba más que a ninguna otra mujer. Y no sólo la deseaba, sino… 


De repente, interrumpió sus pensamientos. Paula era una amiga. Uno no se acostaba con las amigas.


Pedro se puso en pie y sonrió.


—Sí, claro.


Cuando llegaron a las escaleras, Pedro se apartó para cederle el paso y dejarla subir delante de él, sus ojos fijos en sus redondeadas nalgas mientras la seguía al piso superior. 


Cuando llegaron a la habitación, él estaba sumido en una erótica fantasía que estaba causando problemas a cierta parte de su anatomía.


—Es preciosa —dijo Paula mirando alrededor de la habitación. Luego, se volvió a él y sonrió—. Bueno, buenas noches.


—Buenas noches, Paula —respondió Pedro tratando de contener su erección—. En el baño de la habitación hay toallas, jabón y esas cosas. Te despertaré mañana veinte minutos antes del desayuno, ¿de acuerdo?


—Sí, gracias. Ah, y gracias por invitarme a pasar la noche aquí. Creo que antes no me he mostrado muy agradecida, ¿verdad?


—No tenías motivos. Al fin y al cabo, me estás haciendo un favor.


—En fin, gracias de todos modos —repitió ella.


Paula estaba esperando a que se marchara, pero él parecía haberse pegado al suelo.


—Que duermas bien, Paula.


Y aunque sabía que era una equivocación, bajó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.


Fue un beso sumamente breve, pero el aroma de ella y la suavidad de sus labios le produjo una reacción que le sacudió de pies a cabeza. Un primitivo deseo se apoderó de él y tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para darse media vuelta y marcharse. Oyó la puerta cerrarse a sus espaldas y, cuando llegó a las escaleras, se apoyó en la barandilla y suspiró.


Una locura. Todo lo que había pasado aquella noche era una locura.


Lo vería todo diferente por la mañana. Así tenía que ser.










SEDUCCIÓN: CAPITULO 5




Pedro puso en marcha el coche y pronto se encontraron en la carretera, envueltos en la oscuridad.


Paula estaba inmóvil en su asiento con los ojos fijos en el parabrisas, pero sin ver nada. Se sentía destrozada, tanto emocional como físicamente. Además, el vino la tenía en un estado de estupor que, por fin, la hizo recostarse en el respaldo del asiento y cerrar los ojos.


No sabía si se había dormido, pero hubo un momento en el que notó que Pedro había parado el coche. Abrió los ojos y descubrió que todavía estaban en medio del campo


—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada mientras Pedro ponía la marcha atrás.


—No estoy seguro —respondió Pedro justo en el momento en que paró el coche después de recorrer unos cien metros marcha atrás—. He visto un coche poniéndose en marcha en este punto y, al pasar, he visto una caja de cartón en la cuneta. Sólo quiero echar un vistazo.


—¿Echar un vistazo dentro de la caja?


Él asintió.


—No sé por qué, pero me da mala espina. No salgas, quédate en el coche —Pedro abrió la puerta y salió, Paula le siguió al instante. Pedro estaba inclinado sobre la caja, pero sin abrirla—. Te he dicho que te quedaras en el coche.


—No seas tonto, seguro que no es nada.


Pedro abrió la caja justo cuando ella llegó a su lado y, al mirar dentro, vio unas cosas moverse y gemir.


—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula horrorizada—. Alguien ha abandonado a estos cachorros aquí, en medio de la carretera. Es horrible.


—Al parecer, quien lo ha hecho no es de la misma opinión.


—¿Crees que están bien?


Los dos estaban agachados, viendo los cuatro cachorros moverse dentro de la caja y manchados de sus propios excrementos.


—Pobrecillos —añadió Paula a punto de echarse a llorar—. ¿Qué vamos a hacer con ellos?


Pedro se puso en pie.


—Si te pongo una manta encima de las piernas, ¿te importaría llevar la caja en el coche?


—Claro que no me importa.


Paula no podía creer que alguien pudiera ser tan cruel como para dejar a unos cachorros en una caja en una carretera solitaria en mitad de la noche.


Una vez que estuvieron de vuelta en el coche, con la caja en su regazo, Paula contempló los cachorros.


—Son muy pequeños. ¿Crees que les pasa algo?


—A juzgar por el ruido que están haciendo, no lo creo —comentó Pedro irónicamente.


—¿Adónde vamos a llevarlos?


—Debe haber alguna clínica veterinaria por aquí, pero no sé dónde. Sin embargo, la mujer que viene a limpiar mi casa, la señora Rothman, tiene perros. ¿Te importaría que diéramos un rodeo y nos pasáramos por su casa? Quizá ella nos lo sepa decir. Es decir, si no te molesta mucho llegar tarde a tu casa.


—No, no me importa. No olvides que mañana no tengo que ir a trabajar. Venga, vamos a ver a la señora Rothman.


Al cabo de un rato llegaron al pequeño pueblo donde vivía la señora Rothman, que estaba muy cerca de la casa de Pedro.


La señora Rothman era una mujer entrada en carnes y de aspecto maternal que les invitó a entrar nada más verlos y ordenó a su marido que preparara un té para sus inesperados huéspedes mientras ella examinaba a los cachorros.


—Son un cruce de Jack Russell con fox terrier —anunció al cabo de un par de minutos—. Y todas son hembras.


Después de limpiar a los cachorros, la señora Rothman cubrió el interior de la caja con papel de periódico mientras su marido hacía un puré con la comida de sus perros. Los cachorros no tardaron en acabar la comida que les dieron y, después, la señora Rothman volvió a meter a los pequeños animales en la caja, encima de una toalla vieja. Pronto, los cuatro cachorros se quedaron dormidos.


—¿Cuánto tiempo cree usted que tienen? —preguntó Paula a la señora Rothman mientras el matrimonio, Pedro y ella tomaban una segunda taza de té sentados al lado de la chimenea.


—Es difícil saberlo; pero como han podido comer sin mayores dificultades, yo diría que entre seis y ocho semanas. Desde luego, no habrían durado mucho de haber permanecido donde estaban. Las noches aún son bastante frías —la señora Rothman se volvió a Pedro—. Conozco un refugio para perros no lejos de aquí. Le daré el número de teléfono y la dirección. Estoy segura de que se quedarán con ellos si los lleva allí.


Pedro asintió.


—Gracias.


La señora Rothman volvió a servirles té y les dio tarta que ella misma había hecho. Era una casa acogedora y cálida, y Paula no quería que aquellos momentos llegaran a su fin.


Pero, al cabo de un rato, Pedro se puso en pie.


—Bueno, creo que ya les hemos molestado bastante. De todos modos, si no le importa darme la dirección y el teléfono del refugio antes de irnos…


Y aquel agradable y cálido momento llegó a su fin.