domingo, 23 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 20







Habían volado a Indianápolis en un vuelo charter con el resto del equipo en vez de en el avión privado de Pedro y, en el viaje de vuelta, él la evitó, hablando todo el tiempo con el ingeniero jefe. Paula se sentía agradecida. No tenían nada que decirse, salvo adiós, porque Pedro no había podido dejar más claro que su relación se había terminado.


Cuando quedaba poco para aterrizar, regresó a sentarse junto a ella y Paula se tensó. Estaba invadiendo su espacio personal; peor aún, el calor que desprendía su cuerpo junto con su olor a limpio hicieron que le entraran ganas de hundir la cara en su pecho.


—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja—. Anoche me comporté como un animal y... —vaciló un instante y se pasó la mano por el pelo—. Debería disculparme.


—No te esfuerces. Sé lo difícil que te resulta admitir que estás equivocado.


—¿Estoy equivocado? Sólo intento que las aguas vuelvan a su río, ¿no es eso lo que decís?


—Se dice volver a su cauce.


—Tenemos que hablar.


—Teníamos que hablar —lo corrigió ella—. Es un poco tarde ahora. No sé qué crimen habré cometido para enfurecerte de este modo, pero me niego a jugar a las adivinanzas. No quieres decirme qué mosca te ha picado y, desde anoche, ya no me importa.


En el aeropuerto, tras pasar por los controles de seguridad, entraron en la sala principal y Paula quedó deslumbrada por los flashes de los fotógrafos. No era una situación inusual. 


Pedro era un héroe nacional en Italia y no tenía más que estornudar para ser noticia. Pero, aquel día, el interés de los paparazzi parecía centrado en ella.


Pedro les dio órdenes a sus guardaespaldas mientras le pasaba el brazo a Paula por encima de los hombros y la acercaba a él, prácticamente arrastrándola por el vestíbulo, pero los periodistas los siguieron incesantemente. Ése era el lado que detestaba del periodismo, pensaba Paula mientras alguien le entregaba una copia del periódico del día. Al verlo, la cabeza empezó a darle vueltas.


Era difícil encontrar una foto peor de ella, pensó al ver la portada. Había sido tomada en los peldaños del hotel en Indianápolis. Pedro tenía aspecto de playboy con su traje, y ella aparecía discretamente tras él, colgada de su brazo y mirándolo con ojos turbios. Parecía borracha, aunque recordaba que en aquel momento se encontraba cansada y se sentía miserable, aparte de acabar de tropezar en un escalón.


En el interior del periódico, la cosa empeoraba: fotos de ella en bikini que dejaban poco a la imaginación y un horrible primer plano de las cicatrices de su pierna. Pero la foto que más daño le hizo fue una tomada en Venecia. Estaba recostada en una góndola, parecía sonreír a la cámara, aunque en realidad estaba sonriéndole a Pedro, en uno de los momentos más románticos de su viaje.


—¡Oh, Dios! —susurró.


—Ignóralo —dijo Pedro, quitándole el periódico de las manos.


—Significa mucho para mí. Las imágenes son horribles. Me siento sucia. No puedo imaginar cómo las han conseguido. Es como si alguien hubiera estado espiándonos.


—Los paparazzi están en todas partes —le dijo él, cuando llegaron al coche y el chofer les abrió la puerta—. Su intrusión es parte de la vida.


—No de mi vida —dijo ella mientras ojeaba el periódico. No hablaba mucho italiano, pero la palabra escrita era más fácil de entender que la hablada, y era evidente que el artículo hablaba de los detalles de su vida amorosa.


—La vida en una jaula dorada —murmuró él para sus adentros.


Paula frunció el ceño, tratando de recordar dónde había oído esa frase antes.


—No han conseguido esta información por casualidad. Alguien debe de habérsela dado, advirtiéndoles de nuestro viaje a Venecia. ¿Pero quién lo sabía aparte de tú y yo? —Paula se detuvo de pronto sintiendo un vuelco en el estómago. Por razones que desconocía, Pedro había estado furioso con ella, pero no podría haberle hecho tanto daño—. Pedro, no habrás...


—¡Madre de Dios! El hecho de que pienses que yo haya podido hacer una cosa así demuestra la poca confianza que hay entre nosotros.


—¿Entonces quién, Pedro? Porque alguien ha intentado humillarme y lo ha conseguido. ¿Quién más sabía que íbamos a Venecia?


Una voz en la cabeza de Pedro le recordó que su padre lo sabía, pero hizo oídos sordos a tal advertencia.


Su padre no, ni hablar. Tal vez Fabrizzio desaprobara su relación con Paula cuatro años atrás, pero las cosas habían cambiado; lo había demostrado durante la cena al ser amable con ella.


—¿Se lo dijiste a tu padre? —preguntó ella al llegar a la villa.


—No metas a mi padre en esto. Es la inseguridad la que te pone celosa de mi cercanía con él, al igual que lamentabas la unión que tenía con Gianni.


—No —negó ella furiosamente—, pero no le caigo bien. Para él sólo soy una ramera. Me lo dijo la otra noche, después de la cena.


—¿Fue durante la misma conversación que escuché por casualidad y en la que decías que estabas dispuesta a prostituirte para conseguir una casa? —preguntó él.


A Paula le fallaron las piernas y cayó desplomada sobre el suelo de mármol.


Él no hizo intención de acercarse, simplemente se quedó mirando con cara de arrogante indiferencia.


—No es lo que piensas —susurró ella—. El mayor miedo de tu padre es que elijas casarte conmigo en vez de con una chica de la alta sociedad. Estoy segura de que estaba detrás de las mentiras de Gianni hace cuatro años y seguro que está intentando separarnos otra vez. Estaba intentando convencerlo de que no soy una amenaza.


—No tenías por qué llegar a esos extremos —dijo él fríamente—. Se lo podría haber dicho yo mismo. Eres la última mujer sobre la tierra con quien elegiría casarme.






AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 19






Indianápolis en agosto era calurosa y polvorienta. El coche no iba bien; Pedro no consiguió la primera posición en la salida y, en un esfuerzo por ponerse el primero durante la carrera, forzó demasiado el motor. Paula pasó unos minutos angustiosos viendo cómo las llamas salían de la parte trasera del coche antes de que se detuviera, sintiendo un tremendo alivio al verlo salir del vehículo y alejarse de la pista.


—Tienes suerte de no haberte quemado vivo —le dijo cuando regresaron al hotel. El calor y la tensión hacían que se sintiera irritable, y la actitud despreocupada de Pedro no ayudaba.


—Nadie se quema vivo en la Fórmula 1. Las medidas de seguridad son extremadas —dijo él con frialdad mientras se dirigía hacia la ducha—. Tengo más posibilidades de morir aburrido de tanto sermón.


—Eso no es justo —respondió ella, siguiéndolo hasta el baño—. No tienes ni idea de lo que se siente viendo un coche en llamas sabiendo que sigues dentro, aunque no sé ni por qué me importa.


—¿Te importa? —preguntó él mientras se duchaba—. No me había dado cuenta.


—Sé que estás de mal humor porque has perdido la carrera, pero la verdad es que has estado bastante desagradable desde que abandonamos Italia —dijo ella. No comprendía por qué se mostraba tan frío con ella, pero la intimidad que habían compartido en Venecia había desaparecido y, aunque se lo había preguntado en numerosas ocasiones, Pedro seguía diciéndole que no pasaba nada.


Convencerlo para que confiara en ella era como darse cabezazos contra un muro de ladrillos. Había llevado la cabezonería a su punto más alto y a ella no le quedaba más remedio que comerse la cabeza pensando en qué podía haber hecho que le hubiera molestado. Lo único en lo que podía pensar era en la cena que habían dado en la villa. Sus invitados habían sido altos ejecutivos del mundo de los negocios, banqueros, abogados y miembros de la alta sociedad italiana. ¿Lo habría abochornado sin darse cuenta? 


La verdad era que se había sentido nerviosa al principio, pero no había cometido ningún error, como utilizar el tenedor equivocado o beber del recipiente para lavarse los dedos.


Tal vez haberla visto con un vestido que no era de diseño y bisutería le hubiera recordado que no encajaba en su mundo. Recordaba cómo había intentado convencerla para que se pusiera unos pendientes de perlas y diamantes con los que se había presentado.


—Me moriría si perdiera uno —había dicho ella, negándose a probárselos—. Si la única razón por la que quieres que asista a la cena es para demostrar lo rico que eres, entonces olvidémonos de esta relación ahora mismo.


Ser exhibida en público como su amante era una cosa, pero estaba decidida a mantener el respeto en sí misma, y no podría hacerlo si todo el mundo especulaba sobre cómo se habría ganado esos regalos tan caros.


—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó mientras Pedro alcanzaba una toalla.


—Claro que no. Qué ridiculez —contestó él—. ¿Por qué piensas eso?


—Porque no llevo alta costura ni joyas caras como las esposas de los ejecutivos que fueron a la cena.


—Podrías haberlo hecho. Fue elección tuya no ponerte los pendientes que te compré, y además tienes varias tarjetas de crédito a tu disposición para comprarte ropa.


—Lo sé, pero prefiero pagar mis propios caprichos. Ya te he dicho que no me interesa tu dinero.


—Es cierto, ya me lo has dicho —murmuró él—. Tu parsimonia es admirable. A veces me pregunto qué esperas ganar con nuestra relación, aparte de sexo, claro.


—Eso es una grosería —dijo ella, que lo había seguido hasta el dormitorio. Parecía como si estuviese tratando de hacerle daño deliberadamente. ¿Se habría cansado de ella? ¿Habría cumplido ya su propósito y estaría preparándola para poner fin a su idilio? No habían hecho el amor desde su viaje a Venecia, y el celibato no era algo propio de él, lo cual sólo podía significar una cosa.


—¿Te estás viendo con otra?


—Madre de Dios, ¿de dónde iba a sacar el tiempo? Tienes un apetito insaciable —murmuró él, haciendo que pareciera una ninfómana.


—Bueno, lo siento si soy demasiado para ti.


—Tu ansiedad por meterte en mi cama es halagadora, pero a veces me pregunto si hay algún motivo oculto. ¿Se te ocurre algo, Paula? ¿Algo que no me hayas contado?


—No sé lo que estás insinuando.


Pedro cruzó la habitación caminando hacia ella, y Paula no pudo dejar de mirar la minúscula toalla que cubría sus caderas y que dejaba poco a la imaginación.


—Quizá se te ocurra —sugirió—. Mientras tanto, no tengo objeción en satisfacer tus más primitivas necesidades.


—No me hace gracia que digas eso —susurró Paula, mirándolo a los ojos.


—Es que no me siento muy gracioso en este momento, cara —dijo él, agarrándola del pelo para presionarla contra su pecho. El vello de su torso estaba húmedo por el agua de la ducha, y el calor y la exótica fragancia del gel le nublaron los sentidos—. Hagamos algo con esas necesidades, ¿te parece?


Ella negó con la cabeza y murmuró una ligera protesta, pero él la apretó con más fuerza.


—No te atrevas a decirme que no deseas esto —susurró él, acariciándole la piel con los labios mientras hablaba—. En esto, por lo menos, sé sincera, Paula. He visto cómo me mirabas en la ducha y estás desesperada, ¿verdad?


La besó intensamente y Paula sintió que tenía que apartarse para salvar su orgullo. Pero su cuerpo tenía voluntad propia y lo único que deseaba era sentirlo dentro de ella.


Pedro estaba respirando entrecortadamente cuando finalmente abandonó sus labios, la miró y tiró de la parte de arriba de su vestido, haciendo que los botones salieran volando en todas direcciones.


—¡Pedro! No tenías por qué romperlo.


—Te compraré otro —murmuró él mientras le quitaba el sujetador y admiraba sus pechos—. Puedo permitírmelo.


—No quiero tu maldito dinero —exclamó Paula, desesperada por aferrarse a la cordura mientras sentía sus manos en los senos, y respiró profundamente cuando Pedro inclinó la cabeza y comenzó a acariciarle los pezones con la lengua.


—No paras de repetir eso, lo cual nos deja sólo con el sexo, porque no hay nada más entre nosotros, ¿verdad?


Aquellas insinuaciones hicieron que Paula tratara de apartarse, pero él la agarró del pelo hasta arquearle la espalda para poder seguir devorando sus pechos.


Pedro, no quiero que sea así —dijo ella—. No cuando estás furioso y ni siquiera sé por qué.


Pedro se quedó quieto al oír sus palabras, pero, en vez de soltarla, la tomó en brazos y la lanzó sobre la cama. Con un rápido movimiento, le quitó las bragas y le separó las piernas antes de quitarse la toalla.


—Pues detenme —dijo él con voz profunda.


—No puedo —admitió Paula mientras la penetraba de golpe.


Sin haberla tocado con las manos ni con la boca, estaba igualmente preparada para recibir sus embestidas, y Pedro gimió al sentir cómo sus músculos se contraían. No debía haber hecho eso, no debía haberla poseído tan salvajemente sin preliminares. Al darse cuenta de ello, intentó apartarse, pero ella lo rodeó con las piernas, aprisionándolo.


—No pares —susurró—. ¿Qué es lo que quieres, Pedro? ¿Quieres oír las palabras? ¿Quieres que te lo niegue? De acuerdo. Por favor, no pares, por favor, hazme el amor, Pedro.


Sus palabras quedaron ocultas bajo sus labios cuando la besó, nublándole los sentidos. Paula no tenía intención de detenerlo y le devolvió los besos con pasión, arqueando el cuerpo cuando él comenzó a moverse, embistiéndola una y otra vez, conduciéndola hasta el límite, haciendo que gritara su nombre. Él llegó al clímax justo después, gritando su nombre desde lo más profundo de su garganta antes de derrumbarse sobre ella. Pero, segundos después, se levantó de la cama y se metió al baño dando un portazo tras él. Fue entonces cuando Paula hundió la cabeza en la almohada, decidida a que no la oyese llorar.










AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 18





Pedro dejó caer la bomba cuando su avión privado sobrevolaba Milán, preparándose para aterrizar. Había pasado casi todo el vuelo al teléfono y, aunque Paula no había logrado entender casi nada de la conversación, sabía que no estaba de buen humor. Los pocos días que habían pasado juntos habían llegado a su fin y la realidad llamaba a la puerta.


—Voy a dar una cena en la villa esta noche, nada demasiado fastuoso. Sólo unos pocos socios.


—¿Cuántos son unos pocos? —preguntó ella.


—Unos veinte.


—¿No crees que podrías haberme avisado con un poco más de tiempo? —preguntó Paula—. ¿Cómo voy a organizar una cena en un par de horas? Sabes que no sé cocinar.


—Tú no tienes que hacer nada. Sophia es la que se encarga de esas cosas y, por su bien, te pido que te mantengas alejada de la cocina.


—Gracias —dijo ella. Tal vez fuese una pésima cocinera, pero no hacía falta que resaltara ese punto. Se sentía dolida porque no hubiera considerado necesario consultarle. No hacía sino insistir en lo poco importante que era ella en su vida. No la necesitaba, eso era evidente, sobre todo teniendo un ama de llaves que se ocupaba de todo—. Sigo pensando que deberías haberme avisado.


—Ni siquiera lo sabía yo. Mi padre me ha dicho esta mañana que había decidido que la cena fuera en la villa en vez de en su casa.


—¿Y suele hacer cosas así muy a menudo? ¿Espera que estés siempre a su disposición?


La verdad era que nunca había hecho algo así, pensaba Pedro mientras miraba por la ventanilla de la limusina que los llevaba de vuelta a la villa.


—Mi padre ha estado enfermo. Es comprensible que quiera que me involucre más en el negocio. No puedo competir para siempre y, ahora que Gianni ha muerto, soy su único heredero.


Su teléfono móvil volvió a sonar, demandando su atención durante el resto del trayecto, y le dirigió una mirada distraída cuando llegaron a la villa.


—No tienes que preocuparte por nada, cara. Todo está bajo control. ¿Por qué no te relajas junto a la piscina durante un par de horas hasta que lleguen los invitados?


—Lo próximo que harás será darme una palmadita en el trasero y decirme que no piense mucho —respondió ella furiosamente—. Sé cuándo no se me necesita, Pedro. Simplemente me quitaré de en medio. ¿Crees que podrás soportar mi embarazosa presencia durante la cena o prefieres mandarme luego un cuenco de gachas a mi habitación?


—¡Dios! Tienes una lengua viperina —dijo él—. Hace cuatro años no me habrías...


—¿Contestado así? —sugirió ella dulcemente.


—Siento no haberte dicho antes lo de la cena, pero sólo serán unas pocas horas, y te estás comportando como una niña malcriada.


—Lo sé —gritó ella. No necesitaba que se lo recordasen, de modo que se dio la vuelta y se alejó hacia la piscina.


Necesitó hacer veinte largos en la piscina antes de empezar a calmarse, y debió de quedarse dormida al sol en la tumbona, despertándose de golpe y dándose cuenta de que eran las seis. Los invitados de Pedro llegaban a las siete, de modo que volvió corriendo a la casa. Tenía que ducharse y hacer algo con su pelo. Si iba a aparecer en público como la amante de Pedro, estaba decidida a tener el mejor aspecto posible.


Voló por el hall y recordó que se había dejado el bolso en la sala de estar, de modo que cambió de dirección, deteniéndose en seco al cruzar la puerta y encontrarse con cuatro caras sorprendidas que la miraban.


—Lo siento mucho —dijo, sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas.


Pedro se había puesto en pie mientras los otros tres hombres, Fabrizzio y dos socios, la miraban fijamente.


—Paula, pensé que estabas arriba, vistiéndote para la cena.


—Obviamente no —dijo ella, tratando de sonreír—. Debo de haberme quedado dormida junto a la piscina.


Fabrizzio Alfonso se recostó en su asiento y la observó atentamente, como si fuera una vaquilla en un mercado de ganado.


—Buona sera, Paula. Pedro mencionó que estabas pasando aquí un tiempo —hizo una pausa antes de seguir hablando—. Espero que te estés recuperando bien de tu accidente —la pregunta trató de disimular la acidez del comentario, pero Paula la advirtió del mismo modo e inmediatamente trató de esconder su pierna lesionada detrás de la otra, perdió el equilibrio y se hubiera caído de no haber sido porque Pedro la agarró del brazo.


«Primer punto para ti, Fabrizzio», pensó sin dejarse amedrentar por su sonrisa y, tan pronto como salió por la puerta, se apartó de Pedro.


—¿A qué estás jugando? Pensé que estabas cambiándote para la fiesta—susurró él.


—Ya te lo he dicho. Me he quedado dormida. No dormí mucho anoche, por si no te acuerdas. Aún queda una hora hasta que lleguen los invitados, si no tenemos en cuenta a los que ya están aquí —añadió sarcásticamente—. ¿Era estrictamente necesario que tu padre mencionara mi pierna?


—Dios, a veces eres imposible. Te estaba ofreciendo su compasión y tratando de desviar la atención del hecho de que ibas corriendo por la casa medio desnuda frente a dos banqueros de la compañía —dijo Pedro con frialdad— Será mejor que vayas a ducharte. Y no me discutas, no tienes tiempo.


Freído en aceite habría sido quedarse corta, pensaba Paula media hora después mientras se abrochaba el vestido. Era el hombre más arrogante y molesto que jamás había conocido, y las lágrimas que le quemaban en los ojos eran de rabia, no por haber perdido la cercanía que habían compartido en Venecia.


Para su sorpresa, la cena no fue tan horrible como había previsto. Cuando bajó por la escalera central, Pedro estaba esperándola abajo y, por un momento, fue incapaz de disimular el deseo en sus ojos al verla con su vestido blanco. 


Lejos de querer esconderla, su voz sonó orgullosa al presentarla a sus socios y a sus esposas. Poco a poco, Paula fue relajándose.


Fabrizzio fue sorprendentemente cortés; de hecho, fue él quien insistió en que todo el mundo hablase en inglés y no en italiano, en deferencia a Paula, y Pedro sintió cómo su propia tensión disminuía. Paula se equivocaba sobre su padre. Obviamente había malinterpretado su actitud hacia ella cuatro años antes, pero había madurado y la seguridad que tenía en sí misma significaba que podría enfrentarse a un hombre con una voluntad de hierro.


No había existido ninguna complicidad entre Fabrizzio y Gianni. No había habido ningún plan para librarse de ella. 


Gianni había mentido; tendría que aceptar eso junto con el hecho de que nunca sabría por qué. Pero su hermano pequeño había intentado arreglar las cosas. Recordaba una conversación entre ellos meses antes de que Gianni se tomara la sobredosis. En medio de una profunda depresión, Gianni había mostrado un súbito interés por su vida y le había preguntado por el futuro, lo que haría cuando dejara de competir y qué posibilidades habría de que se casara y le diera a Fabrizzio los nietos que tanto deseaba. Pedro se había encogido de hombros y había dado una respuesta poco concisa, sin atreverse a insinuar que Gianni había arruinado su relación con la única mujer que había significado para él algo más que un mero entretenimiento.


Quizá su hermano hubiera comprendido más cosas de las que había dejado entrever.


«Paula siempre fue la chica que tú creías que era». Las palabras de Gianni aún resonaban en su cabeza. No podía decirse que hubiera sido una admisión de su mentira, pero había hecho que se reforzara su decisión de ir a buscarla, aunque sólo fuera para enterrar el pasado de una vez por todas.


Era tarde cuando los invitados de Pedro se marcharon, y Paula suspiró aliviada al volver a la sala de estar y quitarse los zapatos antes de derrumbarse en el sofá. Había sido una velada agradable, mejor de lo que había imaginado, y sonrió cuando un movimiento en la terraza captó su atención.


—¿Pedro, qué estás haciendo ahí fuera?


Pedro está hablando por teléfono en su despacho —Fabrizzio Alfonso entró por las puertas de cristal y la sonrisa de Paula desapareció al ver la frialdad en sus ojos.


—Entiendo —murmuró ella.


—No sé si lo entiendes, Paula —dijo Fabrizzio, riéndose—. Dime, ¿cuánto tiempo planeas actuar como la prostituta de mi hijo esta vez?


—No tengo por qué escuchar esto —dijo Paula, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la puerta. Cuatro años atrás, su actitud hacia ella la había desestabilizado y no se había atrevido a defenderse, pero habían cambiado muchas cosas—. No sé qué tiene contra mí, pero, por respeto a Pedro, creo que debería guardarse sus sentimientos y sus insultos.
Intentó pasar frente a él, pero Fabrizzio le agarró la muñeca con fuerza.


—No me quedaré parado viendo cómo mi hijo hace el tonto por una nimiedad semejante —dijo él—. Pensé que había conseguido librarme de ti hace cuatro años, pero te lo digo ahora; Pedro nunca se casará contigo.


Al parecer, el mayor miedo de Fabrizzio era que Pedro se casara con ella. Si tan sólo supiera lo poco probable que era aquello. No había probabilidad alguna, y mucho menos después de que Fabrizzio dejara clara su opinión. De algún modo, tenía que convencer a aquel hombre de que no tenía anda que temer de ella, que casarse con Pedro era lo último que quería. Al menos entonces, tal vez los dejara en paz y esperara a que su romance siguiera su curso.


—De hecho, no tengo intención de casarme con su hijo —dijo ella fríamente.


—Me cuesta creer que no quieras poner las manos sobre la fortuna de los Alfonso.


—El precio es demasiado alto. No quiero vivir mi vida en una jaula dorada viendo cómo todos mis movimientos aparecen en los tabloides. Me encantaría tener una casa de campo en Inglaterra con unos cuantos acres de terreno.


—¿Y crees que Pedro va a comprarte esa casa?


—Estoy trabajando en ello.


—Quizá debiera advertir a mi hijo de que su rosa inglesa es una zorra mercenaria que se vende al mejor postor.


—Quizá él ya lo sepa —sugirió Paula—. No tiene nada que temer de mí, señor Alfonso. Mi relación con su hijo se basa en la más primitiva de las necesidades. Hablando con claridad, Pedro saciará su apetito y yo recibiré algo a cambio. Me cansé del romanticismo ridículo hace tiempo; cuatro años, para ser exacta.


Probablemente Fabrizzio Alfonso no se hubiera quedado sin palabras en su vida, y Paula disfrutó de su inseguridad momentánea. La expresión de su cara habría sido divertida si ella no hubiera estado a punto de llorar.


—Así que, para vosotros dos, no es más que un escarceo sexual —dijo finalmente con un brillo especulativo en la mirada—. Perdona, pero no me convence. Hace cuatro años estabas enamorada de mi hijo. ¿Qué ha cambiado?


—Yo he cambiado. He madurado.


Paula huyó antes de derrumbarse y echar a perder la ilusión de que tenía un corazón de piedra. Una ducha consiguió borrarle las lágrimas, pero fue mucho más difícil arrancarse de la piel los comentarios de Fabrizzio, y se preguntaba qué habría hecho ella para merecer semejante desprecio. La respuesta sencilla era que ese hombre estaba desesperado porque su único hijo le diera nietos con sangre aristocrática y la había visto como una amenaza. Ahora que la amenaza había desaparecido, quizá los dejara en paz.


No había rastro de Pedro cuando se metió en la cama, e imaginó que seguiría trabajando antes de que volaran a Indianápolis para la próxima carrera de la temporada. 


Deseaba que fuese a la cama, necesitaba la seguridad de su cuerpo y de su tacto, pero finalmente se quedó dormida, y era tarde cuando Pedro entró en la habitación y se quedó mirándola con ojos sombríos como un día de invierno