miércoles, 19 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 3




Paula le siguió cuando Pedro se acercó al maletero con la rueda pinchada. Era un hombre muy fuerte. Alto y fuerte. 


Tenía algo… un extraño magnetismo que la fascinaba.


—Le… agradezco la ayuda. Es… muy amable.


Pedro sacó la rueda de repuesto y la hizo rodar hasta la parte delantera del coche.


—Soy muchas cosas, pero no amable.


Desde luego, era el hombre más rudo que había conocido en su vida. A pesar de lo cual, no parecía poder quitarle los ojos de encima mientras seguía trabajando.


Era muy atractivo y masculino.


—Arreglado —dijo por fin Pedro poniéndose en pie.


Fue entonces cuando la examinó detenidamente. Por lo poco que podía ver de su físico, parecía bonita. Sus ropas no eran caras ni de moda, pero daba la impresión de ser una mujer de buena educación. Era guapa de cara, aunque muy sobria. Sus modales de mostraban una fría superioridad. 


Evidentemente, le consideraba un ser inferior. En ese caso, ¿por qué demonios la deseaba cuando llevaba años sin desear a una mujer?


—Gracias, muchas gracias.


Paula abrió su bolso, sacó un billete de diez dólares y se lo ofreció.


Pedro miró el dinero y luego alzó los ojos y los clavó en el rostro de ella. Cuando extendió la mano para coger el billete, Paula notó que estaba limpia y las uñas arregladas. Aquel vagabundo vestía con ropas viejas y gastadas, pero limpias.


—No podemos aceptar el dinero de esta dama, ¿verdad, Pedro? —dijo Tomas en ese momento, acercándose a su amigo.


Paula miró a los dos hombres. Su tía Mirta estaba cogida al brazo de Tomas.


—Por supuesto que pueden aceptarlo. Es más, insisto —dijo Paula.


—Tengo una idea mucho mejor —interrumpió Mirta—. Si Tomas y Pedro son demasiado caballeros para aceptar nuestro dinero, no podrán rechazar una invitación a cenar.


—¿Qué? —dijo Paula con voz estridente.


—No podemos —declaró Pedro.


Pero Paula sabía que ya era demasiado tarde. Tomas había abierto la puerta del coche para que Mirta entrase. En cuestión de segundos, Tomas y Mirta se encontraron sentados en el asiento trasero del vehículo.


—Me parece que ellos han tomado la delantera —dijo Pedro, que no quería ir a ninguna parte con aquella mujer.


Podía intentar disimularlo, pero era bastante snob. Una hermosa snob, pero una snob. Cuanto más tiempo pasara junto a ella, peor. Un sexto sentido le decía que aquella mujer no tenía aventuras pasajeras. Él era un vagabundo, un aventurero que no deseaba ataduras ni compromisos.


—Sólo vamos a una hamburguesería que hay aquí, en esta misma calle un poco más arriba —le informó Paula.


—Me gustan las hamburguesas.


¿Por qué demonios había dicho que le gustaban las hamburguesas? Debería haber rechazado la invitación.


—Bien, en ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha.


—Mi nombre es Pedro Alfonso —dijo él súbitamente.


Paula le miró a los ojos y se preguntó qué clase de rostro se escondería tras aquella espesa barba. ¿Sería guapo? Tenía unos ojos hermosos y espesos cabellos castaños. La nariz era recta y los pómulos pronunciados.


—Yo me llamo Paula Chaves, señor Alfonso. Puede sentarse delante conmigo.


—¿Está segura?


—No, no estoy segura de nada. Pero mi tía Mirta parece decidida y, a pesar de que la gente cree que mi tía está loca, sabe juzgar bastante bien a la gente.


—Y a usted, Paula Chaves, ¿se la engaña con facilidad?


—No más que al resto de las personas.


Tomas bajó la ventanilla del coche.


—¿Qué os pasa? Mirta Maria y yo estamos muertos de hambre.


—Vamos.



EL VAGABUNDO: CAPITULO 2




—Pues a mí no me gustaría que Sergio Woolton fuese el padre de mi hijo — dijo Mirta Maria Derryberry volviendo el rostro y lanzándole una aguda mirada a su sobrina, que conducía en medio del tráfico de media tarde.


—Creí que te había dicho que no quiero hablar de esto —respondió Paula aferrándose al volante de su viejo Chevrolet.


Paula había tenido mucho trabajo en la tienda aquel día y ahora, con un incipiente dolor de cabeza, tenía que soportar a su tía Mirta despotricando de Sergio.


—Es posible que tú no quieras, pero yo todavía no te he dicho todo lo que pienso de él —insistió Mirta agitando sus cobrizos rizos—. Sé que estás pasando por la típica crisis cuando uno cumple los treinta y nueve años y está soltera y sin hijos. Sin embargo, ésa no es razón para casarse con un burro como Sergio.


—Sergio no es un burro. Es un contable de gran éxito.


Paula dejó la calle principal y se adentró por una lateral en la que se encontraba el Paraíso de las Hamburguesas, aquella noche no tenía ganas de cocinar.


—Además, sólo estamos saliendo juntos. Nadie ha hablado de matrimonio; al menos, todavía.


—¿Todavía?


La voz de Mirta era grave y, en más de una ocasión, le había dicho a Paula que excitaba a los hombres. Paula sabía que su propia voz tenía esa misma cualidad, pero no creía que su voz ni ella excitaran a ningún hombre.


—¿No podríamos dejar esta conversación para más tarde, por favor?


—Paula, cariño, siempre has sido muy mojigata, pero no me cabe duda de que quieres algo más que simple afecto. Sé que nunca has sentido una gran pasión; sin embargo, créeme, una vez que te enamores apasionadamente no te conformarás con menos.


Paula condujo el coche por debajo de un puente de ferrocarril y advirtió la presencia de varios vagabundos alrededor de un fuego, las llamas anaranjadas se elevaban hacia el cielo oscuro, iluminando las siluetas de varios de ellos.


—Todo lo que quiero es casarme con un buen hombre y tener un hijo antes de que sea demasiado tarde. Estoy segura de que lo comprendes, tía Mirta. Tú misma me has dicho un millón de veces lo mucho que sientes no haber tenido hijos.


—Tú eres como hija mía; al menos, te aproximas bastante —respondió Mirta lanzando una carcajada—. Y como ves, no he tenido que acostarme con un hombre al que no amaba para tenerte.


A pesar del dolor de cabeza, Paula no pudo evitar echarse a reír. Su tía siempre conseguía hacerle ver el lado humorístico de las cosas. A veces, envidiaba la habilidad de la hermana de su madre para vivir libremente y sin inhibiciones.


—Pues a menos que me enamore locamente y pronto de un hombre, te aseguro que no voy a quedarme esperando al Príncipe Azul. Ya le he esperado bastante — afirmó Paula.


—Desde que tenías veintiún años, has estado muy ocupada cuidando a tu hermano y a tu hermana y también a esta ligeramente excéntrica tía tuya. Tanta dedicación hacia nosotros te ha impedido…


De repente, el coche hizo un ruido muy extraño y comenzó a rodar con dificultad. Paula se echó hacia un lado de la calle, cerca del puente.


—¿Qué demonios le pasa ahora a este coche? —preguntó Mirta.


—Me parece que se ha pinchado una rueda —respondió Paula parando el coche—. Quédate aquí dentro, yo voy a ver las ruedas, me parece que es la rueda delantera de la derecha.


Antes de que Mirta tuviera tiempo de responder, Paula abrió la portezuela del vehículo y salió.


«¡Justo lo que necesitaba!» Pensó lanzando un gruñido al ver la rueda pinchada, después de un día agotador en el que había atendido la tienda sola, ya que Patricia estaba enferma. 


Le habían enviado una nueva remesa de velas y se había roto una tercera parte. Además, la madre de Sergio, Cora, la había convencido para que fuese al comité que iba a tener lugar en el club de campo con el fin de preparar una fiesta de caridad. Y por si todo ello fuese poco, su tía Mirta había aparecido en la tienda a las tres de la tarde y no había parado de hablar de matrimonio, hijos y el amor.


Sin pensar, Mirta le dio una patada a la rueda pinchada. 


Deseó lanzar un juramento, pero las damas de buena crianza del sur no blasfemaban.


—Está pinchada, ¿verdad? —comentó Mirta.


Paula se sobresaltó y se tapó el rostro con las manos.


—¡Por Dios, tía, me has dado un susto de muerte! Te he dicho que te quedaras en el coche.


—He pensado que seré de más ayuda aquí fuera.


—Por favor, métete en el coche —dijo Paula dirigiéndose al maletero del vehículo—. Tengo una rueda de repuesto, espero acordarme de cómo se ponen, Luis me enseñó.


—¡No estarás pensando en cambiarla tú sola! —exclamó Mirta con expresión de incredulidad—. Que tu hermano te haya enseñado a cambiar una rueda no quiere decir que esperase que llegara el momento en que tuvieras que hacerlo.


Paula sacó el gato del maletero.


—¿Se te ocurre algo mejor? La gasolinera más cercana está al menos a tres kilómetros.


—Pero el Paraíso de las Hamburguesas está a un kilómetro aproximadamente y allí tienen teléfono —dijo Mirta—. Sin embargo… espera un momento, no te muevas de aquí.


Paula vaciló y por fin se dio cuenta de la idea que se le había ocurrido a su tía cuando ésta se encaminó hacia el grupo de vagabundos.


Paula fue en pos de su tía con el propósito de de tenerla.


—¡Tía Mirta!


—Caballeros, mi sobrina y yo tenemos un pequeño problema —dijo Mirta con una sonrisa radiante—. Necesitamos desesperadamente un hombre fuerte que pueda cambiarnos una rueda del coche.


«¡Oh, no, Dios mío!» Pensó Paula. Aquellos hombres podían ser violadores y asesinos o, como poco, ladrones y chulos.


Un hombre alto y robusto, con larga melena canosa, se apartó ligeramente del grupo. Llevaba pantalones oscuros y gastados, una chaqueta gruesa llena de parches y un viejo sombrero de fieltro le cubría parte de la cabeza.


—Sí, señora —dijo con voz profunda, con acento del oeste y sorprendentemente culta—. Mi amigo y yo…


El hombre se interrumpió y tiró del brazo de otro de los hombres.


—Mi amigo y yo estamos encantados de ayudarlas, ¿verdad, Pedro?


Paula se quedó inmóvil. No sabía cómo comportarse en aquella situación. ¿Qué ocurriría si tirase de su tía y rechazase el ofrecimiento? ¿Las atacarían aquellos hombres? Sin embargo, podía tratarse de buenos hombres y, con un poco de suerte, se conformarían con una propina.


El hombre llamado Pedro miró a su amigo y luego se aproximó a Paula, quien vio que su tía se había puesto a hablar con el otro vagabundo.


De repente, cuando Pedro estuvo delante de Paula, ésta se dio cuenta de su inmensa altura. Al menos medía un metro noventa y era… enorme. Sus hombros, cubiertos con una chaqueta de cuero, eran anchísimos y tenía largas y musculosas piernas. Su rostro estaba cubierto por una espesa barba. Tenía los cabellos largos y del mismo color que los ojos, castaños.


—Muy bien, déme el gato y la llave —dijo Pedro a Paula.


—Yo… están en el coche —respondió ella tras una ligera vacilación.


Paula nunca se había sentido tan impresionada por la presencia de un hombre; por su tamaño, su físico y la triste expresión de sus ojos.


Sin volver a mirarla, Pedro se encaminó hacia el viejo Chevrolet.


Después de lanzar un suspiro, Paula le siguió.


—Yo… le agradezco mucho la ayuda —dijo ella—. Nunca he cambiado una rueda.


—Ya.


Pedro cogió el gato y la llave y se acercó a la rueda delantera de la derecha.


—¿Puedo ayudarle? —le preguntó ella sonriendo mientras Pedro colocaba el gato.


—Limítese a no estorbar, ¿de acuerdo?


Pedro no le importaba ayudar a una mujer, lo que sí le molestaba era lo que aquella mujer en particular le hacía sentir. Al mirarle a los ojos azules, lo primero que había pensado era cómo sería en la cama. No recordaba cuándo había sido la última vez que se sintiera atraído por una mujer.


—¿No necesita que su amigo le ayude? —preguntó Paula.


El otro hombre se encontraba a varios metros de ellos charlando amigablemente con Mirta, ambos reían. Paula se preguntó por qué su tía la avergonzaba flirteando con aquel vagabundo. Sin embargo, se recordó a sí misma que Mirta Maria Derryberry era conocida por hacer lo que nadie hacía.


—No, no necesito ayuda —respondió Pedro—. Además, me parece que Tomas está bastante ocupado.


Por mucho que le costase admitirlo, Paula sabía que Pedro tenía razón, Tomas no parecía interesado en la rueda.


—¿Son usted y el señor Tomas de aquí, de Marshallton?


Pedro dejó el tapacubos en el suelo y luego aflojó las tuercas.


—Escuche, sé perfectamente que Tomas y yo la hacemos sentirse a disgusto, así que no necesita esforzarse por ser amable.


Pedro no se sentía predispuesto a mostrarse amistoso. Al fin y al cabo, en un par de días se marcharía de allí y no quería que ninguna mujer le retuviese.


Paula miró fugazmente a su tía y vio que ésta, en esos momentos, le ponía la mano en el brazo a Tomas y le susurraba algo.


—Si está preocupada por su madre, vaya y dígale a Tomas que la deje en paz.


Pedro podía ver claramente que aquella mujer no aprobaba lo que estaba ocurriendo. Como la mayoría de la gente, consideraba a los vagabundos sucios, perezosos y, probablemente, peligrosos.


—No es mi madre, es mi tía.


—Comprendo perfectamente que no se fíe de nosotros, pero no tiene por qué preocuparse. Ni Tomas ni yo somos asesinos ni ladrones. Y puede estar segura de que no me tiraría sobre usted si no me invitase primero.


De espaldas a ella, Pedro no pudo evitar sonreír al oírla respirar profundamente.


Sin duda, la había insultado.


—No era necesario el comentario —dijo Paula acercándose a él.


Pedro quitó las tuercas, las dejó encima del tapacubos y luego sacó la rueda pinchada.


—Por favor, señorita, déjeme tranquilo. Dentro de unos minutos acabaré de cambiar la rueda y usted y su tía podrán marcharse.













EL VAGABUNDO: CAPITULO 1





Sólo quedaba una limusina en el cementerio Memphis Memorial Gardens. El largo funeral había acabado, pero Pedro Alfonso no podía marcharse. Aunque acababan de enterrar a su único hijo, no había derramado una sola lágrima.


Controlaba su dolor como un hombre que se enorgullecía de tener una voluntad de hierro. Sin embargo, no podía evitar un terrible sentimiento de culpa… estaba seguro de ser el responsable de la muerte de su hijo.


Julian Alfonso puso la mano en el hombro de su hermano mayor.


—No tiene sentido que permanezcas aquí más tiempo. Ya no puedes hacer nada por Santiago.


—Hice muy poco por él cuando estaba vivo.


Pedro contempló la tumba abierta que contenía el pequeño ataúd con el cuerpo inerte de su hijo de seis años y deseó haber sido un mejor padre.


—Le diste a Santiago todo —dijo Julian—. No había nada en el mundo que no tuviese.


—Sí, le compré todo lo que el dinero puede comprar —respondió Pedro apartándose de su hermano—. Santiago lo tenía todo, excepto el tiempo y la atención de sus padres.


—Te estás torturando sin necesidad. Carolina no tiene la culpa y tú tampoco. Fue un accidente.


Julian se secó el sudor de la frente con una mano.


—Debería haber pedido la custodia de mi hijo cuando nos divorciamos. Sabía perfectamente lo irresponsable que era Carolina.


Pedro dio la espalda a la tumba con fingida calma.


—Sin embargo, estaba demasiado ocupado construyendo un imperio económico y no tuve tiempo para mi hijo.


—Southlands Inns habría pertenecido a Santiago en su día. Estabas construyendo un imperio para él.


—Mentira —dijo Pedro caminando hacia la limusina—. Lo hice por mí mismo. El dinero y el poder es todo lo que me motivaba. ¿No es eso lo que nos enseñó papá? No merece la pena tener lo que no vale dinero.


Julian siguió a su hermano y entró en la limusina detrás de él.


—Volverás a casarte y tendrás más hijos. ¡Vamos, hombre, sólo tienes treinta y siete años!


—No quiero volver a tener hijos y tampoco quiero ya tener un imperio económico.


Pedro hizo un gesto al chofer para que se pusiera en marcha.


—¿Qué estás diciendo?


—Estoy diciendo que tan pronto como lo deje todo arreglado para que te pongas tú al frente de Southland Inns, me marcharé.


—¿Adónde y por cuánto tiempo?


—No lo sé —respondió Pedro—. Unos meses, unos años… el resto de mi vida…