lunes, 12 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO FINAL



Cuando Pedro entró en la residencia de Paula Chaves, fue como sumergirse en un puro caos. Hombres de todas las formas y tamaños se desperdigaban por el vestíbulo. 


Algunos estaban sentados en filas de sillas alineadas cerca de la entrada, y otros parecían esperar en la ancha escalera curva que llevaba al segundo piso. Unos pocos se habían sentado incluso en el parqué de madera.


—No sé por qué, pero esta escena me resulta vagamente familiar —musitó Pedro. Bajando la mirada a Loner, le hizo una rápida seña—. Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad, chico? Vamos.


No esperó a ver los resultados. Atravesó el vestíbulo y abrió la puerta de la habitación de las entrevistas. Paula se hallaba acurrucada en una silla, con la cabeza decididamente demasiado cerca del hombre al que estaba entrevistando. 


Pedro no perdió el tiempo en levantar al candidato a fabricante de niños de su asiento y en sacarlo de allí. 


Después de cerrar de un portazo, se volvió hacia su futura esposa.


—Me alegro de volver a verte —le dijo ella con tono áspero.


—No estoy de humor para falsos halagos, cariño.


—¿Por qué estás tan furioso? —se levantó de un salto—. Yo soy la única que tiene derecho a estarlo. Mi madre y tú me engañasteis. Si te hubieras molestado en preguntarme por esas notas, el problema se habría resuelto con una simple conversación. Pero en lugar de eso viniste aquí y… —de pronto le falló la voz.


—¿Cariño? —fue a acercarse a ella, preocupado, pero Paula lo rechazó y se puso fuera de su alcance.


—Y me enamoré de ti, pensando engañada que eras mi asistente personal… —lo miró ceñuda, por encima del hombro—. Y ahora, ¿se puede saber a qué has venido?


—He venido a dejarte los resultados de mis pruebas médicas —le tendió un documento sellado—. Te agradará saber que las he pasado con éxito y que no necesitarás más fabricantes de niños que el que tienes delante de ti. Mister Perfecto. ¿Recuerdas?


—Estoy impresionada. Deja eso en la mesa y márchate.


Pedro arrugó el papel y lo arrojó con perfecta puntería a la papelera.


—No me iré a ninguna parte. No hasta que hayamos hablado de esto.


—No hay nada que hablar. Me mentiste y estoy furiosa.


—Qué gracioso. Habría jurado que te oí decir que me amabas.


—Eso también —la barbilla empezó a temblarle—. ¿Por qué lo hiciste, Pedro? ¿Por qué no me lo explicaste todo el primer día?


—Porque le prometí a Barbara no hacerlo.


—¿Me mentiste para cumplir esa promesa?


—Algo así —extendió una mano para enjugarle delicadamente una mejilla—. Se lo debía, Paula. O al menos, yo así lo pensaba.


—¿Por qué? ¿Por qué se lo debías?


Había llegado la hora de decirle la verdad. Toda la verdad.


—Era un acuerdo que teníamos.


—¿Qué tipo de acuerdo?


—Ella me hizo un favor. A cambio le prometí que la ayudaría siempre que se encontrara en un apuro.


—¿Cuál era ese favor?


—Rompió su compromiso con mi padre. A petición mía.


—¿Manuel Alfonso era tu padre?


—Lo es. Es mi padre.


—Y tú… ¿No querías que mi madre se casara con él?


—Me gusta Barbara. Ella se merecía a un hombre mejor que mi padre. Todavía se lo merece —Pedro se encogió de hombros—. Le ofrecí a tu madre lo que quisiera con tal de que dejara a Manuel. Se mostró de acuerdo.


—Recuerdo lo que me contaste acerca de tu padre. Tú no le debías ningún favor a mi madre. Era ella quien estaba en deuda contigo.


—Eso no importa, Paula. Rompió con él y eso es lo que importa.


—Debiste de sentirte encantado cuando ella te encargó ese trabajo, ¿verdad? —inquirió Paula, irónica.


—Si crees que me arrepiento de ello, piénsatelo otra vez —repuso Pedro, acercándosele—. Lo siento, cariño. Debí haber sido sincero contigo. Si esto te sirve de algo, te prometo que jamás se volverá a repetir en el futuro.


—¿Para qué has venido, Pedro?


—Lo sabes muy bien. Te amo. Y tú también me amas. La única cuestión es qué vamos a hacer con esto.


—Nada.


—Ni hablar. Entre nosotros, eso nunca ha constituido una opción.


—¿Por qué tuviste que mentirme, Pedro? Y no me refiero a lo de Barbara —el dolor estaba implícito en cada una de sus palabras—. ¿Por qué tuviste que proponerte como un padre para mi bebé cuando no tenías intención de seguir adelante con aquello?


—Porque no podía soportar la idea de que otro hombre te diera lo que solo podíamos crear entre tú y yo.


Paula se apartó los rizos de la frente, agitando nerviosa sus pulseras.


—¿Sigue en pie tu oferta? ¿Es real esta vez?


—Si es eso lo que quieres, sí.


—Pues no —sacudió la cabeza.


Su negativa fue un verdadero mazazo para Pedro. Tuvo que hacer uso de todo el control que poseía para preguntarle:
—¿Por qué?


—Porque entonces pensarás que tener un bebé es la principal razón que tengo para casarme contigo.


La tensión que Pedro sentía en el pecho se alivió ligeramente.


—¿Y es que no es esa?


—No. Si me hubieran dado a elegir entre tú y un bebé, te habría elegido a ti.


—¿Incluso si eso hubiera significado no tener un hijo?


—Sí.


Paula cubrió la distancia que los separaba. Decidida y descalza, permaneció frente a Pedro expresando con cada uno de sus movimientos, con su aliento y con su mirada, el amor que sentía por él. Estaba en sus esperanzados ojos verdes, en su trémula sonrisa y en el musical tintineo de sus pulseras.


—Te amo, Pedro Alfonso —le echó los brazos al cuello y esperó. Emitiendo un impaciente suspiro, añadió—: Y ahora, en caso de que desconozcas el procedimiento usual, este es el momento en el que tienes que decir: «yo también te amo, Paula Chaves».


—Todavía no. Tu madre me dijo que te había hecho la peor proposición de matrimonio que había oído en su vida.


—No es por alardear, pero sospecho que mi madre puede ser considerada como una experta en la materia.


—Déjame a ver si puedo mejorarla esta vez.


—Inténtalo.


Pedro enterró los dedos en su melena rizada y la besó en los labios, demostrándole de la única manera que sabía que estaban destinados a compartir un amor especial, único. 


Aquella mujer era tan preciosa, tan importante para él… Ya
había llevado durante demasiado tiempo aquella vida de lobo solitario. Estaba atado a aquella mujer, como si su imagen se hubiera impreso en su alma. Y pretendía seguir a su lado durante el resto de su vida.


—Siento haberte hecho daño, corazón. Un hombre no debe hacer daño a la mujer que ama. Y yo te amo, Paula. Siempre he sabido que algún día encontraría a la mujer con la que pasaría el resto de mi vida. Tú eres mi gozo, mi futuro, mi vida. Y un día, muy pronto, espero que también seas la madre de mis hijos. Eres todo lo que he querido y lo que siempre querré. Cásate conmigo, Paula.


—Nadie —repuso, con los ojos llenos de lágrimas—, ni siquiera Barbara, ha escuchado nunca una declaración de amor tan perfecta. Sí, me casaré contigo.


—¿No más lágrimas?


—No. Ya no.


—Bien. No me quedaré satisfecho hasta que tengamos esos seis hijos que siempre has querido tener.


—¿Es una promesa? —sonrió, maliciosa.


—Siempre cumplo mis promesas —Pedro vaciló por un instante—. También tengo una confesión que hacerte.


—¿Otra?


—Hice que Loner se desembarazara del resto de los fabricantes de niños que estaban esperando en el vestíbulo.


—¿Pedro?


—¿Sí, cariño?


—Esos no eran potenciales fabricantes de niños. ¿Recuerdas mi conversación con Reynaldo? El trabajo con Vilma ha tenido tanto éxito, que he decidido ampliar la dimensión de mi proyecto laboral. Estaba entrevistando a esos hombres para el nuevo puesto que pienso crear.


—Tengo una sugerencia. Olvídate de ellos y contrata a Reynaldo. Un negocio boyante requiere una persona meticulosa con los detalles. Además, creo que se sentirá mucho mejor recibiendo un salario por su trabajo que una caridad gratuita, ¿no?


—No creo que lo necesite.


—¿No lo crees? —arqueó una ceja.


—No si Barbara se sale con la suya —sonrió Paula—. Sospecho que el sexto y último matrimonio de mi madre está en camino —tomándolo de la mano, se dirigió hacia la puerta—. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.


—¿Trabajo? ¿Es que no quieres celebrar primero nuestro compromiso?


—Claro que sí. Pensé que podríamos celebrarlo practicando.


—¿Practicando?


—Si vamos a tener seis hijos, tendremos que practicar bastante, ¿no te parece?


Pedro la levantó en brazos y la llevó al vestíbulo.


—Cariño, olvídate de pensar. Te sugiero que pasemos directamente a la acción.


De repente oyeron aullar a Loner: era un largo aullido, extrañamente feliz. Y, luego, para su asombro, la llamada fue correspondida.


—Eso me recuerda algo… —dijo Paula, echándole los brazos al cuello—. Tenemos unos vecinos nuevos. Poseen una perra de aspecto muy extraño; cualquiera diría que es una loba.


—Vaya —suspiró Pedro—. Tal y como están las cosas, vamos a tener que cambiarle el nombre a Loner.


—Sospecho que tienes razón —apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Qué te parece señor y señora Woof?





Fin







QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 17



Pedro, esto no tiene ningún sentido —insistió Barbara, encendiendo nerviosa el sexto cigarrillo desde que él llegó—. ¿Por qué Reynaldo habría de secuestrar a Paula? Adora a esa niña.


Pero a Pedro no le importaban las razones de Reynaldo. 


Aquel hombre lo iba a pagar caro. Al menos ya comprendía lo que tanto le había extrañado de las notas anónimas. En ninguna de ellas había figurado información alguna. Nada de «deja diez de los grandes en el tercer banco del parque Golden Gate», o algo por el estilo. Ningún número de teléfono al que llamar. Reynaldo había esperado que Paula reconociera al que había enviado las notas, y actuara en consecuencia.


Solo que Paula no había llegado a recibir las notas.


Pedro se maldijo por haber sido tan estúpido. Si no hubiera estado tan distraído con lo que le pasaba a la parte central de su anatomía, habría podido fijarse mucho antes en aquel fundamental detalle. Siguió paseando nervioso por el salón de la casa de Barbara.


—¿Sigues sin localizarlo?


—Sí, y he llamado tanto a la limusina como a la casa por lo menos cien veces. Nadie responde.


—¿Adonde puede habérsela llevado? Piensa, Barbara.


—¡Ya lo he estado pensando! Solo hay una posibilidad. 
Reynaldo posee un pequeño refugio en las montañas cercanas a Santa Cruz. Es un lugar muy aislado. Un poco primitivo para mis gustos, pero…


—Vamos.


—No sabemos con seguridad si Reynaldo se la ha llevado allí —protestó Barbara—. ¿Y si llama mientras no estamos aquí?


—Entonces descubrirá que no hay nadie. O lo intentará otra vez o llamará directamente a la casa. Rosario tiene mi número de móvil, y podrá contactar con nosotros —la tomó del codo, sacándola del apartamento y llevándola luego a su todoterreno, donde los estaba esperando Loner—. Sentados aquí no le somos de ninguna utilidad a Paula —insistió cuando ella se detuvo de pronto, negándose a moverse—. ¿Es que no lo comprendes? Al menos si revisamos esa cabaña, algo estaremos haciendo.


Barbara terminó capitulando. Pedro se sentó al volante y se dirigió hacia el sur, acelerando conforme se alejaban de la ciudad. Aparte de algunas indicaciones proporcionadas por ella, hicieron el trayecto récord de noventa minutos sumidos en un tenso silencio. Por vez primera en su vida, Barbara parecía muy poco deseosa de entablar cualquier tipo de conversación insustancial, para inmenso alivio de Pedro


Justo cuando estaban llegando al tramo final, lo informó:
—La cabaña se encuentra en la parte más alejada de esa colina. Gira a la izquierda en la próxima curva.


—¿Nos verá llegar?


—Sí. Pero solo si conduces hasta el final del camino. La cabaña está en lo alto, y nosotros nos acercaremos por la parte trasera. Justo en la curva final, estaremos protegidos por los árboles. Si aparcas en la falda de la colina, podremos seguir a pie y se reducirán las posibilidades de que nos localice.


—Nada de «nosotros», Barbara. Tú te quedarás esperando en el todoterreno. Loner y yo nos encargaremos de esto.


—Ni hablar —protestó ella—. No voy a quedarme aquí sola. Te aseguro que si me dejas aquí, cometeré alguna estupidez.


—Si no he podido proteger a Paula, me aseguraré al menos de protegerte a ti —repuso con expresión sombría.


—Oh, Pedro —suspiró Barbara—. No te estarás culpando por lo de Paula, ¿verdad?


—Por supuesto que me culpo —le espetó disgustado—. Esas cosas pasan cuando bajas la guardia.


—O cuando permites que alguien te haga bajar la guardia. Algo hay entre vosotros dos, ¿verdad?


—Si no lo hubiera, ahora mismo Paula estaría sana y salva en su casa y yo no estaría maldiciéndome a mí mismo por ser un idiota incompetente —detuvo el todoterreno a un lado del camino y apagó el motor—. Será mejor que lo sepas ahora mismo. Estoy enamorado de tu hija.


—Bueno, claro que sí —repuso Barbara, riendo entre dientes—. Se suponía que tenías que enamorarte de ella.


Aquel comentario lo tomó por sorpresa.


—Yo pensaba… tú misma dijiste que no estábamos hechos el uno para el otro.


—Cariño, no hay un solo hombre vivo que, en cuestión de mujeres, se resigne a hacer lo que le dicen. Si yo te hubiera animado a que te liaras con Paula, habrías salido huyendo. Pero dile a un hombre que una joven hermosa es fruta prohibida, y no podrá evitar ponerle las manos encima. En este asunto, no soy muy distinta de la más tenaz de las casamenteras. ¿Por qué crees que te escogí a ti en primer lugar?


—Me dijiste que porque te lo debía.


—No había ninguna deuda. Los dos lo sabemos, ¿verdad?


Pedro estaba maravillado de asombro.


—Ahora sí.


—No seas tonto, cariño. Me lo dejaste bien claro hace años. Yo ya había decidido no casarme con Manuel. Pero dado que tú te mostrabas tan noblemente protector conmigo, te dejé creer que me estabas salvando del desastre —abrió la puerta del todoterreno y sacudió la cabeza, disgustada—. Hombres. Realmente siempre pensáis que las rubias somos tontas.


Las rubias no eran tontas; Pedro pensó que quizá debería apuntar aquella frase. Salió también del todoterreno y sacó de debajo del asiento su pistola, sin que lo advirtiera Barbara. 


La sacó de la funda y se la metió en un bolsillo trasero del pantalón.


—Tu hija… —pronunció mientras volvía a esconder la funda—… es…


—Mi hija es como yo, cariño —lo interrumpió Barbara, sonriendo—. Te sugiero que te des por vencido aquí y ahora, porque no tienes la menor posibilidad de superarla en ingenio y habilidad.


—Eso mismo es lo que yo pensaba.


—No será tan malo —le tocó un brazo—. De verdad.


—Te tomo la palabra —Pedro barrió la colina con la mirada, buscando la mejor ruta de acercamiento—. Supongo que no podré convencerte de que te quedes aquí.


—No he cambiado de idea en los dos minutos que han transcurrido desde que empezamos a discutir esa posibilidad.


Pedro no se sentía nada sorprendido. Aun así, se había sentido obligado a preguntárselo.


—Te sugiero lo siguiente: seguiremos este sendero de aquí —se lo señaló—, y subiremos hasta la casa. Espero que Reynaldo sea tan descuidado como tu hija en cuestión de seguridad y no haya cerrado con llave la puerta trasera.


—¿Y luego?


—La abriré y le haré una seña a Loner —sabía que no le gustaría lo que seguiría a continuación—. Loner derribará a Reynaldo.


—¡No!


—O tu hija o tu cuñado, Barbara. Elige.


—Tiene que haber otro medio… —las lágrimas asomaron a sus ojos—. Ya he perdido suficiente gente en mi vida. No podría soportar perder también a Reynaldo.


—Loner no lo matará —le explicó con tono suave Pedro.


—Escucha una cosa: te digo que Reynaldo no le hará ningún daño a Paula. Si se la ha llevado, debe de haber tenido una buena razón para hacerlo. Te lo advierto, Alfonso. Si tu lobo sarnoso le hace algún daño a Reynaldo, te juro que no volveré a hablarte en mi vida. ¿Entendido?


—¿Y qué pasa con tu hija? —casi rugió Pedro.


—Encuentra una forma de que entremos en esa cabaña sin hacer daño a nadie, o iré ahora mismo allí, llamaré a la puerta y yo sólita averiguaré lo que está pasando. ¿Me he explicado bien?


Pedro no se molestó en discutir. No tenía sentido.


—Ni siquiera sabemos si están allí dentro. Sugiero que nos lo tomemos con calma.


—Te doy cinco minutos. Luego actuaré yo a mi manera.


—Muy bien.


Agarrándola del brazo, se internó con ella en el sendero. La vegetación ocultaba su avance desde la cabaña. Llegados al borde de la fila de árboles, Pedro vaciló. La sospecha de Barbara se había revelado acertada, después de todo. La limusina estaba aparcada a un lado de la casa, aunque no podía distinguir ningún movimiento procedente de la cabaña.


—Tú permanecerás escondida en el lado izquierdo de la puerta trasera —le dijo Pedro; ella no replicó nada, pero su expresión fue de lo más elocuente—. He cambiado el plan —cedió, suspirando—. Loner no atacará a Reynaldo a no ser que Paula se encuentre en peligro inminente. Te lo prometo.


—Espero que cumplas esa promesa —repuso ella sin aliento—. Por favor.


—Espera hasta que te haga una señal, y luego sígueme, ¿vale?


Corriendo agachado, Pedro llegó a la parte trasera de la cabaña sin llamar la atención. Pegado a la pared, le indicó a Barbara que lo siguiera. Una vez ocupadas sus posiciones, Loner se acercó sigilosamente a Pedro y permaneció agazapada, a la espera. No era el primer ejercicio de ataque que realizaban juntos. Pedro se incorporó y giró lentamente el pomo de la puerta, apenas lo suficiente para abrirla.


Fue entonces cuando, a una seña de su amo, Loner empujó la puerta irrumpiendo en la cabaña con un aullido que habría dejado paralizado de miedo a los más valientes. Barbara estalló en llanto, pero Pedro no tuvo tiempo de atenderla. Aspirando profundamente, se apresuró a entrar al tiempo que sacaba su revólver…


Paula y Reynaldo estaban sentados ante una mesa, jugando a las cartas. En lugar de atacar y morder, Loner se había dejado caer entre ellos, gimiendo de puro deleite cuando Paula le rascó una oreja y Reynaldo la otra. Pedro se aclaró la garganta, confundido.


—Reynaldo —lo saludó con un asentimiento de cabeza—. Me alegro de verte.


—Y yo de verte a ti, chico —arqueó una ceja, mirando su pistola—. Si querías jugar con nosotros, solo tenías que pedírnoslo.


Paula arrojó sus cartas sobre la mesa.


—No, tío Reynaldo—lo interrumpió, y se dirigió a Pedro—. Como decía Mae West, ¿es eso un arma o es que estás contento de verme?


Reynaldo se encogió de hombros.


—Creo que esa expresión es lo suficientemente explícita.


—Déjame adivinar —Paula fijó en Pedro una mirada furiosa—. Eso era lo que tenías guardado en ese estuche tan raro de la máquina de afeitar, y que tanta prisa te diste en guardar en el cajón de la cómoda, ¿verdad?


—Algo así —volvió a guardarse el arma en el pantalón—. Tengo la sensación de que debería dejar de afeitarme a partir de ahora.


—Sabia decisión —Paula lo miró entrecerrando los ojos


—¡Reynaldo! —en aquel preciso momento Barbara irrumpió en la casa por la puerta trasera—. Reynaldo, ¿te encuentras bien?


—Él no era el secuestrado, mamá, sino yo —comentó Paula.


—¿Querría alguien explicarme qué diablos pasa aquí? —inquirió Pedro, apoyando los puños en las caderas—. Barbara me enseñó unas cartas de chantaje enviadas a Paula. Vilma dice que Bill la secuestró. Necesito una explicación, y rápido.


—Reynaldo —pronunció Paula con tono suave—. Ha llegado la hora de la verdad.


—Sabes perfectamente que no puedo hacerlo —repuso, con la mirada fija en las cartas.


—¿Por qué no lo hago yo por ti?


—No, gracias, querida —se levantó muy lentamente, ajustándose el nudo de la corbata—. Si me disculpáis, tengo que regresar a la ciudad.


Barbara se apresuró a colocarse a su lado, agarrándolo de un brazo.


—No. No irás a ninguna parte hasta que esto se aclare.


Reynaldo se soltó cuidadosamente y retrocedió un paso.


—¿Es que no lo comprendes, cariño? Eres tú la única persona a quien no puedo decírselo —de inmediato giró sobre sus talones y salió de la cabaña.


—¿Qué es lo que he hecho yo? —susurró Barbara mientras la puerta se cerraba detrás de Reynaldo.


Paula se acercó a su madre.


—No has hecho nada. Lo que pasa es que no quiere contarte a ti la verdad.


—¿Qué verdad?


—Está arruinado, mamá.


—¿Arruinado? No. Eso no es posible. El negocio de publicidad…


—Lo vendió cuando murió papá.


—Pero… ¿por qué?


—A juzgar por lo que me ha dicho, que no es mucho… supongo que papá era el hombre creativo, mientras que el tío Reynaldo era muy meticuloso con los detalles. Después de haberlo visto trabajar con Vilmat y las otras mujeres, yo diría que era muy bueno en su trabajo. Desgraciadamente, sin las ideas, con los detalles no se iba a ninguna parte.


—Pero ese negocio valía una fortuna —Barbara la miraba asombrada—. Cuando lo vendió, debió haber obtenido dinero suficiente para vivir holgadamente.


—No si lo despilfarró —repuso Paula, tomándole una mano.


—Lo despilfarró —abrió mucho los ojos, incrédula—. Oh, no. Oh, por favor, no.


—Papá compró el apartamento y la casa poco antes de morir. Pacific Heights. Nob Hill. Unas propiedades de primera categoría que figuraban como garantía de su parte en las acciones de la empresa. El tío Reynaldo no podía soportar la simple perspectiva de que nos viéramos obligadas a renunciar a nuestra casa. Y se aseguró de que eso no llegara a suceder jamás.


—¿No tocó ese dinero? —inquirió Barbara con voz quebrada—. ¿Ni un céntimo?


—Creyó que podría empezar de nuevo, desde cero, y volver a ganar otra fortuna.


—Y cuando no pudo… ¿te secuestró para recuperar parte del dinero? —Barbara sacudió la cabeza—. No, no me lo creo. Lo único que tenía que hacer era pedírmelo. Le habría dado todo lo que hubiera necesitado.


—Sospecho que lo habría rechazado —la interrumpió Pedro—. Es un hombre muy orgulloso.


—¿Pero es correcto acaso secuestrar a mi hija? —inquirió, indignada.


—Eso no es lo que sucedió —Paula le pasó a su madre un brazo por los hombros—. Hace años, por casualidad, yo descubrí lo de sus problemas económicos. Hubo una confusión en el banco. Uno de nuestros contratos de negocios se había echado a perder y ellos me llamaron, creyendo que yo era su hija. Después de aquello, mantuve una larga conversación con Bill y descubrí que cada vez que Reynaldo lograba recuperarse un tanto, aparecía un viejo conocido o un amigo reciente, o incluso un completo desconocido, para pedirle algún préstamo.


Las lágrimas asomaron a los ojos de Barbara.


—Siempre tuvo debilidad por las historias lacrimógenas.


—Tú has estado ayudándolo, ¿verdad? —le preguntó Pedro a Paula.


—No aceptaba ningún dinero en principio —explicó—. Así que, a espaldas de Reynaldo, le pedí a Bill que me pasara regularmente notas cuando su situación financiera entrara en crisis. Bill posee un peculiar sentido del humor, y me dejaba esas cartas de chantaje sobre la mesa del vestíbulo, donde yo siempre las encontraba. Siempre que llegaba una, yo ingresaba directamente algunos fondos en la cuenta de Reynaldo. Pero esta vez algo falló. No recibía las notas. Antes le había dicho a Bill que si la comunicación se interrumpía, o si ocurría alguna incidencia, tenía estrictas órdenes de secuestrarme incluso en la calle, si era necesario, pero para estar seguros de que fuera al banco a resolver el problema.


—Ya lo entiendo. Por eso Bill te dijo que estaba cumpliendo órdenes.


—Vilma oyó eso, ¿verdad? —Paula se encogió de hombros—. Después de hacer la transferencia en el banco, me vine aquí para pasar algún tiempo con Reynaldo. Llevaba mucho tiempo intentando hablar conmigo a solas. Tiene unas ideas fantásticas para expandir mi proyecto laboral. La intervención de Bill nos facilitó la oportunidad perfecta para hablar de ellas —Paula desvió la mirada de Pedro a Barbara—. ¿Pero qué sucedió con las notas que Bill me dejó?


—Yo encontré una justo después de mudarme al apartamento —respondió Barbara—. Estaba entre mi correspondencia.


—Tan pronto como la leyó, me llamó a mí —añadió Pedro—. Tengo alguna experiencia en ayudar a gente. Supongo que puede afirmarse que me he convertido en un experto en ello.


Paula entrecerró los ojos, y volvió a dirigirse a su madre:
—¿Entonces fue así como me lo mandaste a casa en calidad de regalo de cumpleaños?


Pedro maldijo en silencio. El otro zapato no tardaría en caer. 


Paula estaba furiosa e indignada.


—En realidad tú no eres un asistente personal, ¿verdad?


—No.


—¿Entonces qué eres? ¿Quién eres?


—Supongo que podrías llamarme un mediador, una persona especializada en resolver problemas. Trabajo de manera independiente asistiendo a gente que se ha metido en dificultades y necesita ayuda para superarlas —miró a Barbara—. Manuel, mi padre, fue en gran medida responsable de mi rumbo profesional cuando me sorprendí a mí mismo ayudándolo y resolviéndole problemas en incontables ocasiones.


—¿Qué es lo que mi madre te pidió que hicieras? —le preguntó Paula—. ¿Protegerme?


—Sí. Como guardaespaldas secreto.


Solo había una pregunta más que hacer, y Paula no perdió el tiempo en formularla.


—Nunca tuviste intención alguna de dejarme embarazada, ¿verdad? Eso solo era una excusa para distraerme hasta que pudieras encontrar al chantajista.



—¿Embarazada? —repitió Barbara—. ¿Embarazada?


—No, nunca tuve intención de dejarte embarazada —de repente, la furia de Pedro pareció igualar la de Paula—. Y sí, lo utilicé como excusa para distraerte hasta que pudiera encontrar al autor de aquellas notas —avanzó hacia ella, sin dejar de mirarla a los ojos—. Pero como tú sabes perfectamente, ya que me ocupé de dejártelo muy claro… habría sido capaz de decir o de hacer cualquier cosa, de trasponer cualquier frontera ética imaginable, con tal de hacer fracasar un plan tan descabellado como el tuyo.


—¿Incluso acostarte conmigo?


—Diablos, cariño. Hasta me hubiera casado contigo.


—¡Así que es eso! —Paula giró sobre sus talones, y se dirigió hacia la puerta—. Me voy a casa con el tío Reynaldo…


Pedro hizo una mueca de dolor cuando la puerta se cerró con fuerza a su espalda. Y siguió un penoso silencio mientras le lanzaba a Barbara una mirada irónica.


—Ha ido bien, ¿no te parece?


Loner se dejó caer en el suelo, con un lastimero gemido.


Barbara suspiró profundamente.


—¿Sabes una cosa, cariño? A lo largo de mi vida se me han declarado muchísimos hombres. Pero puedo afirmar categóricamente, con absoluta y completa autoridad, que la proposición de matrimonio que acabas de hacerle a mi hija ha sido la peor que he tenido la desgracia de escuchar.


—Gracias.


—De nada.