jueves, 15 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 38





Paula era pequeña por naturaleza y los vestidos sueltos y los jerséis grandes la ayudaban a disimular. Pero, a mediados de noviembre ya no podía ocultar esa curva que, aunque despacio, seguía aumentando.


—Ni siquiera lo mencionaste —gritó Doris y, examinándola con ojos críticos, añadió—. Y debes estar de tres, quizás cuatro meses.


—Más o menos —dijo Paula, preguntándose por qué contestaba con evasivas. En el peor de los casos, si se pusieran a echar la cuenta, pensarían que se había quedado embarazada en la noche de bodas.


—¿Por qué tanto secreto? —Exclamó Lisa—. Si fuera yo, lo habría gritado desde el tejado… oíd, oíd todos. ¿Por qué no nos lo dijiste?


—Supongo que me daba un poco de vergüenza haberme quedado embarazada tan pronto —admitió Paula. Al menos eso era verdad.


—Bueno, ya lo sabemos. Tenemos que ir a comprar ropa de premamá —dijo Lisa—. Te ayudaré. A lo mejor yo también me compro algo. Igual es contagioso.


—¡No es así como se consigue! —rió Doris.


—Cállate, listilla. Sé cómo se hace. ¡Sergio dice que eso es lo mejor del asunto! Lo que pasa es que tú eres como una coneja.


—Oye, tres niños no me convierten en una coneja. Además, voy con vosotras. Soy experta en ropa de premamá.


Doris, la experta, analizó lo mejor de cada vestido, y Lisa sí se compró uno para ella. «Para que me dé suerte», les dijo.


Lo pasaron tan bien de compras que Paula se preguntó por qué había tardado tanto en compartir su secreto. Estaban interesadas en su embarazo, y encantadas con él. Fueron a tomar una cena ligera, después de las compras, y sólo hablaron de embarazos y de cómo ocuparse del bebé cuando naciera.


Llegó a casa y estaba sacando los paquetes del Jeep cuando Pedro aparcó su Porsche al lado suyo. Salió del coche rápidamente para ayudarla a descargar.


—Parece que has estado de compras.


—Era absolutamente necesario. Ya no me valía mi ropa.


—Ya —sonrió Pedro. Intentó cargar con todos los paquetes y se le cayó uno—. Por lo que veo, no te va a faltar qué ponerte.


—Lisa y Doris. En realidad no necesitaba todo esto, pero me han convencido. Espera, lo llevaré yo —dijo, agachándose con cierta dificultad para recoger la caja que se la había caído—. Dijeron que me aburriría ponerme lo mismo una y otra vez. Me han hecho comprar ropa para cualquier ocasión, desde ropa de trabajo hasta vestidos de cóctel.


—Parece un buen plan. ¿Me vas a hacer un pase? —preguntó, volviéndose hacia ella.


—Oh —exclamó, parándose para no chocar con él, y se le cayó otra caja—. ¿Te gustaría verlos? —preguntó. Lo cierto es que le apetecía enseñarle lo que había comprado.


—Desde luego. ¿Por qué no? Deja eso. Yo lo recogeré. Ve al cuarto de estar. Encenderé el fuego y me harás un pase de modelos.


—No. Súbelos a mi habitación. No hace falta que acarreemos paquetes de un lado a otro.


—De acuerdo —accedió él—. Encenderé el fuego en tu dormitorio.


Quizás debería haberse decidido por el cuarto de estar, pensó mientras subía las escaleras. El dormitorio era más íntimo. En realidad no, se convenció, mientras le pedía que dejara los paquetes en el vestidor. En la sala de estar no habría tenido un sitio donde cambiarse.


Entró en el vestidor y colgó los pantalones y vestidos. Doris y Lisa habían sido muy concienzudas, pensó. Incluso habían seleccionado zapatos de tacón bajo que fueran cómodos para ella, pero que conjuntaran bien con la ropa. Cosas preciosas. Ella no se había imaginado que la ropa premamá pudiera ser tan bonita. Estaba deseosa de enseñársela a Pedro.


Tocó el vestido de seda color lavanda, su favorito. ¿Se lo ponía el primero? No; era mejor guardarlo para el final, y comenzar por la ropa de trabajo.


—Especialmente diseñados para la futura mamá que trabaja—anuncio alegremente saliendo del vestidor—, estos pantalones verde esmeralda de lana —calló, incapaz de decir una palabra más. 


La luz de las lámparas y del fuego no era más que un suave resplandor, como un baluarte que los aislaba de la oscuridad del invierno, y hacía que la habitación pareciera cálida, agradable y acogedora. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca encender el fuego? Quizás porque no pasaba suficiente tiempo allí o estaba demasiado cansada. Tal vez porque Pedro no estaba con ella; en cambio, ahora lo veía echado en el sillón saboreando un martini, sonriendo. Mirándola con esos ojos. El corazón le dio un vuelco.


—Venga, venga. ¡Sigue con el discurso! Diseñados para la futura mamá que trabaja… —apuntó.


Paula hizo un esfuerzo para controlar sus pensamientos y concentrarse en sus palabras.


—Pantalones verde esmeralda de lana —repitió, girando como una modelo profesional—, y un suéter de cachemira a juego, con un inteligente diseño que consigue disimular la abultada tripita.


—Un diseño muy inteligente. Aprobado, señora —dijo Pedro, dejando la copa sobre la mesa para aplaudir.


Siempre conseguía que todo fuera fácil y cómodo, pensó ella, volviendo al vestidor.


Después de eso todo fue muy sencillo. Tan divertido como había sido ir de compras. Más divertido aún. Desfiló, exhibiendo cada conjunto como una modelo profesional. Él los admiró, la piropeó y todos le gustaron.


Cuando por fin iba a ponerse el vestido de cóctel color lavanda, la entristeció pensar que llegaba al final. Le había gustado lucir su ropa para él. 


Le gustaba que la mirara. Se puso el suave vestido y se miró en el espejo. Casi no se le notaba el bulto de la tripa. Pero le había gustado la caída sinuosa del vestido y las aberturas que tenía a los lados, que le permitían lucir las piernas que, gracias a Dios, no habían perdido su forma. Incluso una mujer embarazada podía estar sexy de vez en cuando.


Cuando apareció ante él, Pedro no sonrió ni aplaudió. Dejó la copa, se levantó y, simplemente, la miró. Una mirada tan intensa como lo eran sus caricias. Una mirada que hizo que la cabeza empezara a darle vueltas y el cuerpo le empezara a arder.


Ella no podía moverse. Los ojos azul mar la tenían cautiva, mientras examinaban cada centímetro de su piel, penetrándola, haciéndola sentirse viva. Sin darse cuenta, se cubrió el estómago con la mano.


—Déjame a mí —dijo Pedro, acercándose y deslizando su mano bajo la de ella—. Los futuros padres también tenemos derecho —dijo, atrayéndola hacia sí y comenzando a masajear suavemente ese pequeño bulto que ya era parte de ella.


Le hubiera costado tanto detenerlo como dejar de respirar. Tampoco pudo impedir el calor que la recorrió de arriba a abajo. Sintió el deseo latiendo en todo su cuerpo, un deseo que tenía que satisfacer.


La ternura fue aún más fuerte que la pasión. Él la tocaba con gentileza, con cariño.


Estaban casados, ¿no?


Iba a ser la madre de su hijo.


Y le hubiera costado tanto anular el deseo erótico que inundó su cuerpo como conseguir que el planeta dejara de girar. Se abrazó a él mientras la llevaba a la cama.



LA TRAMPA: CAPITULO 37




Fue sólo un pequeño golpe en la boca del estómago, tan ligero que apenas se notaba. 


Pero Paula lo notó. La estremeció de arriba a abajo.


Algo dentro de ella estaba vivo y pateando.


¡Increíble!


Se puso las manos sobre el estómago, agarrando y protegiendo, instintivamente, a esa cosita que estaba tan viva. ¡Otra! Volvió a suceder. Un bebé, viviendo y creciendo.


¿Un niño? ¿Con ojos azul mar, que se entrecerrarían al sol?


—¿No podrías, Paula?


—¿Qué? —Paula miró a Doris, desconcertada. 


Se había olvidado de dónde estaba. Sentada en el salón del club con Lisa y Doris, mientras esperaban a que los hombres acabaran su partida de frontón para ir a comer.


—¿No podrías, Paula? —repitió Doris, como si intentara despertarla—. No me refiero a que lo hagas tú personalmente. Pedro utilizó su influencia como miembro de la junta de directiva de M&S y, de hecho, donaron dos televisores.


—Y te hubiera conseguido mucho más si hubieras pedido dinero —gruñó Lisa—. Mary tiene razón —dijo, refiriéndose a la mujer que la había criado—. Dice que toda esa gente rica pierde tiempo y energía organizando subastas y bailes de caridad. Si en vez de eso hicieran una donación…


—Oh, cállate Lisa. La fundación lleva celebrando esta subasta todos los otoños desde hace quince años. Resulta que estoy en el comité de captación de fondos, y estoy obligada a conseguir suficientes objetos para que la subasta cumpla su objetivo. Aparte del trabajo, es divertido y, exactamente igual que tú, lo pasamos muy bien.


—¡Tocada! —Aceptó Lisa—. Me has convencido. Sigue.


—Paula, me refiero a Construcciones Chaves. Será buena publicidad y además, por supuesto, sirve para deducir impuestos. ¿Entiendes?


—Sí. Bueno, de acuerdo, pensaré algo —dijo Paula, volviendo a la conversación. ¿Qué podía contribuir una empresa constructora? ¿Una caja de herramientas muy completa? Sonrió irónicamente. ¡Como si a los ricachones que irían a la subasta les sirviera para algo una caja de herramientas! A lo mejor la Mary de Lisa tenía razón.


—Bueno, señoras, ¿listas para comer? —Pedro tenía la voz ronca, siempre le pasaba justo después de ducharse. Tenía el pelo húmedo y pegado.


Paula dio un respingo y la subasta se le fue por completo de la cabeza. Apenas era consciente de las bromas que se sucedían mientras el grupo se dirigía al comedor. Estaba imaginándose una niña diminuta, con el pelo de color paja, quemado por el sol.


—Tráenos una botella del mejor champán —dijo Pedro al camarero—. Hay que celebrarlo, señoras.


—¿El qué? —preguntó Doris.


—Nada importante —dijo Sergio—. Sólo su buena suerte habitual.


—¿Tú también has perdido? —le preguntó alguien a Alvaro.


—¿Yo? No, sólo he entrenado. No soy tan tonto como para enfrentarme con un profesional —replicó, y comenzaron las bromas habituales. 


Claro que Pedro ganaba siempre. Jugaba como un profesional porque se pasaba todo el día jugando.


Eso irritaba a Paula. Pedro era bueno en los deportes, simplemente ¡porque era bueno! 


Recordaba su cuidado y maestría cuando pilotaba el Pájaro Azul. Veía sus fuertes manos agarrando los remos aquella tarde, dominando el bote en medio del viento y de las fuertes olas.


Manos que esa noche la habían acariciado tiernamente. Volvió a notar la patada, y una mano voló hacia su estómago, sujetando, acariciando. Se sonrojó y apartó la mano apresuradamente. Miró a Pedro, al otro lado de la mesa, y lo vio probar el champán, sonreír y darle su aprobación al camarero. Sergio y Alvaro seguían con las bromas sobre el playboy rico y privilegiado. Sabía que le estaban tomando el pelo, pero esa mañana la irritó. ¿Por qué Pedro no se defendía, en vez de quedarse allí sentado, sonriendo?


A mitad de la comida el camarero le trajo una nota a Pedro.


La leyó y se excusó, diciéndoles que tenía que ir a llamar por teléfono.


—Volveré enseguida.


—Seguro que es por ese tema de la fusión —dijo Alvaro a Sergio, cuando Pedro se marchó.


—Seguro. Estoy de acuerdo, y apuesto lo que quieras a que lo parará —asintió Sergio.


—Sí. Eso creo.


—Sin problemas —dijo Sergio—. Igual que hizo el Master de administración de empresas en Harvard.


—Es curioso que siempre haya rechazado el trabajo empresarial —reflexionó Alvaro.


—Pero es excelente en inversiones de alto riesgo y como miembro de juntas directivas.


Para entonces, a Paula le alegró que Lisa se decidiera a preguntar.


—¿Qué pasa? ¿Nos podéis decir de una vez de qué habláis?


—Ya no es ningún secreto. Pedro acaba de desmantelar una fusión muy bien organizada. M&S iba a absorber a Comunicaciones Atkins, y los beneficios de los inversionistas iban a subir como la espuma —explicó Sergio.


—Eso es bueno, ¿no? —inquirió Doris.


—A tu hombre no se lo ha parecido —dijo Alvaro señalando a Paula con un dedo—. La plantilla se reduciría en dos mil personas. Todas quedarían en la calle.


—Eso sería terrible —dijo Paula—. Demasiadas empresas están haciendo justamente eso.


—Eso es lo que pensó Pedro—dijo Alvaro—. Se enfrentó al grupo que estaba a favor de la fusión y que había organizado el golpe. Arguyó que el precio de mercado tanto de Alfonso y Sellers como de Atkins bajaría, no al contrario. Dijo que ya no era rentable para los inversionistas apoyar tratos que implicaban reducir la plantilla. Nos comentaron que, al final de su discurso, preguntó «¿Qué pasará cuando esas dos mil familias, sus vecinos y sus amigos dejen de comprar nuestros productos y de utilizar nuestros servicios?». Nadie tuvo una buena respuesta que ofrecer, y las dos juntas directivas empezaron a poner objeciones. Han vuelto a empezar los planes desde cero. Le han pedido a Pedro que sea el moderador del grupo de trabajo.


—No es tarea fácil —dijo Sergio—. No le va a quedar mucho tiempo para jugar.


«Pero estará allí, luchando por los trabajadores», pensó Paula, con orgullo. Volvió a ponerse la mano sobre el estómago. Allí dentro había un ser vivo. Quería que ¿él o ella? se convirtiera con el tiempo en alguien tan inteligente y considerado como su padre.


Pedro volvió, con cara preocupada.


—Lo siento, amigos. Paula, tenemos que marcharnos. Tengo que ir a Nueva York. Ahora mismo.



LA TRAMPA: CAPITULO 36





Después de eso, desaparecieron las tensiones y su vida, por separado y juntos, continuó de forma muy agradable. Más corto y con menos trabajo, el día de Paula era mucho más fácil. Volvía a casa y se encontraba con una deliciosa cena y un ambiente muy agradable. 


Sorprendentemente, Pedro normalmente cenaba con ella. A veces salía de la ciudad, pero ni mucho menos tanto como ella había esperado.


El invierno fue duro y comenzó muy pronto, así que después de cenar solían sentarse ante el fuego en la sala de estar.


—¿Quieres probarlo? —preguntó él, señalando un rincón cercano a la chimenea, donde había una mesa de ajedrez, siempre preparada, con piezas de plata que, según le contó, había heredado de su abuelo.


—¿Yo? —exclamó—. No sé nada de ese juego. Siempre me ha parecido demasiado complicado para mí.


—¡Cobarde! Vamos, te enseñaré.


Era un juego difícil, pero absolutamente fascinante, y disfrutó por completo de las horas que pasaron ante la mesa.


¿Con quién había pasado el tiempo él antes? Se preguntaba. ¿Quién jugaba al ajedrez con él? ¿Quién lo acompañaba cuando el grupo se reunía?


Solían reunirse a menudo, en casa de una de las parejas, o a veces en el club. La habían aceptado. Lisa, la mujer de Sergio, y Doris, la mujer de Alvaro Stanford, solían llamarla para que las acompañara cuando salían a comer, de compras, o a lo que fuera. Le caían bien, y evidentemente ella les gustaba, porque pronto empezaron a hacerle confidencias. Doris era abogada, y había dejado de ejercer para criar a sus dos hijos. Había pensado volver a trabajar cuando los niños fueran un poco mayores.


—Entonces —explicó Doris— ¡uy!, llegó la pequeñina, Ann Mane.


—Es más bonita y más agradable que un apestoso despacho de abogados —declaró Lisa—. Si no la quieres, me la quedo yo.


—De eso nada. ¡Deja a mi bebé en paz! —Se rió Doris—. Consíguete el tuyo.


—Lo estoy intentando. Lo estoy intentando —repuso Lisa, y les confesó que se moría de ganas de tener un niño. Pero después de año y medio de matrimonio, aún no estaba embarazada.


Irónico, pensó Paula, mientras seguía la conversación. Recordó un viejo dicho: «Quien tiene, consigue». Eso le había pasado a Doris. En cambio, a Lisa: «Quien quiere, no puede».


Mientras que ella, bueno, desde luego que no quena un niño y no iba a por él. Pero sólo hizo falta una noche. Si lo supieran. Esa noche había cambiado su vida por completo.


Sin embargo, por muy íntima que se volviera la conversación, había un tema que nunca tocaban. La habían aceptado en el grupo como si siempre hubiera pertenecido a él, y por mucho que bromearan, nunca jamás mencionaban a otra mujer relacionada con Pedro, ni siquiera a la misteriosa Meli. Y esa abstención hacía que Paula sintiera cada vez más curiosidad.


—Hacéis muchas cosas juntos. En parejas, quiero decir. No hago más que preguntarme quién era la pareja de Pedro antes de mí.


—¿Antes que tú? —Preguntó Lisa con extrañeza—. Me da la impresión de que primero una, después otra. Ninguna duraba mucho. Claro, tienes que considerar que yo sólo pertenezco al grupo desde hace un año. Pero Sergio dice que Pedro siempre fue así. Siempre ha sido reacio a unirse demasiado a alguien. Claro, que había muchas deseando unirse a él.


—Sí, eso lo entiendo. Soltero, guapo, buen partido.


—¿Rico? —completó Lisa, riéndose.


—Bueno, sí. Todo eso. Y pienso que tiene que haber habido alguien antes de mí.


—Lo hubo. Yo.


—¡Tú! —Paula la miró asombrada. Nunca había visto a una pareja que pareciera más enamorada que Sergio y Lisa. Y los dos eran como familia para Pedro.


—¿No es una locura? —Sonrió Lisa—. Me lo había pedido e iba a casarme con él porque era muy rico. Pero no pude, porque no lo quería. En realidad, él tampoco me quena a mí. Ahora nos reímos mucho cuando lo recordamos —Lisa inclinó la cabeza hacia delante, para hacerle una confidencia—. Fue Pedro quien me dijo que yo estaba enamorada de Sergio. Yo no lo sabía, y Sergio tampoco. Pero Pedro sí. Es muy perspicaz. Y es muy dulce. Me alegro de que se haya casado contigo. Se merece a alguien que lo quiera de verdad. Como tú lo quieres. Se te nota en los ojos cada vez que lo miras.


Paula se quedó sin respiración. ¿Se notaba? 


Había creído que si no lo tocaba…


Tenía que tener más cuidado.