jueves, 16 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO FINAL




El día antes de Nochebuena Paula le dio a Pedro esa oportunidad al decir «sí, quiero» en una ceremonia discreta en el juzgado con los familiares que habían podido asistir.


—Yo os declaro marido y mujer —anunció el juez.


Paula alzó la cabeza, y Pedro la besó, transmitiéndole en ese beso su compromiso.


Finalmente no se había comprado un vestido de novia, pero ante la insistencia de Miranda sí se había comprado un traje nuevo para la ocasión, un traje que seguramente no podría ponerse en varios meses porque la cintura ya le quedaba un poco estrecha.


Se miró en los ojos de Pedro, y vio reflejado en ellos el mismo amor que sentía por él. Todavía le costaba creer que tanta felicidad fuera posible.


—Te quiero —le dijo.


—Y yo a ti —respondió él.


Paula se sentía tan dichosa que tenía la impresión de que el corazón le fuera a estallar.


Kimberly se acercó a su padre secándose los ojos, y le dio un abrazo.


—Felicidades, papá; me alegro mucho por vosotros.


Andrea y Raul entretanto se acercaron a Paula.


—Que seáis muy felices —le deseó Andrea.


—Bienvenida a la familia —le dijo Raul—. Nunca te podremos agradecer lo bastante lo que has hecho por nuestro padre y por nosotros. El refrán tiene razón —añadió con una sonrisa—: el amor hace milagros.


Y para Paula aquello era un milagro; cómo había cambiado todo para ella en un año, cómo no volvería a estar sola nunca más, cómo una vida completamente nueva se abría ante ella. «Sí», se dijo, «el amor hace milagros».


Fin



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 31




Pedro llamó a su chofer para decirle que podía regresar a Crofthaven, y se fue a casa de Paula. 


Tuvo que llamar al timbre cuatro veces, y cuando finalmente le abrió y vio que tenía los ojos rojos de haber llorado se sintió como un canalla.


—Oh, cariño... cuánto lo siento... —murmuró pasando dentro y estrechándola entre sus brazos.


—No podía hacerlo, Pedro, no me parecía que estuviera bien... No creo que estemos preparados para el matrimonio.


—Bueno, por lo que a mí me toca no estoy de acuerdo —replicó él—, pero si tú necesitas tiempo, te daré todo el que te haga falta.


Paula alzó la vista hacia él y escrutó su rostro con curiosidad.


—Lo he hecho todo mal —continuó Pedro—. Prácticamente te «ordené» que te casaras conmigo, sin darte la posibilidad de decidir. Miranda no puede creerse que ni siquiera te dejara comprar un vestido de novia —añadió con una leve sonrisa—. Debería habértelo pedido. Debería haberte dicho que te quiero y que necesito que formes parte de mi vida... hasta el fin de mis días, aunque supongo que ya es demasiado tarde, ¿no es así?


Paula asintió con tristeza.


—Parece mentira cómo lo he fastidiado todo —murmuró Pedro con la cabeza gacha. Paula inspiró profundamente.


—Supongo que tu intención era buena —dijo—, que estabas mirando por el bebé.


—Y tú también —murmuró él—. Pau, todavía quiero casarme contigo —le dijo mirándola a los ojos—. Te habría comprado un anillo, pero no sé qué clase de anillo te gustaría, y querría que lo eligieses tú si decidieras darme una oportunidad. Cuando te llamé desde el juzgado y me dijiste que no ibas a ir me sentí muy mal, pero si te alejaras de mí me sentiría aún peor, así que si necesitas tiempo, tómate todo el que quieras, pero por favor, dale una oportunidad a lo nuestro.


Paula se estremeció ligeramente, y por sus mejillas comenzaron a rodar una lágrima tras otra.


—Pero hay cosas que no sabes de mí, cosas que quizá hagan que no quieras casarte conmigo.


—Pues dímelas —la instó él—; al menos prueba.


Paula volvió a estremecerse y apartó el rostro.


—Estuve embarazada en otra ocasión, cuando era sólo una adolescente —respondió en un murmullo—. Entregué al bebé en adopción.


Sus palabras sorprendieron a Pedro, pero de inmediato una oleada de compasión lo invadió, y su corazón se encogió al recordar lo que le había contado sobre cómo su novio del instituto la había dejado por otra. La abrazó con fuerza y le dijo:
—Oh, Pau, pobre mía... que hayas tenido que pasar por todo eso tú sola... Sin un padre, ni una madre...


—Me sentí tan culpable —le dijo ella entre sollozos—; me decía que no estaba bien que hubiera dado en adopción a mi propia hija, pero no tenía dinero, ni familia, y... —no pudo terminar la frase porque su voz se quebró.


—¿Has intentado saber alguna vez que fue de ella?"


Paula asintió con la cabeza.


—Cada año sus padres adoptivos me envían fotos de ella y me cuentan cómo se encuentra, cómo le van los estudios... Son una gente maravillosa, pero ella no ha dicho que quiera conocerme, y a menos que lo haga creo que lo mejor es que me mantenga en un segundo plano —inspiró temblorosa—. En parte ésa es una de las razones por las que no puedo casarme contigo, Pedro. Yo... no sabía cómo te lo tomarías cuando lo supieras.


Pedro se miró en los ojos llenos de dolor de Paula, y supo que nunca había amado tanto a otra persona.


—¿Cómo podría rechazarte por eso, Pau? Sólo eras una adolescente, y tomaste la mejor decisión que podías haber tomado en ese momento —le dijo—. Hiciste lo que creíste mejor para tu bebé aunque fuera difícil para ti, y eso únicamente hace que te quiera aún más.


Los ojos de Paula volvieron a llenarse de lágrimas.


—Oh, Pedro...


Pedro tomó su hermoso rostro entre ambas manos.


—Pau, creo que ni siquiera te imaginas lo mucho que significas para mí, cómo ha cambiado mi vida desde que llegaste a ella. Te quiero, y querré igual a ese hijo nuestro que llevas en tu vientre. Cásate conmigo, Pau, dame la oportunidad de hacer las cosas bien por una vez en mi vida.



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 30




—¿Pedro? —lo llamó su hermano Hernan, viniendo a su lado—, ¿qué ocurre?; ¿qué te ha dicho?


Pedro sacudió la cabeza con incredulidad.


—No va a venir —murmuró. El juez Kilgore carraspeó.


—Mm... en ese caso supongo que no me necesitan —dijo—. Bueno, llámenme si hay algún cambio. Si me disculpan...


Y salió de la habitación.


Kimberley se acercó a su padre.


—Papá, yo creo que esto es un poco apresurado. Quizá Paula necesite algo de tiempo.


—Exacto —dijo Miranda, la mujer de Hernan—. Apenas le has dejado tiempo para respirar a la pobre criatura, y además cuando una mujer está embarazada sus emociones están... revueltas.


—Eso es —asintió Hernan.


—¿Embarazada? —repitió Kimberly mirando a su padre con los ojos abiertos como platos—. ¿Has dejado embarazada a Paula?


A sus veinticinco años, su inteligente y hermosa hija no era precisamente un dechado de tacto y delicadeza.


—Sí, Kimberly, está embarazada, y sí, yo soy el padre —respondió Pedro, intentando mantener la calma.


—¡Pero si eres muy viejo para eso! —exclamó ella. Hernan se rió entre dientes.


—A lo que se ve no.


Pedro les lanzó a los dos una mirada furibunda.


—No tengo tiempo para daros explicaciones —les dijo—. Tengo que ir a hablar con Paula. No sé... no sé qué es lo que ha podido hacer que se eche atrás. Cuando le dije que nos casábamos esta tarde no...


—¿Le dijiste que os casabais? —repitió Kimberly mirándolo de hito en hito—. ¿Quieres decir que tomaste la decisión y ya está?


—Bueno, ¿qué querías que hiciera? —replicó su padre—. Está embarazada de dos meses. No quería que ese bebé naciese siendo ilegítimo.


—Vaya, qué romántico —dijo su hija con sarcasmo—. ¿Y luego te cuadraste ante ella y te despediste con el saludo militar antes de salir por la puerta?


—Kim, cariño, no machaques a tu padre; sólo está intentando hacer lo correcto —le dijo su marido, poniéndole una mano en el hombro.


—Pero es que no puedes ordenarle a alguien que se case contigo, Zach —replicó ella—. Además,Paula tiene su corazoncito, como todas las mujeres; seguro que quería una boda en una iglesia, vestirse de blanco, y celebrar un banquete.


—Es verdad, al menos deberías haber esperado a que se comprase un vestido —regañó Miranda a su cuñado.


—Yo...yo creía que lo mejor sería celebrar la boda lo antes posible —balbució.


—Todavía no puedo creerme que hayas dejado preñada a tu directora de campaña... —farfullo su hija, sacudiendo la cabeza.


Pedro vio cómo Zach le pegaba a Kimberly un codazo en las costillas.


—No la he dejado «preñada» —dijo irritado—. Está embarazada de mi hijo.


—Que también es suyo —apuntó Kimberly.


—Pues claro que también es suyo.


—Sí, pero has dicho que está embarazada de «tu» hijo —replicó Kimberly—. Mira, papá, puede que estés acostumbrado a mandar y dar órdenes, pero no a todo el mundo le gusta que tomen decisiones por ellos. Además, si vamos a casarnos, a las mujeres suele gustarnos que nos los pidan, no que nos lo impongan.


Su padre parecía haberse quedado traspuesto.


—Entonces, lo que tendría que hacer sería pedírselo... —murmuró para sí, como si acabara de tener una revelación—. Es verdad; no confía en mí. Yo le confiaría mi vida, pero ella aún no confía en mí.


Un profundo silencio cayó sobre la sala.


—Estás enamorado de ella de verdad, y por primera vez estás confundido, ¿no es cierto, papá? —le preguntó su hija, poniéndole una mano en el brazo.


Pedro asintió. Tenía una sensación de quemazón en la garganta, por la emoción, pero al mismo tiempo era como si se hubiera liberado de un enorme peso.


—Sí, la quiero con toda mi alma —murmuró.


—¿Y se lo has dicho? —le preguntó Kimberly.