sábado, 15 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 20




Paula se levantó y pintó con todo su corazón y con el de Pedro, tal y como ella lo percibía: complejo, tierno, receloso. Un corazón que había negado la posibilidad de intimidad con ella, convencido de que era lo mejor para ambos.


Con ello la había salvado de padecer a la larga un dolor todavía mayor.


Debía estarle agradecida, y adoptar una actitud resolutiva. Pero no podía.


Entregó el cuadro a los clientes, que lo recibieron entusiasmados. Pasó una semana. Pedro permaneció encerrado en su despacho o trabajando desde casa, como si intentara evitarla.


El lado profesional de su relación se estaba resintiendo, y Paula estaba a punto de plantar cara a la situación.


Aparcó el coche, sacó un cuadro pintado a medias y se dirigió hacia la puerta de la casa de los hermanos Alfonso. Cuando alargaba la mano para llamar al timbre, sonó su móvil.


—He estado trabajando en el proyecto del que hablamos el viernes —la voz de Pedro perforó su oído—. Tengo los diseños sobre la mesa de mi casa y me gustaría que les echaras un ojo. ¿Vas de camino a la oficina? ¿Te importaría pasarte por aquí?


—Pues…, claro —la determinación de Paula se evaporó. Pedro realmente había estado concentrado en el proyecto y no evitándola. ¡Qué arrogante había sido al creer que estaba queriendo marcar distancias!—. Precisamente quería que vieras un cuadro que he empezado. Estoy en la puerta de tu casa. Iba a llamar.


Confiaba en que Pedro no atribuyera ninguna otra intención a su visita.


Tras una breve pausa, Pedro dijo:
—Muy bien. Bajo a abrirte.


Unos segundos después le hacía entrar y con una mirada pareció registrar toda la información que necesitaba sobre su estado de ánimo.


—Sube. Debía haberte pedido que vinieras antes —caminó sin mirarla—. Necesitaba tu opinión.


—Tenemos que mantener una buena relación de trabajo —Paula eliminó toda incertidumbre de su tono—. Debe quedar al margen de todo lo demás.


—Precisamente… Todo lo demás debe quedar al margen.


Al instante, Paula se sintió mucho mejor a pesar de saber que no era sensato alegrarse de que Pedro sonara tan poco convencido como ella.


Subieron a su apartamento. Pedro tenía los bocetos en una nítida fila que alcanzaba de un extremo del salón al otro.


Pedro se detuvo bruscamente y se frotó la nuca.


—Es la mejor forma de verlo en conjunto.


—Tienes toda la razón —dijo Paula sin titubear.


Y le agradó ver que Pedro relajaba los hombros.


—Deja que te sujete el cuadro. Quiero verlo.


Pedro apoyó el cuadro en el respaldo de una silla y lo contempló mientras Paula se lo explicaba. Pedro comenzó a asentir y un brillo prendió en sus ojos.


Entonces la tocó por primera vez en días, asiéndole el brazo con fuerza a la vez que sonreía y la llevaba a ver el primero de sus bocetos.


—Intuía que estaba en el buen camino. Ahora que he visto tu cuadro, estoy seguro de ello. Hacemos…


No concluyó la frase, pero Paula, que estaba mirando su trabajo, supo lo que iba a decir: «Hacemos un buen equipo». Y tenía razón.


Era una lástima que… ¡No, no lo era! Tenían lo que tenían y debía bastarle.


Se arrodilló para contemplar los dibujos. Pedro había hecho un collage con distintas imágenes y anotaciones.


Su visión del proyecto estaba perfectamente definida, y la de ella encajaba a la perfección.


Saberlo le produjo un placer comparable a cualquier otra forma de intimidad.


Estudió con voracidad el resto del trabajo, hablaron, comentaron, se plantearon preguntas, y Paula olvidó todas sus preocupaciones para sumergirse apasionadamente en la conversación, hasta que tuvo la certeza de entender el concepto en profundidad.


—Me alegro de que entiendas lo que quiero hacer y que coincidas conmigo —Pedro le tendió la mano para ayudarla a incorporarse.


Paula vaciló una fracción de segundo antes de tomarla, diciéndose que no lo hacía más que por cortesía. Se le habían dormido las piernas. Miró el reloj.


—¡Qué tarde se ha hecho! En la oficina deben estar preguntándose dónde me he metido.


Pedro le apretó la mano y la ayudó a ponerse en pie. Paula había trabajado de rodillas, respetando sin el más mínimo titubeo su necesidad de tener los planos desplegados en el suelo, aceptando una incomodidad que él ni siquiera se había cuestionado cuando le había asaltado la necesidad de que fuera a verlos. Ni siquiera era consciente de cuándo había decidido que necesitaba que los viera.


¿Tan desesperadamente lo habría necesitado? ¿O había necesitado otra cosa: sus manos unidas, tenerla cerca, volver a conectar con ella a través del trabajo?


Empezaba a pensar que Paula tenía razón cuando decía que él volcaba en sus proyectos las emociones que reprimía en otras áreas de su vida.


Y la tenía ante sí, respetando su autismo y los síntomas que lo marcaban. Y entregándose con todo su corazón.


No podía acercarse a ella emocionalmente. 


Había bajado lo bastante las barreras con ella como para no haberle preocupado lo que pudiera pensar de su obsesiva manera de trabajar. Y eso lo ponía aún más nervioso, porque dificultaba su lucha contra la creciente atracción que sentía hacia ella.


Entre ellos circulaba una corriente de pensamientos censurados e interrogantes que ambos se esforzaban por ignorar. Y él, con sus acciones, estaba demostrando su fracaso.


Había querido hacer el amor con Paula en la montaña, pero con ella la experiencia sería demasiado intensa como para poder ejercer ningún control sobre sus reacciones espontáneas.


En cualquier caso, no tenía sentido pensar en hacer el amor con ella porque nunca sucedería.


Apretó los labios.


—Deberíamos ir a la oficina —dijo. Se había equivocado llamándola y pasando tanto tiempo con ella—. Imagino que querrás trabajar algo más antes de que acabe el día.


—Tienes razón —Paula se sacudió el polvo de las rodillas y tomó el cuadro. También ella parecía darse cuenta de que se habían dejado llevar por el entusiasmo, y de lo fácil que habían vuelto a compartir un terreno común de intimidad.


Pero lo cierto era que habían aprovechado el tiempo y trabajado magníficamente juntos.


—Paula…


—Me alegro de que volvamos a intercambiar ideas —su sonrisa, aunque animada, no llegó a iluminar sus ojos—. Después de… bueno, lo que pasó… A veces las circunstancias… Ahora ya lo hemos resuelto, ¿verdad?


Si era así, por qué la atracción que sentían el uno por el otro era tan fuerte que casi podía tocarse.


Iría diluyéndose a medida que fueran aceptando el papel que les correspondía. Seguro que sí.


Pedro pensó que debía estar agradecido a la sensatez de Paula, pero no podía evitar la sensación de que ninguno de los dos era del todo sincero.


—Me voy. Nos vemos en la oficina —Paula fue hacia la puerta y Pedro… no se lo impidió.


Era lo mejor.


En ese momento sonó su móvil. Podía haberlo ignorado, pero acostumbraba a comprobar quién llamaba por si era uno de sus hermanos. 


Contestó enseguida.


—¿Qué hay Luciano?


—Hay un incendio en uno de los almacenes. Acabo de verlo en la televisión que tiene Cecilia en el despacho del invernadero —dijo su hermano precipitadamente al otro lado—. No estoy seguro del todo, pero me ha parecido uno de los almacenes de Alex. Voy de camino, pero todavía tardaré en llegar.


—Nos vemos allí —Pedro tomó las llaves del coche y fue hacia la puerta sin dejar de hablar—. ¿Has intentado hablar con él?


—Sí, pero no lo he conseguido ni en el fijo ni en el móvil —Luciano maldijo—. Tengo que colgar. Hay niebla y esta mañana he estado a punto tener un accidente.


—Conduce con cuidado, Luciano —terminaron la conversación y Pedro ya salía a la calle cuando se dio cuenta de que Paula lo seguía con el cuadro en la mano.


—¿Qué sucede? —preguntó ella.


Bajaron las escaleras mientras Pedro se lo explicaba.


—Tengo que encontrar a Alex. Tengo que asegurarme de que está bien.


«Mi hermano tiene que estar a salvo».


Ese pensamiento le hizo darse cuenta de cuánto quería y necesitaba a sus hermanos. Eran las dos únicas personas que no lo habían rechazado, que lo querían a pesar de su enfermedad y con los que había formado una familia unida por lazos mucho más profundos que los de la sangre.


«Tampoco a Paula le importa tu enfermedad, pero tú no le dejas acercarse. Y ella también tiene una historia familiar compleja, con unos padres que no la cuidan como se merece. Porque Paula es perfecta…»


—Deprisa, Pedro. Tenemos que localizar a Alex —Paula subió a la furgoneta y tiró el cuadro en el asiento de atrás descuidadamente.


Pedro no había contado con su compañía, ni siquiera había pensado en ello. Se volvió hacia ella y el gesto de preocupación que vio en su rostro lo enterneció al tiempo que sus temores por el estado de Alex se multiplicaron.


—No hace falta que…


—Pero quiero ir —lo interrumpió Paula sin titubear.


Tenía que estar con Pedro hasta que encontrara a su hermano. No había vuelta de hoja. Por una vez, no estaba dispuesta a renunciar a lo que necesitaba hacer, así que Pedro tendría que hacerse a la idea.


—¡Deprisa, Pedro!


EL ANILLO: CAPITULO 19





La mirada de Pedro se había adaptado a la oscuridad lo bastante como para poder percibir la mirada ensoñadora de Paula y la relajación de sus labios que le indicaron que se habían trasladado a un punto al que no debían haberse permitido llegar. Sabía bien lo que podía o no hacer con Paula. Y lo que estaba pasando entraba en la categoría del «no».


Debía soltarla en aquel mismo instante y dejar la habitación.


Pero no lo hizo.


No quería hacerlo, y por una vez en su vida iba a darse el capricho de hacer lo que no debía. 


Sólo por cinco minutos; diez, como mucho. 


¿Qué mal podía hacer sujetarla mientras bailaba? No se trataba del fin del mundo; no tenía por qué causarle problemas.


A no ser que sentirla en sus brazos fuera más una necesidad que un deseo… Pero no era así. 


Por supuesto que no.


Un nervio empezó a pulsar en la base de su cuello, y tampoco quiso pensar en ello ni darle importancia. Prefirió concentrarse en Paula, aspirar su aroma, moverse con ella. Durante unos minutos consiguió olvidarse de sí mismo y se limitó a ser.


Bailaron durante horas, o al menos eso fue lo que le pareció a Paula. Pedro la miraba fijamente en la semioscuridad. Llegaron las baladas y Pedro se acercó aún más a ella, al tiempo que susurraba:
—Pones todo tu corazón en el baile. ¡Es precioso!


Subió la mano desde su cintura, tomó una de las de Paula y se la llevó al corazón, y para ella fue un sueño sentir aquella conexión física y saber que él la había buscado, comprobar que, aunque fuera en aquel lugar y por un instante, eso era lo que Pedro deseaba.


Entrelazó sus dedos con los de él y dejó que el latido de su corazón marcara el ritmo de sus pasos.


«Confía en mí, Pedro. Baila conmigo y confía en que, a mi lado, puedes ser tal y como eres».


Ansiaba de tal manera conseguirlo que casi le dolía físicamente. Anhelaba que Pedro llegara a relajarse y ser quien era.


—Tú también bailas maravillosamente.


Quería que Pedro la estrechara aún más en sus brazos para que sus cuerpos estuvieran en contacto. Al mismo tiempo sabía que era más seguro mantener cierta distancia porque a muchos hombres, y Pedro se lo había demostrado ya en otra ocasión, no les resultaba atractivo el tamaño y la altura de su cuerpo cuando la tenían demasiado cerca.


La canción terminó y comenzó otra, la balada de una conocida película romántica. Pedro la trajo hacia sí y al sentir su pecho, sus muslos y sus brazos en torno a ella, Paula perdió la capacidad de pensar. Bailaron de verdad. Como dos personas sobre el suelo deslizante de una casa perdida en una montaña de un lugar remoto, como lo harían dos amantes.


¿Cómo podía pensar en el trabajo o en que era su jefe el hombre sobre cuyos hombros quería reposar la cabeza y sentirse segura?


Bailaron una canción, y otra, y otra, hasta que Pedro posó una mano en la nuca de Paula y dijo:
—Pensaba parar a los diez minutos. No sabía que fuera capaz de hacer esto. Creía que…


¿Temía hacer algo que le resultara incómodo o embarazoso?


—Me gusta cómo bailas —«y cómo haces muchas otras cosas».


Pedro puso su mejilla contra la de ella y se balanceó al compás de la música.


—A mí me gustas tú bailando.


—Pero estamos bailando. Juntos —Paula enfatizó.


Y tenía razón. Bailaban con el cuerpo y el corazón conectados, envueltos por la música. 


Precisamente lo que, sin saberlo, Paula había anhelado: sentirse profundamente ligada a él.


No supo cómo pasó, cuándo dejaron de bailar, quién de los dos movió los brazos para convertir su proximidad en un abrazo. Sólo supo que sucedió, y que la sensación era maravillosa. 


Paula no quería pensar en todas las cosas negativas que su familia había destacado en ella sobre su cuerpo y su personalidad. Cuando alzó la mirada hacia Pedro, él no intentó ocultar el brillo de deseo y añoranza que había en sus ojos. En ellos Paula leyó también una pregunta, y la respondió inclinando la cabeza hacia atrás al tiempo que los labios de Pedro descendían sobre los suyos.


Él se paró en seco y la besó. Hundió los dedos en su espalda, como si la masajeara, y la besó. 


Recorrió con ellos sus brazos, por debajo de las mangas de la camisa, que llevaba desabotonadas, y no dejó de besarla.


Aquél era el tipo de reacción que preocupaban a Pedro porque no las controlaba. No le gustaba que le fallaran los mecanismos de control.


Por contra, para Paula, que hiciera lo que le salía espontáneamente era halagador, porque significaba que a Pedro le gustaba tocarla. Se entregó a su boca y a su abrazo, fundiéndose con él, gozando de cada sensación. Le tomó el rostro entre las manos y aspiró su aroma, rogando que aquel beso no acabara nunca.


Cuando Pedro la apretó aún más contra sí, mostrando abiertamente cuánto la deseaba, Paula se derritió.


—Deja que… Necesito… —la voz de Pedro sonó ronca y grave.


Cualquier cosa. Lo que quisiera.


—Paula… —pronunció su nombre, ocultó el rostro en su cabello y aspiró profundamente a la vez que se le tensaban los músculos.


Pedro —ella posó las manos en su espalda y se la masajeó para ayudarlo a relajarla.


Pedro hizo un tic con el cuello. Y otro. Otro más.


Suspiró hondo, puso las manos en los hombros de Paula y, separándose de ella, las dejó caer. 


Paula pudo ver las barreras elevándose de nuevo. Pedro cerró los ojos, tomó aire y lo exhaló lentamente. Cuando los abrió, la miró fijamente.


—Crees que puedes aceptar mi autismo porque para ti no representa más que una serie de características sin importancia.


—Porque no la tienen. A mucha gente le pasan cosas parecidas.


—Tú no has visto lo que vio mi padre —Pedro calló bruscamente como si se hubiera desconcertado a sí mismo—. No tengo nada que ofrecer en una relación… normal. Con mis hermanos he encontrado afecto, atención y cariño, pero no puedo darle nada a nadie más. Sólo te haría daño. Tú te mereces todo eso y mucho más, y yo no podría dártelo. No es por ti…


¿No lo era? Una cosa era que Pedro creyera de verdad lo que decía sobre su capacidad de dar a los demás, y era bueno que lo analizara con tanta claridad. Pero en cualquier caso, Pedro la rechazaba a ella, igual que su padre lo había hecho con él. Paula no tenía otra manera de defenderse de ese sentimiento que batirse en retirada y olvidar aquella faceta de su relación con él… para siempre.


—Tienes razón. No saldría bien. Gracias por haber parado las cosas a tiempo. De ahora en adelante, los dos debemos mantener nuestra relación en un nivel puramente profesional, y mantenernos alejados de situaciones como… ésta.


Le dio las buenas noches en un susurro y fue en la oscuridad hasta su dormitorio. Al llegar a la puerta, se dirigió a él en la oscuridad, poniendo toda su concentración en sonar firme y segura, aunque se estuviera desgarrando por dentro.


—Creo que podré pintar por la mañana. Después de todo, ésa es la razón de que hayamos venido. Y para que tú vieras las formaciones rocosas. Espero que te haya ayudado.


Era verdad que Paula estaba lista para pintar. Ya no estaba bloqueada porque había encontrado lo que necesitaba: las emociones que tenía que plasmar en el lienzo.


Había encontrado calor, afecto, esperanza y placer.


Pedro había intentado borrarlas de un plumazo, pero permanecían en ella, así que las proyectaría y las liberaría en su obra.




EL ANILLO: CAPITULO 18




—Debería montar el caballete y trabajar en el cuadro.


Paula había recuperado la inspiración y el entusiasmo, pero también estaba relajada y cómoda tras la escena, durante la que habían charlado de asuntos intrascendentes.


Había temido que dominara la tensión entre ellos, pero no fue así. De hecho, estaban tan a gusto el uno con el otro que daba miedo pensar en ello.


—Ahora sí sé lo que quiero plasmar en el lienzo, aunque signifique empezar de cero.


—Déjalo por hoy —dijo Pedro con voz firme—. Descansa. Puedes empezar mañana.


—¿Y tu trabajo?


—Tengo lo que me hacía falta —Pedro se tocó la frente—. Voy a dejarlo madurar aquí un par de días antes de ponerlo sobre el papel.


Y cuando tomara forma, plasmaría un diseño espectacular. Su creatividad no tenía límites.


Pedro también estaba relajado. Quizá porque habian cenado delante del ventanal donde, casi en silencio, habían contemplado la puesta del sol y la niebla descendiendo sobre las montañas hasta que se hizo de noche. Tal vez se había relajado gracias a que Paula se había retirado a un segundo plano cuando, al llegar, Pedro había guardado la compra y organizado la nevera de manera sistemática, casi militar.


Paula tuvo la sensación de que actuaba tal y como habría hecho estando sólo, no tanto por la libertad que le otorgaba que conocería su secreto como porque quisiera demostrarle lo que su enfermedad significaba verdaderamente.


—Podemos poner el MP3 que te has traído y escuchar música —sugirió él.


—¡Qué buena idea! Lo he dejado en mi dormitorio por si quería escuchar algo de música al acostarme.


Sería una manera apropiada de prolongar la velada de forma distendida… Y segura.


Fue a su dormitorio, al final de pasillo, y volvió con el aparato de música. Se sentaron en el sofá y la pusieron como fondo de una conversación que siguió en la misma línea que durante la cena. Tras una hora, tomaron un té y la selección musical empezó a ser más movida.


En ese momento pasaron dos cosas: Paula, que había llevado las tazas vacías al fregadero, regresó al salón bailando sin pensar en lo que hacía. Pedro, que la había seguido y había guardado un paquete de galletas en un armario, clavó la mirada en sus sinuosas caderas y al instante sintió despertar su lado masculino con tanta intensidad, que también Paula lo percibió.


—¿Quieres… Quieres escuchar más música o ir a la cama? —preguntó ella. Y se mordió el labio por las inoportunas palabras. El rubor le coloreó las mejillas al tiempo que apartaba la mirada para no fijarla en Pedro.


Se sentó en el sofá y miró al suelo. No sabía si sentirse más avergonzada por haber bailado, o porque a su jefe le hubiera gustado. O, peor aún, por lo que acababa de decir.


—Lo que querría es bailar contigo —Pedro pareció tan sorprendido por sus palabras como la propia Paula.


Carraspeó y, metiendo las manos en los bolsillos, se sentó en el sofá.


Paula había aprendido a interpretar ese gesto. Lo hacía para evitar que sus dedos tomaran vida propia. Controlar cada minuto aquello que le salía automáticamente y que más odiaba hacer debía exigir de él un esfuerzo titánico.


—Me encantaría bailar contigo.


—No suelo bailar…


¿Por culpa del autismo? ¿Le causaría problemas de coordinación? Paula no lo había observado en ningún otro contexto.


—Si no quieres, no tienes que…


Pedro la observó durante varios segundos desde detrás de sus pobladas pestañas. Luego se puso en pie y le tendió la mano. Paula la tomó y la mantuvo sujeta mientras daban unos primeros pasos al compás de la música.


Resultó… agradable. Una corriente de nerviosismo circulaba por debajo de la aparente calma que los dos manifestaban, y Paula, en lugar de preocuparse por ello, decidió relajarse y dejar que Pedro se relajara y disfrutara del instante.


—Supongo que la otra noche bailaste con varios de tus amigos —musitó él—. Me refiero a bailar de verdad. No a esto.


—Tengo suerte de que sea un grupo al que le gusta bailar, y no sólo en pareja —se sentía afortunada, y segura, aceptada tal y como era. Y porque siempre estaba dispuesta a escuchar sus penas amorosas. Pero no quería que Pedro sintiera que lo que estaban haciendo no alcanzaba el mismo nivel—. También me gusta esto —quizá las palabras le salieron un poco roncas, un poco jadeantes.


Pedro le apretó la mano. Fue un pequeño gesto, y sin embargo, cambió la atmósfera por completo, como si se tratara de la promesa de algo más por venir.


Se separó de ella un momento y cerró las cortinas. Un segundo después, tomaba las dos manos de Paula y siguieron bailando.


—La noche que te llevé las llaves pensé que estabas con el hombre con el que bailabas —a la vez que Pedro hablaba, la luz de la lámpara parpadeó antes de apagarse.


Los dos miraron hacia la bombilla. La música seguía sonando, pero se habían quedado a oscuras.


—Creo que no tengo más bombillas —la voz de Pedro sonó más grave en la oscuridad—. No recuerdo haber visto ninguna en los cajones.


—Ya las buscaremos por la mañana, con la luz del día —dijo Paula—. Hace años que no bailo en penumbra —mucho tiempo, y jamás como en aquella ocasión. Se esforzó para disimular un temblor en la voz que no tenía nada que ver con el ejercicio físico—. Solía hacerlo a veces con mis amigas. Era la manera de bailar como queríamos sin ser juzgadas.


—Pues entonces, baila en la oscuridad —dijo Pedro. Y atrayéndola hacia sí, posó las manos en su cintura—. Y yo me quedaré contigo.


Paula alzó las manos hacia sus hombros. 


Parecía lógico aproximarse a él. Dejarse mecer en sus brazos y disfrutar del momento.