sábado, 5 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 23




Paula entró en el despacho de Pedro con el móvil en la mano. No esperó a sentarse.


—Este fin de semana mi madre quedó para jugar a las cartas con mis tías. Y las consecuencias han sido desastrosas.


Levantó la vista de los papeles y la miró subyugado. Hacía apenas unas horas que se habían separado después de un fin de semana memorable y la veía más hermosa que nunca. 


Si eso no era amor no sabía qué más podía ser. De buen humor le siguió el juego.


—¿No irás a decirme que se ha jugado tu herencia a una partida al cinquillo y lo ha perdido todo?


Paula no pudo evitar reír.


—Graciosillo. Tú solo escucha.


Marcó el número del buzón de voz.


«Tiene cinco mensajes.»


«Habla por el agujero, cariño —era la voz de su hermana. Después llegó la voz cantarina de su sobrina—. La tía tiene novio, la tía tiene novio… Bieeeeeeen.»


Piiiiiiii.


«Paula, soy Clara. Corre un rumor terrible sobre ti —había jocosidad en su voz—. ¡¡Dicen que te estás tirando a alguien!! Yo que tú lo desmentiría, no sea que alguien piense que tienes sentimientos… Llámame, perri, que lo quiero saber todo.»


Piiiiiiii.


«¿Cómo es posible que las madres se enteren antes que las primas de tu vida personal? —era su prima mayor—. Muy mal, Paula. Ahora tendremos que quedar sin ti a tomar café para criticarte. Si es que de donde no hay…»


Piiiiiiii.


«Bueno, bueno. ¡¡¡¡Tu prima pequeña también lo sabe!!!! ¿Es alguien conocido? Estoy pensando en hacer una lista de apuestas.»


Piiiiiiii.


«Paula, soy Belén, llámame ya. Por favor, por favor, por favor, llámame a mí antes que a las demás que estoy embarazada de ocho meses y muy aburrida. Gracias.»


Pedro le costaba contener la risa.


—No te atrevas a reírte. Esto es serio.


Trató de mostrarse solemne.


—Ya veo, cariño. Es terrible. Tus primas se preocupan por ti. Si es que estas Chaves…


Le miró desdeñosa.


—Mis primas son unas cotillas de primera. No lo entiendes…


—Paula, tengo cuatro hermanas. Lo entiendo perfectamente.


—Pero las Alfonso son discretas…


—Eso es cierto. Pero reconoce que tu clan es muy ingenioso. Tú harías lo mismo si alguna de ellas… Espera, ¡eres la única sin pareja! Ahora sí te compadezco…


No pudo evitar una sonrisa. Solo él la haría reírse en una situación como aquella. Si eso no era amor no sabía qué más podía ser.


—Ya te veo; muy compungido, por cierto. Pero quizá les diga que eres tú solo para que te martiricen y me dejen espacio.


El comentario los dejó paralizados a los dos. Paula porque supo que a él no le gustaba el hermetismo de su relación; Pedro porque no quería bromas al respecto.


—Ya. Bueno. ¿Trabajamos un rato?


Se sentó frente a él y comenzaron a revisar cifras. El buen ambiente se marchitó. Y ella supo que no fue solo porque estaban trabajando.


Pasaron tres horas antes de parar a almorzar. Durante el café, Pedro le habló de un nuevo restaurante que abrían un par de amigos de su pandilla.


—Lo inauguran el viernes. ¿Te apetece ir?


—No sé, en las inauguraciones hay un montón de gente…


—Dios no quiera que nos vean. Entiendo. —Su enfado era evidente.


No quería enfadarle. No después del fin de semana que habían pasado. No cuando quería ir. No cuando…


—No, espera. No es eso. —Le sonrió, indecisa—. Es porque cuando hay mucha gente la comida no es buena, y ya sabes que yo me tomo la comida muy en serio.


Era un eufemismo. Era una tragona de primera. A él no le hizo gracia.


—Ya; vale. Otra vez será.


Pero no, no valía, él estaba enfadado. Paula hubo de ceder.


Quiso ceder.


—De acuerdo, llama a tus colegas y reserva mesa. Pero como me quede con hambre…


Sonrió, contento.


Y pasó el resto de la semana ilusionado. Por fin podría presentar a su chica a sus amigos. Se moría por presumir ante ellos de la mujer de sus sueños.











ATADOS: CAPITULO 22




Paula se despertó desorientada. Sintió una presencia a su lado, en la cama, y se volvió. Pedro estaba profundamente dormido. Se permitió observarlo a placer. 


Tenía unas pestañas espesas, una boca que relajada sugería cientos de besos, unas cejas rectas, perfectas, y una frente ancha. Su pelo castaño, alborotado, pedía a gritos ser acariciado. Pasó varios minutos mirándole, soñando con despertarse a su lado todos los días de su vida. Su mano, con voluntad propia, alcanzó la mejilla, áspera por la incipiente barba, y rozó apenas su piel. Poco a poco Pedro fue despertándose y cuando abrió los ojos y la vio a su lado una sonrisa perezosa se dibujó en su boca.


—Jamás hubiera dicho que fueras de las que se levantan de buen humor.


Ella sonrió, feliz porque sí.


—En realidad no lo soy. O no lo era hasta esta mañana al menos.


Ese comentario le valió un beso. Paula se dejó hacer al tiempo que sus manos acariciaban con más urgencia.


—¿Paula? —La voz de su madre resonó—. ¿Cariño?


Mierda. Definitivamente iba a tener que quitarle las malditas llaves. ¿Qué hacía allí a esas horas? Miró a su alrededor en busca del despertador que parecía haberse escondido detrás de una caja de comida china para llevar que la noche anterior se habían tomado fría después de hacer el amor. 


¡¡Las once!! Habían dormido muchísimo. Y tan a gustito…


—¿Paula? —repitió su madre de nuevo, más cerca esta vez.


Se dejó de ensoñaciones y miró suplicante a Pedro.


—Ni lo sueñes. No pienso meterme debajo de la cama —susurró, y la interrumpió antes de que tratara de convencerle—. Con treinta y cuatro años es humillante.


—¡Mamá, espera un segundo por favor! —sonaba desesperaba, que era tal y como se sentía.


Pedro se compadeció de ella.


—No saldré de aquí, no delataré quién soy por más que me apetezca. Pero no me esconderé. —Su tono no admitía réplica—. Sal y dile a tu madre que estás ocupada haciendo el amor con un hombre maravilloso que te satisface…


—Shhh. Cállate. —Y gritó a su madre—: Salgo en un momentito.


Se puso el pijama y bajó al comedor. Su madre llevaba una funda de ropa. Debía de ser el maldito vestido para la boda. 


Dios, tenía el don de la inoportunidad. Pero no era tonta y se había percatado de lo que ocurría. Se la veía azorada.


—Cariño, perdona, no pensé…


Paula dejó que se disculpara, abrió la cremallera de la funda, sacó el vestido y lo miró a conciencia antes de dar su aprobación y pidió a su madre que se marchara prometiéndole visitarla al día siguiente para verle la prenda puesta y elegir con qué joyas y calzado iría mejor. Una vez cerrada la puerta giró el pestillo para evitar futuras incursiones. ¿Quién más tenía llaves? Su hermana, su padre, un amigo que vivía cerca, su abuela… Joder, igual debía cambiar la cerradura y dejar correr lo de las copias.


Volvió a subir. Pedro la esperaba en el mismo sitio, sonriente.


—¿Ves? No ha sido tan duro.


Frunció el ceño.


—Sí lo ha sido. Ya podrías haber colaborado un poco. Mi madre me ha pillado con un tío en mi casa a las once de la mañana. Y sabía que estabas en mi cama.


—Cariño —su tono era conciliador—, tienes edad suficiente.


—Es la primera vez —admitió refunfuñada.


Le dio una palmada en el trasero y la acercó a él para abrazarla apoyando su pequeña espalda contra su ancho pecho.


—¿Tu primera vez con un hombre? —bromeó—. Mmmm, pues tienes un don natural para el sexo porque ha sido memorable.


Rio a su pesar y se dejó abrazar, apoyándose en su hombro, volviéndose un poco para poder mirarle.


—Nooo, bobo, la primera vez que me sorprende —continuó ante la pregunta no formulada—. No porque no haya coincidido. Con mi madre es cuestión de probabilidad. Es que nunca traigo hombres aquí.


Pedro se quedó callado, demasiado sorprendido para hablar, pero cerró más el cerco de sus brazos. Paula dejó de mirarle y continuó nerviosa.


—Es que este es mi sitio, mi lugar. No quiero a nadie merodeando. Que nadie pase y llame y se quede. Cuando… cuando lo hago —se sonrojó aunque él no pudiera verlo—, nunca es aquí. O es en su casa o en un hotel.


Se juró que no seguiría hablando. Intentó zafarse de él, incluso. Pero Pedro no se lo permitió. Se sentía honrado. La volvió y le apartó unos mechones que le caían por la cara, le acarició las mejillas con ternura y la besó. Y poco a poco la dejó caer sobre el colchón y se dispuso a demostrarle cuán privilegiado se sentía.


El domingo por la noche, cuando se separaron, Pedro volvía en el coche pensando todavía en ello. Así que su preciosa Paula solo le había permitido a él entrar en su casa. Quizá después de todo ella sí estaba haciendo cesiones. No las que él quería ni al ritmo que él quería, pero avanzaban.


Esperanzado, se prometió que para la boda de Amadeo, dos meses después, irían de la mano. Cómo lo lograría era otra historia. Pero estaba seguro de que el viernes había ganado muchos enteros al presentarse por sorpresa. Al margen de la cartulina se había alegrado de verle. Y habían pasado el fin de semana juntos y solos. Paula no había quedado con sus amigos a pesar de que le habían llamado en varias ocasiones.


Ya no parecía obsesionada en que nadie supiera que estaba con alguien.


Optimista, pensó cuál sería su siguiente movimiento.


Mientras Paula trataba de adivinar a cuántas personas les diría su madre que tenía pareja. Peor, diría que su hija, con treinta y cuatro añazos, tenía novio. Uffff, iba a ser duro. Su hermana, sus primas, sus amigos… todos preguntarían. Y no estaba preparada para contestar.


Aunque después de aquel fin de semana cada vez le costaba más recordar las razones por las que lo suyo nunca funcionaría.








ATADOS: CAPITULO 21




Él no habló. Su cara le dijo primero que no lo esperaba y después que se alegraba de verle. Que se alegraba muchísimo. Y acto seguido se lo demostró.


En el momento que creyó lo que estaba viendo, que interiorizó que Pedro estaba allí, reaccionó. Lo tomó por las solapas del traje de chaqueta que llevaba y lo metió en su casa. No hubo resistencia. Dio un puntapié a la puerta y lo apoyó contra esta y durante más de un minuto se dedicó a besarle, a deslizarle la lengua por el cuello, a darle pequeños mordisquitos mientras él no podía tocarla porque tenía ambas manos ocupadas y los brazos abiertos.


Solo cuando necesitó de su contacto, cuando se le hizo imperativo, sin dejar de besarle tiró de nuevo de las solapas y lo acercó a la pequeña cómoda de la entrada. Tomó la bolsa de comida china que portaba en una mano y la dejó con descuido en un extremo. Cogió después la cartulina con delicadeza e inició un reguero de besos por el cuello. Abrió el enorme cajón que había tras ella y guardó como pudo su precioso cartel. Cerró con la cadera mientras sus labios regresaban a la boca que le esperaba impaciente.


Una vez liberadas las manos Pedro, enredó una en su melena y la otra en el muslo y la pegó a él, levantándole la pierna y ciñéndola a su pelvis, dejando que se encontraran sus caderas y se mezclaran sus deseos mientras el beso se tornaba más húmedo. Gimió. Y Paula se volvió más pasional. Le encantaba escucharle gemir y saber que era por ella por quien perdía el control.


Tiró del nudo de la corbata y la dejó caer con descuido en el suelo. La chaqueta cayó cerca y le pasó las manos por los hombros y el pelo. Le encantaba su pelo. Se deleitó peinando con los dedos sus gruesos mechones y dejando que fuera él quien marcara el ritmo del beso.


Continuó con los botones de la camisa. Fue quitándolos uno tras otro, pero cuando quiso sacarla se encontró con que los puños se cerraban con gemelos.


—Jodidos gemelos… —se quejó contra su boca.


Pedro sonrió ante su apasionada queja y se apartó de sus labios.


—Yo me quito la camisa y tú el suéter.


Vio cómo se le nublaban los ojos ante la idea de que se desvistiera. Se quitó el suéter que llevaba, se sentó sobre la cómoda y esperó, atenta a sus movimientos.


Sintiéndose extraño se quitó la camisa. A ella le gustaba así que se quitó los zapatos y los calcetines y continuó con el cinturón. Los ojos verdes de Paula lo devoraban.


—¿Quieres que siga?


—Quítate los pantalones —le pidió con voz ronca.


Se bajó la cremallera despacio y los dejó caer. De una patada los apartó y se quedó enfrente suyo, dejándose mirar, disfrutando de verla tan excitada.


—Los calzoncillos —le exigió.


—Después de ti —le respondió.


Paula lo miró fijamente unos segundos. Se puso en pie y se quitó los pantalones. El resto de su ropa cayó prenda a prenda. Ya desnuda quiso acercase a él pero Pedro la tomó por la cintura y la subió de nuevo a la cómoda y se abalanzó sobre ella. Más que besarla la devoró. Sus manos le sujetaban la cabeza mientras se deleitaba en su boca. Bajó después por el cuello hasta sus pechos, donde se dio un festín mientras sus manos seguían errantes por su estómago, sus muslos, hasta llegar donde ella esperaba con impaciencia. Introdujo un dedo en ella y la escuchó jadear.


Lo movió deliberadamente despacio y ella se hizo atrás y se dejó hacer, ida, jadeante.


Pero cuando se le unió un segundo dedo e imprimió un ritmo mayor Paula lo separó de sus pechos y lo pegó a su cara.


Pedro. Desnúdate. Ahora.


No necesitó más alicientes. Se quitó los calzoncillos tan rápido como pudo y quiso agacharse a buscar su cartera.


—Tomo la píldora —le dijo atrayéndolo a su cuerpo, introduciéndolo en ella.


Y sus cuerpos se fundieron y dejaron de pensar. No hubo palabras o caricias, solo embestidas frenéticas. Estaban ávidos el uno del otro y no podían esperar.


—Paula —le dijo a punto de estallar—.Paula, por favor, ahora.


Necesitaba que llegara con él. Y lo hizo. Sus palabras fueron el último empujón hacia un orgasmo que no había dejado de cimentarse y crecer desde que abriera la puerta. Y en cuanto sintió cómo se dejaba ir, cuando su cuerpo lo envolvió y gritó también él se dejó llevar como nunca hasta entonces.


Se mantuvieron abrazados unos minutos, satisfechos y a gusto tal y como estaban.


—Creí que no te gustaban las sorpresas.


Sonrió ella.


—Y no me gustan.


—Pues si esta es tu reacción cuando no te gustan…


—Es la comida china lo que me apasiona, en realidad.


Pedro rio.


—Será mejor que me vista y vaya poniendo la mesa entonces. —A ella le sonaron las tripas. Sonrieron los dos—. ¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


Paula asintió.


—Sí, lo cierto es que sí. Pero no pongas la mesa. Acabo de decidir que la comida china me gusta cenármela en la cama. —Se ganó una mirada de órdago. Saltó de la cómoda y le dio una palmada en el trasero—. Y tampoco te vistas. Creo que me gusta comerla desnuda.


Cenaron en su dormitorio.


Y Paula le explicó qué más le gustaba de la comida china.





ATADOS: CAPITULO 20




Pedro regresaba de Madrid. Había sido una semana larga pero afortunadamente provechosa. Una de sus empresas había resultado afectada por rumores de impago y toda su semana había consistido en reuniones con socios y clientes impartiendo mensajes de calma. Esa mañana había recibido un pedido nuevo de su mejor cliente, había tranquilizado al banco respecto de unos vencimientos y por fin regresaba a casa, agotado pero satisfecho.


Era viernes a media tarde. Su mayor deseo era ver a Paula, pero eso no sería posible precisamente porque era viernes.


Ella se negaba a quedar con él los fines de semana alegando que si cambiaba su rutina sospecharían que estaba con alguien y que sería cuestión de tiempo que se supiera con quién. Entendía cada palabra de lo que ella le decía y sin embargo no el significado general. Paula tenía treinta y cuatro años, era una mujer hecha y derecha. Desde que la conocía, y eso significaba desde siempre, había manifestado una seguridad en sí misma arrolladora que hacía que las opiniones de los demás pasaran a un segundo plano. No necesitaba la aprobación de nadie, solo la propia.


Y ahora se negaba a reconocer que estaban juntos.


Aunque insistía que no había por qué preocuparse, que sencillamente era muy celosa de su vida privada, no había que ser muy listo para saber que algo no iba bien. ¿Acaso le avergonzaba que la relacionaran con él? Una parte suya se revolvió. Quizá no fuera tan divertido o ingenioso como otros, pero era un hombre decente y un buen partido según muchas mujeres. Bueno, según sus hermanas, su madre y alguna amiga. Pero estaba a la altura de Paula, ¿no?


Molesto por tener que justificarse ante sí mismo y más molesto aún por no poder ver a Paula sin una razón de peso pensó en cómo enderezar la situación sin presionar en exceso. Ella parecía padecer de alergia a la presión. Cada vez que apretaba se salía por la tangente; en el mejor de los casos. En el peor hacía exactamente lo que más podía fastidiar a quien le exigía, como cuando firmó el divorcio pero no la cesión de bienes.


Sonrió aun en contra de su voluntad ante su fiereza. Era irónico que lo que más le gustara de ella fuera su combatividad a pesar de que ese rasgo se estuviera volviendo contra él. Debía de estar muy enamorado para amarla por sus defectos. Y así era. Adoraba todos sus defectos. Incluso que fuera tan borde le gustaba, y eso que solía ser objeto de su mala leche a menudo. Pero en secreto disfrutaba de su ingenio y creatividad aunque estuvieran tan mal dirigidos.


Quizá no quería que alguien en concreto se enterara de lo suyo. Se le heló la sangre en cuanto lo pensó. Tal vez ella estaba saliendo con otro… no, no, reflexionó, Paula iba de frente, no tendría ningún problema en decirle alto y claro que se había terminado.


O tal vez estaba enamorada de otro hombre y no quería que se enterara de que estaba saliendo con alguien. Debía ser eso. Una pequeña parte de él se sintió mal, como siempre que le había visto con otro en alguna reunión familiar o durante los veranos. Pero lo que le superó fue una posesividad enorme. Paula era suya y de nadie más. Le había costado años, una boda frustrada, un compromiso roto, millones de euros en una empresa, un viaje y una bronca por un bombero en la que se había sentido ridículo, para que ella se diera cuenta de que existía. No pensaba permitir que nadie la alejara de él. Al menos no sin luchar.


Convencido como nunca de lo que quería pensó en cómo ablandar la coraza que llevaba puesta, cómo derrumbar ladrillo a ladrillo el muro que había alzado entre ambos. 


Desde luego no iba a seguir consintiéndole cada capricho. 


No iba a bailar al son que marcara y nada más. Pero probaría una estrategia poco habitual, una con la que ella se sintiera desarmada.


En lugar de presionar, acariciaría.


Paula estaba en casa. Era viernes por la noche, pero no había quedado con nadie. Los amigos habían ido a la bolera y ella había declinado la invitación esperando que Pedro se presentara sin avisar. A pesar de que él le había dicho de quedar muchos viernes y se había negado siempre. Se sintió estúpida. ¿Por qué negarse lo que quería? ¿Por qué no quedar con él a todas horas si era lo que más deseaba? Y encima se enfadaba con él porque era obediente. Ella le decía que no se vieran los fines de semana y él la respetaba. ¿Qué más podía pedir?


Sabía de sobra qué podía pedir. Podía pedir dejarse de tonterías y reconocer que estaba enamorada de él. Pero enamorada de verdad. No como cuando era una niña y tenía sueños románticos. Ni como a los quince años cuando llenaba diarios con anécdotas con él y deseaba que la besara. O como cuando tenía veinticinco y fantaseaba con casarse con él. Ahora amaba a Pedro, al Pedro que había conocido y a quien admiraba. Muchas veces después de hacer el amor sentía la necesidad de decírselo, de confesarle que moriría por pasar el resto de su vida con él. 


Pero entonces recordaba lo diferentes que eran y se imaginaba a todo el mundo diciendo que no funcionaría, que no duraría, y un nudo de ansiedad se le formaba en el estómago y le embargaba la más profunda de las tristezas, y se abrazaba a él deseando que no amaneciera nunca.


El móvil la sacó de sus pensamientos. Un WhatsApp.


«Por fin en casa, ¿qué estás haciendo?»


Debía decirle que estaba en casa, sin cenar y sin nada que echarse al estómago, languideciendo de amor por él. Debía decirle que arrepintiéndose de ser una cobarde. Debía decirle que le amaba.


Contestó.


«Con los amigos en la bolera. ¿Y tú?»


«Pequeña mentirosa», pensó Pedro entre divertido y asombrado. De la bolera nada de nada. Sintiéndose esperanzado había comprado algo de comida china para llevar y se había dirigido hacia la casa de ella. En un impulso de última hora paró en una tienda que abría veinticuatro horas y compró una cartulina rosa y un rotulador de purpurina rojo.


Estaba enfrente de la casa de Paula, viéndola por la ventana. Se sentía como un acosador, pero se moría por verla y tenía la esperanza de que no le rechazase. Con que en la bolera, ¿eh? Quizá estaba como él, sola y pensando en verle. Cogió el rotulador, escribió y salió del coche sonriendo a pesar de saberse un cursi.


Paula estaba delante de la tele cambiando de canal cada dos segundos incapaz de centrarse cuando sonó el timbre.


Un cosquilleo de anticipación le recorrió la columna, pero enseguida se refrenó. «Será tu madre, y es lo que menos te apetece, así que déjate de tonterías y abre».


Su madre le había dicho que si no esa noche, por la mañana se acercaría a enseñarle el vestido que se había comprado para la boda de su primo mayor. Desde luego no eran horas, pero…


Abrió la puerta y quedó conmocionada.


Pedro estaba de pie, en el vano, mirándola. En una mano llevaba una bolsa del restaurante chino de al lado de su casa. En la otra una cartulina rosa escrita con un rotulador
ridículamente precioso. Se leía:
«Te he echado de menos. ¿Me dejas quedarme a dormir contigo?»










ATADOS: CAPITULO 19





Un mes después habían adoptado una cómoda rutina.


Pasaban el día juntos en la oficina y cenaban en casa de Paula casi todas las noches. Los fines de semana, en cambio, ella se negaba en rotundo a quedar y lo sacaba de quicio a él. Argumentaba que los fines de semana siempre había quedado con sus amigos y que si de repente desaparecía su madre o su hermana se enterarían, dado que la suya era una ciudad pequeña y no quería tener que mentirles. Pedro se moría por decirle que no necesitaba mentirles, que con contarles la verdad era suficiente, pero Paula abortaba cualquier intento de hacer pública su relación. Él no sabía exactamente cuál era su problema como tampoco sabía cómo abordar sus reservas. Lo único que tenía claro era que ella bien valía la espera. Así que se dedicaba a mostrarse encantador, a armarse de paciencia y a esperar hasta que cambiara de idea.


Una noche de miércoles estaban en el dormitorio de la segunda planta de su casa viendo un partido de la Champions League completamente desnudos, después de una sesión de sexo extenuante, cuando sonó el timbre y acto seguido se abrió la puerta de la casa.


—Paula, soy mamá, he venido a por unos libros. ¿Puedo pasar?


Estaba claro que no esperaba respuesta porque se la oía subir los peldaños. Paula empujó con fuerza a Pedro, quien fue pillado por sorpresa y cayó de la cama. Subió el edredón indicándole que se escondiera. Saltó también ella, lanzó su traje debajo de la cama y le vino justo ponerse un camisón cuando su madre llamó y abrió.


—Hola, cariño.


—Mamá, qué sorpresa. No te he oído llegar.


Su madre miró la tele significativamente.


—Lo que no me sorprende si estabas viendo el fútbol. Lo tuyo con ese deporte raya la obsesión, hija.


Ella le dio la razón mientras la sacaba de su habitación.


—¿A qué has venido? —Vio libros en su mano—. ¿A llevarte lectura y a traérmela a mí?


Madre e hija eran muy aficionadas a las novelas románticas así que compraban libros por separado, llamándose siempre primero para asegurarse de que no los tenían, y después se los cambiaban.


—Pues sí. He cenado con la tía y he pensado en coger unas novelas y traértelas.


—¡Estupendo! Tengo algunas preparadas para ti.


Diez minutos después Paula regresaba, su madre ya en la calle. Pedro estaba vestido. Ella se reía.


—Ufff, ha faltado poco ¿eh?


Estaba enfadado, en cuanto le miró a la cara se dio cuenta.


—Pasaré del tema porque entiendo que me has tirado debajo de tu cama, literalmente, porque no querías que tu madre te pillara con un hombre en la cama y no porque no querías que tu madre te pillara conmigo en la cama.


Agradeció que no profundizara. Sonrió de nuevo, insegura.


—¿Ya te vas? No seas así, quédate.


—¿Para qué? ¿Para que me eches más tarde?


Se puso a la defensiva.


—¿Qué pretendes, quedarte a dormir? ¡Venga ya! Tú no eres de los que se queda a dormir, estoy convencida.


Ahora estaba cabreado de veras. Su voz sonaba tensa, como si apenas pudiera controlarse.


—Paula, me temo que tú no tienes ni idea del tipo de hombre que soy. —Se amilanó ante su ira—. Pero te diré qué tipo de tío no soy. No soy de los que se esconden debajo de una cama, ni de los que no quedan los fines de semana, ni de los que ocultan una relación como cuando iban al instituto. ¡Que me has hecho meterme debajo de una cama, joder!


Se iba encogiendo a cada palabra y la palabrota todavía le preocupó más. Sabía que tenía razón pero no podía remediar hacer lo que hacía. Estaba convencida de que si alguien se enteraba de lo suyo se reiría. No pegaban ni con cola. Y todo el mundo se lo haría saber. Mientras nadie lo supiera, mientras nadie dijera en voz alta que lo suyo no podía funcionar, todo iría bien. Él corto sus pensamientos.


 Mientras se ponía la chaqueta le dijo:
—Y desde luego no soy el Santo Job, Paula. Mi paciencia no es infinita.


No le gustaban las amenazas y eso sonaba como una maldita amenaza. Se aferró a ella dado que era a lo único que podía aferrarse. En el resto tenía razón y ella debía callar.


—¿Es eso un ultimátum?


Como respuesta le dio un beso, un beso duro.


—No vuelvas a meterme debajo de una maldita cama, Paula. Va en serio.


Y se fue sin decir nada más y sin mirar atrás. Esta vez, debía reconocer, la gran salida había sido toda suya.


Al día siguiente Pedro tuvo que irse a Madrid por una urgencia en otra de sus empresas. Entró en su despacho, le dijo que tenía que ausentarse por unos días y se fue. 


Apenas le rozó los labios a modo de despedida.


Paula se pasó toda la mañana y la tarde dándole vueltas al tema. Por un lado, porque no tenía nada mejor que hacer, dado que sin él ella no tenía trabajo. Y por otro porque estaba preocupada. Su exceso de celo podía cargarse lo que tenían. Seguía convencida de que si hacían pública su relación esta tendría los días contados. Pero al parecer manteniéndola en privado no iría mucho mejor.


Se hallaba en la dicotomía más complicada de su vida. ¿Qué hacer? Fuera como fuese seguro que no iban a resolverlo a trescientos cincuenta kilómetros de distancia, así que lo mejor era hacer las paces. Y en arreglar «cagadas» era una experta. Cogió el móvil.


«Si estás enfadado porque anoche te tiré de la cama recuerda que debajo de la cama tiene la mano María.»1


De inmediato envió un segundo WhatsApp.


«Siento lo de mi madre. Te echo de menos. Un beso.»


Esperó la respuesta de él. En los veinte minutos que tardó en llegar su estómago se encogió tanto que pensó que vomitaría la comida. Por fin sonó su móvil.


«Tu encanto no te salvará siempre, pero por esta vez aceptaremos pulpo como animal de compañía.»


Sonrió aliviada. En el futuro tendría que ser más cuidadosa. 


Quizá debiera cambiar la cerradura y no dar llaves a su madre. O dejar la llave puesta dentro cuando estuviera con él. Lo bueno es que su toma de decisión se postergaba. 


Todavía no tenía que decidir qué hacer con Pedro.


Su móvil volvió a sonar. Era otro WhatsApp suyo. Nerviosa lo abrió.


«Ah, y yo también te quiero.»


1 Juego de palabras en valenciano o catalán que traducido significa «debajo de la cama te la mamaría».