viernes, 16 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 12




Después de comer, regresaron al piso, que ya parecía otro. 


Al verlo nadie se habría creído que apenas unos días atrás era tan solo un espacio vacío de muebles, telas, cuadros y cualquier tipo de adorno. Ahora ni la mismísima ElleDecor habría desdeñado hacer un reportaje en aquellas amplias y
luminosas habitaciones, decoradas con muebles modernos, pero cómodos, en cuyas paredes se sucedían los lienzos, enormes y llenos de color, y en las que se respiraba una atmósfera acogedora por todos los rincones.


Paula se apresuró a desenvolver las últimas compras y a retirar el embalaje de un par de butacas y dos mesitas más que habían llegado durante su ausencia. Pedro la ayudó y, durante la siguiente media hora, estuvo trasladando muebles de un lado a otro, para que ella pudiera ver el efecto, sin protestar ni una sola vez.


—Da gusto contar con un tipo tan fuerte como tú para estos menesteres —afirmó, encantada, la enésima vez que él cambió de lugar una de las mesas.


—Tengo que hablar con mi abogado —masculló el americano en voz baja, aunque de forma bien audible—. Me parece que en la parte del contrato en la que se habla de esclavos hay un exceso de letra pequeña.


Paula echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, aquel hombre siempre la hacía reír.


—Tranquilo, ya casi hemos terminado. Solo falta este toque y… —colocó la escultura que acababan de comprar, que según Paula era una alegoría de la libertad y según él reproducía un cerdo abierto en canal, sobre la inmensa mesa de centro del salón y dijo—: Voilà!


Pedro miró a su alrededor con aire satisfecho y comentó:
—Lucas tenía razón, Paula, tienes un gusto exquisito. A pesar de que yo no soy un buen juez en estos asuntos, es evidente que el piso, además de haber quedado espectacular, tiene eso que hasta ahora no había conseguido lograr en ninguno de los lugares en los que he vivido desde que dejé el pequeño apartamento de mi madre en Chicago: un intenso sabor a hogar. Me encanta, Paula, baby, de verdad.


Sus palabras la emocionaron profundamente y no pudo evitar que sus ojos se humedecieran al responder:


—Muchas gracias, Pedro, eso es lo más bonito que me podías decir. He decorado esta casa como si hubiera sido la mía propia y me llena de satisfacción pensar que estás contento con el resultado. Solo espero que tu prometida opine igual que tú.


Pedro se encogió de hombros y replicó con arrogancia:
—Si no lo hace, me temo que me veré obligado a cambiar de novia.


Al escuchar aquello, Paula pasó del llanto a la risa y lanzó una nueva carcajada.


—Ahora, si no te importa, iré a preparar mi equipaje y luego descansaré un poco antes de empezar a vestirme para la cena. Es increíble pensar que mañana regresaremos a España; eso de que el tiempo pasa volando es mucho más que un tópico. —De repente, notó que, por primera vez desde que lo conocía se había puesto serio de verdad y preguntó, preocupada—: ¿Te pasa algo, Pedro?


El americano hizo un gesto airoso con la mano y esbozó una sonrisa que a ella le pareció poco sincera.


—Qué va, qué va. Es que, de pronto, me ha dado por pensar que es una pena que tengamos que salir en nuestra última noche. El piso está tan bonito que lo que me apetece en realidad es cocinar algo de cena y quedarnos aquí charlando los dos.


—Definitivamente, he acertado con la decoración —afirmó, Paula muy satisfecha—. Que un hombre como tú, al que le gusta vivir en hoteles y que casi siempre come y cena, e incluso desayuna, en restaurantes, diga que le apetecería quedarse en su casa tranquilo, es un auténtico triunfo. ¡Bien
por mí!


Se la veía tan encantada consigo misma, que Pedro no pudo reprimirse y le dio uno de aquellos abrazos de oso que a India le hacían ver las estrellas.


—¡Ay, Pedro, un día de estos me vas a asfixiar! —protestó, al tiempo que se libraba de él con habilidad—. Ya verás como te lo pasas bien. Los amigos de Anaïs siempre resultan interesantes. Cuando termine de recoger y de arreglarme, te ayudaré a elegir la ropa que llevarás esta noche.


Ya en su cuarto, Paula se dedicó a la engorrosa tarea de volver a meter en la maleta toda la ropa que había llevado, salvo el modelo y los complementos que se pondría esa noche y lo que llevaría durante el viaje. Cuando terminó, calculó la diferencia horaria con Madrid y estuvo más de media hora hablando con Sol y con la Tata. Después, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama para descansar un rato.


Esa vez, cuando sonó el despertador una hora más tarde lo oyó a la primera y, sintiéndose mucho más fresca, empezó a arreglarse. Sabía que a Anaïs le bastaría una mirada para calcular exactamente los años que tenía su vestido crudo de Armani, que era lo que le hubiera gustado llevar para una
ocasión como aquella, así que optó por ponerse una minifalda de pedrería de Zara, junto con una favorecedora blusa sin mangas que había comprado el verano anterior en un mercadillo. Las combinó con una serie de collares y pulseras de cerámica de vistosos colores que ella misma había diseñado después de asistir a uno de tantos cursos que había realizado durante su etapa de estudiante, y las
sandalias de Jimmy Choo que Álvaro le había regalado con ocasión de su penúltimo cumpleaños juntos.


Se maquilló con esmero, cepilló su melena oscura hasta que quedó reluciente y decidió que la ocasión merecía que se rociara con su perfume favorito, cuyas últimas gotas escatimaba con la tacañería de un avaro. Satisfecha con el reflejo que le devolvía el espejo, decidió ir a ver de qué se
había disfrazado su jefe.


Golpeó la puerta con los nudillos un par de veces, pero no recibió respuesta. Repitió la llamada una vez más, con el mismo resultado, así que decidió entrar y, en ese preciso instante, se abrió la puerta del baño y Pedro Alfonso, igual que un Adán, pero sin la oportuna hoja de parra, salió del baño con una toalla colgada del hombro por toda vestimenta.


—¡Ah!


Tan solo consiguió articular aquella escueta interjección antes de cubrirse el rostro ardiente con ambas manos; aunque fue incapaz de dejar de espiar por entre las rendijas de los dedos. A pesar de lo embarazoso de la situación, el americano echó mano de la toalla sin perder la calma y, con un rápido movimiento, envolvió con ella sus estrechas caderas.


Paralizada en el umbral de la puerta, el único pensamiento coherente de Paula durante aquellos tensos segundos fue preguntarse si alguna vez, antes de hacerse millonario, el dueño de aquel cuerpo espectacular habría hecho bolos en alguna película porno. Al percatarse de que empezaba a
desbariar, hizo un esfuerzo por rehacerse y, avergonzada por completo, balbuceó una disculpa:
—Pe… perdona, Pedro. Iba a sacar la ropa del… del armario. Creí… pensé que estabas en el cuarto de baño. Yo… yo… lo siento, de verdad. —Paula dio gracias a Dios por llevar una buena capa de maquillaje; al menos esperaba que disimulase el hecho de que varios vasos capilares
estaban a punto de estallar en sus mejillas.


—Bueno, Paula, no te preocupes. Imagino que no soy el primer hombre que ves desnudo.


Estaba tan tranquilo que ella empezó a sentirse ridícula. 


Enfadada consigo misma, se dijo que lo mejor sería hacer algún comentario jocoso para quitar hierro al asunto y salir de allí pitando; sin embargo, se sentía incapaz de hacer ninguna de las dos cosas.


—No, no… claro, qué tontería. Estuve… estuve casada más de tres años —soltó una risita como de alumna de colegio de monjas.


«¡Por Dios, Paula», se regañó, «reacciona de una vez, pareces una adolescente lerda!».


Saltaba a la vista que él no sentía la menor turbación, pues se acercó a ella con aplomo, la agarró de la mano y la arrastró hasta el armario sin que, al parecer, el hecho de estar completamente desnudo bajo aquella diminuta toalla le causara una especial preocupación.


—Venga, elige —ordenó.


Paula hizo un esfuerzo sobrehumano para apartar de su mente la visión de aquel espléndido conglomerado de músculos, tendones, carne morena y… ¡cielos! Sacudió la cabeza y trató de concentrarse en elegir algo adecuado para la ocasión.


—¡Esto es perfecto! —exclamó en un amañado tono festivo.


Con mano temblorosa sacó unos elegantes pantalones oscuros y una inmaculada camisa blanca de gemelos, los dejó encima de la cama y se volvió para salir de allí cuanto antes. Sin embargo, él no parecía estar por la labor de dejarla marchar todavía y la agarró por el brazo para detenerla.


—¿Qué cinturón, el marrón de cuero?


—Por supuesto que no, Pedro —Otro viaje al armario para coger el cinturón negro.


—Y los calcetines, ¿de rombos?


Rechinando los dientes, Paula sacó de un cajón unos calcetines de hilo negro de Escocia y los puso con todo lo demás. Aquel pecho imponente estaba demasiado cerca, se dijo, tenía que alejarse de allí cuanto antes. No recordaba haberse sentido tan sofocada jamás; a lo mejor estaba incubando otra gripe.


—Bueno, y ahora te dejo para que te sigas vistiendo. —Apenas se atrevió a mirarlo durante un breve segundo, pero en los impactantes ojos azules leyó el regocijo más absoluto.


¡Aquel hércules medio desnudo se lo estaba pasando de miedo a su costa!


Por fin logró escabullirse en dirección al salón y se derrumbó sobre uno de los sofás, al tiempo que se abanicaba el rostro congestionado con la mano. Diez minutos después, Pedro, impecablemente vestido, hizo su aparición. Paula agradeció que no hiciera ningún comentario, pero el alegre chisporroteo de sus pupilas no le pasó desapercibido; sin embargo, aquellos minutos le habían servido para recobrar la compostura, así que comentó con aparente indiferencia:
—Lo mejor será coger un taxi.


—Me parece muy bien —El americano se inclinó en una burlona reverencia—. Las damas primero.





TE QUIERO: CAPITULO 11





Paula no había parado de protestar desde que Pedro la había despertado a una hora intempestiva para ir a correr a Central Park. Sin dejar de mascullar imprecaciones, se enfundó la sudadera y las mallas que Candela le había prestado —en realidad, eran a mitad de pierna, pero a ella le llegaban por los tobillos— y unas viejas zapatillas, reliquias de cuando jugaba al tenis años atrás. Se recogió el pelo en una coleta y, arrastrando los pies, se dirigió hacia el salón donde Pedro la esperaba, vestido a su vez con unos descoloridos pantalones cortos de algodón y una camiseta, no muy nueva, que resaltaban las musculosas piernas cubiertas de vello claro y la anchura de sus hombros.


—Habrá que hacer algo con esas zapatillas —fue su único comentario al verla.


—No te preocupes, no será necesario. Correr no entra en ninguno de mis planes de futuro.


Pedro apoyó una mano en la parte baja de su espalda y la empujó sin contemplaciones en dirección a la puerta.


—¿Tengo que recordarte quién eres, esclava? —preguntó, amenazador, pero ella se limitó a soltar otro de aquellos gruñidos tan característicos.


Un cuarto de hora más tarde, Paula se recostaba sobre el respaldo de uno de los bancos del parque, moribunda.


—¡No puedo más! —gimoteó, sumida en una orgía de autocompasión.


Pedro daba vueltas en torno a ella sin dejar de correr.


—¡Venga, baby, cinco minutos más! ¡No puedes rendirte ahora, eso es de nenazas!


—¡Pero yo soy una nenaza! —replicó con un nuevo lloriqueo—. Me duele todo, mañana tendré agujetas hasta en las uñas. No me gusta el deporte. ¡Odio hacer deporte! Y el deporte que más odio en el mundo es correr. ¡Y deja de dar vueltas a mi alrededor, me estás mareando!


El americano sacudió la cabeza, pesaroso.


—No puedo, baby, si dejo de correr me quedaré frío, y aún nos quedan unos cuantos kilómetros.


—¡No me llames baby! —exclamó, rabiosa.


—Uy, pues sí que te pone de mal humor hacer deporte… —Pedro sacudió la cabeza una vez más y decidió cambiar de estrategia—. Al otro lado del lago, a un par de kilómetros más o menos, hay un puesto en el que venden los mejores bagels de Nueva York. Si consigues llegar hasta allí sin
arrastrarte, te compraré todos los que quieras y, además, te invitaré al café más grande que puedas beber.


A Paula se le hizo la boca agua al oírlo. ¡Necesitaba aquel café!, se dijo, y estaba dispuesta a todo para conseguirlo, así que se enderezó, se apretó la mano contra el costado derecho, que le ardía, y salió disparada en la dirección que él había indicado.


Con una enorme sonrisa, Pedro corrió detrás de ella sin dejar de admirar la manera provocativa en la que aquellas mallas rojas se ajustaban a su delicioso trasero.


El resto de la semana pasó volando. Los días seguían un mismo patrón: por la mañana temprano salían a correr al parque —al parecer Paula se había resignado, pues ya solo se la oía refunfuñar un par de veces por kilometro recorrido—, luego desayunaban por ahí y volvían al piso a ducharse.


Durante una hora más o menos, Pedro se dedicaba a hablar por teléfono y a consultar su correo electrónico mientras ella hacía lo propio, y el resto del día lo dedicaban a ir de compras. Hacía años que Paula no compraba tantas cosas, sobre todo, con esa agradable sensación de no tener que
preocuparse por el dinero que gastaba. A pesar de que la mayoría de los muebles los adquirieron en la tienda de su amiga, rebuscaron en todos los mercadillos de la zona, desde el mercado de las pulgas de Hell’s Kitchen, hasta el Soho Antique Fair and Collectibles Market, pasando por todos los bazares más o menos cutres de Chinatown.


Paula casi había olvidado lo divertido que era buscar piezas curiosas entre toda aquella amalgama de trastos más o menos viejos. Sorprendida, descubrió que a Pedro Alfonso también le divertía aquello enormemente, no por el hecho de encontrar los objetos en sí, sino porque era un maestro del regateo y, al final, siempre conseguía que el vendedor se tirara un par de veces de los pelos antes de cerrar el trato con un firme apretón de manos.


El viernes, postrados sobre las sillas de la terraza de un coqueto café y rodeados de bolsas por todas partes, Paula observó a Pedro mientras este le pedía al camarero un par de hamburguesas y dos cocacolas, y pensó que hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Su jefe, aquel entrañable gigantón, era un hombre divertido y encantador, aunque, en su opinión, su sentido del humor estaba hiperdesarrollado. Después de la cantidad de horas que habían pasado juntos, Paula había descubierto uno de los rasgos más característicos de su personalidad: Pedro Alfonso era un bromista incorregible y, a menudo, tenía la sensación de que fingía sus frecuentes lapsus en cuestión de modales por puro divertimento.


Paula le seguía la corriente; al fin y al cabo, necesitaba aquel trabajo y si él estaba dispuesto a pagar semejante dineral por sus servicios, necesarios o no, no sería ella la que protestara. No entendía sus razones; quizá eran sus contactos a los que había echado el ojo y el resto puro afán de diversión; pero, por el momento, haría como que no se daba cuenta. Esperaba que él le explicase sus motivos antes o después; sin embargo, al escucharlo sorber ruidosamente los restos de la cocacola con su pajita, se dijo que, al parecer, sería más bien después.


—¡Pedro Alfonso, suelta esa pajita a la de ya! —ordenó, imperiosa, sin dejar de apuntarle con el dedo índice.


El grandullón que se sentaba frente a ella soltó un suspiro abatido y contestó con tono de reproche:
—Aún tengo sed y me encanta cuando los hielos comienzan a derretirse, y el agua tiene un ligero regusto a cocacola. No sé por qué debo renunciar a ello. —Le lanzó una mirada desafiante y dio otro de esos atronadores sorbos.


Paula hizo un esfuerzo para no reírse. Desde luego, aquel hombre era especial; había llegado a apreciarlo casi tanto como a Lucas o a Candela. Sin embargo, lo miró severa y alzó una ceja con altivez.


—¿Porque yo lo mando?


Los ojos azules brillaron llenos de diversión, pero él también mantuvo el rostro muy serio.


—Pensé que eras mi esclava.


—Pobre iluso… —Paula sacudió la cabeza con una mirada de conmiseración.


—Está bien, lo que tú digas, Paula, baby. —Aquella expresión de mansedumbre borreguil acabó de golpe con la seriedad de Paula.


—Eres tremendo, Pedro Alfonso —afirmó sin poder parar de reír.



TE QUIERO: CAPITULO 10






Dos horas más tarde, una mosca molesta hizo que Paula arrugara la nariz y siguiera durmiendo, pero el insecto insistió, así que, profundamente amodorrada, y aún con un pie dentro de aquel sueño tan agradable en el que ella volvía a ser de nuevo una niña feliz y sin preocupaciones, se frotó la nariz con la mano, en un intento de espantar a aquel bicho molesto que ahora insistía en soplarle en el rostro. Con un gruñido, se hizo un ovillo y trató de volver a dormirse, pero una voz grave que le hizo cosquillas en el oído la despertó por completo.


—¡Arriba, dormilona!


Abrió los párpados en el acto y miró a su alrededor, alarmada. De pronto, no tenía ni idea de dónde demonios se encontraba. Una mano, enorme y cálida, le apartó un mechón de pelo de la frente, y al reconocer al dueño de aquellos dedos, Paula se relajó de nuevo y le lanzó una sonrisa perezosa.


—No he oído el despertador —bostezó.


—Me parece a mí que cuando duermes no oyes absolutamente nada. He tenido que recurrir a todo mi repertorio de trucos sucios para conseguir despertarte.


Paula se incorporó un poco hasta quedar apoyada en el cabecero. Pedro estaba sentado a un lado del colchón y sus llamativos ojos claros la miraban de una manera que, si no hubiera estado tan atontada todavía, le habría resultado de lo más perturbadora.


—Seguiría durmiendo… —Se le cerraban los párpados al decirlo.


—Negativo. Si sigues durmiendo pasarás la noche en modo lechuza, así que lo mejor será que te levantes. ¿Te apetece dar un paseo? ¿Ir al cine? ¿A un musical? ¿Saludar a Miss Liberty?


Paula soltó un gruñido.


—¿Siempre te levantas tan activo? Lo pregunto por si me pego un tiro ahora o lo dejo para más tarde.


Pedro la miró sonriente y replicó:
—No he dormido. He aprovechado para hacer algunas llamadas. Y tú, ¿te levantas siempre tan gruñona?


La única respuesta que obtuvo fue un nuevo gruñido, antes de que ella se estirara sin disimulo y saltara, al fin, de la cama. Corrió al cuarto de baño y cuando salió de nuevo se la veía totalmente despejada.


—Si no te importa, Pedro, trabajaré un poco. Me gustaría hacerme una idea aproximada de lo que quieres para poder empezar cuanto antes. Una amiga mía tiene una tienda fantástica en el Soho y un gusto exquisito, así que he pensado que mañana iremos a verla.


Paula le hizo sacar los planos del piso y, metro en mano, fueron habitación por habitación, tomando decisiones. En realidad, era ella la que decidía dónde iría cada cosa; estaba claro que a Pedro Alfonso la decoración no era algo que le quitara el sueño, precisamente.


—Podrías darme algún dato más concreto, Pedro, no quiero meter la pata —se quejó Paula ante su enésimo encogimiento de hombros.


—Ya te lo he dicho, baby…


—¡No me llames baby!


—Perdona, Paula, baby, sé que me gustará cualquier cosa que tú elijas. Por eso te contraté.


Ella lo miró con expresión de desconcierto.


—Pero cuando me contrataste no tenías ni idea de cuáles eran mis gustos. ¿Cómo puedes encargarle semejante cosa a una desconocida? ¿Y si luego no le gusta a tu novia?


Pedro descartó sus dudas con un ademán.


—Lucas me había hablado un poco de ti. Según él, si no hubieras decidido vivir una vida más tranquila serías la it girl del momento; añadió que eras de las que te atabas un lazo al pulgar y establecías una tendencia. Yo entonces no tenía la menor idea de qué diablos significaba aquello, claro está, pero me lo explicó en profundidad y, en cuanto te vi, supe que no se equivocaba. Te diré,Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara, que tienes algo…


Al notar que empezaba a ponerse roja, Paula lo interrumpió y cambió de tema con firmeza.


—Bueno, déjalo ya. Esta habitación sería perfecta para un bebé. Amplia, luminosa… ahí pondría la cuna y, justo ahí, el cambiador; empapelaría las paredes… —De pronto, hasta el enorme oso de peluche que había decidido que colocaría en un rincón le guiñó un ojo en su mente, y aquello la hizo salir con brusquedad de su ensoñación. Sus mejillas se sonrojaron de nuevo y tartamudeó—: Perdona… a… a veces la imaginación me arrastra sin control; es que me vuelven loca los bebés, así que imaginé… pensé… —Dejó las explicaciones y preguntó de sopetón—: Porque tú quieres tener hijos, ¿no?


Los ojos azules tenían una expresión tierna al contestar:
—Claro que me gustaría tener hijos, pero creo que la habitación habría que decorarla más adelante, no quiero asustar a mi futura esposa.


A Paula, no sabía por qué, aquella conversación le estaba resultando un tanto perturbadora.


—Por supuesto, tienes toda la razón. Dejaremos este cuarto vacío y que tu mujer decida qué quiere poner en él.


Pero Pedro no perdió la ocasión de investigar un poco más.


—Si tanto te gustan los niños, ¿por qué no tuviste más? ¿Algún problema físico?


Ella se acercó a la amplia ventana que daba al parque y contestó sin mirarlo mientras Pedro aprovechaba la oportunidad de estudiar su bonito perfil con detenimiento.


—Álvaro no quería tener más hijos. Yo insistí durante una temporada, pero luego lo dejé estar. Ahora me alegro de que las cosas ocurrieran así. Al fin y al cabo, tengo a Sol, que es una niña maravillosa.


A él no se le escapó el ligero matiz de anhelo en sus palabras y comentó:
—Eres muy joven aún, todavía podrías casarte y tener unos cuantos…


—¡Nunca volveré a casarme! ¡Jamás! —lo interrumpió con rudeza. Avergonzada por su pérdida de control, Paula esquivó una vez más la mirada de aquellas pupilas penetrantes y cambió de tema—. Creo que ya hemos terminado por hoy. Caramba, creo que vuelvo a tener hambre.


Pedro Alfonso la siguió fuera de la habitación con gesto pensativo.


El americano se ofreció a preparar algo de cena y ella aceptó, gustosa. La nevera estaba llena de provisiones; en aquel edificio lo único que tenías que hacer era llamar y pagar para conseguir cualquier tipo de servicio y, para un hombre soltero y demasiado ocupado como Pedro Alfonso, aquello era una de sus mayores ventajas.


Disfrutaron de la cena, sencilla, pero deliciosa, envueltos en una agradable conversación que Paula tuvo que interrumpir en un par de ocasiones para echarle una reprimenda —primero desbarató un intento de sonarse con la servilleta, luego se vio obligada a recordarle que no había que hacer ruido al beber y, por enésima vez, le amenazó con las torturas del infierno si volvía a hablar con la boca llena—; pero, salvo por aquellos pequeños incidentes, la compañía de aquel afable gigante le resultó tan amigable como de costumbre. Sin embargo, cuando ya casi habían acabado de recoger la cocina, Pedro Alfonso percibió como, una vez más, una sombra de melancolía empañaba aquellos ojos de
caramelo líquido.


—¿Echas de menos a tu hija?


A Paula le sorprendió su perspicacia y contestó sin poder evitar que le temblaran un poco los labios.


—Hablé con ella esta mañana, pero es la primera vez que nos separamos desde que Álvaro murió y la echo mucho de menos —confesó con una sonrisa trémula y parpadeando con rapidez, para evitar que sus ojos se desbordaran—. Incluso echo de menos a la Tata.


Pedro se acercó a ella en dos zancadas y la envolvió en un abrazo de oso.


—Tranquila, baby.


Paula sabía que debería protestar, pero se sentía tan a gusto con la cabeza apoyada sobre ese pecho sólido, escuchando el rítmico latido de su corazón, mientras sus dedos grandes y cálidos, le acariciaban la nuca con delicadeza, que permaneció acurrucada un rato, saboreando la sensación de
seguridad que le proporcionaban aquellos brazos tan fuertes.


Por fin, alzó la cabeza y le dirigió una sonrisa cargada de dulzura.


—¿Sabes, Pedro?, a pesar de ser mi jefe, te has convertido también en un buen amigo. Debo admitir que tus abrazos me resultan tan consoladores como los de Lucas. Ahora me encuentro mucho mejor. Buenas noches.


Se puso de puntillas y posó sus labios sobre la áspera mejilla masculina antes de dirigirse hacia su dormitorio. Pedro permaneció inmóvil en el mismo sitio, con las pupilas clavadas en la puerta por la que ella acababa de desaparecer, y si Paula hubiera visto el brillo de deseo salvaje que en aquellos instantes afloraba, sin tapujos, en sus impactantes iris azules, habría salido corriendo.