viernes, 16 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 9

 


Paula se despertó sobresaltada, con el pulso acelerado y desorientada. Pero, a medida que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo ver la habitación, recordó dónde estaba.


Al principio pensó que había dormido tanto que se había hecho de noche, pero luego se fijó en que alguien le había cerrado las cortinas. Agarró el teléfono para ver la hora y comprobó con alivio que solo había dormido una hora y media y que no tenía ninguna llamada perdida de Gabriel.


Marcó su número, pero igual que antes, le saltó directamente el buzón de voz, así que colgó y fue en busca del ordenador portátil, pensando que quizá le hubiera mandado un correo electrónico, pero no pudo conectarse a Internet porque le pedía una contraseña que no tenía. Tendría que pedirla.


El hecho de no haber sabido nada de Karina le hacía pensar que Mia seguía durmiendo. De pronto se dio cuenta de que no sabía qué hacer sin tener que cuidar de su hija. Hasta que se acordó de todas las maletas que la esperaban en el vestidor y decidió matar el tiempo deshaciendo el equipaje.


Se levantó de la cama, pero al entrar en el vestidor no vio las maletas, sino la ropa perfectamente colocada en perchas y estantes. Debía de haber estado allí la doncella mientras ella dormía.


Se puso una ropa más cómoda mientras se preguntaba a qué hora se cenaría en el palacio. Fue a la sala de estar, donde el último sol de la tarde se colaba por las ventanas e inundaba el suelo alfombrado. Al salir a la terraza, se topó con una temperatura tan elevada que le cortó la respiración por un momento. A sus pies se extendía una enorme pradera verde con lechos de flores y, aún más cerca, la piscina de dimensiones olímpicas. Gabriel había presumido de haber mandado construir la piscina porque Pedro era un magnífico nadador; eso explicaba el musculado torso que tenía.


No tenía ningún sentido que estuviera pensando en el torso de Pedro, ni en ninguna otra parte de su cuerpo.


Entonces sonó el teléfono y apareció el nombre de Gabriel en la pantalla. Por fin. El corazón se le llenó de alegría.


El sonido de su voz fue como un bálsamo para sus nervios. Imaginó su rostro, sus amables ojos oscuros y su sonrisa.


–Siento mucho no haber podido estar allí para recibirte –le dijo en su lengua materna, que era tan parecida al italiano, que a Paula no le había costado nada aprenderla.


–Te echo de menos –le dijo ella.


–Lo sé y lo siento. ¿Qué tal el viaje? ¿Qué tal está Mia?


–Fue muy largo y Mia no durmió mucho, pero ahora está durmiendo la siesta y yo también he dormido un buen rato.


–Salí solo veinte minutos antes de que llegaras tú.


–Tu hijo me ha dicho que tenías que atender un asunto familiar. Espero que vaya todo bien.


–Ojalá fuera así. La hermanastra de mi mujer ha sufrido una repentina infección y han tenido que llevársela al hospital.


–Cuánto lo siento, Gabriel –le había hablado de su cuñada, Catalina, que se había quedado con él y con su hijo tras la muerte de la reina–. Sé que estáis muy unidos. Espero que no sea nada grave.


–Están atendiéndola, pero dicen que aún no está fuera de peligro. Espero que lo comprendas, pero no puedo dejarla sola. Ella nos ayudó mucho a Pedro y a mí cuando la necesitamos. Creo que debo quedarme.


–Claro que debes hacerlo. La familia siempre es lo primero.


Lo oyó suspirar, aliviado.


–Sabía que lo comprenderías. Eres una mujer extraordinaria, Paula.


–¿Cuánto tiempo crees que estarás allí?


–Puede que un par de semanas, pero no lo sabré con certeza hasta que se vea cómo responde al tratamiento.


¿Dos semanas sola con Pedro? ¿Qué era eso, alguna broma?


–Te prometo que volveré tan pronto como pueda –le aseguró Gabriel–. A menos que prefieras volver a casa hasta que yo regrese.





NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 8

 

Después de salir de la habitación de la señorita Chaves, Pedro pasó por su despacho, donde su ayudante, Claudia, estaba sentada frente al ordenador jugando al solitario.


–¿Se sabe algo de mi padre? –le preguntó.


La secretaria meneó la cabeza sin apartar la mirada del ordenador.


–Me alegra comprobar lo bien que aprovechas el tiempo –le dijo bromeando.


Ella ni siquiera parpadeó y mucho menos apartó la mirada de las cartas de la pantalla.


–Estos juegos mantienen ágil la mente.


Con casi setenta años, nadie se habría atrevido a decir que la mente de Claudia no era ágil. Llevaba trabajando para la familia real desde 1970 y había sido también la secretaria de la reina. Todo el mundo creía que se jubilaría tras la muerte de la reina, pero no. Aseguraba que el trabajo la mantenía joven y, dado que su esposo había fallecido hacía dos años, Pedro imaginaba que se sentiría sola.


–¿Estás cansado? –le preguntó al mirarlo y verlo bostezar.


Después de todo un mes luchando con el insomnio, siempre estaba cansado y no estaba de humor para otro sermón.


–Estoy seguro de que dormiré como un bebé en cuanto se vaya.


–¿Tan mala es?


–Es horrible.


–¿Lo sabe después de pasar con ella… treinta minutos?


–Lo supe en cuanto la vi bajar del avión.


–¿Y en qué se basa?


–Solo quiere su dinero.


Claudio enarcó una ceja.


–¿Se lo ha dicho ella?


–No es necesario que lo haga. Es joven, guapa y madre soltera. ¿Qué otra cosa podría querer de un hombre de la edad de mi padre?


–Para su información, Alteza, un hombre con cincuenta y seis años no es tan viejo.


–Para ella sí.


–Su padre es un hombre atractivo y encantador. ¿Quién dice que no pueda haberse enamorado de él?


–¿En solo unas semanas?


–Yo me enamoré de mi marido en nuestra primera cita. No subestime el poder de la atracción.


Pedro apretó los dientes. La idea de que su padre y esa mujer… ni siquiera quería pensar en ello. No tenía la menor duda de que ella lo había seducido. Así era como actuaban las de su clase. Lo sabía por experiencia, él mismo lo había sufrido. Y su padre, a pesar de su firme integridad moral, era tan vulnerable a sufrirlo como cualquier otro.


–¿Es muy atractiva? –le preguntó Claudia.


Por mucho que deseara decir lo contrario, no podía negar su belleza.


–Sí. Pero tuvo una hija sin estar casada.


Claudia abrió la boca con fingida sorpresa.


–¡Que le corten la cabeza!


Pedro le lanzó una mirada heladora.


–¿Se acuerda en qué siglo estamos? Los derechos de las mujeres, la igualdad y todas esas cosas.


–Sí, pero mi padre es un hombre muy tradicional. No es propio de él. Lo que ocurre es que se siente solo, echa de menos a mi madre y por eso no piensa con claridad.


–Me parece que lo está subestimando. El rey es muy inteligente.


Eso era cierto, pero también era obvio que estaba confuso. Nadie podría convencerlo de que lo que estaba pasando entre su padre y la señorita Chaves no era algo temporal. Hasta que ella se fuera, se limitaría a evitarla.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 7

 


Pedro la llevó por un largo pasillo alfombrado.


–¿El personal de servicio siempre es tan alegre? –le preguntó.


–¿No le basta con que vayan a estar pendientes de todos sus caprichos? –respondió Pedro sin mirarla–. ¿Además tienen que hacerlo con alegría?


Giraron a la derecha al final del pasillo, donde él abrió la primera puerta de la izquierda. Gabriel le había dicho que ocuparía la habitación de invitados más grande, pero Paula no había imaginado que tuviera semejantes dimensiones. La suite presidencial del hotel en el que trabajaba parecía un agujero en comparación con aquella estancia. La habitación principal era un espacio amplio de techos altos y grandes ventanales, decorado en distintos tonos de amarillo y verde. Había una zona de estar con sillones colocados frente a una enorme chimenea. También había una zona de comedor y otra de trabajo, con un escritorio y unas estanterías abarrotadas de libros.


–Qué bonito –dijo–. El amarillo es mi color preferido.


–El dormitorio está por allí –Pedro le señalo la puerta que había al fondo.


Apenas abrió dicha puerta, Paula se quedó asombrada. La habitación era puro lujo, con una enorme cama con dosel, otra chimenea y una televisión gigantesca. Lo que no vio fue la cuna que le había prometido Gabriel.


Empezaban a dolerle los brazos de cargar con el peso de Mia, por lo que la dejó en el centro de la cama, rodeada de almohadones por todas partes, por si se daba la vuelta. La pequeña ni se inmutó con el cambio. De vuelta a la sala de estar, Paula vio un vestidor en el que habrían cabido cuatro armarios como el que ella tenía en casa; y el baño, con bañera y ducha, tenía todas las comodidades que una pudiera desear.


Encontró a Pedro de pie junto a la puerta, cruzado de brazos y mirando el reloj con impaciencia.


–Gabriel me dijo que habría una cuna para Mia, pero no la he visto. Se mueve mucho mientras duerme, así que no puede dormir en una cama, y menos en una tan alta como esa.


–La habitación infantil está al final del pasillo –se limitó a decirle como si fuera algo obvio.


–Entonces espero que haya un intercomunicador para que pueda oírla si se despierta por la noche.


–De eso se encarga la niñera –dijo, perplejo.


–¿Y dónde duerme la niñera? –preguntó de todos modos.


–En la habitación que está al lado de la infantil –seguía respondiendo en un tono que daba a entender que sus preguntas eran absurdas.


Seguramente en su mundo era perfectamente normal que los niños quedaran al cuidado del personal de servicio, pero ella no vivía en ese mundo. Ni mucho menos. Y él debía de saberlo.


Tendría que pensar si quería que la niñera se hiciese cargo de Mia por las noches. No quería poner dificultades, ni ofender a Karina, que seguramente fuera toda una profesional, pero Paula no corría el menor riesgo cuando se trataba de Mia. Si era necesario, le pediría a Pedro que trasladaran la cuna a su dormitorio y, si ponía algún impedimento, dormiría en la habitación infantil hasta que regresara Gabriel.


–Si no necesita nada más –le dijo Pedro, dándose ya media vuelta.


Pero Paula no iba a dejarlo libre todavía.


–¿Y si necesito algo? –le preguntó–. ¿Cómo hago para encontrar a alguien?


–En el escritorio encontrará un teléfono y un listado con las extensiones.


–¿Y cómo sé a quién llamar?


–Si quiere comer o beber algo, tiene que llamar a la cocina. Si necesita toallas o sábanas limpias, llame a la lavandería… ya sabe.


–Y si necesito hablar con usted. ¿Su teléfono también está en la lista?


–No, y si lo estuviera, tampoco estaría disponible.


–¿Nunca?


Vio cómo apretaba la mandíbula.


–Cuando mi padre no está, debo estar al servicio de mi país.


Pedro –le dijo en un tono de voz que esperaba transmitiera sinceridad–, sé cómo se siente, pero…


–Usted no tiene la menor idea de lo que siento –la interrumpió en un tono tan duro que hizo que Paula diera un paso atrás–. Mi padre me pidió que la ayudara a instalarse y eso es lo que he hecho. Ahora, si no quiere nada más.


Entonces se oyó carraspear a alguien y ambos miraron a la puerta. Allí estaba la niñera.


–Las dejo para que puedan hablar –dijo Pedro antes de escapar a toda prisa.


Y se llevó consigo cualquier esperanza que Paula hubiera podido albergar de llevarse bien con él.


–Pasa –le dijo a Karina.


La muchacha entró con gesto nervioso.


–¿Quiere que me lleve a Mia para que pueda descansar?


Lo cierto era que estaba agotada y le costaría más descansar teniendo a Mia en la cama, pues no podría dejar de pensar en que la niña podía caerse de la cama mientras ella dormía. Y lo que menos necesitaba en esos momentos era que Pedro pensara que, además de ser una cazafortunas, también era mala madre.


–La verdad es que me vendría bien echarme una siesta –reconoció–. Pero me gustaría que me la trajeras si se despierta llorando. Se va a sentir muy desorientada cuando despierte en un lugar totalmente nuevo y vea a alguien que no conoce.


–Muy bien, señora.


–Llámame Paula, por favor.


Karina asintió, pero era evidente que le incomodaba la idea.


–Mia está dormida en la cama. ¿Qué te parece si la llevo yo y así veo dónde está la habitación?


La niñera volvió a asentir.


Tampoco ella parecía muy habladora.


Dejó a Mia en la cuna y la tapó con una manta. La niña estaba tan cansada que ni se movió.


Ya en su suite, miró el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada, pero no había ninguna. Llamó al móvil de Gabriel y le dejó un mensaje en el buzón de voz.


Dejó el teléfono en la mesilla de noche, se tumbó y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, estaba todo oscuro.