lunes, 14 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 49





Pasaron el resto del día jugando con los niños, incluso se fueron de excursión con seis o siete de los mayores por el bosque que había detrás del orfanato. Disfrutaron mucho del paseo bajo los altos árboles. La luz del sol se filtraba entre las ramas.


Algún tiempo después, ya cansados y sudorosos, se sentaron a merendar y se distrajeron contando historias y cantando. A Paula le hubiera encantado poder congelar ese instante, se sentía más feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo.


De vez en cuando, sentía que Pedro la estaba observando. A ella le costaba mirarlo, quizá temiera que lo que estaba sintiendo fuera demasiado evidente en sus ojos. Eran sentimientos que aún no sabía cómo definir. 


Algún tiempo después, cuando por fin se atrevió a mirarlo, vio que él le sonreía. Ella le devolvió la sonrisa. Le parecía increíble que un gesto tan simple como aquél le hiciera sentir como si todo un mundo nuevo se abriera delante de ella.


Volvían ya hacia el orfanato cuando tropezó con la abultada raíz de un árbol y cayó al suelo.


Pedro corrió enseguida a su lado.


—¡Cuidado!


—¿Has visto que hábil soy? —le dijo ella con ironía.


—¿Estás bien?


—Sí, gracias.


Él volvió a sonreírle y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Durante un segundo, pensó que quizá estuviera siendo simplemente amable. Pero decidió que, aunque así lo fuera, no quería despreciar su atención. Tomó la mano que le ofrecía y caminaron así hasta estar de vuelta en el hogar infantil.





LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 48




Pedro alquiló un todoterreno en el hotel y condujo con Paula hasta la ciudad para comprar algunas cosas. Se hizo con frutas y verduras frescas, cajas de cereales, latas de conservas, leche y galletas. Paula lo miraba como si se hubiera vuelto loco.


—Ya verás —le dijo a modo de explicación.


Salieron de la ciudad y condujeron hasta las montañas. La carretera era estrecha y con muchas cunas. No llevaban puesta la capota del coche y el aire agitaba la melena rubia de Paula. 


No pudo evitar recordar lo sedosa que era entre sus dedos.


Apenas hablaron durante el trayecto, pero era un silencio cómodo. Era como si se conocieran de toda la vida. No lo entendía, pero prefería no pensar demasiado en ello, había muchas cosas últimamente que le estaban sorprendiendo de su propio comportamiento.


Había hecho ese viaje muchas veces durante los dos años anteriores, pero nunca había llevado a nadie con él. De hecho, nunca le había hablado a nadie de ello. Era una especie de secreto.


No se había parado a analizar por que había decidido llevar a Paula hasta allí. Sabía que no sólo lo hacía para convencerla de que se quedara, pero esperaba que diera resultado.


Treinta minutos después de dejar la ciudad, se metió por un camino de tierra. Poco después, apareció frente a él el pequeño edificio de adobe. Grupos de niños jugaban en el jardín. El césped estaba en muy mal estado.


En un cartel sobre la puerta se anunciaba que aquél era el Hogar Infantil Santa María. Apagó el motor y miró entonces a Paula.


Se quedó mirando los niños bastante tiempo y después a él.


—¿De qué conoces este sitio? —le preguntó.


—En uno de mis primeros viajes a esta isla conocí a un niño en el muelle. Buscaba comida entre los cubos de basura. Me enteré después de que su madre había muerto unas semanas antes y que no tenía más parientes. La casa había sido embargada para pagar los gastos médicos de la madre, así que no tenía adónde ir. Empecé a informarme y me hablaron de este sitio. Un americano llamado Scott Dillon lo fundó hace diez años. Tiene un presupuesto muy limitado, pero hace mucho bien con lo poco que tiene.


—¡Vaya! Sabes muy bien cómo sorprender a una chica —le dijo.


—Entremos, quiero presentártelo.


Entraron en el jardín. Un par de niños se les acercaron corriendo al reconocer a Pedro. Luis, de siete años, se echó a sus brazos.


—No sabía que ibas a venir —le dijo con una gran sonrisa.


Otros niños lo abrazaron también. Era muy gratificante recibir tanto cariño cada vez que iba a verlos.


—¿Vas a jugar con nosotros, Pedro?


—Claro, pero antes quiero hablar con el señor Dillon y descargar algunas cosas que he traído. Después nos concentramos en lo importante… —les dijo con un guiño.


Paula lo miraba desde la puerta. Volvieron al todoterreno, cargaron con algunas bolsas y entraron en el edificio. Llamó a la puerta de Scott.


—Pasa.


Asomó la cabeza por la puerta. Scott estaba sentado a la mesa con un montón de facturas delante de él. Sonrió nada más verlo.


—¡Pedro! Pasa, por favor.


—Hoy he traído a alguien conmigo —le dijo mientras se echaba a un lado para que Paula entrara.


—Hola, me llamo Paula Chaves —lo saludó ella extendiendo su mano.


—Yo soy Scott Dillon. Me alegra que haya venido con Pedro.


Paula asintió y miró a su alrededor. Todo era muy modesto. Las paredes estaban cubiertas con fotos de niños riendo y jugando. Había muchas. Pedro recordó la primera vez que había visto esas fotos, le habían causado una enorme impresión. Vio en la expresión de Paula que a ella le estaba pasando lo mismo.


—Por favor, sentaos —les pidió Scott.


Lo hicieron y comenzaron a hablar de cómo iba el crucero.


—Hemos tenido algún problema con el barco y nos hemos alojado en el Ocean Breeze —le dijo.


—Vaya… ¿Es esta la primera vez que visitas la isla de Tango, Paula?


—Sí —contestó ella—. Es preciosa.


—Así es. Si vienes a este sitio, es imposible olvidarte de su existencia. Yo vine hace diez años y me quedé.


—Ya veo por qué. Pedro me ha contado que tú fundaste este orfanato.


—Sí. Había mucha necesidad. Apenas hay servicios sociales en la isla y durante mi primer viaje me di cuenta de que había niños de seis o siete años que vivían solos y en la calle. La verdad es que es asombroso cómo consiguen sobrevivir de esa manera, pero necesitaban un hogar.


Paula miró por la ventana. Había niños jugando con una pelota.


—¿Cuántos niños viven aquí?


—Ahora mismo hay unos treinta.


—Y, ¿es alguno de ellos adoptado?


—Pocas veces —repuso Scott con un suspiro.


Parecía preocupada. Se preguntó si habría sido buena idea llevarla hasta allí.


—Hemos traído algunas cosas —dijo él—. Será mejor que las saquemos del coche.


—Gracias, Pedro. Salgo a ayudarte.


Los tres salieron afuera y recogieron el resto de las bolsas y cajas. Las llevaron hasta la cocina del orfanato. Allí había dos mujeres mayores con la piel tostada por el sol y arrugas en el rostro. 


Les sonrieron y les dieron las gracias por la comida.


Después salieron de nuevo al jardín. Luis y el resto de los niños los recibieron con entusiasmo. 


No pudieron negarse a jugar con ellos a la pelota. Pasaron un rato estupendo, riendo y divirtiéndose.


Algún tiempo después, Paula y Scott le dijeron que necesitaban descansar un rato. Se sentaron a la sombra. Pero Luis volvió a por Pedro y lo arrastró de nuevo al campo de juego. La verdad era que no le importó en absoluto, disfrutaba mucho con todo aquello.


Paula y Scott estaban sentados en el muro a un lado del jardín. Se quedaron un tiempo en silencio, observando cómo Pedro jugaba con los niños. Las risas y los gritos llenaban el aire.


—¿Hace cuánto que conoces a Pedro? —le preguntó Scott.


—Hace poco —repuso ella con una sonrisa.


—¿Sois amigos?


—Eso creo.


Se imaginó que no sonaba muy bien, pero lo cierto era que carecía de una respuesta mejor.


—Debéis de ser muy buenos amigos si ha decidido traerte con él hasta aquí. Este sitio ha sido para él siempre un lugar especial, uno de los pocos sitios donde encuentra consuelo.


—¿Por qué?


—Supongo que es porque siente que sus esfuerzos aquí sirven para algo. Y así es.


—Eso está claro.


Pedro parecía alguien distinto en compañía de los niños. Lo daba todo. Se preguntó si habría sido igual con su hija. Parecía muy abierto y cariñoso.


—Estos niños son tan sanos y auténticos… —comentó Scott—. Supongo que eso es lo que me empujó a ayudarlos. Toman lo que se les da con agradecimiento y nunca piden nada.


—¿Que hacías antes de venir a vivir aquí?


—Era empresario. Conseguí llegar a lo más alto después de entregar veinte años al mundo financiero y de pisar a todos en mi camino. Un día, me di cuenta de que preferiría morirme antes de seguir con la misma vida sin sentido. Me compré un barco y dejé que me llevara la corriente. Casi literalmente. Aquí es donde terminé.


Pedro y tú parecéis tener mucho en común.


—Sí, supongo que por eso nos llevamos tan bien.


—¿Tienes familia?


Scott miró de nuevo a los niños.


—Ellos son mi familia.


Después de un rato, Scott se puso de nuevo en pie y volvió a jugar con Pedro y los niños. Paula se quedó donde estaba, pensando en lo que acababa de decirle. Estaba segura de que debía de ser muy gratificante saber que estaba haciendo tanto por otros.


Se dio cuenta de que echaba eso de menos en su vida.


Se levantaba cada mañana sin encontrar nada que diera sentido a su existencia. En lo único que pensaba era en vengarse de su ex marido.


Se sintió fatal al darse cuenta de lo vacía que era su vida. Quería hacer algo que importara, quería estar orgullosa de sus acciones y sentir que podía mejorar la vida de otros. Quería tener la sensación de que sus días sobre la tierra no habían sido una pérdida de tiempo.


No sabía por qué Pedro la había llevado a ese sitio, pero se alegraba de que lo hubiera hecho. 


Sentía que una especie de luz se había encendido en su interior y veía todo mucho más claro.


No se había convertido en la mujer que su padre esperaba que fuera y no había elegido bien a la hora de casarse. Pero en ese instante supo que ese día iba a suponer un giro de ciento ochenta grados en su vida, decidió que había llegado el momento de hacer algunos cambios.


Tenía que descubrir sus aptitudes y ver que podía hacer. Sabía que el valor de una vida se medía en la capacidad de esa persona para contribuir a mejorar el mundo. Sabía que era así y se daba cuenta de que tenía mucho que hacer para ponerse al día en ese sentido.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 47




Margo había dejado que Hernan la convenciera para ir a comer a la playa con él.


Estaba claro que no se le daba muy bien resistirse, pero no había cambiado de opinión. 


Seguía pensando lo mismo que le había dicho la noche anterior.


Se sentaron en la arena, debajo de una gran sombrilla. Sobre la manta habían desplegado un delicioso banquete. Había suficiente comida para alimentar a ocho personas.


—¡No puedo creer que convencieras a los cocineros del hotel para que prepararan pollo frito!


—No fue fácil, pero toda merienda al aire libre necesita un poco de pollo frito —dijo Hernan.


—Se nota que eres un chico del sur.


—Sí, supongo que no se puede esconder.


Probó el pollo. Estaba delicioso y no pudo evitar gemir de placer.


—Me alegra que le guste, señora —comentó él con exagerado acento sureño.


También había puré de patatas y panecillos recién hechos. Todo acompañado de un suave vino blanco.


—Estaba riquísimo.


—Y aún no hemos acabado —le dijo Hernan sacando una caja con galletas.


—Creo que no debería —repuso ella mientras colocaba una mano sobre su abdomen.


Él destapó la caja y le mostró el contenido con una pícara sonrisa.


—Galletas de chocolate blanco con nueces de macadamia.


—Eres muy malo —lo acusó ella mientras tomaba una.


—Les pedí que las hicieran sin calorías.


—¡Ah, bueno! En ese caso…


Mordió la galleta y cerró los ojos para disfrutar aún más de su sabor.


—Estas galletas deberían estar prohibidas…


Él rió con ganas. Margo abrió los ojos y lo miró con seriedad. Sintió algo nacer dentro de su pecho.


—Y creo que tú también deberías estarlo —le dijo sin pensar.


—¿En serio?


—En serio.


No se reconocía. Nunca había flirteado así.


Él alargó la mano y le rozó la mejilla.


—Tenías una miguita.


—¿Ya la has quitado?


—Casi —repuso él con suavidad—. Hay un poco más —añadió mientras se acercaba hasta que su boca quedó a pocos centímetros de la de ella—. Justo aquí…


Rozó sus labios con suavidad. Margo rezó para que no se detuviera ahí y él no lo hizo.


Su beso fue tan leve como la caricia de una mariposa, pero sus efectos fueron devastadores. 


No entendía cómo podía ser posible. Comenzó a pensar en reacciones químicas y otras explicaciones científicas. Quizá fuera sólo atracción física, algo parecido al magnetismo. Pero no tardó mucho en llegar a la conclusión de que aquello no tenía nada que ver con sus estudios, era algo completamente distinto.


Él tomó su mejilla en la mano y profundizó en el beso. Era lo más dulce que había probado en su vida, no había esperado nada parecido. Creía que él era sólo un mujeriego y que no podía haber nada más. Pero acababa de darse cuenta de que se había equivocado y que aquello le estaba afectando más de lo que creía.


—¡Margo!


La voz de su padre la sobresaltó tanto que se separó al instante de Hernan, tirando a la vez un vaso de vino. No tardó en ponerse en pie, tomar algunas servilletas y tratar de secar la colcha. 


También había mojado el bañador de Hernan.


—Lo siento —le dijo.


—No pasa nada —repuso mientras miraba al profesor Sheldon con una sonrisa.


—Te he estado buscando —le dijo su padre con seriedad e ignorando a Hernan—. El todoterreno que he alquilado está aparcado detrás del hotel.


—Pensé que habíamos quedado en vernos a las tres.


Miró el reloj. Sólo eran la una y media.


—Hay mucho que ver y pensé que estaría bien salir un poco antes.


Miró a Hernan y otra vez a su padre.


—De acuerdo —le dijo mientras se sacudía la arena de sus bermudas y se ponía las sandalias—. Gracias por la comida, Hernan —añadió sin mirar al joven.


Sabía que su padre estaba muy disgustado. 


Tomó su brazo y fueron hasta el hotel.


—Margo, ¿qué haces con un hombre como ése? —le dijo con voz firme.


Ella miró por encima del hombro. Hernan aún los observaba y estaba claro que había oído la pregunta de su padre. No sabía quién estaba más enfadado de los dos. Su padre por lo que había visto o ella por no conocer la respuesta a su pregunta.